Su
figura aguarda en una penumbra formada por el contraste entre la puerta de la
habitación apenas entreabierta y la llamarada tenue de los candelabros. Juega
al escondite con mi necesidad de amarla. Allí se despoja del guardainfante y
adivino que van cayendo a la alfombra otros paños ya desautorizados por sus
manos sobre la desnudez. Parece meditar, la veo y no la veo, la siento muy
cerca, tanto, que el silencio de su respiración me abruma, el anuncio de su
mirada acaricia mis presentimientos, la sospecha de una de sus picaras sonrisas
me produce esos palpitares sabios, sutilmente desenfrenados, deslastrados de
toda impostura.
Sufro
una paralización momentánea e involuntaria, frente al no saber el momento en el
cual saldrá mojada de oscuridades. A sabiendas de mi espera, extiende un tanto
su estancia metida en ese diminuto sentido, quizás atravesando mi soledad con
pensamientos traviesos, con esas cavilaciones previas a lo creado por nuestras
pasiones juntas. Extiende su brazo derecho brillando hasta su manita, hasta sus
dedos de finísima relajación, donde las yemas lanzan códigos indescifrables de
una odalisca vaticinada por mis maravillas. Su brazo izquierdo inicia un breve
juego serpentino, seguido del avance de su cuerpo limpio de ropajes. Da un
corto rodeo para soplar las velas y oscurece con dulzura mis expectativas.
—¡Simón!— exclama con susurro delicado. Su desnudez va encontrando mi desnudez en la medida de sus manos, sólo tocando las telas, mientras se desdibujan mis ropajes. Tomamos en serio nuestros ojos, sin previo acuerdo. Al inicio los hicimos búsqueda, luego los trasformamos en encuentro lento y finalmente en mirada. Impresiona tocarse los ojos entre la más ruda oscuridad, con la sola guía del presentimiento, con los invisibles códigos del deseo. Sin tocarnos aún, nos sentimos con las miradas porque entran en el juego del espíritu. Llamadas por algún druida del cosmos, nuestras almas intentan mirarse con el corazón, buscan la hazaña de salirse de sí mismas, para verse en la otra como única, porque flotan unidas por desconocidas energías, hechas el centro de nuestros propios palpitares.
¿Su
cuerpo llega a mis manos impulsado por su femenina envoltura o soy yo quien
traspasa el umbral de este placer, detrás de sus perfumados sudores? La interrogante se disuelve en el tarro de miel espiritual que
la produjo. Hay sobre su calor, el mínimo frio untado por la iniciática noche
que aún nos aguarda. Somos un sinfín de brevedades desplegadas a través de
quienes aprobamos ser la bendición de esta umbra deliciosa, este tocarse sin
tocarse aún, estos pasos de un todo definido por la ansiedad evocadora
de iluminaciones. Hay en su aliento un silencio, el cual escucho desde las
posibilidades brindadas por nuestra complicidad y percibo un fluir de flores,
un desencadenamiento de plantas aromatizadas, un enjambre donde las abejas
hacen panales cantando.
Nos abrazamos. Toda nuestra desnudez choca ajustada a la
tempestuosa ternura, sin resistencias, asimilada a la dualidad que se reconoce
al instante entre la espera vencida por el encuentro y la íntima voracidad de
los poros. Hurgo en nuestros susurros y no encuentro palabras, sólo pasajeros
intentos de definirnos entre prodigios amatorios. ¿Parecemos volátiles luces
elevadas? ¿Somos trazos de iluminaciones de alguien cuya imaginación nos atrapó
en el futuro? Así nos sentimos aunque seamos sólo la impresión de dos seres
apenas pincelados sobre el universo; rayos luminosos rasgando débilmente lo
permitido por las sombras, lo tejido por la noche, lo tramado por cuánta
soledad nos asalta. Sus manos creen tocar mi espalda pero son dos gaviotas
posándose sobre un bravío mar, capaz del oficio de la tempestad. Los pezones de
sus senos hacen de mi pecho el llano donde dos puntos de placer juguetean en
coordenadas batientes. Nuestras orejas se juntan y digo: —¡Teresa! para
escucharnos los más hondos sentires y apenas pasa por allí la extraña brisa de
la infancia, como el ruido de un pequeño bergantín encendido por el eco de un
oleaje que nos conduce hasta nuestras verdaderas mareas.
