Nadie me
discutía que los ojos de Ibis eran los más lindos de Lomas de Urdaneta. Si cuando
aparecía en el voleibol de la planta, pocos se atrevían a discutirle la
estatura, la mirada, el cuerpecito alineado como un astro de firmamento
predestinado entre las escaleras del bloque o en el ascensor, cuando yo tenía
la posibilidad de olisquear sus perfumes, su aroma de orquídea bienaventurada,
las sonrisa que a veces hacía traslación entre los viejos jugadores de bolas
criollas y yo que sospechaba no eran más audaces que mis pensamientos sísmicos
y el saque suave como para ella desde la raya blanca con el zapato lleno de grifin, al que se le perdonaban todas
las infracciones.
El carmín
de labios ajustados a cualquier beso de infinitud calculada, sustituía al kétchup
que comenzaba a ponerse de moda entre muchos labios. Las uñas pintadas con
colores de amor ajustado a sobresaltos de mis ojos, cuando la veía partir el
pasillo en dos con un cadereo tan suave, de cabellos tan femeninos, tan
muchacha, tan mujer, que la dibujaba en el cuaderno de religión para que Dios
la cuidara entre mis primeros rayones.
¡Carajo!
Ibis era bella y lo demás era ponerse a escuchar la canción “Con” de Aznavour y
dejar que los latidos del corazón desparramaran aquellos nueve años sobre el cerro
de Isaías Medina y así mirar la escuela y pensar que todas aquellas niñas
lagañosas le debían pleitesía a la Ibis monumento, la Ibis novia de todos los
carnavales, de los torneos de fútbol en la cancha de El Cuartel, de los fines
de año con el mosaico de Lucho Macedo que nunca se acababa y la gente bailaba
por rondas hasta el amanecer del primero de enero, de las fiestas patrias con
bandera democrática, de las verbenas pro fondos, de los bingos bailables, de
los comunistas que disparaban desde la azotea a la brutal policía y que luego
dejaban una bandera roja hondeando sobre el susto de Ibis cuando saltaba su
botita sobre el reguero de cartuchos de bala en la mañana sorpresiva.
Ibis
estaba predestinada a patear el balón inaugural, a picar el primer pedazo de
la torta, a cortar la cinta del inicio de cuanta cosa se inventaba, a bailar la
primera canción de toda fiesta, a recibir la mano del funcionario visitante, a
ser abrazada por la multitud y sobre todo por mí que la miraba bajar con su
faldita verde manzana y esa camisa almidonada del liceo Espelozín, con los libros
y cuadernos pegados al pecho y ese paso levitado sobre la vereda doce hasta la
parada donde un autobús se engalanaba con su presencia sagrada.
Manzanero
le compuso a Ibis: “Somos novios, mantenemos un cariño limpio y puro, procuramos
el momento más oscuro”. La vi en el Show de Saume, entre el público, con el
pelo ceñido a un moño corto. Sus ojos me miraron a través de la pantalla cuando
la prefiguré de pareja en “Ritmo y Juventud”, mientras bailaba con un número en
la espalda una charanga de Tito Rodríguez, abrazada a un muchacho afeitado con
el corte cepillo y abrigado con el suéter de César Costa. La esperé muchas
veces entrar a la cabina del concurso de las sesenta y cuatro mil lochas y contestar la pregunta científica, porque para
mí Ibis era la muchacha más inteligente del mundo y sospechaba que sacaba
veinte en todas las materias.
Me equivoqué
dos veces. No era esa la puerta que debí tocar. La señora que vendía las
empanadas vivía en el apartamento de al lado y no debió ser Ibis la que abriera
la puerta del suyo ese sábado en que un niño intentaría reconocerla sin la
sombra de maquillaje sobre los párpados, con las cejas rapadas sin el trazo
preciso, los labios muertos de tan pálidos, los rollos vacíos de papel
higiénico sobre la cabeza para hacerse los bucles, los pómulos llenos de una
crema blancuzca, una bata verde de florecitas rosadas como la de Lucille Ball
en el programa de las tardes y el pie desvalido sobre una pantufla improvisada.
Me habló entre dientes porque sostenía varios ganchitos de pelo entre labios: “Hola,
tú eres el muchacho del 83, ¿Cómo está tu mamá? ¿Qué deseas?”. Yo esperaba lo que
había dicho Marisol a su noviecito español o una vocecita como la de Caridad
Canelón o un tierno sonsonete como el de Rebeca González o la timidez atrevida
de Tania Salazar o el desenfado florido de Raquelita Castaños o la sonrisa pícara
de Edith Salcedo o el Coco Loco de Lila Morillo, pero no, nada, solo esa mirada
apurada y ese caos femenino caído sobre mí para alejarme los sueños y cortarme
los anhelos.
Esa tarde
la miré igual que siempre, bella, inmensamente bella, por enésima vez, con la
cinta de madrina del torneo de fútbol sobre sus pechitos bien cubiertos y con
la exageración de la torpeza en la patada que dio al balón de la inauguración. A
Ibis todo se le perdonaba, sin embargo, ya había algo que aquel niño no le
había perdonado a ese sábado: conocer de improviso a una Ibis que, siendo
adulto, jamás hubiera dejado levantar tan temprano de la cama sin brindarle el
estremecimiento del siglo.
Nuestro agradecimiento al Fondo Editorial Fundarte de la Alcaldía de Caracas por la publicación del libro Asunto de Palabras en la Colección Cuadernos de Difusión N° 289 en el año 2010, en el que está incluido el presente texto .
Felicitaciones. Buscaré el libro. Me han gustado mucho varios de sus relatos, que espero reencontrar allí. Qué terrible trauma es reencontrar a Ibis, no un poco desaliñada, sino desbaratada por varias décadas de banalidad. Felicidad, salud e inspiración, Luis Britto
ResponderEliminarMe encantó.
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