martes, 7 de febrero de 2017

AMANTE

Su figura aguarda en una penumbra formada por el contraste entre la puerta de la habitación apenas entreabierta y la llamarada tenue de los candelabros. Juega al escondite con mi necesidad de amarla. Allí se despoja del guardainfante y adivino que van cayendo a la alfombra otros paños ya desautorizados por sus manos sobre la desnudez. Parece meditar, la veo y no la veo, la siento muy cerca, tanto, que el silencio de su respiración me abruma, el anuncio de su mirada acaricia mis presentimientos, la sospecha de una de sus picaras sonrisas me produce esos palpitares sabios, sutilmente desenfrenados, deslastrados de toda impostura.
Sufro una paralización momentánea e involuntaria, frente al no saber el momento en el cual saldrá mojada de oscuridades. A sabiendas de mi espera, extiende un tanto su estancia metida en ese diminuto sentido, quizás atravesando mi soledad con pensamientos traviesos, con esas cavilaciones previas a lo creado por nuestras pasiones juntas. Extiende su brazo derecho brillando hasta su manita, hasta sus dedos de finísima relajación, donde las yemas lanzan códigos indescifrables de una odalisca vaticinada por mis maravillas. Su brazo izquierdo inicia un breve juego serpentino, seguido del avance de su cuerpo limpio de ropajes. Da un corto rodeo para soplar las velas y oscurece con dulzura mis expectativas.

—¡Simón!— exclama con susurro delicado. Su desnudez va encontrando mi desnudez en la medida de sus manos, sólo tocando las telas, mientras se desdibujan mis ropajes. Tomamos en serio nuestros ojos, sin previo acuerdo. Al inicio los hicimos búsqueda, luego los trasformamos en encuentro lento y finalmente en mirada. Impresiona tocarse los ojos entre la más ruda oscuridad, con la sola guía del presentimiento, con los invisibles códigos del deseo. Sin tocarnos aún, nos sentimos con las miradas porque entran en el juego del espíritu. Llamadas por algún druida del cosmos, nuestras almas intentan mirarse con el corazón, buscan la hazaña de salirse de sí mismas, para verse en la otra como única, porque flotan unidas por desconocidas energías, hechas el centro de nuestros propios palpitares.
¿Su cuerpo llega a mis manos impulsado por su femenina envoltura o soy yo quien traspasa el umbral de este placer, detrás de sus perfumados sudores? La interrogante se disuelve en el tarro de miel espiritual que la produjo. Hay sobre su calor, el mínimo frio untado por la iniciática noche que aún nos aguarda. Somos un sinfín de brevedades desplegadas a través de quienes aprobamos ser la bendición de esta umbra deliciosa, este tocarse sin tocarse aún, estos pasos de un todo definido por la ansiedad evocadora de iluminaciones. Hay en su aliento un silencio, el cual escucho desde las posibilidades brindadas por nuestra complicidad y percibo un fluir de flores, un desencadenamiento de plantas aromatizadas, un enjambre donde las abejas hacen panales cantando.
Nos abrazamos. Toda nuestra desnudez choca ajustada a la tempestuosa ternura, sin resistencias, asimilada a la dualidad que se reconoce al instante entre la espera vencida por el encuentro y la íntima voracidad de los poros. Hurgo en nuestros susurros y no encuentro palabras, sólo pasajeros intentos de definirnos entre prodigios amatorios. ¿Parecemos volátiles luces elevadas? ¿Somos trazos de iluminaciones de alguien cuya imaginación nos atrapó en el futuro? Así nos sentimos aunque seamos sólo la impresión de dos seres apenas pincelados sobre el universo; rayos luminosos rasgando débilmente lo permitido por las sombras, lo tejido por la noche, lo tramado por cuánta soledad nos asalta. Sus manos creen tocar mi espalda pero son dos gaviotas posándose sobre un bravío mar, capaz del oficio de la tempestad. Los pezones de sus senos hacen de mi pecho el llano donde dos puntos de placer juguetean en coordenadas batientes. Nuestras orejas se juntan y digo: —¡Teresa! para escucharnos los más hondos sentires y apenas pasa por allí la extraña brisa de la infancia, como el ruido de un pequeño bergantín encendido por el eco de un oleaje que nos conduce hasta nuestras verdaderas mareas.

