sábado, 25 de abril de 2020

EPISTEMOLOGIA



El problema hoy día es que no hay desiertos, sino sólo ranchos postizos.
THOMAS MERTON
Estadounidense
Monje trapense

Yo que no tengo abrazo para toda mi tristeza.
ROCIO NAVARRO
Venezolana
Cultora de la música y la poesía

Todo el barrio Mamera caía sobre mis hombros mientras pensaba al voleo de la mente, viendo en la inercia aquel cuartico de paredes azules desconchadas, alquilado para sobrellevar mis ausencias y separaciones, metido el ojo melancólico en el filamento del bombillo encendido como un pequeño mapa de las calles afluentes de la avenida intercomunal de Antímano, dadas a parecer de noche como un nacimiento navideño visto desde arriba o desde lejos o desde el Parque Central.

Resiste aún la calle principal más corta del mundo, franqueada por casas y algunos edificios de dos o tres pisos que los diciembres veteaban de tonalidades para cubrir muñequitos escolares y corazones flechados muchas veces hechos a lápiz; y a escritos anónimos que van saliendo del diálogo confinado en soledad, de la luna escondida entre humo, sed, tos, ansiedad, vértigo y marcador de tinta indeleble; subidita que da a Los Abastos –especie de plazoleta alguna vez engalanada de tres carnicerías y varias bodegas evidentes o secretas, hoy cerradas en silencioso homenaje a lo que fueron emprendimientos comerciales- extendida entre poste y poste que los vecinos han caminado desde la fundación hecha piedra contra piedra, del cartón a la pared de bloque –entre techo de zinc, gestión, cable, discusiones, cálculo, zanja, tubo, esfuerzo, sancocho, café guarapo y esperanza- haciéndose de infancia a vejez, en un ir y venir inadvertido de quienes se han quedado para siempre o se han marchado para volver jamás, mientras, bajo la curvatura de un aro de basket se persiguen niños tras un balón invisible. 

Primero fue el cerro. Lenguas de una sola boca con aliento de lodazal buscando la cima. Transformadas han sido en un tejido de cemento revestido sobre escaleras, callejuelas, lomitas, pasadizos de cuya heredad nacieron casas hechas con el fuerte hormigón de los sueños que algunas veces resbalaron por la lluvia y luego se fueron sosteniendo a pulmón de trabajo diario y al óleo mentolado de la vieja oración a la brisa de Dios. Un muro aquí, un encabillado allá, más allá el encofrado de una zanja bostezando historias de acequias que están ahí, escondidas entre árboles flacuchentos, como subversivas, y nadie las ve.  

Después fueron Las Casitas. De otros lodazales empinados, al resbalón sometido por el cielo partido en fecundidades de agua caída para desatar aluviones, vinieron otros cosechados de pobreza a poblar una planicie, alguna vez hermoseada de repollos, cebollas, zanahorias, tomates, coliflores, cilantros, cebollines por quienes huían del espanto dictatorial de un Portugal empobrecido en la Europa de la postguerra. Gran huerto arrasado por el tractor gubernamental que buscaba paliar caseríos venidos abajo de cerros y farallones cenagosos. En esa soledad tétrica provocada por la improvisación que dejaba un hueco en el estómago de la ciudad, prefabricaron cien cajas de hormigón con sombreros de lata, traídas a fungir de viviendas. La palabra “provisional” sonaba como un eco en las orejas, venido de alguna oficina pública, silenciando la preocupación de los vecinos del cerro, por la llegada imprevista de sustos, corotos, indefensión, angustias, desnudez envueltas en el pecho de aquella gente.

Era el propio barrio (y aún es) Mamera. Dicotomía pura en las fronteras donde la toponimia se dramatiza con el tiempo, son sus sectores. Originarios fueron con nombres de santos y vírgenes los risueños zanjones. Bautizadas también con el recuerdo de alguna región provincial las pudorosas veredas y escaleras donde los gochitos se reunían a recordar aquellos andes dejados atrás, para venir a envolverse de frío citadino con sus gochitas o alguna novedosa muchacha de fresco descubrimiento y así macerar esos amores iniciales que dejan marcada la nostalgia con el primer cigarrillo petulante que se enciende a una sola mano en la caja de fósforos, cual Sábata viene a matar; y esos besos reos de la inexperiencia, muchas veces sellados con una preñez mecida en un rincón oscuro, oloroso a betún.

La entrada del infiernito me figura en un antes difuso de búsquedas, aunque sucedido de lejanías marcadas por las canciones de Ismael Rivera, como himnos con los que las mujeres mueven las caderas para hermosearse mucho más y se agitan las primeras horas de los sábados en lo que fueron mis pasos errabundos por lenguajeos íntimos y sorpresivos; unos platos sonaban celebrando desayunos detrás de las paredes con olor a maíz molido humeante, redondeado por manos femeninas prestas para echarlo a la hornilla; alguna correa persiguiendo nalgas infantiles por cualquier inocencia cometida, zumbaba su fuerza contra cualquier cosa; letanías de Tony Aguilar (compitiendo con el vallenato colombiano que sonaba en las busetas) ondeaban desde La Grama o La Batea o San Pablito, prometiendo a las madres, -a violín, trompeta y guitarrón- dejar la bebida, los amigos, las mujeres alegres y los falsos quereres.

