viernes, 25 de junio de 2021

LA CEIBA

 






 

En una entrevista cuenta George Steiner una anécdota de su niñez, cuando asistía en Francia con cinco o seis años al jardín de infancia. Los pequeños llevaban batas azules y tenían que ponerse de pie cuando entraba el maestro. El primer día del curso se cumplió el ritual y el profesor con aire severo paseó su mirada sobre los críos antes decir en tono desafiante: “Caballeros, o ustedes o yo.”

FERNANDO SAVATER

 

-Aló Mami. ¿Cómo amaneciste el día de tu cumpleaños?

-Bien hijo. Aquí estoy encerrada por lo del virus.

-Por ahora eso es lo conveniente, Mami. Cuídate que tú siempre tendrás veinticuatro años para mí.

-(Risas) Claro, pero no olvides que son unos cuantos más. Yo nací en el año treinta y seis.

 

Vencer la escuela primaria es un acto casi que desgarrador. No nos damos cuenta porque, en primer lugar, la escuela es tan poderosa que te deja la sensación de que es quien gana siempre y en segundo lugar por la infancia, cuyo interés por el acto de ganar al año escolar es tan fugaz que su importancia es mucho menor que ver la serie El Zorro, fusilar la espalda de un compañero de juego con una pelotica de goma o comerse una tunja gigante estrellada de azúcar, con no pocos tragos de refresco de colita detrás, luego de patear un balón durante media tarde.

Tendría yo unos ocho años cuando le gané a la escuela porque pasé eximido el cuarto grado con la máxima nota y muy pocos me igualaban leyendo de cualquier manera, escribiendo, dibujando, memorizando fechas y sacando cuentas. Me esperaban quinto y sexto grados en una institución de curas porque mi primera escuela no llegaba hasta allá. Eran épocas donde padrinos, madrinas y vecinos nos preguntaban cada tanto: “¿Cómo va la escuela?” para recalcar lo especial que era para ellos que uno estudiaba y comenzaba a saber cosas. Me correspondió leerles composiciones escritas, luego de pasar la revisión de la letra, los dibujos y la pulcritud del cuaderno (en esto último no me destacaba mucho). La escuela tenía sus agentes adultos en donde uno menos pensaba.

Me gané un viaje por quince días al caserío La Ceiba, cercano al pueblo de Turén, en el estado Portuguesa donde unos primos de mi Mamá. Jamás había pasado de la playa Catia la Mar en La Guaira, cuando mi Papá estaba animoso algunos días Domingo. Fui en compañía de la prima Guillermina, hermosa joven dedicada a trabajos de servicio en casa de una familia de ricos en Caracas.

Desde el primer anuncio susurrado por mi Mamá con cierta circunspección (para no perder la noción de logro, porque uno tenía que ganarse todo en la vida) la gravitación de mi mente estaba referida a cada momento del dichoso viaje. La alimentaban mis compañeros de juego porque al enterarse, sumaron este premio a su atención por mis logros escolares. La preguntadera por las incidencias del viaje era constante: ¿Cuándo te vas? ¿Qué te vas a llevar? ¿Cómo se llama el sitio? ¿Con quiénes vas a jugar? ¿Allá juegan fútbol? Esto me hacía dormir entre visiones de ciencia ficción.

A la primera que conocí en La Ceiba fue a la prima Petra con sus faldones largos, blusas bajo los hombros y su muy poco uso de pantaletas. Se movía como una ninfa en el mundo campesino de su propia casa. La vi lavando ropa, tendiendo arepas, regando las matas de un pequeño jardín coloreado con flores de varios pétalos. Tan cariñosa era como imposible dejar de sacarle una sonrisa con cuanta cosa dijera. Aunque nunca me lo ofreció, siempre pensé que podía contar con ella para lo que fuese. Además, era la Mamá de Carlitos, quien se hizo mi compañero de juegos y andanzas, dos años menor a mí.