Siempre disculpa el equívoco con una mínima consternación parecida a un suspiro. Dejo pasar otro instante de tantos, de los que se van sin sospecharlos pasado, en los que su cuerpo hace gravedad con mi figura casi desfalleciente y la pronuncio con mucha más suavidad, como buscando ese leve perdón que la amante da sin remedio entre soledades: —¡Fanny!— susurro como crepitando entre su fuego. Entonces, su erizamiento anuncia el brusco movimiento de sus hombros, de sus caderas, de sus rodillas, como si el invierno buscase alguna brisa que amaine la caída de las lluvias y se desprenda también su perdón consumado. La sostengo a pura pasión. Se va entre mis brazos y luego entre mi cuerpo que es como una canoa para su tranquilidad. Danzamos. Pienso que voy sobre una estrella o sobre el río más sosegado del mundo. Nada del infinito me detiene porque navego con su luz todas las noches y esta noche también, donde toco su corazón con mis fantasías aurorales.
Somos ella y yo juntándonos en deseos desenfrenados a
pequeños instantes, a suaves instintos de nuestras naturalezas diferentes y
ella busca mis ojos para reafirmarse en este momento en que —seguro estoy—
parece morir entre mis brazos ansiosos y yo comprendo el hallazgo y me balanceo
en miradas extraviadas que se despeñan en la pequeña hoguera ansiosa que hemos
formado para hacernos creer solos ante cualquier luna creciente, en este pedazo
de amor disfrutado sin anunciar luceros ni horizontes, cobijado por esta calma,
ahora imaginada como el despojo de este anhelo, sólo como un boceto en vahos
susurrantes.
Nunca supe cuándo ganamos el ser horizontal porque ahora
somos una pose deliciosa de nuestros cuerpos unidos por este abrazo apenas
palpado. De pronto la sentí a ella y a un blasón espumoso bajo la piel. Tal vez
un almohadón pasó bajo mi cuello y sus brazos. Tal vez ella quiso besarme o fue
su boca la que apresó mi respiración en un deleite de sábanas, sólo explicable
por la forma como algunas nubes se entregan al día. ¿Cuándo caímos? ¿Estaba
abrazándola sobre la cama o permanecía asido a su amor de pie, mientras la
rescataba de cualquiera de sus desenfrenos? ¿Con qué magia estábamos allá y
aquí? ¿Acaso nos transformamos en un laberinto?; allá escrutando nuestros
rostros aún por conocerse más y más y aquí con la pasión desmembrada en suaves
palabras descifrables sólo por algún erudito salido de estas sombras.
Los blasones perfumados son como pliegues de eso visto por
las noches cuando nuestros ojos intentan la osadía de lo desconocido. Ya
rendidos a estos tejidos blandos y perfumados, en donde parece decrecer el
sudor y resbalarse la pasión hasta las hondonadas más fieras de las ansiedades,
somos un cuerpo venido de dos que se aman y van naciendo mientras el placer se
hace dueño del pasado y nos rebelamos apenas como esa tímida emoción una vez
sentida en algún acertijo de la vida. Damos vueltas, a veces para mirarnos
profundamente los rostros a través del muro de lo impenetrable que tenemos los
seres, a veces sólo para jugar como ese niño y esa niña a quienes les faltaron
muchas travesuras por liberar. Su cara se va despojando de débiles trozos de
sombras que discurren ante la agudeza de mi visión. Cuando sonríe parece como
si su alegría recorriera y domara a este cuerpo que ahora yace bajo ella,
rendido como un pedazo de amor sediento de suerte. Parece como si ella me
dominara hasta la eternidad que me resta, como si —dueña de todas mis
interrogantes— las hubiese resulto con solo trazarme la vulnerabilidad con la
cual derrota tristezas, como si por los blanquísimos dientes asomados en su
satisfacción, pasara el transparente arcoíris apenas asomado en el horizonte de
este amor condenado a esconderse detrás de memorias brillantes y venideras.
