Un acontecimiento vivido es finito, encerrado, en todo caso, en una cierta esfera del vivir, mientras que el acontecimiento recordado carece de límites, ya que solo sirve como una clave para todo lo que precedió y para todo lo que le siguió.
Walter Benjamin
He
llegado a saber cómo aristas de mis visiones más antiguas me impulsaban a
gritar y hacer llamados angustiosos a mi Mamá. Cuando nacemos aún no estamos
asentados en el cuerpo y somos tan volátiles que no podemos recordar las peripecias
habidas en estas transparencias iniciáticas. Quienes logramos atrapar esa
memoria sabemos de nuestras salidas del cuerpo, de la inexplicable ubicuidad sentida
-aunque no comprendida- del traslado a cualquier parte como si voláramos o
transmigráramos.
Al
nacer perdemos la respiración abdominal ideal para la meditación y demás
comprensiones extra corporales. Cuando vamos hacia la adultez el cuerpo es
separado de la mente por efectos de la cultura a la que pertenecemos, razones
por las cuales el espíritu se encierra en ese huesero musculoso como en una mansión,
para usufructuar sus virtudes con los desmanes del ego, además, entretenido con
el espectáculo de los sueños.
De
repente, a la media noche, me encontraba en el umbral de la puerta del cuarto,
intentando reconocer la penumbra con un inexplicable sentimiento de abandono.
Las paredes mudas, el techo blanco de donde colgaba un cable con el bombillo
dormido a un sócate enroscado, el viejo escaparate boquiabierto -como exhalando
ronquidos cavernosos- lleno de escondidos espantos, a través del cual a veces asomaba
el terrorífico brazo de una camisa blanca, el piso de granito como de gelatina
haciendo espirales infinitas, las ventanas mostrando imágenes lejanas y muy
separadas unas de otras, la pared de todas las noches traspasada con mi mano
cuando intentaba tocarla y las literas donde me veía durmiendo con mis hermanas
al ritmo del grito desesperado, por no poder explicar cómo podía estar en dos
sitios a la vez.
El
abrazo de mi Mamá consolaba la angustia luego de encender la luz y escuchar los
reclamos de mi papá: “Dile a ese muchacho que se duerma que tengo que irme
temprano a trabajar”. Ella mecía aquella flacura temblorosa de cuatro o cinco
años sobre sus piernas dándole calor con su pecho; me acariciaba el cabello, me
besaba la frente, a veces me preguntaba el porqué de mi llanto sólo para calmar
las incertidumbres y era cuando repasábamos lo que había en el cuarto, cosa por
cosa, hasta mirar a mis hermanas y al Mago Péirel, quienes tenían un sueño a
prueba de cualquier alarido. Pocas veces medio despertaban y al mirarme en
brazos maternales paseaban con brevedad la escena como diciendo: “Está en lo
suyo” y volvían a Morfeo.
Juntos
mirábamos debajo de la litera para reírnos de aquel hueco lleno de polvo,
pelusas, zapatos y cholas tirados al azar y algún que otro juguete abandonado. Mi
Mamá me mostraba sobre el escaparate los tenebrosos misterios de cajas y bolsas
puestas como para ser jorungadas sólo cuando se buscaba algún objeto olvidado
desde hace años.
No
pocas veces cumplíamos este ritual, sobre todo porque en mis aventuras fuera
del cuerpo traspasaba las paredes, me paseaba el apartamento creyéndome en un
sueño y miraba desde arriba a mis padres dormidos sobre su cama, a José Parra (primo
de mi Papá) lo percibía roncando como un Frankenstein y cuando llegó mi madrina
Isbelia con su alegría y ternura, la
veía los domingos en la madrugada leyendo bajo su roja lamparita de mesa–clandestinamente-
la revista Lux; además, podía salir al sitio más tenebroso del piso ocho: el
pasillo (que se me hacía larguísimo) lleno de manchitas grises brillantes como
pintado con una técnica de dibujo artístico. También me asombraba pisar la lata
que nos servía de taima para los juegos, sin ese sonido metálico de triunfo;
varias veces estuve en la azotea mirando el resto de bloques de Lomas de
Urdaneta como las lejanas cajas de una maqueta, la franja del barrio El Amparo,
la piscina del IMCA, la silueta blanca del Cuartel Urdaneta, una Propatria
distante, misteriosa, lúgubre también se me mostraba tentadora y me vi varias
veces entrando al temido Bloque once por el lado del ascensor, desde donde miraba
a mi Bloque doce, abandonado, como una gran sombra sin pasillos, ventanas, ni
puertas. Regresaba al cuerpo igual que siempre: dando gritos.