Mi Mamá me había advertido que no me dejara llevar a sitios donde estuviesen las mujeres desnudas bañándose, cuando fue lo primero que hizo la prima Petra; me colocó en una sesión de lavado de ropa en el río; paso de agua fresca y helada llamado “caño” por toda la gente. Allí por vez primera probé la suerte del clavado sobre el agua desde un peñasco, entre gritos de alegría. Las mujeres llevaban en poncheras y tobos la ropa para lavar. La iban mojando en la medida de la irrupción de sus cuentos cotidianos donde los maridos eran los personajes principales, luego las suegras, los hijos, los vecinos y hubo momentos en que hablaban muy bajito para marcar la discreción de algún tema de importancia. Usaban unos granos livianos y babosos llamados “paraparas”, similares a las metras “culí” con que jugábamos en el Bloque. De esas pepas salía una espuma –no tan escandalosa como la del jabón en polvo- propicia para enjabonar las telas, restregadas por las mujeres dándole golpes con un palo de madera sobre las piedras más grandes cercanas a la orilla. Exprimir era una acción de fuerza transformada en movimientos colectivos de brazos y cintura, con énfasis en cobijas y sábanas estrujadas a cuatro manos.

Finalizada la lavada vino el asombro. Ya cuando los niños estábamos remojados, aquellas mujeres se desnudaron siendo sirenas lúdicas con el agua como juguete fluido. Tapar mis ojos con las manos me hubiese expuesto al ridículo. Se me ocurrió voltear hacia las nubes o hacerme el distraído para no verlas, aunque era peor porque ellas se daban cuenta del pudor aplastante. La mente me ayudó a pintarle guayucos, sostenes y hasta plumas en la cabeza, borrados rápidamente por los efectos de mi curiosidad. Me dejé llevar por aquel festival de tetas imponente. Pezones de mil tamaños caían al agua como puntas de submarinos y se levantaban chorreando cascadas renovadoras que me dejaban intimas ganas de esperar el agua con la boca abierta.

Aún la memoria me es asaltada por aquellos pinceles triangulares acicalando las entrepiernas danzarinas de bellas ancianas paseando como adolescentes sobre las piedras resbalosas, gordas hermosas y robustas haciendo de fantásticos manatíes, flacas preciosas dejándose llevar por la corriente como peces espada. Iban y venían entre el caño y el aire chapoteado sobre un invisible lienzo, movido por el azar de esos jolgorios, sólo vistos cuando oímos al silencio esconderse derrotado. Todas las mujeres, incluyendo a las niñas (que no me llamaban la atención porque ya había visto desnudas a la Kiki, la Nena y la Negra en el Bloque), hicieron una rueda para echarme agua como desde una gran fuente bautismal y yo sentía aquellos pinceles volando sobre mí con todo lo cromático que puede ser el porvenir. Éramos de esta manera, la vista de un sol posado en medio de la altura llanera con todas sus radiaciones y cuando caminábamos hacia nuestras casas, entre el remojo, la habladera, las palmas de las manos como viejitos y el bochinche, de nuevo me sentí llegar por primera vez a este pueblo.

La Ceiba se me hacía un territorio movible porque no había luz eléctrica y con cada amanecer me quedaba la impresión, no del inicio de un día, sino del comienzo del mundo. Las noches eran gobernadas por velas y su relumbrar dejaba en las paredes de las casas la sensación de estar en varias salas teatrales; y como las sombras se multiplicaban por cientos de personajes autónomos de una comedia sólo detenida con la luz de la mañana, yo me encontraba en un escenario nocturno imaginando la trama que me diera la gana. Cada noche era la obra mía. No recuerdo una sola en que me durmiera sin lo que se transformó en mi propio teatro de la penumbra. Luego de aquella quincena jamás he vuelto a ese pueblo, aunque seguro estoy de que, vistas en mi infancia, muchas de las inmensas calles de tierra eran pequeños y cariñosos caminos para patear terrones resecos del verano o arriesgarse con los pocitos dejados por las aguas del invierno.

Inigualable desde la madrugada era la cantata de los gallos. Cuando en el Bloque se trataba de espectrales llamados antes de la diana del Cuartel Urdaneta para prepararme a la escuela, aquí surgían como un coro transportador de armonías con el cual aprendí a escuchar al más lejano cantador de quién sabe dónde, hasta los briosos capitanes del corral de aquel caserón lleno de rendijas bienvenidas por las primeras luminiscencias. La Tía Martina abría las ventanas y raspaba los restos de esperma de la tarea cumplida por algunas velas. Despertaba con los bichitos del monte empujados por la luz, para escurrirme entre la casa y descubrir algunos secretos.     