Tocarse. Las manos son apenas sencillos puentes para liberar
el sagrado acto de tocarse. Conocerse de nuevo desde una primera vez que se
repite por instantes y se convierte en el extraño deseo que pregunta por
nosotros como llamando a la puerta de una casa construida a base de nostalgias
y a donde nadie ha llegado. Reconocerse tan tibiamente que nada puede orientar
con tanta exactitud nuestros dedos en el cálido desierto de la piel es la
inaudita forma de tocarla más allá de mis manos, mucho más allá de mis presentimientos
y de mis instintos, más allá de este crónico cuerpo tan joven y ya herido de
quebrantos irremediables. Es la asombrosa manera de encontrarla en su propio
jardín absorta del universo y del tiempo y acusar a sus ojos de miradas tan
bellas para con mis galanuras y volar con ella por sobre París y toda Europa
para avistar a una América tan inhóspita y encantadora como el mismo planeta
Tierra, desde alguna proa ni siquiera imaginada por el mejor de los hombres de
mar.
ARMANDO REVERON |
Sus pechos me avisan de bacantes secretos. Casi sin darme
cuenta me encuentro ante dos templos merecedores del descubrimiento. Nunca mis
labios así. Indagadores así. Caminantes así. Acariciadores así. Sin miradas,
sin agudezas, sin prisa; sólo labios descubriendo cadencias, perfumes,
incertidumbres. Cada tanto la lengua hace un dibujo de breve humedad
indescifrable sobre este manto, como queriendo dejar la profana huella de un
andariego que ha recibido bendiciones y ella responde como una sirena ungida
por las gracias de un océano cantado. Para no escuchar esta breve melodía a
totalidad, siguiendo el consejo de Ulises, me ato al mástil de una atropellada
sucesión de síncopas que produzco para que se enreden en su armonía y si algún
oído llegase a cruzar esta pasajera algarabía no enloquezca y piense que tal
vez se trate de un cardumen de delfines hostigados por las olas.
Me transformo en un gigantesco y sucesivo beso. Nunca un
cuerpo tan besado como el de esta mujer eternizada por deseos laboriosos. En
mil puntos cardinales mis labios encuentran el mensaje de aconteceres tejidos
con vapores y susurros elementales. Descubro a labios el trigo del que está labrada
y amasada en suspiros. A fuerzas del inmenso beso que soy, encuentro las
humedades salobres que bañan su entrepierna, el insoportable escalofrío en la
yema de los dedos de sus pies, las entregadas voces salidas de su espalda, las
sonrisas ocultas que salen cantarinas de su cuello, la jefatura de mis manos en
su monte de Venus, los mínimos volcanes que han invadido todo su cuerpo con
sólo sumergirnos en este somos.
Acaso ¿Qué somos en realidad? Sino dos mundos escondidos
imaginando gravitaciones a través de caricias descubiertas en pequeñas andanzas
colisionadas en un tránsito donde hay una sola puerta de entrada y miles de
salida. A veces me provoca decir que somos el producto del encuentro de dos
copas de vino o de una carta familiar pidiendo auxilio o de una celebración de
la alta sociedad parisina o más bien, la demostración más contundente de dos
sonrisas formales que fueron más allá de sus propios encantos, pero no; vale la
pena decir que en este momento somos sus ojos y los míos dirigiendo con lento
detalle el trascendental paseo de nuestras íntimas moradas, adonde nos
visitamos a través de las naves centrales. Desde todas las formas, nuestras
humanidades producen vibración intensa, oída sólo por nuestro ritmo cadencioso
y por quienes ausentes, nos imaginan placenteros sin jamás saberlo; algunos
deben sospechar (o desear) esta erupción de intimidades cuya lava está hechas
de hondos atrevimientos sensoriales; lo que jamás sabrán, entre miles de
amantes que buscan en esta noche lo que ya hemos encontrado, es que ella y yo
somos los consumados orfebres.
PELICULA "LA EPOPEYA DE BOLIVAR" |
—¿Qué haces allí que no me abrazas?— pregunta aun saliendo
boca abajo del letargo y yo caigo sobre su espalda para depositar besos
descuidados como un súbdito.
—Si esta pasión ha dejado vacíos afectivos en este cuerpo
hermoso,— le digo colando un susurro a las puertas de su oreja— caigan estas
caricias como un complemento ante tanto descuido pasional.
—Bien sabes que este vacío es imposible de llenar— dice
elevando su cabeza como una valkiria amenazante—. Con cada placer se ahonda la
necesidad. Así es el amor. Un millón de besos, por cada encuentro, jamás
agotarán esta pasión.
—Atrevidas palabras—. Me atrevo a decirle.
