martes, 30 de junio de 2020

IBIS





Nadie me discutía que los ojos de Ibis eran los más lindos de Lomas de Urdaneta. Si cuando aparecía en el voleibol de la planta, pocos se atrevían a discutirle la estatura, la mirada, el cuerpecito alineado como un astro de firmamento predestinado entre las escaleras del bloque o en el ascensor, cuando yo tenía la posibilidad de olisquear sus perfumes, su aroma de orquídea bienaventurada, las sonrisa que a veces hacía traslación entre los viejos jugadores de bolas criollas y yo que sospechaba no eran más audaces que mis pensamientos sísmicos y el saque suave como para ella desde la raya blanca con el zapato lleno de grifin, al que se le perdonaban todas las infracciones.

El carmín de labios ajustados a cualquier beso de infinitud calculada, sustituía al kétchup que comenzaba a ponerse de moda entre muchos labios. Las uñas pintadas con colores de amor ajustado a sobresaltos de mis ojos, cuando la veía partir el pasillo en dos con un cadereo tan suave, de cabellos tan femeninos, tan muchacha, tan mujer, que la dibujaba en el cuaderno de religión para que Dios la cuidara entre mis primeros rayones.

¡Carajo! Ibis era bella y lo demás era ponerse a escuchar la canción “Con” de Aznavour y dejar que los latidos del corazón desparramaran aquellos nueve años sobre el cerro de Isaías Medina y así mirar la escuela y pensar que todas aquellas niñas lagañosas le debían pleitesía a la Ibis monumento, la Ibis novia de todos los carnavales, de los torneos de fútbol en la cancha de El Cuartel, de los fines de año con el mosaico de Lucho Macedo que nunca se acababa y la gente bailaba por rondas hasta el amanecer del primero de enero, de las fiestas patrias con bandera democrática, de las verbenas pro fondos, de los bingos bailables, de los comunistas que disparaban desde la azotea a la brutal policía y que luego dejaban una bandera roja hondeando sobre el susto de Ibis cuando saltaba su botita sobre el reguero de cartuchos de bala en la mañana sorpresiva.

Ibis estaba predestinada a patear el balón inaugural, a picar el primer pedazo de la torta, a cortar la cinta del inicio de cuanta cosa se inventaba, a bailar la primera canción de toda fiesta, a recibir la mano del funcionario visitante, a ser abrazada por la multitud y sobre todo por mí que la miraba bajar con su faldita verde manzana y esa camisa almidonada del liceo Espelozín, con los libros y cuadernos pegados al pecho y ese paso levitado sobre la vereda doce hasta la parada donde un autobús se engalanaba con su presencia sagrada.

Manzanero le compuso a Ibis: “Somos novios, mantenemos un cariño limpio y puro, procuramos el momento más oscuro”. La vi en el Show de Saume, entre el público, con el pelo ceñido a un moño corto. Sus ojos me miraron a través de la pantalla cuando la prefiguré de pareja en “Ritmo y Juventud”, mientras bailaba con un número en la espalda una charanga de Tito Rodríguez, abrazada a un muchacho afeitado con el corte cepillo y abrigado con el suéter de César Costa. La esperé muchas veces entrar a la cabina del concurso de las sesenta y cuatro mil lochas y contestar la pregunta científica, porque para mí Ibis era la muchacha más inteligente del mundo y sospechaba que sacaba veinte en todas las materias.

Me equivoqué dos veces. No era esa la puerta que debí tocar. La señora que vendía las empanadas vivía en el apartamento de al lado y no debió ser Ibis la que abriera la puerta del suyo ese sábado en que un niño intentaría reconocerla sin la sombra de maquillaje sobre los párpados, con las cejas rapadas sin el trazo preciso, los labios muertos de tan pálidos, los rollos vacíos de papel higiénico sobre la cabeza para hacerse los bucles, los pómulos llenos de una crema blancuzca, una bata verde de florecitas rosadas como la de Lucille Ball en el programa de las tardes y el pie desvalido sobre una pantufla improvisada. Me habló entre dientes porque sostenía varios ganchitos de pelo entre labios: “Hola, tú eres el muchacho del 83, ¿Cómo está tu mamá? ¿Qué deseas?”. Yo esperaba lo que había dicho Marisol a su noviecito español o una vocecita como la de Caridad Canelón o un tierno sonsonete como el de Rebeca González o la timidez atrevida de Tania Salazar o el desenfado florido de Raquelita Castaños o la sonrisa pícara de Edith Salcedo o el Coco Loco de Lila Morillo, pero no, nada, solo esa mirada apurada y ese caos femenino caído sobre mí para alejarme los sueños y cortarme los anhelos.

Esa tarde la miré igual que siempre, bella, inmensamente bella, por enésima vez, con la cinta de madrina del torneo de fútbol sobre sus pechitos bien cubiertos y con la exageración de la torpeza en la patada que dio al balón de la inauguración. A Ibis todo se le perdonaba, sin embargo, ya había algo que aquel niño no le había perdonado a ese sábado: conocer de improviso a una Ibis que, siendo adulto, jamás hubiera dejado levantar tan temprano de la cama sin brindarle el estremecimiento del siglo.













Nuestro agradecimiento al Fondo Editorial Fundarte de la Alcaldía de Caracas por la publicación del libro Asunto de Palabras en la Colección Cuadernos de Difusión N° 289 en el año 2010, en el que está incluido el presente texto .




2 comentarios:

  1. Felicitaciones. Buscaré el libro. Me han gustado mucho varios de sus relatos, que espero reencontrar allí. Qué terrible trauma es reencontrar a Ibis, no un poco desaliñada, sino desbaratada por varias décadas de banalidad. Felicidad, salud e inspiración, Luis Britto

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