Siempre disculpa el equívoco con una mínima consternación parecida a un suspiro. Dejo pasar otro instante de tantos, de los que se van sin sospecharlos pasado, en los que su cuerpo hace gravedad con mi figura casi desfalleciente y la pronuncio con mucha más suavidad, como buscando ese leve perdón que la amante da sin remedio entre soledades: —¡Fanny!— susurro como crepitando entre su fuego. Entonces, su erizamiento anuncia el brusco movimiento de sus hombros, de sus caderas, de sus rodillas, como si el invierno buscase alguna brisa que amaine la caída de las lluvias y se desprenda también su perdón consumado. La sostengo a pura pasión. Se va entre mis brazos y luego entre mi cuerpo que es como una canoa para su tranquilidad. Danzamos. Pienso que voy sobre una estrella o sobre el río más sosegado del mundo. Nada del infinito me detiene porque navego con su luz todas las noches y esta noche también, donde toco su corazón con mis fantasías aurorales.
Somos ella y yo juntándonos en deseos desenfrenados a pequeños instantes, a suaves instintos de nuestras naturalezas diferentes y ella busca mis ojos para reafirmarse en este momento en que —seguro estoy— parece morir entre mis brazos ansiosos y yo comprendo el hallazgo y me balanceo en miradas extraviadas que se despeñan en la pequeña hoguera ansiosa que hemos formado para hacernos creer solos ante cualquier luna creciente, en este pedazo de amor disfrutado sin anunciar luceros ni horizontes, cobijado por esta calma, ahora imaginada como el despojo de este anhelo, sólo como un boceto en vahos susurrantes.
Nunca supe cuándo ganamos el ser horizontal porque ahora somos una pose deliciosa de nuestros cuerpos unidos por este abrazo apenas palpado. De pronto la sentí a ella y a un blasón espumoso bajo la piel. Tal vez un almohadón pasó bajo mi cuello y sus brazos. Tal vez ella quiso besarme o fue su boca la que apresó mi respiración en un deleite de sábanas, sólo explicable por la forma como algunas nubes se entregan al día. ¿Cuándo caímos? ¿Estaba abrazándola sobre la cama o permanecía asido a su amor de pie, mientras la rescataba de cualquiera de sus desenfrenos? ¿Con qué magia estábamos allá y aquí? ¿Acaso nos transformamos en un laberinto?; allá escrutando nuestros rostros aún por conocerse más y más y aquí con la pasión desmembrada en suaves palabras descifrables sólo por algún erudito salido de estas sombras.
Los blasones perfumados son como pliegues de eso visto por las noches cuando nuestros ojos intentan la osadía de lo desconocido. Ya rendidos a estos tejidos blandos y perfumados, en donde parece decrecer el sudor y resbalarse la pasión hasta las hondonadas más fieras de las ansiedades, somos un cuerpo venido de dos que se aman y van naciendo mientras el placer se hace dueño del pasado y nos rebelamos apenas como esa tímida emoción una vez sentida en algún acertijo de la vida. Damos vueltas, a veces para mirarnos profundamente los rostros a través del muro de lo impenetrable que tenemos los seres, a veces sólo para jugar como ese niño y esa niña a quienes les faltaron muchas travesuras por liberar. Su cara se va despojando de débiles trozos de sombras que discurren ante la agudeza de mi visión. Cuando sonríe parece como si su alegría recorriera y domara a este cuerpo que ahora yace bajo ella, rendido como un pedazo de amor sediento de suerte. Parece como si ella me dominara hasta la eternidad que me resta, como si —dueña de todas mis interrogantes— las hubiese resulto con solo trazarme la vulnerabilidad con la cual derrota tristezas, como si por los blanquísimos dientes asomados en su satisfacción, pasara el transparente arcoíris apenas asomado en el horizonte de este amor condenado a esconderse detrás de memorias brillantes y venideras.
Tocarse. Las manos son apenas sencillos puentes para liberar el sagrado acto de tocarse. Conocerse de nuevo desde una primera vez que se repite por instantes y se convierte en el extraño deseo que pregunta por nosotros como llamando a la puerta de una casa construida a base de nostalgias y a donde nadie ha llegado. Reconocerse tan tibiamente que nada puede orientar con tanta exactitud nuestros dedos en el cálido desierto de la piel es la inaudita forma de tocarla más allá de mis manos, mucho más allá de mis presentimientos y de mis instintos, más allá de este crónico cuerpo tan joven y ya herido de quebrantos irremediables. Es la asombrosa manera de encontrarla en su propio jardín absorta del universo y del tiempo y acusar a sus ojos de miradas tan bellas para con mis galanuras y volar con ella por sobre París y toda Europa para avistar a una América tan inhóspita y encantadora como el mismo planeta Tierra, desde alguna proa ni siquiera imaginada por el mejor de los hombres de mar.