Las arepas de la tía Martina acompañadas de queso blanco rallado y una ñema criolla frita me esperaban en una antigua mesa de madera. Tal vez menos que la prima Petra, la Tía se movía en su territorial fogón con una habilidad de pájaro en caney. Con ella conocí la sopa de rabo de ganado, el jugo de parcha y la mazamorra, cuyos sabores se me quedaron para siempre en el paladar. Su especialidad suprema eran unas cachapas gruesas, tiernas y calientes con el pedazo de queso encima y el cariño de sus manos debajo del plato de arcilla donde me las servía con una reverencia aprendida de siglos; manos -y fuertes brazos- marcadas en las yemas de los dedos por cicatrices de tizones, budares y calderos quemantes. Con cada proximidad suya sentía una sombra cóncava; permanente compañera de su labor hacendosa y pulcra; una sombra sin velas de día ni de noche; muy especial aquella sombra a la que me acercaba con delicadeza y curioso respeto. Meses después, todavía entre anécdotas, mi Mamá me confesó que la Tía Martina se había quedado ciega por el humo del fogón.

Era lo llamado en el llano “un catire” el Tío Pompilio. La ancianidad y el bastón no le impedían andar erguido y hablar con autoridad, aunque arrastraba ligeramente los pies. “Antero es muy familiar” –dijo de mi Papá cuando vio mi rostro metido entre la barriga y el pecho por la timidez. Poseía una mirada para la contemplación profunda y la rápida observación; tipo felino de ojos pardos. Se dedicaba a tareas sencillas como dar de comer a gallos, gallinas y pollos, acomodar el corral de chivos, tener preparado un burro grisáceo, desovar los nidos, vigilar siembras no muy extensas, recibir las visitas porque era un escuchador destacado, habilidad combinada con un hablar pausado, de uso preciso, tipo consejero y refranero. Cuando le hablé a mi Mamá de este abuelito de bondad lenta y diente de oro me preguntó: “¿Y no le viste el cuchillo? Fue famoso en esos campos por usarlo en pendencias y fiestas. Se llevaba a las muchachas de sus casas. Tuvo varias a la vez. Se calmó con la edad”.

Cuando se supo de la preñez de la prima Petra hicieron de un sábado fiesta vecinal. La parranda comenzando y yo preguntando bajito a Guillermina por quién era el Papá y me respondió poniendo el dedo índice sobre sus labios. Vi en las manos del Tío Pompilio una cacha de marfil con celaje brillante a trazos de luz, momento de conocer su notable cuchillo. La naranja en su mano giraba como un pequeño planeta amarillo vegetal. Al entrar la hoja afilada, la rotación de la fruta se hizo más lenta y la concha comenzó a salir interminable, inventada por la habilidad del Tío y nuestros ojos admirados. Me quedé esperando algún momento donde el filo fallara y no ocurrió. Salió de su mano otra naranja invisible con la concha cortada y sin la pulpa que fue lanzada por el Tío a su nieto Carlitos, quien la atajó cuando tenía la boca en agua. Tomó la concha El Tío por las puntas, le dio varias vueltas en el aire mientras mirábamos el malabarismo cayendo en medio de la rueda; de acuerdo al color caído en el suelo de nuestras miradas, el ser por nacer sería varón o hembra. La tarde de otro sábado, unos meses después, Guillermina fue al Bloque para darnos la noticia: hembra.

Por tan buenas referencias dadas por mí de aquel viaje, en agradecimiento, el Tío Pompilio y Carlitos fueron recibidos con gusto en el Bloque. Se quedaron un fin de semana, aprovechando que el primo Ubencio estaba de permiso del servicio militar en Caracas, ciudad que cohibió completamente a Carlitos quien no se atrevió a departir con mis amigos, ni a salir del apartamento, ni a comer ensalada de lechuga. En cambio, el Tío Pompilio fue el hablador, cuentero, imaginativo, contemplativo de siempre. Además, nos proporcionó a mis hermanas, al Mago Péirel y a mí, una visión inquietante.

