A
Enrique Gutiérrez Padilla
FIDEL CASTRO Y EL CHE GUEVARA |
Era
reunirnos para revivir a una patria desde la aridez de volcanes ocultos en
corazones tan resistentes al olvido, como el voluntarioso mar donde la tierra
se parte en siete gemas africanas. Era reunirnos para honrar las anteriores
sesiones donde se consagraron tantos intentos por crear patrias nacidas con
frentes altas en marcha, por calles incendiadas de canto batiente y esperanzas,
tras galaxias de miles de universos nunca antes observados con detalle de
historia o para recordar patrias abortadas con balas atravesadas en cuerpos
heroicos que nunca cerraban los ojos ni la sonrisa, ni frente al acoso de la
más horrible muerte.
Era
hacer reunión para mirarnos los gestos y escucharnos los largos (y a veces
tediosos) discursos llenos de barbas del viejo Marx, habanos de Fidel Castro,
filosóficos dedos índice del Che Guevara elevados al aire de cualquier criterio
bien puesto, anteojos de Gramci, punzante mirada de Lenin, guerrera sonrisa del
Tio Ho, impaciente oído de Mao y para detallarse señas, mensajes velados, complicidades,
acuerdos, puntos de vista, sensibilidades ocultas de rostros ansiosos por
mostrar la herencia berebere, anhelantes de ser escuchados con paciente
humanidad, debido a la postergada reivindicación, a lo escondido de sus
referentes esenciales.
Un
viejo apartamento de Candilito a Castán regado de pomos de tinta, bateas
litográficas, afiches buscados por los cuerpos de seguridad debido a sus
mensajes airados en colores enrojecidos, cobijaban querellas incendiadas y
asomadas por estos extraños patriotas contra un imperio vetusto, podrido en
anillos de sangre y garrote vil. Ninguna palabra de las pronunciadas por muy
delicada y bien protegida por la sindéresis que estuviese, dejaba de llevar el
odio hacia la metrópolis dominadora. Ninguna manifestación habida en las noches
de reunión (la forma de colocar los labios en la taza de café, la acentuación
precisa de alguna palabra con la cual se pretendía adornar el significado
político, la postura de brazos y piernas sobre la silla, los movimientos de
soltura o rigidez del cuerpo, los cruces de miradas, la tonalidad con la cual se secaban el sudor de la frente, la
manera de lanzar bocanadas del humo de cigarrillo al aire de la discusión)
dejaba de llevar esa tónica secreta en contra del imperio colonial. Ni el
permanente olor a imprenta estropeaba la marcha discursiva, descrita en
pasiones diversas, en las cuales se iba de las cadenas ignominiosas a la
libertad como quien pasa por el Mercado de Coche y veía a algunos de estos
militantes vendiendo huevos o harinas al por mayor.
STALIN, LENIN Y TROSTKY |
Siempre la reunión adquiría la atmósfera ceremoniosa de la
llegada de un respetado fraile, cuando su voz iniciaba algún análisis. Era el
amoroso tono de un niño en el espíritu de un viejo. Al llegar, como en un
ritual, retiraba de su cabeza el birrete ruso y lo colocaba en un sitio que
luego nadie osaba siquiera mirar, se desprendía de su chaqueta aún pegajosa por
la fría corriente de El Junquito, frotaba sus manos con parsimonia, posaba la
mirada sobre quienes le saludaban con inmenso cariño y tomaba asiento luego de
buscar el lugar que siempre parecía esperarlo, así jamás hubiese estado allí.
Pasaba con levedad los dedos para remover los pocos cabellos encanecidos,
negados a morir en el archipiélago de pecas sobre la inmensa frente y sonreía
con ternura, con la satisfacción de ver cumplido el antiguo sueño de estar
reunido con un grupo de compañeros a los que había convocado para la causa
común de sentirse cumpliendo el designio de llamar a la libertad de la patria.
Repartía al llegar, cual nazareno salido de la isla El
Hierro, pan de centeno hecho en sus hornos de arcilla de Carayaca, donde
mantenía un tunal de media hectárea y un rancho de madera tan rústico como su
yip escalador de pantanos y riscos; o a veces traía gofio humedecido con queso
y lo desboronaba en cada mano. Guardaba silencio atento a las inquietudes más
dispares, mientras la reunión descansaba del agotamiento de algún polémico
punto de la agenda, encendía un cigarrillo, buscaba la claridad de una ventana
para traer del día o de la noche, la memoria guardada en el baúl de la
paciencia. Sabíamos que así sucedía porque regresaba al diálogo con el aroma de
la tierra lejana en la voz.
