jueves, 5 de agosto de 2021

CONFABULACIONES

 





Un acontecimiento vivido es finito, encerrado, en todo caso, en una cierta esfera del vivir, mientras que el acontecimiento recordado carece de límites, ya que solo sirve como una clave para todo lo que precedió y para todo lo que le siguió.

Walter Benjamin

 


He llegado a saber cómo aristas de mis visiones más antiguas me impulsaban a gritar y hacer llamados angustiosos a mi Mamá. Cuando nacemos aún no estamos asentados en el cuerpo y somos tan volátiles que no podemos recordar las peripecias habidas en estas transparencias iniciáticas. Quienes logramos atrapar esa memoria sabemos de nuestras salidas del cuerpo, de la inexplicable ubicuidad sentida -aunque no comprendida- del traslado a cualquier parte como si voláramos o transmigráramos.

Al nacer perdemos la respiración abdominal ideal para la meditación y demás comprensiones extra corporales. Cuando vamos hacia la adultez el cuerpo es separado de la mente por efectos de la cultura a la que pertenecemos, razones por las cuales el espíritu se encierra en ese huesero musculoso como en una mansión, para usufructuar sus virtudes con los desmanes del ego, además, entretenido con el espectáculo de los sueños.

De repente, a la media noche, me encontraba en el umbral de la puerta del cuarto, intentando reconocer la penumbra con un inexplicable sentimiento de abandono. Las paredes mudas, el techo blanco de donde colgaba un cable con el bombillo dormido a un sócate enroscado, el viejo escaparate boquiabierto -como exhalando ronquidos cavernosos- lleno de escondidos espantos, a través del cual a veces asomaba el terrorífico brazo de una camisa blanca, el piso de granito como de gelatina haciendo espirales infinitas, las ventanas mostrando imágenes lejanas y muy separadas unas de otras, la pared de todas las noches traspasada con mi mano cuando intentaba tocarla y las literas donde me veía durmiendo con mis hermanas al ritmo del grito desesperado, por no poder explicar cómo podía estar en dos sitios a la vez.

El abrazo de mi Mamá consolaba la angustia luego de encender la luz y escuchar los reclamos de mi papá: “Dile a ese muchacho que se duerma que tengo que irme temprano a trabajar”. Ella mecía aquella flacura temblorosa de cuatro o cinco años sobre sus piernas dándole calor con su pecho; me acariciaba el cabello, me besaba la frente, a veces me preguntaba el porqué de mi llanto sólo para calmar las incertidumbres y era cuando repasábamos lo que había en el cuarto, cosa por cosa, hasta mirar a mis hermanas y al Mago Péirel, quienes tenían un sueño a prueba de cualquier alarido. Pocas veces medio despertaban y al mirarme en brazos maternales paseaban con brevedad la escena como diciendo: “Está en lo suyo” y volvían a Morfeo.

Juntos mirábamos debajo de la litera para reírnos de aquel hueco lleno de polvo, pelusas, zapatos y cholas tirados al azar y algún que otro juguete abandonado. Mi Mamá me mostraba sobre el escaparate los tenebrosos misterios de cajas y bolsas puestas como para ser jorungadas sólo cuando se buscaba algún objeto olvidado desde hace años.

No pocas veces cumplíamos este ritual, sobre todo porque en mis aventuras fuera del cuerpo traspasaba las paredes, me paseaba el apartamento creyéndome en un sueño y miraba desde arriba a mis padres dormidos sobre su cama, a José Parra (primo de mi Papá) lo percibía roncando como un Frankenstein y cuando llegó mi madrina Isbelia  con su alegría y ternura, la veía los domingos en la madrugada leyendo bajo su roja lamparita de mesa–clandestinamente- la revista Lux; además, podía salir al sitio más tenebroso del piso ocho: el pasillo (que se me hacía larguísimo) lleno de manchitas grises brillantes como pintado con una técnica de dibujo artístico. También me asombraba pisar la lata que nos servía de taima para los juegos, sin ese sonido metálico de triunfo; varias veces estuve en la azotea mirando el resto de bloques de Lomas de Urdaneta como las lejanas cajas de una maqueta, la franja del barrio El Amparo, la piscina del IMCA, la silueta blanca del Cuartel Urdaneta, una Propatria distante, misteriosa, lúgubre también se me mostraba tentadora y me vi varias veces entrando al temido Bloque once por el lado del ascensor, desde donde miraba a mi Bloque doce, abandonado, como una gran sombra sin pasillos, ventanas, ni puertas. Regresaba al cuerpo igual que siempre: dando gritos.