Mi hermana Yura, curiosa, perspicaz, sutil, se dio cuenta de que, al sentarse a la mesa para comer, el Tío Pompilio guardaba una distancia mayor a nuestra costumbre. Para tomarse el hervido de gallina humeante hecho por mi Mamá en su honra, hizo malabares con el viaje del caldo en la cucharilla a su boca como si fuese una sonda espacial. En ese espacio llegaron a caer restos de comida al piso, que luego mi Mamá limpió con paciencia y respeto. Concluida la visita, quedó el comentario de la curiosa costumbre del Tío. Cuando percibió nuestro tono de burla en la anécdota Mi Mamá aclaró: “Ese espacio que guarda el Tío Pompilio es el de los perros que son sus acompañantes y guardianes. Él comparte su comida con sus perros. Todo lo que cae de su boca es para sus perros. Y a donde va a comer sin sus perros, él les guarda su espacio. Tal vez en el momento en que el Tío comía con nosotros, sus perros estaban debajo de la mesa allá en La Ceiba”. Mi Mamá no se dio cuenta de que nos estaba dando una clase de recursividad y nosotros tampoco.          

Esta bonita prima cumplió conmigo el rol de jayera porque me llevó a varios paseos cuando visitaba a gente amiga o cuando iba a un culto de iglesia evangélica donde no oficiaba un cura católico. Recuerdo una pensión de gallegos amables y sonrientes situada en un sitio llamado La Pastora, en donde Guillermina había trabajado para dejar amistad y buena vibra. De allí surgió la impresión relacionada de nuevo con el manejo del cuchillo. Eran un par de esposos los regentes y hacían comida a los huéspedes y a clientes venidos de la calle. Ambos gordos, vi al marido llenar de papas a una olla de las grandes para el almuerzo, peladas a una velocidad hipnotizante, con un extraño cuchillo oculto en su mano. Como juego para mí, abría la mano y la cerraba rápido, para que no pudiese captar la forma del instrumento con facilidad. Aquel hombre no paraba de pelar papas ante mis cavilaciones, mientras escuchaba decir a la esposa: “Y eso que está lento. No sé qué le pasa hoy”. Las carcajadas de Guillermina salían disfrutadas. Cada tubérculo venía vestido de tierra húmeda desde un saco tejido y en las manos de aquel hombre, luego de ser desnudadas, quedaban listas para la fiesta de la cocción. Cuando ya me disponía a hacerle la pregunta escolar, aquel señor orfebre de la Papa, tomó una y la colocó pulcra y húmeda frente a mis ojos:

-¡La guerra!- dijo mirándome con fuerza y ternura.

Pasaron unas horas luego de levantarme la primera mañana en La Ceiba, cuando Carlitos usó –primero- un formal consuelo comprensivo (muy necesario para mí), no tardó en darme la bienvenida en la medida de la llegada de sus amigos. Fue la primera vez en sentirme caraqueño. Oloroso a caraqueño, sospechoso de caraqueño, pillado por caraqueño, rodeado como a caraqueño, retado por ser caraqueño, con pinta de caraqueño, desafiado a caraqueño, posible de quererse como a un caraqueño.

Como seguramente la prima Guillermina había dicho en la casa lo del premio familiar, la prueba a someterme por los futuros amigos fue uno de mis fuertes: el lenguaje. Pudieron haberme reprobado por el lado del trabalenguas a los que no les tenía mucha fe por considerarlos de bebés, de hecho, algunos me enredaban porque no les encontraba importancia; no así las palabras científicas cuya fascinación aún las guardo en la cartera o como marcapáginas de mi vida de liceísta. Por mi problema eterno con las fosas nasales, me grabé de la puerta del consultorio del Seguro Social la palabra “Otorrinolaringología” y dejé a mis hermanas de una pieza cuando se las dije al regresar con mi Mamá de la consulta. También en la clase de biología de primer año de bachillerato asombré a todo el salón al decir limpiamente ante una pregunta de la profesora, el nombre científico del caracol transmisor de una enfermedad que se llamó bilharzia, no porque haya desaparecido sino porque le cambiaron el nombre. “Austra, qué?” me preguntó un pana; “… lorbis Glabratus” –le completé   con seriedad fingida. Aún me gustan los nombres extraños, raros, enredados del castellano venidos del latín para la ciencia.