LEYENDA DE GARA Y JONAY |
Aunque el gran silbido de los guanches nació en La Gomera, en
su árida isla también se silbaba y muy fuerte. Los viejos consideraban uno más
a aquel niño silencioso, observador, meditabundo que iba a La Sabinosa a
pensar, que buscaba las playas para posar miradas sobre las alas de los
alcatraces, que inclinaba el oído sobre la tierra para buscar las señales del
viento y así descubrir las cuevas adonde los menseies formaban sus ritos.
Silbaba para buscar las respuestas de sus hermanos invisibles detrás del
austero boscaje que lo rodeaba.
Erase niño con la osadía de haber bajado a una cueva y posado
sus pequeñas plantas sobre los inmensos pies repujados en el antiquísimo barro
de aquel mensei que alguna vez estuvo allí para dejarle a la tierra su secreto
grito de existencia. Erase niño con la herencia del gigante guanche, con la
íntima iniciación de sentir el indómito espíritu pasar por su infante delgadez
y revivirlo en su futuro, con el desafío adentrado en los secretos de su pueblo
sencillo y laborioso. Escuchó a los viejos en sus cuentos, a los montes en sus
ecos, al mar en su reverberar y al escucharse a sí mismo decidió partir.
EL SALTO DEL GUANCHE EN CHINET O ISLA EL HIERRO |
Investigamos lo suficiente como para asegurar que Antonio
Cubillo había sido apuñalado en Túnez. Como toda noticia en estos tiempos fue
del rumor a la certeza con velocidad cuántica. Una trapería más del servicio secreto
metropolitano nos hervía la sangre y dejaba al patriota en silla de ruedas para
siempre. Discutimos con fervor la posibilidad de no ser ya el movimiento cívico
que promovía la libertad vendiendo los platos tradicionales en domingos de
pequeñas ferias y aprobar por mayoría abrazarnos a la militancia del emepaiac.
Esto suponía enarbolar con vehemencia la radicalidad de
nuestros planteamientos independentistas, la lucha armada como método y la
clandestinidad. Antes del pacto de absoluta discreción y el ejercicio de
compartimentación, cada quien escogió un pseudónimo militante. Él, luego de
fumar un cigarrillo de curiosas y largas bocanadas y mirar los mil ojos
luminosos de un trozo del oeste de Caracas desde una pequeña ventana, decidió
llamarse como el mensei que sesenta años atrás había calzado sus huellas con
los pies de niño: decidió llamarse Ferinto.
MARIEM HASSAN, LA GRAN DAMA DEL ‘HAUL’ SAHARAUI
|
Desde la casa de los saharauis, un trozo de sus siete casas
volcánicas se miraba con la breve añoranza de quien visita amistades y piensa
regresar con prontitud. Son entrecruzadas siluetas entre cielo y mar, a las
cuales se les pudiera tomar con solo extender el brazo para morder el agridulce
de frutos resecos. Aprendió un árabe lenguado y dinámico con el cual conoció la
bondad de un pueblo, el amor del desierto, la resistencia armada y las trampas
de la metrópoli. Compartió el mismo zurrón, el mismo gofio, el mismo sol, la
misma luna y al mismo enemigo. Con la palabra saharaui comprendió lo que
significa tener la patria amenazada y la bandera escondida en el alma, con la
tierra aferrada a las añoranzas; o tenerla prestada, arrebatada o invadida y
estar dispuesto a recordarla, memorizarla, soñarla y lucharla hasta la muerte.
Apenas dejaba la poca niñez con la cual había nacido y ya había sembrado en aquel
maravilloso desierto las primeras flores de su libertad política. Recibió
clases de negarse a morir como pueblo en lecciones beduinas, en el frío, en el
calor, en el día y en la noche. Se hizo maestro moldeador de raras arenas
molidas y halló el fuego en el duro trabajo con la brisa y en los secretos de
las manos. Un nuevo silbido, el de la arena besada por el viento, se incorporó
a sus otros silbidos y a sus añoranzas para darles vigilia eterna. Mirando el
cielo acongojador de sus soledades adolescentes se parió en sus raíces
ancestrales. Viajeras nubes del día y estrellas salpicadas sobre la noche le
dijeron millones de veces la palabra clave, la categoría esencial, el santo y
seña de sus guanches hermanos, longitud y latitud de su isla de Hierro primigenia
y sus otras islas: África.