Está signado por el asalto automotor este barrio como puesto ahí para atrapar frenazos emocionales. Tuvo una estación de tren, de Trollebus y ahora mismo una del Metro: la imagino lúgubre, resumando extrañeza por ese regodeo de resabios que amparan a los abuelos en tardes de dominó y cerveza, tautologías metidas en la lengua de los jóvenes para causar piquiña en el entendimiento, lenguaradas desafiantes de muchachas de mirada pendenciera cuando conversan de amantes violentos y aburridos, de idas al mercado para dialogar ofertas contingentes o de mascotas callejeras (tal vez un perrito parecido a chihuahua) que ya no hallan donde meterlas. También tuvo una planta eléctrica que de orfandad fue desmantelada y usada para apurados coitos de arrabal. Todavía le quedan, una pasarela desde donde echar la basura a unos containeres colocados debajo se convirtió en deporte infantil; y la casa de campo de un gobernante que se fue a París montado sobre su propia guerra caudillesca.

Jamás carece de infinitud un barrio. Su palabreo no tiene fin. Son inacabadas las andanzas de quienes quedaron atrapados en sus azares. La unión secreta habida entre quienes lo han habitado y ahora son recuerdos escondidos en el ulular del viento que mueve los cables de la luz y quienes se han quedado en su día y noche para observar la umbra que se forma en las madrugadas mareadas de olvido, es una cabuya poblada de manos tensadas alrededor de los cuentos pasados por la revisión de quienes fueron los íngrimos protagonistas de sus propias exequias.

En todo esto falta de Mamera la tragedia; su particular mundo quebrado, desbarrancamiento que lo ha perseguido con la notoriedad de un presidiario fugado de todos los ojos, de todas las bocas, de las tazas de café que nunca faltan para sanar las nostalgias; su mal hado muchas veces colocado en primera plana para que la muchedumbre se persigne al escuchar su nombre, siempre faltará en la rendición de cuentas de cualquier barrio, porque en este perfil Mamera ha sido completamente original. Menos mal que el tiempo se traslada -oscila cósmicamente- para velar a otros enfermos y el olvido lanza su red adormecedora sobre quien la experiencia no le ha dicho la última palabra.

No se recorre Mamera sin que la gente vea a los otros con mirada de saludo; así sea para espiar siempre hay una bienvenida insospechada en todo olisqueo para ver qué pasa, quién es, de dónde viene. Y para quienes tienen al odio por costumbre, aquí no lo encontrarán. Existe entre todos estos huecos que ahora veo en lo que muchos dicen que ha sido una avenida (llenos de un charco inodoro y pastoso), en ese apilonamiento de casas casi sin veredas, donde seguramente avisan en una punta que van a pasar a la otra; hay en este abandono activo un secreto y extraño amor. ¿Cómo se puede percibir amor en este inmenso terraplén de necesidades que pareciera cobrar su peso en odio?

“Vamos a comernos unas empanadas” –dije al poeta Miguel una madrugada fresca y sin luna. La buena tarde con el yi en día sábado me puso valiente con el bolsillo. Habíamos estado hablando entre otras cosas de las novelas de Herrera Luque, del último artículo de Domingo Alberto y de la declinante carrera de Antonio Armas en Grandes Ligas. Nos metimos a Las Casitas por la salida de El Guásimo porque era la vía expedita para llegar al “carromato”, como le decíamos a la empanadería. “La una de la noche, decía Neruda, y este gentío”: - me dijo el poeta que amaba a este barrio a todas horas. Frente a cualquier otro sitio podía tener el encono de Nietzsche o el filo de Baudelaire o la radicalidad del Chino  Valera Mora, pero frente a Mamera Miguel caía rendido a sus pies como el barrio-dios nacido con él. Nos anotamos con seis de carne mechada -“para cuando salgan”– dije comprensivo. Cada quien pescueceaba creyendo suyas las que burbujeaban fritas de las espumaderas a los tazones de plástico. Una mujer flaquísima que no dejaba de fumar, vigilaba la producción mientras otra de afro y cuerpo venusiano amasaba, tomaba con una cucharilla la porción (que siempre veo mínima) de queso, cazón o pollo, la colocaba en la masa abierta, la doblaba y pasaba por el molde redondo y ¡zas! al aceite hirviente. No se daban abasto.

“La reina pide treinta” –dijo a voz oscura un recién llegado bajito, enchaquetado, con gorra hasta las cejas. Nadie supo de dónde salió un gordo a quien decían García, por el parecido con el sargento del Zorro; colocó una gran pelota de masa sobre otra mesa y dejó a una abuelita aplicando velocidad para ese pedido. Inquirí al poeta con una seña y me la devolvió con la despreocupación de los gatos que le fascinaban. “¡Con las Loterías!” –cantaba YVKE en voces de un corito gritón de medianoche. La espera me adormecía hasta que de nuevo en la radio escuchaba: “¡YVKE Mundial no duerme! ¡No duerme!”. Pasaban las motos cada tanto jineteadas en pareja. Un pequeño frío comenzó a instalarse en los poros y en las orejas. “¡Son la una y treinta!” dijo un corito en la programación grabada y varios se vieron los relojes hasta que llegó ella.