—Palabras de una mujer plena que ahora está frente a ti
reconociendo sus sentimientos y placeres. Por mujer te estoy regalando estas
intimidades y este amor.
Lanza destellos de osadía. Quiere meterse en la imaginación
que me lleva a desearla con mucho más arrojo. Mis ideas son ahora la sencilla
intención de saber su pensamiento luego de haber tenido casi todos sus
sentimientos en el propio abismo donde las pasiones se vuelven torbellinos.
—¿Cómo has llegado a mí tan llena de sentimientos?— le
pregunto.
—¿Y por qué necesariamente yo he llegado a ti? Tú también
llegaste a mí: es recíproco. Estamos a mano. Es verdad que una mujer siempre
lleva un mundo de sentimientos ocultos y silenciados que yo ahora te demuestro
y comparto, sin embargo, es verdad que la revolución ha abierto las compuertas
de ese caudal. Pudiera decirse que es como si la revolución te hubiera traído.
—¿La revolución?— pregunto sobresaltado— Pareciera que la
revolución encuentra y desencuentra. Hay bestiales encuentros en este París
convulsionado que fortalecen a la misma revolución pero al mismo tiempo hay
desencuentros que ponen en peligro los encuentros. Sin embargo, ¿Te parece que
es un asunto de revolución el amor?
Eugene Delacroix |
—¿La ternura es política también? ¿Hacia dónde quieres ir?
—Claro, Simón. Esa forma de comprender a fondo las almas de
los otros que es la ternura también es política. Me he ocupado de comprender la
política aunque sólo sea hasta el lugar oculto donde me permito explicar mis
relaciones y mis intereses; más allá no me ocupo y para ser más exacta, debo
fingir que no me interesa. La política es una actividad de hombres, donde las
mujeres estamos excluidas. Quiero ir a un lugar adonde tú y yo hemos compartido
un deseo que nos hace pensar en un más allá de la pasión misma. Tengo la
certeza de que tú también has querido venir a este lugar; a este recinto en el
cual las palabras se entrecruzan y definen lo que vivimos.
—Este lugar adonde hemos llegado me sorprende porque
encuentro a una prima Fanny con interesantes ideas acerca del amor ligado a
cosas más profundas. ¿Desde cuándo sucede esto?
—Siempre ha sido así y no hemos caído en cuenta. Las guerras
son una vía para comprenderlo. En medio de los intereses de la época, entre
griegos y troyanos estuvo la figura de Helena como señuelo para un conflicto.
Su semblante enrojece levemente. Los ojos redondos,
acaramelados y azules acarician lejanas ideas. Eleva su pecho desnudo sobre las
sábanas y su mentón se incrusta entre ambas manos, revelando la dulce redondez
de un rostro que gravita sobre los brazos incrustados en el colchón. Antes de
hablar despega sus labios para atrapar pensamientos externos en sus
inspiraciones. Ladea su cabecita llena de risos dorados espantando confusiones,
haciendo volar las azarosas figuras de un caleidoscopio ante su luz, para luego
atrapar imágenes mejor formadas. Clava de nuevo su mirada en mis ojos ansiosos,
para avisarme el orden hallado en sus búsquedas.
—Todas las mujeres tenemos estas ideas y muchas más —dice
mientras fija su mirada en el techo—. Siempre las hemos tenido. Me atrevo a
decir que las mujeres tenemos una grandiosa idea del mundo que nos rodea. Nunca
se nos escucha, jamás se nos da la oportunidad de expresarlas. Se nos excluye,
discrimina, reprime y hasta se nos castiga. Si a una mujer cualquiera se le diera
la oportunidad de expresar libremente sus ideas, éstas fueran mucho más
elevadas y profundas que las dichas por mí en este momento. Si a Ifigenia se le
hubiese escuchado, otra voz cantaría en esa historia.
—¿No exageras? La reciente Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano es una oportunidad de inclusión para ustedes.
—Puede ser verdad eso que dices. Hay una separación un tanto
deliberada entre las ideas nuestras y las ideas de ustedes. Reconozco que a las
ideas femeninas se las subestima. Sin embargo, es la primera vez que este tema
despierta en mí un interés importante. Consideraba insignificante el tema de
las ideas de las mujeres. Ahora que lo contemplo desde otro ángulo, ese interés
cobra cierta pasión. ¡A mí no se me había ocurrido que el amor estuviese ligado
a la política!
