viernes, 14 de enero de 2022

INSOMNIA

 


 

La Bella Durmiente del Bosque despertó por sí misma. Había reunido todos sus instantes en un universo de sueños indefinibles. Algún azar travieso se interpuso y provocó esta vigilia repentina. Al verse rodeada de tanto presente intentó traer el pasado movilizado lentamente en su alma descansada, sin embargo, era demasiada la sorpresa de los enigmas a sus pupilas recién abiertas, caídos como nostálgicos amaneceres. No hizo falta a la soledad mostrar su acostumbrada carta de presentación en el silencio; apenas los tanteos de una brisa llena de pesar por la leyenda; apenas las pisadas de bichos idos y venidos de las hojarascas; apenas las carcajadas de luz prorrumpiendo entre horizontes partidos en recortes de auroras macilentas.

De un brinco y ya estaba echando al piso siglos de haber dormido impenitente. Cambió sus ropas mustias por telas igual de remendadas con antigüedad y frente a un espejo, otra similar en belleza le devolvió estupefacción y callados recuerdos. Hurgó la mirada persiguiendo razones a través de las pupilas y nada que salían entre acertijos náufragos, nada que revelaban atontadas jugarretas, ni despabilamientos al pasar de delirio en delirio, ni lagañosas tristezas enredadas en lacrimosas dudas. Sentada en la banqueta de autocomplacencia frente al espejo, veía cómo sus cosas la llamaban a reanudar vínculos con las palpitaciones del destino. Oyó un mar entonces; sintió como si las olas morían en las cenizas de una playa al otro lado del presentimiento; como si la polvera que tenía en las manos atrapaba lo más pequeño de su rostro para el imposible de una vejez ahora posible.

Recorrió como en una danza aquella mazmorra enclaustrada en su futuro. Austeridad y calmas crueles habían cuidado aquel sitio de las ostentaciones y los intrusos. Tuvo entre los dedos esa pañoleta de usanza en la feria, las zapatillas de caminar el mercado, la flor en las páginas del libro, la cañuela del pintor inaudito en una escena tierna y luego se sintió parte de un escrito; diseñada por quienes han buscado siempre los sentimientos desde una fila de habilidades argumentales; paralizada por la atención, los buscó entre las cosas y esperó por instantes la aparición de algún objeto recién inventado por sus antojos, hasta que varias de sus puntillosas risas hicieron del momento el tongoneo de una estancia pasajera.

Se atrevió a la puerta; aquella acusada de haber sido cerrada para siempre; la misma conductora hacia los muelles del castillo inexpugnable. Allí estaba con sus aldabas y cerraduras oscuras de tanto hierro estático, prohibitivo, esperando con desdén las miradas aterradas. Ella, con su manita tierna, empujó hasta oír el crujido hacia su abertura. Ella abrió lo que un imposible de siglos había impuesto a su solemne sueño. Ella destrabó la cerradura y recibió sobre el rostro el vaho de un aire milenario. Corrió los pasillos y recorrió los aposentos a la espera de habitantes dormidos o recién despiertos, de posaderos guindados en fauces somníferas. Como novel doncella bajó escaleras en toda su largura de peldaños torturados por los huecos. Nadie. Se atrevió a la salida, al sitio donde retozaría el dragón vigilante, al puente levadizo, al río de aguas heladas. Detuvo su curiosidad hasta las hondonadas y los predios del bosque.

No halló ninguna bestia que destrozara sus encantos en aquel tejido de verdores encajados en los imaginarios del mundo; más que los colmillos de un cielo pintado por su propia obra de luz, no encontró la amenaza justa para su progenie de heroína esperada en la indefensión absoluta. Creyó posible inventarse un monstruo para justificar la intervención de algún adorable cometido, aunque la detuvo esa impaciencia de verse arrastrada hacia desconocidos derroteros que más bien fuesen apareciendo para desafiar sus fortalezas. El bosque era sólo el mudo vigilante de algún mito quebradizo como la leña mental de lo que estaba hecho.

Con los recuerdos rebosados de sudores regresó al castillo en busca del cariño de la Reina, de la protección del Rey. Halló tronos desolados y atelarañados de cetros, capas y coronas. Hizo presencia en el Gran Salón e imaginó la inmensa risotada que antecede el contorsionado corcoveo de los bufones. Presintió el cuarteto de cuerdas acompasando el vacío. Apenas una ardilla adornó el rincón más lejano; una avecilla se atrevió a volar de lejos como exhibiéndose desde los ventanales; un limpiacasa se arrastró a mitad de pared y luego regresó a su escondrijo como jugando. La noción de los días, meses y largos años se resumió en una larga tarde mientras esperaba la puesta del sol; era como si todas las noches se hubiesen guardado en su dormir configurando un extenso olvido; todo era día interminable.

Agotada por desconocidos siglos subió escaleras rumbo a la mazmorra donde había estado encerrada y dormida debido a un hechizo. Creyó ver a la malvada bruja salir de un balcón, al darse cuenta de su propia sombra castigada por el sol. Cerró la puerta por primera vez, abrigó la cama con su cuerpo, observó con desgano el techo hasta darse cuenta de que no habían llegado ni el beso ni el príncipe azul. Un suspiro anunció la salida de una lágrima desde el rabillo de su ojo derecho hacia el borde de la oreja y con breve paseo a la desmesura del lóbulo cayó a las honduras de los cabellos, iniciando un nuevo sueño.   

 

 

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