DORAMAS:
EL BRAVO CAUDILLO CANARIO (GRAN CANARIA)
|
Se parece a cualquier tierra de este país Caribe su pequeño
pedazo de Carayaca. Es fría por las noches y templada por el día, con largos y
circunstanciales momentos donde el sol se erige fuerte sobre las matas de
tunas, para vencer las bocanadas de neblina sobre la vista de quienes admiran
sus verdes cuerpos de guerreras blindadas, con brazos planos que se defienden
de cualquier boca ansiosa por tomar las melacitas deliciosas en forma de
granadas ocultas entre espinas dormidas. —“Para un patriota, Canarias es
fruto difícil como la tuna, por eso la sembré. Está rodeada de espinas. Hay que
saberla tomar para comerla y no pincharse”— dijo en el rancho a los compas
del emepaiac, grupo ya constituido como capítulo local, mientras echaba
vituallas en el potaje de una abollada olla hirviente. Les agradaba ese clima
de guerrilla rural, con el cual adornaban a veces los sábados o los domingos. “En
el apartamento somos una extensión de Los Tupamaros de Sendic y en este vergel
agreste lo somos del Frente Américo Silva”— dijo alguna vez un compañero,
para desatar una discusión agria e interminable, donde las tendencias mundiales
de la izquierda salieron a relucir como espadas blandidas a muerte. Ferinto no
ocultó su sovietismo confeso, al preconizar la unidad de la izquierda mundial
alrededor de los congresos del PCUS. Entrada la noche, al morir la discusión
central, anécdotas sobre la vida en Canarias armonizaron una cena con lo que
llaman en Caracas: balas frías, mientras grillos sinfónicos acompañaban
la búsqueda del lugar para colocar las colchas.
Hubo ruidos inusuales (imposibles) de gentes afuera del
rancho, pasos recurrentes entre el tunal, especie de susurros humanos
arrastrados con la brisa. Se miraron con estupor, con parálisis corporal
momentánea. En el espacio del silencio que los atrapó, se comprendieron no
haber tomado ninguna medida de seguridad. Ni siquiera previnieron un compa de
posta, ni un escueto mecanismo de escape, ni un treintiocho. Ferinto
rompió el hielo al distribuir entre los compañeros cuchillos, picas y los
cortafríos y gubias que utilizaba en las esculturas y así abrir la puerta con
sigilo, asomando la fría nariz de su íngrima escopeta. Recorrieron el terreno y
las tunas una por una y sólo la brisa fría de la noche los acompañaba. Todos
afuera escucharon un murmullo de latas en el rancho. Lo rodearon y tantearon el
oído a las tablas durante un tiempo difícil de precisar y nada escucharon. Al
entrar de nuevo hicieron el silencio propio de la búsqueda de algún animal: un rabipelado
tal vez. Armaron una reunión de emergencia para el balance, donde se habló
hasta del tema extrasensorial desde el materialismo dialéctico, pues sólo
dieron vueltas inútiles de racionalidad alrededor de lo inexplicable. Rieron
entre autocríticas tiernas cuando Ferinto desdeñó por completo la posible
compañía espiritual de los hermanos guanches. “¿Y esa manifestación en el
rancho cuando salimos?”— preguntó un compa aferrado a la credulidad. “Tal
vez Secundino Delgado estaba con nosotros en la reunión” dijo con sorna
Ferinto invitando a dormir.
ICO,
LA PRINCESA BLANCA DE LANZAROTE
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Echarse al mar más allá del mar es como zarpar en mil barcos
con cada ola que pasa por nuestros ojos y es como ir al encuentro de mil
patrias inesperadas, habitantes de nuestros anhelos incomprensibles. Recorrió
el barco metropolitano con la seguridad cuidadosa del polizón. El interminable
océano le dejaba caudales de incertidumbre en el corazón. Una pareja sueca le
brindó confianza con tanta liberalidad, que la mujer le albergó en su lecho con
anuencia sonriente del marido. Cuando llegaron a un puerto de la metrópolis se
rompió el hechizo y siempre se preguntaría adónde se iría el sentimiento, el
porqué de aquella pasión pasajera, la falta de celos del marido. Llegó a la
capital tomando varios convoyes de la República en guerra. La ciudad se había
iniciando en la resistencia, en el hambre y en el estado de sitio. Reconoció a
una nariz salida de una boina negra que caminaba junto a varios hombres
angustiados y los siguió hasta un café donde se leyeron los textos de un poeta
llamado Neruda. Vio a La Pasionaria agitar la bandera de los descamisados en
una plaza pública. Aprendió las mañas del precario fusil soviético, cuando tomó
partido por el quinto regimiento ya que se consideraba un voluntario. Comprendió
el verdadero significado de la palabra fascismo. Los resabios instintivos de
sus veinte años le permitieron percibir la derrota, por esto pasó a Francia
cuando se derrumbaba el sueño republicano y la asesina falange iniciaba el
ahogo definitivo. Le quedaría la duda de qué hubiera pasado con el destino de
su patria si la República hubiese triunfado, pues en tres años nunca hubo
pronunciamiento al respecto. No en balde de África salió el tirano con su
jauría de chacales para acabar con la revolución. Luego de mil guerrillas
caminadas, recordaba la defensa del internacionalismo que hizo siendo un
muchacho, en el mismo territorio de donde, por siglos, ha salido el
colonialismo para la patria.