—Y creo, Simón, que el amor está mucho más ligado a la
política de lo que imaginamos. Amar todo lo que pueda, me ha ayudado a
comprender que el amor está en todos los actos humanos y así como la p-olítica
está en todo también. Si el amor se ligara a la política el mundo sería
diferente.
—Esas ideas parecen religiosas. Eso de hablar y definir el
amor y además vincularlo a la política parece de espiritistas. ¿Está en todo el
amor? No lo veo así. La política sí pareciera estar en todo, aunque tengo mis
dudas de ambas ideas. Hay realidades que parecen vacías de política y de amor.
—Ser independiente es el gran desafío de amar verdaderamente,
Simón. La tendencia del amor en esta sociedad de colonias es a crear
dependencias; muy poca gente ama con independencia. Con el matrimonio y otros
contratos que se establecen en nombre del amor, siempre se busca coartar la
independencia de la pareja, sobre todo de la mujer. Se busca que la mujer
dependa del marido y de todo lo demás. Las mujeres estamos colonizadas y
precisamente la revolución puede ser una oportunidad para romper ese coloniaje
y un puente para alcanzar nuestra independencia, pero creo que es necesario que
ustedes los hombres también se independicen.
—Nosotros somos independientes—, afirmo mirando los
candelabros.
—Ustedes son presa de muchas cosas que ni ustedes mismos
logran ver— me responde con malicia—, esto los hace dependientes.
—¿Dices que no soy independiente?
—Responde a tus propias palabras desde tu corazón.
—Yo amo con independencia.
—¿Cuánto amas, Simón?
La pregunta es una palmada en el corazón. Pienso en mi madre.
Me vienen aquellos vagos recuerdos de San Mateo olorosos a ordeño, imágenes
rápidas de mesas llenas de legumbres, quesos, cremas y dulces deliciosos, el
vaso de leche tomado con repugnancia, Hipólita cargándome en vilo para el baño
diario, para los primeros correteos por el campo, para su canto frente al pilón
o sus letanías y oraciones en la noche llena de grillos, cocuyos y hondas
melancolías, para sus consejos y palabras importantes que me la traen a esta
conversación como ejemplo: ¡Hipólita, cuán significativa! Mis madres negras
activas, hacendosas, aventando arepas sobre el budare, cargando la cubeta llena
de ordeño cantado y mi madre blanca postrada y la comitiva auxiliando su
quebranto permanente. Mi madre lejana mirándome con la ternura con que se miran
las despedidas. Yo queriendo tocarle el rostro para tener su cariño en mi
pecho, mucho más allá de un débil recuerdo y mil brazos apartándome de ella
para dejarme en una confusa tristeza. Mi madre, como un hada misteriosa,
asaltando mis sueños, tocando mis ausencias llenas de cortinas oscuras. Mi
amada madre yéndose de mí, tan de prisa, tan fugaz que aún retengo su figura
sagrada entre la frente y el pecho.
—Es como si no me escucharas, Simón. ¿Cuánto amas?— repite
Fanny bajando más la voz y acercando mucho su rostro al mío.
Vuelves Teresa, a llenarme de alegría con cada recuerdo. Nada
más salgo de Venezuela, piso la España nerviosa por las tensiones francesas y
es lo mejor que me ocurre. Tu rostro de niña lívida viene conmigo en aquel
barco, en donde derribo la espada del principito castellano con una estocada
magistral. Allí vienes observando mi futuro como una extraña gitana serena.
Miro las aguas del océano y como una sirena me sigues silenciosa entre las
olas. Los vaivenes del barco son el anuncio del vals que luego bailaremos en
nupcias. ¡Teresa! La que fue capaz de amar a este muchacho caraqueño en
orfandad y soledades, la de los guantes blancos, la mantilla de colores
preciosos, el finísimo perfil para el mármol toscano y las manos de Miguel
Ángel, el jardín de jazmines tiernos aromando su cuello, aquella boca de
sonrisa agraciada para óleo y lienzo y el breve cuerpo de una diosa quebradiza.
—¡Amo!— digo y repito—. Amo— y la voz se queda con la luz de
una vela vencida. Esta palabra indudable se hace sonora.
—Siento que amas, Simón. La pregunta parece necia pero es una
pregunta importante. ¿Tú crees que en este París revolucionado la gente se ame?