ARMANDO REVERON
Tocarla es tocarme desde su entrega, sus pálpitos, temblores, desmesuras y desde cientos de palabras represadas en su timidez, sentidas como un habla hecha de pálpitos abrumadores. Pasar por sus cabellos es adentrarme a través de una selva de eucaliptos trenzados y borrados por el rocío de las primaveras. Allí juego con una cascada capilar desencadenada desde su cabecita de marfil. Es una dulce tormenta, un encrespado caudal que invento entre las palmas de mis manos, como torrentes de finísimos hilos de agua, donde imagino la locura de haber acordado este vendaval adonde hemos llegado para empaparnos con monstruosas algas apacibles.
Sus pechos me avisan de bacantes secretos. Casi sin darme cuenta me encuentro ante dos templos merecedores del descubrimiento. Nunca mis labios así. Indagadores así. Caminantes así. Acariciadores así. Sin miradas, sin agudezas, sin prisa; sólo labios descubriendo cadencias, perfumes, incertidumbres. Cada tanto la lengua hace un dibujo de breve humedad indescifrable sobre este manto, como queriendo dejar la profana huella de un andariego que ha recibido bendiciones y ella responde como una sirena ungida por las gracias de un océano cantado. Para no escuchar esta breve melodía a totalidad, siguiendo el consejo de Ulises, me ato al mástil de una atropellada sucesión de síncopas que produzco para que se enreden en su armonía y si algún oído llegase a cruzar esta pasajera algarabía no enloquezca y piense que tal vez se trate de un cardumen de delfines hostigados por las olas.
Me transformo en un gigantesco y sucesivo beso. Nunca un cuerpo tan besado como el de esta mujer eternizada por deseos laboriosos. En mil puntos cardinales mis labios encuentran el mensaje de aconteceres tejidos con vapores y susurros elementales. Descubro a labios el trigo del que está labrada y amasada en suspiros. A fuerzas del inmenso beso que soy, encuentro las humedades salobres que bañan su entrepierna, el insoportable escalofrío en la yema de los dedos de sus pies, las entregadas voces salidas de su espalda, las sonrisas ocultas que salen cantarinas de su cuello, la jefatura de mis manos en su monte de Venus, los mínimos volcanes que han invadido todo su cuerpo con sólo sumergirnos en este somos.
Acaso ¿Qué somos en realidad? Sino dos mundos escondidos imaginando gravitaciones a través de caricias descubiertas en pequeñas andanzas colisionadas en un tránsito donde hay una sola puerta de entrada y miles de salida. A veces me provoca decir que somos el producto del encuentro de dos copas de vino o de una carta familiar pidiendo auxilio o de una celebración de la alta sociedad parisina o más bien, la demostración más contundente de dos sonrisas formales que fueron más allá de sus propios encantos, pero no; vale la pena decir que en este momento somos sus ojos y los míos dirigiendo con lento detalle el trascendental paseo de nuestras íntimas moradas, adonde nos visitamos a través de las naves centrales. Desde todas las formas, nuestras humanidades producen vibración intensa, oída sólo por nuestro ritmo cadencioso y por quienes ausentes, nos imaginan placenteros sin jamás saberlo; algunos deben sospechar (o desear) esta erupción de intimidades cuya lava está hechas de hondos atrevimientos sensoriales; lo que jamás sabrán, entre miles de amantes que buscan en esta noche lo que ya hemos encontrado, es que ella y yo somos los consumados orfebres.