Al momento de salir del cuerpo, nos hundimos en la cama como si cayéramos en un vacío o en un vértigo. A veces volvemos de inmediato a la vigilia (en mi caso muy asustado) porque lo creemos un mareo; si nos dejáramos llevar por esa sensación entraríamos en una ubicuidad sorprendente, apareciendo en sitios cercanos como si estuviésemos perdidos, percibiendo que conocemos partes al deambular como un recorte de la realidad, pero sin poder recordarlo del todo. Eso sí, la salida del sueño se produce en un ¡tris!, como el corte de una película, en cambio, la entrada al cuerpo luego de estas peripecias transpersonales, produce una espantosa sensación de ahogo. Varias veces lograba evitar caer en el vértigo, transformando mi vuelta a la vigilia en una andanada de gritos llamando a mi Mamá.

Lo peor no era tanto el miedo, ni los gritos, ni los vértigos, ni la incomprensible ubicuidad, como la vergüenza de orinarme la cama. Ese clásico del onirismo que nos coloca sobre la poceta con el mayor placer, echando la orinada muy parecida a flotar en agua lo viví muchas veces, hasta darme cuenta de la laguna fétida habida en mi interior, en la sábana, la cobija y el colchón. Muchas veces no era por miedo sino por aquel traslado inconsciente en que mi cuerpo se orinaba en dos dimensiones a la vez. Por supuesto, al despertar no gritaba, más bien rabiaba y volvía al sueño pensando cómo escapar a las burlas y las rabietas de mi Mamá por lo de lavar las cobijas hediondas.

Los chistes por miedoso se hicieron constantes por parte de mis hermanas y de la implacable prima Rosaura quien daba al adjetivo (de por sí desagradable) variantes escatológicas. Nada más escalofriante que visitar el baño por las noches, justo cuando pasaban las propagandas de la televisión, y apagar la luz con todo el cuerpo afuera, el brazo dentro buscando el interruptor y luego salir en carrera al recibo que se había transformado en una salita de cine -por obra de las series Combate, Bronco Lane, Bonanza o La Ley del Revólver- en donde se filtraban sutiles risitas y mi Papá reprobando mi carrera de cuatro metros planos con un murmullo de cabeza oscilante.

De adultos es muy difícil salirse del cuerpo de manera consciente a menos que se profese alguna disciplina espiritual o de mentalismo; sólo sucede de forma involuntaria y termina por confundirse con los sueños. En la infancia, aunque es complicado diferenciar el recuerdo de un sueño de la salida del cuerpo, es más frecuente experimentar este estado porque la fluidez espiritual es constante y amplia. Además, el cerebro aún no está condicionado.

Aquel diciembre habían comprado un pavo para hornearlo en Noche Buena. Al pobre animal lo tenían prisionero en el balcón, amarrado de una pata al tubo de la puerta. Imaginábamos el arma con el cual separarían la cabeza del cuerpo destinado, bien aliñado, a nuestras hambres decembrinas. Echaba unas lenguaradas lastimeras aquella ave, que de noche me hacían imaginar a otros animales indeseables. Vino el pavo con sus modos barruntales, a sumarse a unos quejidos bajitos adoloridos, cuya escucha venía haciendo desde hacía semanas atrás en mis noches. Por la fama de miedoso, nunca pude hablar con nadie de este incidente que me aterraba. Prefería pensar en una de las monstruosidades abisales aparecidas en la serie nocturna de Boris Karloff.

Una noche trataba de dormir pensando en hacer una versión miniatura del pavo y colocarla en el gigantesco nacimiento navideño que la señora Filomena elaboraba todos los años, con el pesebre vacío del Niño a la espera del veinticuatro, en su apartamento del piso siete, cuando la lenguarada silenciosa fue sustituida por el quejido que no tardó en instalarse. Siempre era bajito, como un lamento de varios tonos, hasta que fue tomando matices dolorosos con efectos de siseos y murmurantes ayayay cada tanto. Cubrí mi cabeza con la cobija y tapé las orejas con mis manos buscando desesperadamente dormirme, cuando experimenté el vértigo.