—Aún con la revolución que ha provocado en el pueblo aires de
libertad, hace falta mucho más tiempo para asimilar el amor; persisten
sentimientos superficiales, imposturas, banalidad. El interés económico se
impone por sobre los sentimientos. Las dotes gobiernan los matrimonios y
amarran las virtudes, mientras el libertinaje discurre en secreto a través de
los lupanares. Amar puede ser un atrevimiento como la revolución misma y ahora
que lo dices creo comprenderlo. La revolución se siente aquí porque es una
fuerza invisible; es como un impuso muy fuerte que muchos han procurado o
deseaban y que temían los reyes como minorías. Veo que esta revolución es como
un inmenso acto de justicia que bien podría propagarse por el mundo.
Además, creo que este París aún sublevado, aún exaltado es
como una esperanza y también creo que todas las esperanzas que nacen producen
amor o la necesidad de amar. Este amor nuestro, este ensueño que ahora nos
persigue también está signado queramos o no y secretamente plantea un desafío a
los prejuicios sociales, a las conveniencias y dotes.
—Me atrevo a amarte Simón, por sobre cualquier dote, por
sobre todos los prejuicios. Sé que no sucederá pero a veces he soñado
acompañándote en tu regreso a América para conocer las selvas, esos grandes
ríos caudalosos y ver de cerca a esos seres que llaman indios. A veces
me he mirado caminando por esa ciudad de Caracas en la cual viviste tu niñez,
con sus calles angostas y sus rudimentarios carruajes. A veces el amor me pasea
por sueños imposibles.
—La mayoría de los indios son dóciles y buenos, aunque
resistieron como fieras por sus tierras. Es injusto que los llamen salvajes.
Los negros tienden a ser más levantiscos y rebeldes, sin embargo, ambas razas
guardan muchas virtudes y rebeliones: son pueblos alegres, pacientes y
laboriosos, a pesar de la esclavitud. Mi nana es una mujer alegre y bondadosa.
Es una lástima que la sociedad nos separe en base al sometimiento. Es una
suerte haber nacido en cuna de oro, sin embargo, hay mucho dolor escondido en
este sortilegio. Y Caracas: ¡Ah, ese valle que me hace soñar! Tiene un cerro
guardián que durante el día toma varias tonalidades con la luz del sol. Algún
día, los pintores le dedicarán a ese gran monte sus mejores tonalidades. Es
lógico que te sueñes en Caracas con el solo hecho de mis evocaciones porque su
encanto es difícil de narrar e imposible de olvidar. Europa jamás tendrá el
caribe clima de Caracas. No sé si regrese algún día a mis tierras pero siempre
tengo añoranzas de ese delicioso olor a desorden que tienen sus calles y sus
gentes. Tal vez me quede administrándolas desde aquí.
—Tu maestro opina lo contrario.
—¡Ah, Don Simón! ¿Qué de maravillas te ha dicho ese sabio
inigualable? Como es de adorable ese hombre. Con él, la terquedad es la mejor
de las virtudes. Admiro su abrumadora sabiduría. ¡Cómo sabe Don Simón! Con qué
tesón busca el aprendizaje y el conocimiento.
—Me ha dicho ideas un tanto extrañas, tal vez locas, pero muy
sabias. Dice que regresarás a Caracas y que serás el Libertador de América.
—Ja, ja, ja, ja, ja… Sin duda te ha dicho una locura querida
Fanny. Es tan visionario como volado ese hombre maravilloso que a veces temo
que esas palabras se conviertan en realidad. Me obliga a leer todo cuanto pasa
por sus ojos. No se conforma con haberme guiado en mi solitaria infancia; ahora
me sigue por todo París para preguntarme acerca de los libros que me regala.
¿Te conté alguna vez que me enseñó a montar a caballo, a nadar, a buscar la miel
del panal sin ser picado por las abejas, a interpretar los árboles y las nubes,
a leer el lenguaje de los ríos como a la enciclopedia actual? Me sacó del
último grave quebranto que sufrí aquí en París, con solo la fuerza de sus duros
criterios. Me regañó como si yo fuese un Lázaro y él un Nazareno meridional; y
ahora me invita a estudiar con una vehemencia tal, que a veces me sorprendo
leyendo toda una noche, sólo para esperar la discusión. Poco a poco me está
sacando de las fiestas nocturnas y de la bohemia parisina. Me inició en la
teoría del arte de la espada…
—¿Por esto le tumbaste la espada al principito español en
aquel barco?