PELICULA "LA EPOPEYA DE BOLIVAR"
Somos el alcanzar de un solo firmamento a un mismo tiempo con diferente luz. Allí el cosmos nos une con la eternidad de una galaxia escapada y nos separa con la brevedad de un bostezo de la providencia; escapados y juntos a la vez, buscamos alcanzar la mayor cantidad de luceros porque el placer henchido en nuestros desiertos lanza zarpazos, brazadas, para encontrar esa luz imposible de ser medida. Me sumerjo en mi propia iluminación y desde la distancia que nos une, la veo consumida en su propio fuego. Por eso somos, en un solo instante, la más breve y dulce de las muertes y el constante y glorioso renacer a lo desconocido. Nunca me duermo para verla iluminada por las velas dormidas que recién enciendo. Con los cabellos en sudoroso desorden sobre el rostro, parece mirarme desde el sueño profundo con delirios calmados. Algunos fuman en este momento, yo prefiero hundirme en los recuerdos con mis soledades a cuesta y allí incrustarla en la memoria. Aunque paseo mi mano varias veces por su bello costado no despierta de su palpitación sosegada. Está tan llena de vida, tan ahíta de existencia que derrotaría cualquier visita de la muerte, aún desde la pesadilla. Nunca duermo para verle tres secretos concedidos, el de su indefensión frente al tiempo, el de su entrega a los devenires del amanecer, el de su confianza en esta mirada que ahora la considera diosa de un mausoleo sencillo, donde la adoro con oraciones prohibidas. Nunca duermo para verla moviendo débilmente los ojos, buscando entre borrascas de sueño, la suficiente visión que venza el adormilamiento y me encuentre, con la estatura de mis ojos, esperando sus movimientos apacibles, sus atolondradas sonrisas, sus primeras palabras.
—¿Qué haces allí que no me abrazas?— pregunta aun saliendo boca abajo del letargo y yo caigo sobre su espalda para depositar besos descuidados como un súbdito.
—Si esta pasión ha dejado vacíos afectivos en este cuerpo hermoso,— le digo colando un susurro a las puertas de su oreja— caigan estas caricias como un complemento ante tanto descuido pasional.
—Bien sabes que este vacío es imposible de llenar— dice elevando su cabeza como una valkiria amenazante—. Con cada placer se ahonda la necesidad. Así es el amor. Un millón de besos, por cada encuentro, jamás agotarán esta pasión.
—Atrevidas palabras—. Me atrevo a decirle.
—Palabras de una mujer plena que ahora está frente a ti reconociendo sus sentimientos y placeres. Por mujer te estoy regalando estas intimidades y este amor.
Lanza destellos de osadía. Quiere meterse en la imaginación que me lleva a desearla con mucho más arrojo. Mis ideas son ahora la sencilla intención de saber su pensamiento luego de haber tenido casi todos sus sentimientos en el propio abismo donde las pasiones se vuelven torbellinos.
—¿Cómo has llegado a mí tan llena de sentimientos?— le pregunto.
—¿Y por qué necesariamente yo he llegado a ti? Tú también llegaste a mí: es recíproco. Estamos a mano. Es verdad que una mujer siempre lleva un mundo de sentimientos ocultos y silenciados que yo ahora te demuestro y comparto, sin embargo, es verdad que la revolución ha abierto las compuertas de ese caudal. Pudiera decirse que es como si la revolución te hubiera traído.
—¿La revolución?— pregunto sobresaltado— Pareciera que la revolución encuentra y desencuentra. Hay bestiales encuentros en este París convulsionado que fortalecen a la misma revolución pero al mismo tiempo hay desencuentros que ponen en peligro los encuentros. Sin embargo, ¿Te parece que es un asunto de revolución el amor?
Eugene Delacroix
—¡Claro que el amor es un asunto revolucionario y además político, Simón! —Dice Fanny enseriando el rostro. —Hace apenas diez y seis años, no sólo se demolió La Bastilla, además se pusieron al descubierto otras cárceles ocultas aún en pie; por lo menos sabemos que existen en nosotros esas cárceles y que algún día otros podrán derrotarlas. La cárcel contra el amor, por ejemplo, es una de las que ahora podemos denunciar luego de la revolución, aunque sea entre los secretos de mi alcoba. Si no hubiese salido de la cárcel donde mi amor era condenado y ahora liberado a mi genuina ansia de amar de las paredes de la ignominia social, si no hubiese sido invadida aquella monstruosidad social y ese terrible mar de descamisados y hambrientos no hubiese hecho temblar las calles de París blandiendo la guillotina, quizás jamás hubiera tenido el valor de mirar a tus ojos esta noche con esta ternura.
—¿La ternura es política también? ¿Hacia dónde quieres ir?
—Claro, Simón. Esa forma de comprender a fondo las almas de los otros que es la ternura también es política. Me he ocupado de comprender la política aunque sólo sea hasta el lugar oculto donde me permito explicar mis relaciones y mis intereses; más allá no me ocupo y para ser más exacta, debo fingir que no me interesa. La política es una actividad de hombres, donde las mujeres estamos excluidas. Quiero ir a un lugar adonde tú y yo hemos compartido un deseo que nos hace pensar en un más allá de la pasión misma. Tengo la certeza de que tú también has querido venir a este lugar; a este recinto en el cual las palabras se entrecruzan y definen lo que vivimos.