Al
momento de salir del cuerpo, nos hundimos en la cama como si cayéramos en un
vacío o en un vértigo. A veces volvemos de inmediato a la vigilia (en mi caso muy
asustado) porque lo creemos un mareo; si nos dejáramos llevar por esa sensación
entraríamos en una ubicuidad sorprendente, apareciendo en sitios cercanos como si
estuviésemos perdidos, percibiendo que conocemos partes al deambular como un
recorte de la realidad, pero sin poder recordarlo del todo. Eso sí, la salida
del sueño se produce en un ¡tris!, como el corte de una película, en cambio, la
entrada al cuerpo luego de estas peripecias transpersonales, produce una
espantosa sensación de ahogo. Varias veces lograba evitar caer en el vértigo,
transformando mi vuelta a la vigilia en una andanada de gritos llamando a mi
Mamá.
Lo
peor no era tanto el miedo, ni los gritos, ni los vértigos, ni la
incomprensible ubicuidad, como la vergüenza de orinarme la cama. Ese clásico
del onirismo que nos coloca sobre la poceta con el mayor placer, echando la orinada
muy parecida a flotar en agua lo viví muchas veces, hasta darme cuenta de la
laguna fétida habida en mi interior, en la sábana, la cobija y el colchón. Muchas veces no era por miedo sino por
aquel traslado inconsciente en que mi cuerpo se orinaba en dos dimensiones a la
vez. Por supuesto, al despertar no gritaba, más bien rabiaba y volvía al sueño
pensando cómo escapar a las burlas y las rabietas de mi Mamá por lo de lavar
las cobijas hediondas.
Los
chistes por miedoso se hicieron constantes por parte de mis hermanas y de la implacable
prima Rosaura quien daba al adjetivo (de por sí desagradable) variantes
escatológicas. Nada más escalofriante que visitar el baño por las noches, justo
cuando pasaban las propagandas de la televisión, y apagar la luz con todo el
cuerpo afuera, el brazo dentro buscando el interruptor y luego salir en carrera
al recibo que se había transformado en una salita de cine -por obra de las
series Combate, Bronco Lane, Bonanza o La Ley del Revólver- en donde se
filtraban sutiles risitas y mi Papá reprobando mi carrera de cuatro metros
planos con un murmullo de cabeza oscilante.
De
adultos es muy difícil salirse del cuerpo de manera consciente a menos que se
profese alguna disciplina espiritual o de mentalismo; sólo sucede de forma
involuntaria y termina por confundirse con los sueños. En la infancia, aunque
es complicado diferenciar el recuerdo de un sueño de la salida del cuerpo, es
más frecuente experimentar este estado porque la fluidez espiritual es
constante y amplia. Además, el cerebro aún no está condicionado.
Aquel
diciembre habían comprado un pavo para hornearlo en Noche Buena. Al pobre
animal lo tenían prisionero en el balcón, amarrado de una pata al tubo de la
puerta. Imaginábamos el arma con el cual separarían la cabeza del cuerpo
destinado, bien aliñado, a nuestras hambres decembrinas. Echaba unas
lenguaradas lastimeras aquella ave, que de noche me hacían imaginar a otros
animales indeseables. Vino el pavo con sus modos barruntales, a sumarse a unos
quejidos bajitos adoloridos, cuya escucha venía haciendo desde hacía semanas atrás
en mis noches. Por la fama de miedoso, nunca pude hablar con nadie de este
incidente que me aterraba. Prefería pensar en una de las monstruosidades abisales
aparecidas en la serie nocturna de Boris Karloff.
Una
noche trataba de dormir pensando en hacer una versión miniatura del pavo y
colocarla en el gigantesco nacimiento navideño que la señora Filomena elaboraba
todos los años, con el pesebre vacío del Niño a la espera del veinticuatro, en
su apartamento del piso siete, cuando la lenguarada silenciosa fue sustituida
por el quejido que no tardó en instalarse. Siempre era bajito, como un lamento
de varios tonos, hasta que fue tomando matices dolorosos con efectos de siseos
y murmurantes ayayay cada tanto. Cubrí mi cabeza con la cobija y tapé las
orejas con mis manos buscando desesperadamente dormirme, cuando experimenté el
vértigo.