Cuando me fueron presentados, el de más edad se me acercó desafiante y casi me ordenó: “Dinos, “Barquisimetísimamente”. Hoy reconozco la buena preparación de la prueba. No podían arriesgarse con un desafío de conocimiento dada la fama y lo pavoso que hubiese sido el momento para la amistad, además eran llaneros, zamarros, muy inteligentes con el lenguaje: un trabalengua de esta calidad era lo ideal. Ni le conté las sílabas, ni lo repetí en la mente, ni lo dije como un trabalengua, lo pronuncié con goce, como una palabra que me gustó de antemano, como si estuviera agradeciendo conocerla. El silencio de asombro duró poco. Me gané sus sonrisas y varias palmadas en los hombros. No tardamos en hacer el plan de juego para los próximos quince días; diseño original que cambiamos con cada nueva ocurrencia o giro atmosférico o crecida del Caño en cuyo alrededor giraba la vida de toda la infancia; las madres usaban su prohibición como castigo.

Mi personaje favorito de La Ceiba fue el primo Nicanor. Tenía el físico de la Tía Martina y el temperamento del Tío Pompilio. Era lo dado en llamar un moreno oscuro, pelo lacio, indio como la madre. Desde el primer día nos enteramos que andaba en una pendencia con unos tipos “por razones de temperamento y osadía” según el Tío Pompilio: se caían mal. Decían los vecinos de un encuentro a muerte para alguno en cualquier momento. Para la Tía Martina los otros eran los malos, para el Tío Pompilio eran los enemigos. Lo más parecido a mi admirado Zorro de la televisión era este primo que cuando andaba cerca de La Ceiba se decía que se llevaría a una muchacha o ajustaría cuantas con sus rivales.  

Cuando se acercaban los días del regreso, Guillermina me preguntó qué me gustaría hacer antes de irnos y yo le dije: “Conocer al primo Nicanor”. Los cuatro últimos días fueron lluviosos para crecer todas las aguas. Guillermina me invitó al caño y allí, como un personaje de leyenda, apareció el primo Nicanor. Aunque mi Papá nadaba mejor, el primo era el propio pez. Entre zambullidas me habló de mí y me felicitó. Me preguntó por Caracas y yo le dije que era un par de bloques con pasillos y apartamentos, neblina, una escuela, algunos parques, muchos carros y mis amigos. Me atreví a preguntarle por sus líos y me dijo: “Tranquilo. Yo siempre gano” (¡Es como El Zorro!: me dije). Salimos del agua y el camino nos fue secando el cuerpo. Como a mitad de trecho salió Guillermina de una casa, me tomó de la mano y el primo Nicanor desapareció. Fue cuando conocí la clandestinidad.

En La Ceiba asistí a una “última noche”. Aunque cuatro años antes, había estado en el velorio de mi Tío Teodoro –hermano mayor de mi Papá- quien murió atropellado por un “carro fantasma”, tal y como decían en la radio por aquellos años en Caracas. Yo imaginé a un grupo de fantasmas -los enemigos de Gasparín- metidos en un carro atropellando gente y que al Tío Teodoro le había tocado esa mala suerte. Sin mostrar sonrisas, mis hermanas Yura, Zuli y mi prima Rosaura departimos al lado de la urna por la cual pasaban personas con nuestros mismos semblantes. –“Lo puyan y no echa sangre”, exclamó Rosaura para impresionar. En La Ceiba había fallecido un vecino y con el sol ya en pijamas, fuimos a compartir esa ausencia. “¿De qué murió? –le pregunté bajito a la prima Guillermina, - “De viejito”- me respondió con humedad en los ojos. Aquella reunión fue como una fiesta triste. O más bien, fue como si a la tristeza se le estuviese dando la despedida con el recuerdo eterno ofrecido al difunto porque aún entre muy pocas caras largas (tal vez serias) asomaba la sonrisa, el cuento, el chiste, la sorna de la vida colectiva que nos acompaña. De vuelta a casa, los pasos grupales, las sombras y la oscuridad se prestaron para la escucha de nuevos cuentos de muertos y aparecidos, incluidos de inmediato en mi repertorio para lucirme en el Bloque, asustar inútilmente a mis hermanas y en la nueva escuela. Esa noche, por primera vez, escuché hablar de El Silbón, oriundo de esas explanadas. Por mi mente pasaron los mil y un silbidos.