—Tal vez. ¿Sabías que fue una genuina competencia entre
jóvenes caballeros aquella sucesión de filigranas? El duelo amistoso llegó
solo, nadie lo provocó. Miré en sus ojos la altivez y prepotencia que llevan
por adelantado los herederos monárquicos y me aproveché de esto porque no sentí
temor, por el contrario, me desenvolví como si él fuese un rival más. Te
confieso en este secreto nuestro que me sentí como uno de esos indios que luchó
allá en América por sus cielos y sus tierras. Le di la importancia que merecía.
Aunque debo reconocer que el principito se la jugó cuando notó que mis
habilidades iban mucho más allá de lo que esperaba. Incluso, mis ataques lo
desesperaron y fue cuando mi estocada le tumbó la espada. Su desenvolvimiento
fue magistral pero mi sagacidad fue decisiva. Pudiera decirse que las teorías
de esgrima de mi maestro han sido efectivas, tanto, como la influencia de sus
ideas. El maestro todo lo teoriza con maestría; por eso es un gran educador,
aunque también sabe manejar la espada.
—Se te nota ahora un poco más interesado por los sucesos
políticos y pienso que se lo debes al maestro Rodríguez. Creo que en el fondo
de tu alma te apasiona entregarte al estudio y se percibe que te hace falta
darte más a las lecturas y discusiones con ese buen maestro. Recién cuando te
conocí, sorprendía tu mirada puesta en tus vacíos, en tus ausencias;
últimamente he visto cómo tus ojos son la vista de las ideas que bullen en tu
cabeza y en tu alma y que, sospecho, el sabio Rodríguez está dejando en ti.
Para mí, como piensas tú, es un placer hablar con Don Simón. Sabe de todo.
Aunque a veces me parece algo obstinado y un tanto triste. Además, tengo la
sensación de que me escucha sólo una parte de lo que digo. Nunca me muestra un
desacuerdo.
—Para nada es triste Don Simón y lo he visto muy atento a tus
palabras. Te respeta y aprecia mucho.
—No dudo que me respete y me aprecie, pero creo que guarda
los desacuerdos para sus amigos.
La consagración de Napoleón. Jacques-Louis David |
—Eso pasa con todo maestro, siempre frente al discípulo,
constantemente preparado para enseñar. La enseñanza se proyecta hacia el futuro
con mucha fuerza. Las veces que expresas tu ideas, el maestro las escucha con
mucha atención, como midiendo cada una de tus palabras; te observa maravillado.
—Seguramente, y luego, muy aparte, me hace observaciones
severas. Es muy duro conmigo. Discute, nunca por gusto, sino por conversar a
fondo, como para ir a la raíz. Me critica duramente frente a sus desacuerdos y
muy sutilmente me deja entrever sus acuerdos, para que yo los pesque con las
redes de la dificultad. Un paseo con Don Simón es un placer de ideas,
pensamientos y conocimientos que van y vienen como silogismos anunciadoras de
buenas nuevas. Pensándolo bien, es un Sócrates este Don Simón.
—Yo lo veo más como un erudito de esta época, como un hombre
de la nueva ciencia, de los conocimientos que requiere esta revolución. Qué
bueno si se quedara en Francia y así contribuyera con los cambios que deben pasar,
como el general Miranda que brinda su estatura militar con sabiduría por
Marsella y París.
—Don Simón es de otro talante. Compararlo puede ser
desafortunado. Mi maestro es un fabuloso andariego. Con qué maravilla vería ese
hombre estupendo, si en América se presentaran cambios parecidos a los que
ahora se viven Francia y Estados Unidos. Seguro estoy que detendría su
peregrinar y allí fundaría la escuela de sus sueños, en el Sur. En cambio,
admiro del general Miranda su altura militar bien ganada en Europa porque es un
hombre de campañas e ideas exitosas. Un hombre que da la vida por la libertad.
—¿Darías la vida por la libertad, Simón?
MANUEL CABRE |
—Me
lo dices con alma, Simón— Y esta Fanny amorosa, ya con la respuesta en sus
ideas, retorna presurosa a mi cuerpo.
Del libro inédito "El Hacedor de Líneas"
Del libro inédito "El Hacedor de Líneas"
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