—Este lugar adonde hemos llegado me sorprende porque encuentro a una prima Fanny con interesantes ideas acerca del amor ligado a cosas más profundas. ¿Desde cuándo sucede esto?
—Siempre ha sido así y no hemos caído en cuenta. Las guerras son una vía para comprenderlo. En medio de los intereses de la época, entre griegos y troyanos estuvo la figura de Helena como señuelo para un conflicto.
Su semblante enrojece levemente. Los ojos redondos, acaramelados y azules acarician lejanas ideas. Eleva su pecho desnudo sobre las sábanas y su mentón se incrusta entre ambas manos, revelando la dulce redondez de un rostro que gravita sobre los brazos incrustados en el colchón. Antes de hablar despega sus labios para atrapar pensamientos externos en sus inspiraciones. Ladea su cabecita llena de risos dorados espantando confusiones, haciendo volar las azarosas figuras de un caleidoscopio ante su luz, para luego atrapar imágenes mejor formadas. Clava de nuevo su mirada en mis ojos ansiosos, para avisarme el orden hallado en sus búsquedas.
—Todas las mujeres tenemos estas ideas y muchas más —dice mientras fija su mirada en el techo—. Siempre las hemos tenido. Me atrevo a decir que las mujeres tenemos una grandiosa idea del mundo que nos rodea. Nunca se nos escucha, jamás se nos da la oportunidad de expresarlas. Se nos excluye, discrimina, reprime y hasta se nos castiga. Si a una mujer cualquiera se le diera la oportunidad de expresar libremente sus ideas, éstas fueran mucho más elevadas y profundas que las dichas por mí en este momento. Si a Ifigenia se le hubiese escuchado, otra voz cantaría en esa historia.
—¿No exageras? La reciente Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano es una oportunidad de inclusión para ustedes.
—No, Simón, no exagero. Es importante que comencemos aparecer en los códigos del mundo pero esa letra escrita tenemos que seguirla haciendo viva nosotras. Eso sí, para ser escuchadas, se tendría que apreciar las virtudes de nuestros discursos y nuestras limitaciones, por supuesto; se tendría que comprender de dónde vienen nuestros pensamientos y qué intensiones tienen cada una de nuestras ideas. Se tendría que reconocer que nuestras formas de conocimiento son tan válidas como las ideas de ustedes.
—Puede ser verdad eso que dices. Hay una separación un tanto deliberada entre las ideas nuestras y las ideas de ustedes. Reconozco que a las ideas femeninas se las subestima. Sin embargo, es la primera vez que este tema despierta en mí un interés importante. Consideraba insignificante el tema de las ideas de las mujeres. Ahora que lo contemplo desde otro ángulo, ese interés cobra cierta pasión. ¡A mí no se me había ocurrido que el amor estuviese ligado a la política!
—Y creo, Simón, que el amor está mucho más ligado a la política de lo que imaginamos. Amar todo lo que pueda, me ha ayudado a comprender que el amor está en todos los actos humanos y así como la p-olítica está en todo también. Si el amor se ligara a la política el mundo sería diferente.
—Esas ideas parecen religiosas. Eso de hablar y definir el amor y además vincularlo a la política parece de espiritistas. ¿Está en todo el amor? No lo veo así. La política sí pareciera estar en todo, aunque tengo mis dudas de ambas ideas. Hay realidades que parecen vacías de política y de amor.
—Ser independiente es el gran desafío de amar verdaderamente, Simón. La tendencia del amor en esta sociedad de colonias es a crear dependencias; muy poca gente ama con independencia. Con el matrimonio y otros contratos que se establecen en nombre del amor, siempre se busca coartar la independencia de la pareja, sobre todo de la mujer. Se busca que la mujer dependa del marido y de todo lo demás. Las mujeres estamos colonizadas y precisamente la revolución puede ser una oportunidad para romper ese coloniaje y un puente para alcanzar nuestra independencia, pero creo que es necesario que ustedes los hombres también se independicen.
—Nosotros somos independientes—, afirmo mirando los candelabros.
—Ustedes son presa de muchas cosas que ni ustedes mismos logran ver— me responde con malicia—, esto los hace dependientes.
—¿Dices que no soy independiente?
—Responde a tus propias palabras desde tu corazón.
—Yo amo con independencia.
—¿Cuánto amas, Simón?