Venía de parrillera en una tres cincuenta, escoltada por dos parejas de motorizados. No simularon las armas. La población que abarrotaba el carromato abrió un espacio apretando los cuerpos y un escolta le dio camino. Rubia, alta, vaquero caminar, intimidante pose entre gorra de cuero negro y botas altas. Un celaje de tristeza en la severidad de ojos grises me habló como a un raro ejemplar: “¿Qué pasó profesor? ¿Tiene hambre?”. García le abrió un saludo de promesas sonrientes a inmediato cumplimiento. De pronto la radio anunció algo inusual en la canción que iniciaba. No eran Wilfrido ni Oscar de León. “¡Silencio!” –dijo la mujer levantando la mano. Todos y todas callamos. “Que triste se oye la lluvia, en los techos de cartón” inició el cantor con voz grave. “Qué triste vive mi gente en las casas de cartón”. Bajó el rostro la Reina guturando palabras como si buscara fractales en el piso. Con la punta de la bota escarbó aplastadas colillas, pedazos de vidrio de alguna botella demolida por fuerzas brujeriles, lágrimas empegostadas en un nadir consolador de dolores compartidos con la desperanza, y el polvillo desértico abandonado en huellas del viento que pasa. “Viene bajando el obrero, casi arrastrando sus pasos por el peso del sufrir”. “¡Calla!” –dijo con firme encono a un espaldero que intentó romper el silencio. “Ese pana me parte el alma con eso, con esa guitarra”. Sólo el silenciado ruido de la fritura bogaba sobre las cuatro cuerdas a estribor de la melodía. Reojos extrañados iban y venías entre quienes con seños perplejos caíamos en la cuenta de un ritual chamánico insospechado. “Arriba, deja la mujer preñada, abajo está la ciudad y se pierde en su maraña”. “¡Qué jodido!” –se dijo abriendo los carnosos labios, bellos de autoridad y saliva sensual. Se lo repitió varias veces: “¡Qué jodido!”, como la voz de la desconsolada novia de Narciso. Cerró el puño de su mano derecha con vibraciones tensas y tocó su pecho varias veces mientras movía la cabeza en señal negativa. “Hoy es lo mismo que ayer, es su mundo sin mañana”. El cantor colocaba latidos de corazón ante la cuna de un niño; de pronto sus notas se hallaban agitando los portones de las fábricas o espetando su arrechera en un juzgado de leguleyos pelucones o tomando las manos de una abuela preocupada por el hijo o mirando nuestros ojos tan a fondo como esta muchacha –mujer a la fuerza- lo veía en su escalera de sentires. Las tristezas se comparten ante hechos trágicos para que pesen menos, pero este lugar común no detiene tal caudal de tristeza, una extraña melancolía que comenzamos a compartir espontánea, súbita, como venida sin querer de una tragedia percibida por ella hace mucho tiempo y por nosotros también pero se nos había quedado suspendida –inadvertidamente- en el alma y ahora se revertía hacia quienes la veíamos escuchando lo que escuchábamos con su misma reverencia. Fue una solidaridad antigua, escondida en el presentimiento pero descubierta cuando ella se elevó a esa reverencia única, compartida sin obligación. “Usted no lo va a creer, pero hay escuelas de perros y les dan educación, pa´que no muerdan los diarios, pero el patrón, hace años muchos años, que está mordiendo al obrero”. Elevó el rostro para llenarlo de noche, buscando en las estrellas alguna lógica y ese diálogo íntimo más allá de la armonía, de las síncopas atipladas en la atmósfera como tejiendo dulzuras. “Esto sucede” –dijo hablando con nuestro asombro. Echándonos miradas perdidas. “Esto siempre sucede”. Y el cantor dijo al final: “Que lejos pasa la esperanza, en las casas de cartón, oh, oh, oh”.

“¡García!”. “Dime Reina”. “¿Ya están listas?”. “Todas listas, mi Reina”. “¡Cancela Yiyo!”. Uno de los motorizados tomó las bolsas engrasadas y salieron tras la mujer que caminaba afincando los tacones. Las motos hicieron el coro rugiente tan admirado por la adolescencia que anhela dejar la bicicleta, perdido como algarabía mecánica dispuesta a despertar a las ánimas. Su largo cabello movía con fiera estética la brisa a manera de pincelada espiritual. Dejamos aquel silencio impuesto frente a la radio noctámbula, poco a poco, con serena dificultad. Extendí la mano a la flaca para recibir las seis de mechada y pagar. El mutismo del momento cobraba acento, con cada mordisco que dábamos a la masa caliente, gustosa. ¿Quién podría decir adónde se fue aquel sentimiento que nos acompañó?



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