Quienes tenemos una infancia apegada y consentida, sabemos que cuando vamos a viajar sin la familia nos surge un entusiasmo inicial, luego desvanecido con el paso diario; se nos agigantan las ausencias por marcarse: Mamá, Papá, hermanos, amigos todos lejos. Así sea por una noche, esa falta pega como un ciclón en el ánimo.

Cuando salimos, mi Mamá estaba como un témpano de hielo; no más el beso de rigor y las recomendaciones a Guillermina. Mis hermanas y el mago Peirel se despidieron aún con las cobijas colgando de las pestañas. Mi Papá nos llevó al terminal del Nuevo Circo en su carro Ford Mercury (en cuyo radio sólo se escuchaba música llanera, mandando mi entusiasmo al Polo Sur). Me echó la bendición como si nos fuésemos a ver en la noche y se despidió de Guillermina entre mandados de saludos y buenos augurios. Luego vino el viaje hasta el terminal de Acarigua en un carro de cinco puestos, en el que me dormí para llevar las ganas de llorar a buen resguardo. Hubo una parada en el camino y fuera de mi costumbre acepté una empanada a duras penas. Guillermina no me quitaba de encima sus ganas de reír.

Al llegar al terminal de Acarigua, la mayoría de los choferes la conocían porque era tratada como a la paisana venida de Caracas cada dos meses. A mí me hacían chistes por la cara larga. Vi completa la película hasta La Ceiba. Campos interminables, garzas, ganado, grandes pozos de agua, árboles y un sol de cinco cielos. El recibimiento fue tan grande por agradable como la tristeza sentida al encontrarme lejos de mi mundo. Me miraban con sonrisas y algunos apostaban a mi llanto en cualquier momento, sin embargo, me contuve todo lo que pude. Fue cuando Guillermina me dejó en las manos de la maravillosa prima Petra con el fin de dormir en su casa, mientras me acomodaban un sitio donde la Tía Martina.

Como crecí con la costumbre de comer todo lo que a uno le ofrezcan –y además tenía hambre- lo que me sirvió la prima Petra pasó la prueba de la pregunta: “¿Quieres más, primo?”. Aquellas caraotas con queso y arroz blanco están entre las más deliciosas probadas por mis asaltos alimenticios en todos los tiempos. “Sabe comer el primo” –afirmó la prima Petra con su cariño de cayena, cuando me raspé el segundo plato revuelto con delicia. 

Llovió un poco, la tristeza creció y en la cena sucumbí a la tentación de dos arepas de queso llanero y café con leche. Me estaba preparando para la terrible prueba de la primera noche. Desconocido, casi solo, en exceso contemplativo vino la hora de dormir y apareció la vela, se posicionaron las sombras, llegó aquel orquestal. Paulatinamente crecieron los mil lenguajes de grillos, ranas, y el sapo más pequeño del mundo cuyo canto vibra en sacudidas de tenores y barítonos –volaron los cocuyos como serenos de la umbra sobre la cama- y me entregué a esa armonía de llanto fraternal. Fue cuando escuché del fondo sinfónico montuno dos guarismos repetidos: “treinta y seis”. “veinticuatro”, “treinta y seis”. “veinticuatro”, “treinta y seis”. “veinticuatro”, “treinta y seis”. “veinticuatro”, “treinta y seis”. “veinticuatro”, “treinta y seis”. “veinticuatro”, “treinta y seis”. “veinticuatro”... estas cifras surgieron como un mensaje finalizado cuando me dormí.

 




3 comentarios:

  1. Prodigiosa niñez, gracias por compartirla con tanta gracia y bondad. Luis Britto

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  2. Mucha razón profesor, cuando se vive la niñez con pasión infantil los recuerdos se hacen alimentos para el alma.

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