La pregunta es una palmada en el corazón. Pienso en mi madre. Me vienen aquellos vagos recuerdos de San Mateo olorosos a ordeño, imágenes rápidas de mesas llenas de legumbres, quesos, cremas y dulces deliciosos, el vaso de leche tomado con repugnancia, Hipólita cargándome en vilo para el baño diario, para los primeros correteos por el campo, para su canto frente al pilón o sus letanías y oraciones en la noche llena de grillos, cocuyos y hondas melancolías, para sus consejos y palabras importantes que me la traen a esta conversación como ejemplo: ¡Hipólita, cuán significativa! Mis madres negras activas, hacendosas, aventando arepas sobre el budare, cargando la cubeta llena de ordeño cantado y mi madre blanca postrada y la comitiva auxiliando su quebranto permanente. Mi madre lejana mirándome con la ternura con que se miran las despedidas. Yo queriendo tocarle el rostro para tener su cariño en mi pecho, mucho más allá de un débil recuerdo y mil brazos apartándome de ella para dejarme en una confusa tristeza. Mi madre, como un hada misteriosa, asaltando mis sueños, tocando mis ausencias llenas de cortinas oscuras. Mi amada madre yéndose de mí, tan de prisa, tan fugaz que aún retengo su figura sagrada entre la frente y el pecho.
—Es como si no me escucharas, Simón. ¿Cuánto amas?— repite Fanny bajando más la voz y acercando mucho su rostro al mío.
Vuelves Teresa, a llenarme de alegría con cada recuerdo. Nada más salgo de Venezuela, piso la España nerviosa por las tensiones francesas y es lo mejor que me ocurre. Tu rostro de niña lívida viene conmigo en aquel barco, en donde derribo la espada del principito castellano con una estocada magistral. Allí vienes observando mi futuro como una extraña gitana serena. Miro las aguas del océano y como una sirena me sigues silenciosa entre las olas. Los vaivenes del barco son el anuncio del vals que luego bailaremos en nupcias. ¡Teresa! La que fue capaz de amar a este muchacho caraqueño en orfandad y soledades, la de los guantes blancos, la mantilla de colores preciosos, el finísimo perfil para el mármol toscano y las manos de Miguel Ángel, el jardín de jazmines tiernos aromando su cuello, aquella boca de sonrisa agraciada para óleo y lienzo y el breve cuerpo de una diosa quebradiza.
—¡Amo!— digo y repito—. Amo— y la voz se queda con la luz de una vela vencida. Esta palabra indudable se hace sonora.
—Siento que amas, Simón. La pregunta parece necia pero es una pregunta importante. ¿Tú crees que en este París revolucionado la gente se ame?
—Aún con la revolución que ha provocado en el pueblo aires de libertad, hace falta mucho más tiempo para asimilar el amor; persisten sentimientos superficiales, imposturas, banalidad. El interés económico se impone por sobre los sentimientos. Las dotes gobiernan los matrimonios y amarran las virtudes, mientras el libertinaje discurre en secreto a través de los lupanares. Amar puede ser un atrevimiento como la revolución misma y ahora que lo dices creo comprenderlo. La revolución se siente aquí porque es una fuerza invisible; es como un impuso muy fuerte que muchos han procurado o deseaban y que temían los reyes como minorías. Veo que esta revolución es como un inmenso acto de justicia que bien podría propagarse por el mundo.
Además, creo que este París aún sublevado, aún exaltado es como una esperanza y también creo que todas las esperanzas que nacen producen amor o la necesidad de amar. Este amor nuestro, este ensueño que ahora nos persigue también está signado queramos o no y secretamente plantea un desafío a los prejuicios sociales, a las conveniencias y dotes.
—Me atrevo a amarte Simón, por sobre cualquier dote, por sobre todos los prejuicios. Sé que no sucederá pero a veces he soñado acompañándote en tu regreso a América para conocer las selvas, esos grandes ríos caudalosos y ver de cerca a esos seres que llaman indios. A veces me he mirado caminando por esa ciudad de Caracas en la cual viviste tu niñez, con sus calles angostas y sus rudimentarios carruajes. A veces el amor me pasea por sueños imposibles.