Aparecí
en la puerta de mi cuarto mirando un río oscuro que iba del baño al cuarto de
José Parra. -Años después encontraría ciertas explicaciones en algún
pensamiento de Heráclito- Veía cómo se movía su composición de bichitos y
larvas. Era como una pasta carmesí muy oscura (a ratos roja, a ratos negra) extendida
en el suelo. La pisé como a una mancha transparente que podía verse debajo de
mi pie. Vi a José Parra tirado como un muñeco sobre su cama y comencé a gritar
llamando a mi Mamá pero no era escuchado. No me salía la voz porque llamaba
desde el otro lado. Atravesé la pared del cuarto y volvía al cuerpo pegando lecos
demenciales. Mi Mamá salió en mi busca y al pisar el río volvió a su cuarto: “¿Qué
es esto, Antero? levántate para que veas”- dijo sorprendida. “¿Qué pasó ahora? -respondió
con fastidio y somnolencia mi Papá- ¿Se orinó en el pasillo?”
La
versión contada a mis hermanas y al Mago Péirel a la mañana siguiente por mi
madrina Isbelia fue que le había cortado el pescuezo al pavo en el baño y al
caer la cabeza en el piso, le picó un tobillo y el cuerpo se le salió de las manos,
dejando una mancha de sangre al correr hacia el cuarto de José Parra, quien esa
noche se había quedado fuera. Entonces mi madrina fue a buscar un tridente en
la cocina para someter al pavo, lo que aprovechó el animal decapitado para devolverse al
baño. Ella entró a buscarlo y no lo encontraba porque se había escondido. Mi madrina decidió esperarlo afuera y en eso salieron mi Papá y mi Mamá al escuchar el
alboroto y el pavo aprovechó para regresar corriendo al cuarto de José Parra,
en donde fue capturado y luego cocinado por mi Mamá, quien lo guardó en un
lugar secreto hasta Navidad.
Era
sangre. Mi Papá le tocó el cuello y percibió que aún vivía. Mi Mamá buscó ayuda en un
apartamento vecino para trasladar a José Parra al
hospital. Entre mi Papá y Tomás el boxeador (un peso mosca), levantaron los casi dos metros medidos por aquel malherido. Vi en su rostro las huellas de la viruela,
aquella nariz gruesa y aguileña ensombrecidas por la cercana palidez de la
muerte en los párpados cerrados. Lograba medio caminar al susurro de mi Papá:
“Vamos Paisa. No se nos vaya a morir”. La franelilla, los chores y unas
pantuflas negras las llevaba empegostadas de aquel río.
Mi
madrina y mi Mamá se quedaron sosteniendo el cuerpo tambaleante al lado de la puerta del
ascensor, mientras mi Papá y Tomás bajaron por las escaleras para llamar al
vigilante y buscar un Libre. Ellas metieron una cuña con las
manos, bajo sus axilas y las rodillas con fuerza de modo que no doblara las de
él; parecía una momia azteca José Parra.
-¿Y
qué le pasó a este hombre Comadre?- preguntó mi Madrina.
-No
sé Comadre. Es un solo río del baño a su cuarto.
-Sí.
Ya lo vi. ¿Y se lo van a llevar sin sombrero y saco? porque nunca se los quita
para salir. -Mi Madrina soltó una de sus risitas.
-¡Ay
Comadre! Usted con sus cosas. Pero sí hay que llevarle los papeles- Recordó mi
Mamá con preocupación. Fue cuando repararon en mi presencia.
-Vaya
y le busca la cartera a José Parra que debe estar en algún sitio de su cuarto. -me
dijo mi Mamá como una orden militar. Tal vez está en el saco. Busque allí.
No podía haber mayor suplicio que esa
distancia del hueco del ascensor al apartamento a las dos de la madrugada. De la puerta de los Lima Morales podía salir una mano huesuda u otro
quejido más pavoroso que los de José Parra. Salí con lentitud de héroe y al
doblar corrí al apartamento como un gamo. En ese tiempo no se usaban rejas ni
candados como se impuso luego.
El
cuarto de José Parra era un misterio inexpugnable para nosotros. Terreno
prohibido. A ese lugar no se entraba bajo ninguna circunstancia. Me tocó pasar de
espaldas a la pared para no pisar aquello. Adentro vi una mezcla de salón de
costurera, con barbería y quirófano. Habían agujas de coser y hojillas de
afeitar enteras y partidas, carretes de hilo blanco, algodón, mercurocromo, una
linterna aún encendida, pequeños pedazos de fibra humana sobre una mesa y mucha
sangre acumulada alrededor donde al parecer José Parra hizo algo imposible de
comprender en ese momento. Como recomendó mi Mamá fui hacia el inextricable
saco marrón.