Aparecí en la puerta de mi cuarto mirando un río oscuro que iba del baño al cuarto de José Parra. -Años después encontraría ciertas explicaciones en algún pensamiento de Heráclito- Veía cómo se movía su composición de bichitos y larvas. Era como una pasta carmesí muy oscura (a ratos roja, a ratos negra) extendida en el suelo. La pisé como a una mancha transparente que podía verse debajo de mi pie. Vi a José Parra tirado como un muñeco sobre su cama y comencé a gritar llamando a mi Mamá pero no era escuchado. No me salía la voz porque llamaba desde el otro lado. Atravesé la pared del cuarto y volvía al cuerpo pegando lecos demenciales. Mi Mamá salió en mi busca y al pisar el río volvió a su cuarto: “¿Qué es esto, Antero? levántate para que veas”- dijo sorprendida. “¿Qué pasó ahora? -respondió con fastidio y somnolencia mi Papá- ¿Se orinó en el pasillo?”

La versión contada a mis hermanas y al Mago Péirel a la mañana siguiente por mi madrina Isbelia fue que le había cortado el pescuezo al pavo en el baño y al caer la cabeza en el piso, le picó un tobillo y el cuerpo se le salió de las manos, dejando una mancha de sangre al correr hacia el cuarto de José Parra, quien esa noche se había quedado fuera. Entonces mi madrina fue a buscar un tridente en la cocina para someter al pavo, lo que aprovechó el animal decapitado para devolverse al baño. Ella entró a buscarlo y no lo encontraba porque se había escondido. Mi madrina decidió esperarlo afuera y en eso salieron mi Papá y mi Mamá al escuchar el alboroto y el pavo aprovechó para regresar corriendo al cuarto de José Parra, en donde fue capturado y luego cocinado por mi Mamá, quien lo guardó en un lugar secreto hasta Navidad.

Era sangre. Mi Papá le tocó el cuello y percibió que aún vivía. Mi Mamá buscó ayuda en un apartamento vecino para trasladar a José Parra al hospital. Entre mi Papá y Tomás el boxeador (un peso mosca), levantaron los casi dos metros medidos por aquel malherido. Vi en su rostro las huellas de la viruela, aquella nariz gruesa y aguileña ensombrecidas por la cercana palidez de la muerte en los párpados cerrados. Lograba medio caminar al susurro de mi Papá: “Vamos Paisa. No se nos vaya a morir”. La franelilla, los chores y unas pantuflas negras las llevaba empegostadas de aquel río.

Mi madrina y mi Mamá se quedaron sosteniendo el cuerpo tambaleante al lado de la puerta del ascensor, mientras mi Papá y Tomás bajaron por las escaleras para llamar al vigilante y buscar un Libre. Ellas metieron una cuña con las manos, bajo sus axilas y las rodillas con fuerza de modo que no doblara las de él; parecía una momia azteca José Parra. 

-¿Y qué le pasó a este hombre Comadre?- preguntó mi Madrina.

-No sé Comadre. Es un solo río del baño a su cuarto.

-Sí. Ya lo vi. ¿Y se lo van a llevar sin sombrero y saco? porque nunca se los quita para salir. -Mi Madrina soltó una de sus risitas.

-¡Ay Comadre! Usted con sus cosas. Pero sí hay que llevarle los papeles- Recordó mi Mamá con preocupación. Fue cuando repararon en mi presencia.

-Vaya y le busca la cartera a José Parra que debe estar en algún sitio de su cuarto. -me dijo mi Mamá como una orden militar. Tal vez está en el saco. Busque allí.

No podía haber mayor suplicio que esa distancia del hueco del ascensor al apartamento a las dos de la madrugada. De la puerta de los Lima Morales podía salir una mano huesuda u otro quejido más pavoroso que los de José Parra. Salí con lentitud de héroe y al doblar corrí al apartamento como un gamo. En ese tiempo no se usaban rejas ni candados como se impuso luego.

El cuarto de José Parra era un misterio inexpugnable para nosotros. Terreno prohibido. A ese lugar no se entraba bajo ninguna circunstancia. Me tocó pasar de espaldas a la pared para no pisar aquello. Adentro vi una mezcla de salón de costurera, con barbería y quirófano. Habían agujas de coser y hojillas de afeitar enteras y partidas, carretes de hilo blanco, algodón, mercurocromo, una linterna aún encendida, pequeños pedazos de fibra humana sobre una mesa y mucha sangre acumulada alrededor donde al parecer José Parra hizo algo imposible de comprender en ese momento. Como recomendó mi Mamá fui hacia el inextricable saco marrón.