—La mayoría de los indios son dóciles y buenos, aunque resistieron como fieras por sus tierras. Es injusto que los llamen salvajes. Los negros tienden a ser más levantiscos y rebeldes, sin embargo, ambas razas guardan muchas virtudes y rebeliones: son pueblos alegres, pacientes y laboriosos, a pesar de la esclavitud. Mi nana es una mujer alegre y bondadosa. Es una lástima que la sociedad nos separe en base al sometimiento. Es una suerte haber nacido en cuna de oro, sin embargo, hay mucho dolor escondido en este sortilegio. Y Caracas: ¡Ah, ese valle que me hace soñar! Tiene un cerro guardián que durante el día toma varias tonalidades con la luz del sol. Algún día, los pintores le dedicarán a ese gran monte sus mejores tonalidades. Es lógico que te sueñes en Caracas con el solo hecho de mis evocaciones porque su encanto es difícil de narrar e imposible de olvidar. Europa jamás tendrá el caribe clima de Caracas. No sé si regrese algún día a mis tierras pero siempre tengo añoranzas de ese delicioso olor a desorden que tienen sus calles y sus gentes. Tal vez me quede administrándolas desde aquí.
—Tu maestro opina lo contrario.
—¡Ah, Don Simón! ¿Qué de maravillas te ha dicho ese sabio inigualable? Como es de adorable ese hombre. Con él, la terquedad es la mejor de las virtudes. Admiro su abrumadora sabiduría. ¡Cómo sabe Don Simón! Con qué tesón busca el aprendizaje y el conocimiento.
—Me ha dicho ideas un tanto extrañas, tal vez locas, pero muy sabias. Dice que regresarás a Caracas y que serás el Libertador de América.
—Ja, ja, ja, ja, ja… Sin duda te ha dicho una locura querida Fanny. Es tan visionario como volado ese hombre maravilloso que a veces temo que esas palabras se conviertan en realidad. Me obliga a leer todo cuanto pasa por sus ojos. No se conforma con haberme guiado en mi solitaria infancia; ahora me sigue por todo París para preguntarme acerca de los libros que me regala. ¿Te conté alguna vez que me enseñó a montar a caballo, a nadar, a buscar la miel del panal sin ser picado por las abejas, a interpretar los árboles y las nubes, a leer el lenguaje de los ríos como a la enciclopedia actual? Me sacó del último grave quebranto que sufrí aquí en París, con solo la fuerza de sus duros criterios. Me regañó como si yo fuese un Lázaro y él un Nazareno meridional; y ahora me invita a estudiar con una vehemencia tal, que a veces me sorprendo leyendo toda una noche, sólo para esperar la discusión. Poco a poco me está sacando de las fiestas nocturnas y de la bohemia parisina. Me inició en la teoría del arte de la espada…
—¿Por esto le tumbaste la espada al principito español en aquel barco?
—Tal vez. ¿Sabías que fue una genuina competencia entre jóvenes caballeros aquella sucesión de filigranas? El duelo amistoso llegó solo, nadie lo provocó. Miré en sus ojos la altivez y prepotencia que llevan por adelantado los herederos monárquicos y me aproveché de esto porque no sentí temor, por el contrario, me desenvolví como si él fuese un rival más. Te confieso en este secreto nuestro que me sentí como uno de esos indios que luchó allá en América por sus cielos y sus tierras. Le di la importancia que merecía. Aunque debo reconocer que el principito se la jugó cuando notó que mis habilidades iban mucho más allá de lo que esperaba. Incluso, mis ataques lo desesperaron y fue cuando mi estocada le tumbó la espada. Su desenvolvimiento fue magistral pero mi sagacidad fue decisiva. Pudiera decirse que las teorías de esgrima de mi maestro han sido efectivas, tanto, como la influencia de sus ideas. El maestro todo lo teoriza con maestría; por eso es un gran educador, aunque también sabe manejar la espada.
—Se te nota ahora un poco más interesado por los sucesos políticos y pienso que se lo debes al maestro Rodríguez. Creo que en el fondo de tu alma te apasiona entregarte al estudio y se percibe que te hace falta darte más a las lecturas y discusiones con ese buen maestro. Recién cuando te conocí, sorprendía tu mirada puesta en tus vacíos, en tus ausencias; últimamente he visto cómo tus ojos son la vista de las ideas que bullen en tu cabeza y en tu alma y que, sospecho, el sabio Rodríguez está dejando en ti. Para mí, como piensas tú, es un placer hablar con Don Simón. Sabe de todo. Aunque a veces me parece algo obstinado y un tanto triste. Además, tengo la sensación de que me escucha sólo una parte de lo que digo. Nunca me muestra un desacuerdo.
—Para nada es triste Don Simón y lo he visto muy atento a tus palabras. Te respeta y aprecia mucho.
—No dudo que me respete y me aprecie, pero creo que guarda los desacuerdos para sus amigos.