Meter
la mano en aquella pieza de vestir fue como profanar la pirámide de Tutankamón.
Era como si José Parra estuviese allí y a la vez en la puerta del ascensor con
mi Mamá y mi Madrina muriendo de algo. Me persigné antes de abrir la solapa y
escrutar el bolsillo. Allí estaba la cartera.
Papá,
Mamá y el boxeador Tomás bajaron en el ascensor con la víctima, mientras mi
madrina Isbelia y yo regresamos al apartamento. “Vamos a seguir durmiendo –me
dijo- La Comadre y yo limpiaremos esto cuando regrese”. Por compasión me acostó
con ella dándome placeres calóricos sentidos como extrañas
sensaciones. Ella cortó mis lívidas cavilaciones: “No te vayas a orinar”.
El
cuarto de José Parra fue clausurado y sometido a un misterio de serie televisiva.
Mi Mamá y mi madrina Isbelia incursionaron en él con ropas especiales; guantes
de goma y demás. Estuvo a punto de morir: escuchamos cuando mi Papá regresó del
Hospital en donde lo dejaron por más de una semana.
Con
el correr de los días nos fuimos enterando de algo integrado a la medicina y a la
barbarie. José Parra, quien era de personalidad cerrada y solitaria, mantuvo
callada una afección física que le torturaba en silencio y le hacía dar
quejidos durante las noches. Nunca la sometió al consejo familiar ni a la
atención facultativa. La llevaba como un calvario personal, agudizada mientras pasaba el tiempo.
Aquella
madrugada no aguantó lo intenso del dolor. Abrió el escroto con varias hojillas,
localizó el quiste: objeto de su tortura, lo cortó con la torpeza e indefensión del
crucificado. Luego cosió totalmente aquella herida abierta con aguja e hilo de
costurera. Tal vez finalizado el dolor vino el desmayo.
-Asombroso-
dijo el doctor. Este señor hizo casi todo el trabajo. Sólo nos tocó transfusión,
volver a suturar, curetaje y desinfección. Los exámenes dicen que mejorará, es un tipo muy fuerte, pero
casi se mata.
Cuenta
mi Papá que cuando llegó por primera vez a Caracas para residenciarse le preguntaron
en el registro civil: ¿Cómo se llama Usted? –José Parra- respondió. ¿Y cómo se
llama su Papá?: José Parra, repitió. ¿Y su Mamá cómo se llama?: Luisa Parra
-dijo. ¿Y dónde nació Usted? –En Sabana de Parra concluyó. “¿No hay más Parras?”,
preguntó el funcionario que tomaba nota. Y es posible que hasta ese pueblo yaracuyano
llegara como leyenda lo ocurrido aquella noche. En el Bloque, bajo discreción,
sonaban entre las gentes adjetivos y motes relacionados con la palabra “bola”
cuando José Parra pasaba con la armadura de su silencio.
Mis
hermanas, el Mago Péirel y yo nos cansamos de buscar el pavo y jamás lo
encontramos. Nunca pudimos comerlo en Navidad. Nos enteramos de que el animal
se había liberado de la cabuya y saltó por el balcón hacia la planta, siendo
capturado por unos manganzones. Seguramente, al percibir lo ocurrido aquella madrugada,
prefirió buscar un mejor sitio para rendir sus apetecibles carnes.
Me declaro adicta a La Guarida del Druida, exquisito relato 😍😍😍
ResponderEliminarMe encantó. Aunque me costó un poco leerlo. Tengo que hacerlo desde mi celular, que tiene la pantalla pequeña. Muy buen relato.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias infinitas, por los maravillosos obsequios, con este logré trasladarme al apartamento de la abuela materna también en las Lomas de Urdaneta, allá en el bloque 10, ¡Cuántas historias y extraordinarios recuerdos!
ResponderEliminarGracias Oscar por sacarme de la rutina y reírme un rato, aparte de recordar esas noches de terror que la mayoría vivimos desde la cama, todavía a ratos práctico ver esas figuras nocturnas que juegan hasta el amanecer con nuestra percepción, me uno a ese comentario de adicción a este espacio...jajajjajajaj
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