Meter la mano en aquella pieza de vestir fue como profanar la pirámide de Tutankamón. Era como si José Parra estuviese allí y a la vez en la puerta del ascensor con mi Mamá y mi Madrina muriendo de algo. Me persigné antes de abrir la solapa y escrutar el bolsillo. Allí estaba la cartera.

Papá, Mamá y el boxeador Tomás bajaron en el ascensor con la víctima, mientras mi madrina Isbelia y yo regresamos al apartamento. “Vamos a seguir durmiendo –me dijo- La Comadre y yo limpiaremos esto cuando regrese”. Por compasión me acostó con ella dándome placeres calóricos sentidos como extrañas sensaciones. Ella cortó mis lívidas cavilaciones: “No te vayas a orinar”.  

El cuarto de José Parra fue clausurado y sometido a un misterio de serie televisiva. Mi Mamá y mi madrina Isbelia incursionaron en él con ropas especiales; guantes de goma y demás. Estuvo a punto de morir: escuchamos cuando mi Papá regresó del Hospital en donde lo dejaron por más de una semana.

Con el correr de los días nos fuimos enterando de algo integrado a la medicina y a la barbarie. José Parra, quien era de personalidad cerrada y solitaria, mantuvo callada una afección física que le torturaba en silencio y le hacía dar quejidos durante las noches. Nunca la sometió al consejo familiar ni a la atención facultativa. La llevaba como un calvario personal, agudizada mientras pasaba el tiempo.

Aquella madrugada no aguantó lo intenso del dolor. Abrió el escroto con varias hojillas, localizó el quiste: objeto de su tortura, lo cortó con la torpeza e indefensión del crucificado. Luego cosió totalmente aquella herida abierta con aguja e hilo de costurera. Tal vez finalizado el dolor vino el desmayo.

-Asombroso- dijo el doctor. Este señor hizo casi todo el trabajo. Sólo nos tocó transfusión, volver a suturar, curetaje y desinfección. Los exámenes dicen que mejorará, es un tipo muy fuerte, pero casi se mata.

Cuenta mi Papá que cuando llegó por primera vez a Caracas para residenciarse le preguntaron en el registro civil: ¿Cómo se llama Usted? –José Parra- respondió. ¿Y cómo se llama su Papá?: José Parra, repitió. ¿Y su Mamá cómo se llama?: Luisa Parra -dijo. ¿Y dónde nació Usted? –En Sabana de Parra concluyó. “¿No hay más Parras?”, preguntó el funcionario que tomaba nota. Y es posible que hasta ese pueblo yaracuyano llegara como leyenda lo ocurrido aquella noche. En el Bloque, bajo discreción, sonaban entre las gentes adjetivos y motes relacionados con la palabra “bola” cuando José Parra pasaba con la armadura de su silencio.

Mis hermanas, el Mago Péirel y yo nos cansamos de buscar el pavo y jamás lo encontramos. Nunca pudimos comerlo en Navidad. Nos enteramos de que el animal se había liberado de la cabuya y saltó por el balcón hacia la planta, siendo capturado por unos manganzones. Seguramente, al percibir lo ocurrido aquella madrugada, prefirió buscar un mejor sitio para rendir sus apetecibles carnes.

              


5 comentarios:

  1. Me declaro adicta a La Guarida del Druida, exquisito relato 😍😍😍

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  2. Me encantó. Aunque me costó un poco leerlo. Tengo que hacerlo desde mi celular, que tiene la pantalla pequeña. Muy buen relato.

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  3. Gracias infinitas, por los maravillosos obsequios, con este logré trasladarme al apartamento de la abuela materna también en las Lomas de Urdaneta, allá en el bloque 10, ¡Cuántas historias y extraordinarios recuerdos!

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  4. Gracias Oscar por sacarme de la rutina y reírme un rato, aparte de recordar esas noches de terror que la mayoría vivimos desde la cama, todavía a ratos práctico ver esas figuras nocturnas que juegan hasta el amanecer con nuestra percepción, me uno a ese comentario de adicción a este espacio...jajajjajajaj

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