La consagración de Napoleón. Jacques-Louis David
—Es más bien serio, disciplinado y perseverante. Guarda discretas alegrías para sus descubrimientos filosóficos. Ahora mismo me ha invitado a la toma de posesión de Bonaparte. ¿Qué hemos de encontrar en este importante acontecimiento? Me pregunto. Es como si tuviese un plan al planificar la mirada a ese hecho en el futuro. Pienso que debe ser una experiencia de bastante enseñanza política. A veces siento que el maestro mira todas las cosas con ojos de porvenir.
—Eso pasa con todo maestro, siempre frente al discípulo, constantemente preparado para enseñar. La enseñanza se proyecta hacia el futuro con mucha fuerza. Las veces que expresas tu ideas, el maestro las escucha con mucha atención, como midiendo cada una de tus palabras; te observa maravillado.
—Seguramente, y luego, muy aparte, me hace observaciones severas. Es muy duro conmigo. Discute, nunca por gusto, sino por conversar a fondo, como para ir a la raíz. Me critica duramente frente a sus desacuerdos y muy sutilmente me deja entrever sus acuerdos, para que yo los pesque con las redes de la dificultad. Un paseo con Don Simón es un placer de ideas, pensamientos y conocimientos que van y vienen como silogismos anunciadoras de buenas nuevas. Pensándolo bien, es un Sócrates este Don Simón.
—Yo lo veo más como un erudito de esta época, como un hombre de la nueva ciencia, de los conocimientos que requiere esta revolución. Qué bueno si se quedara en Francia y así contribuyera con los cambios que deben pasar, como el general Miranda que brinda su estatura militar con sabiduría por Marsella y París.
—Don Simón es de otro talante. Compararlo puede ser desafortunado. Mi maestro es un fabuloso andariego. Con qué maravilla vería ese hombre estupendo, si en América se presentaran cambios parecidos a los que ahora se viven Francia y Estados Unidos. Seguro estoy que detendría su peregrinar y allí fundaría la escuela de sus sueños, en el Sur. En cambio, admiro del general Miranda su altura militar bien ganada en Europa porque es un hombre de campañas e ideas exitosas. Un hombre que da la vida por la libertad.
—¿Darías la vida por la libertad, Simón?
MANUEL CABRE
Se abren extensos valles de tonal verde y miles de vacas y caballos pastan o corren jalados por el grito indomable de los llaneros. En cualquier talanquera del inmenso cercado ganadero arden faldas de carne tierna a sangre fresca y el rasgar de cuerdas surge con una música danzarina y recia a la vez que parejas de hombres y mujeres doman con el ritmo y el alpargateo en polvorientas alegrías. Aguas transparentes e indetenibles mojan mis ojos de nostalgia. Un río como el mar me hincha los anhelos. En él navegan, el barco inmenso para la raigambre europea y sus negocios elegantes, hasta chalanas y canoas que manejan indios con maestría. Caracas me visita con su valle poblado y su custodia vegetal. Mujeres con mantos y rosarios en las manos entran a la Catedral ejecutando parsimonias de dominio, dejando en el portal a un enjambre de esclavas de secreto bochinche. Aprovecho y me escurro hacia el Camino de los Españoles para comer pumarosas y capturar la habilidad de ardillas y pájaros traviesos entre los árboles. Todo pasa como ráfagas incandescentes: las nieves de los páramos compitiendo con la neblina espesa y los hombres venciendo el soroche con templados tarros de miche; los cuentos de cómo los guaiqueríes implantan en su isla una huella de gallardía y bondad; mi pisada en aquellas playas cristalinas, donde ostras, jaibas y peces de colores se disputan cosquillar los pies y las arenas brillantes con vaivenes acompasados; la oscuridad amazónica y el Sur herido por el hambre de oro me lanza rostros de miles de indios ocultos que sueñan, trabajan y esperan detrás de la selva. Me quedo por instantes en el corazón central de esa tierra nueva para nosotros, pero antigua y aún palpitante para indios jiraharas, gayones, tononós, en el sur oeste cuicas y timotos que persisten en la eterna mirada de la gente. Atrapo la estampa de negros, indios, blancos y los sumerjo con mi madre perenne que acaricia mis soledades, abrazo a la Teresa inolvidable en el galeote de mi esfuerzo por responder a profundidad, por contestar con el alma, por dejar clara mi palabra.
—Me lo dices con alma, Simón— Y esta Fanny amorosa, ya con la respuesta en sus ideas, retorna presurosa a mi cuerpo.

Del libro inédito "El Hacedor de Líneas"

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