PERIODICO FUNDADO POR SECUNDINO DELGADO |
Había que editar El Guanche como lo hizo Secundino.
Cada quien escribió con libertad y soltura lo que pensaba de la independencia y
la situación de la patria y luego hubo una larga discusión acerca de la
pertinencia de los artículos. Se entendía poco de pluralidad y muy poco de
diversidad. Un fuerte tufo a stalinismo recorrió por momentos las intenciones,
pero luego se pensó y reflexionó más en el futuro y fueron flexibles, menos en
el control, más en el libre pensamiento, menos en la censura, más en la
discusión permanente, menos en el aparato, más en los militantes. Hubo quienes
criticaron el producto: «¿Para qué ponerle tantos dibujitos? Se sacrifican
las ideas escritas. Con unas pocas fotos basta». Las compañeras atizaban la
discusión estética y salió a relucir Trosky y sus opiniones acerca del asunto.
De no ser porque ellas señalaron los aportes del Che criticando al realismo
socialista y porque Ferinto sacó a relucir su historia en las artes
plásticas, El Guanche hubiera sido un ladrillo editorial. Lo hicimos en la
imprenta y los repartimos en las marchas estudiantiles que daban la pelea
callejera.
SECUNDINO DELGADO |
«¿Canarias? ¿Y en qué estado de Venezuela queda eso? Ah
sí, Bolívar nombró a los Canarios en un decreto famoso”», decían algunos
estudiantes. Venían los intentos de explicación por parte del equipo: «Son
siete islas colonizadas. Están en África no en Europa. No lograron la
independencia por las miles de trampas y represiones de la metrópoli. Sus
nativos se llaman Guanches y eran como son los kariñas o los wayuús o los
yekuanas de ustedes o los mapuches de Chile o los zotziles de México o los
Aymaras de Bolivia porque resistieron a la invasión europea. En Canarias
solemos comer gofio con queso: es como nuestro plato típico. El rostro de los
guanches aún vive en el rostro de los canarios de hoy». Y luego muchas
réplicas encontradas: «¿El gofio es una harina marrón que viene en paquetes
de a kilo? Ahhhh, sí mis padres son de allá, de Fuerteventura. ¿Con esos
nombres tan bonitos que tienen esas islas, por qué todavía se la calan?» La
respuesta militante vino con cara endurecida por una sonrisa vital: «Compra
El Guanche y allí encontrarás las razones».
Mirar el Kremlin con ojos asombrados por su militancia
comunista, visitar la tumba de Lenin con un gorro moscovita hasta el cuello,
pisarse los zapatos llenos de nervios resbaladizos mientras marchaba junto a
millones de personas que celebraban el triunfo de la Gran Guerra Patria le
causaba un secreto orgullo. Ver a un Stalin de rostro incisivo, saludando desde
un balcón apertrechado, con sus manos enguantadas y su séquito de hombres
cetrinos, le proporcionaba la seguridad de estar ante un hecho grandioso. Entre
las multitudes se tejía el mito cotidiano: «El camarada Stalin se pinta las
uñas con brillo pues no teme aburguesarse; come el pavo con las manos; lee las
noticias mundiales con avidez y rápida comprensión; visita el frente de guerra
innumerables veces; baila bien; conoce de propia mano cada rincón de la patria
soviética pues aparece de repente en el trabajo de los campesinos y los ayuda».
Pero fue entre los obreros y campesinos que reconstruían la patria arrasada,
con quienes forjó su ortodoxia más acerada, su militancia imbatible. El trabajo
voluntario quedó estampado en las calles que se dignificaban a diario a favor
de la vida, codo a codo con la gente soviética. Por esta vivencia, en El
Junquito le llaman El Ruso.
MENSEI GUANCHE |
«Este loco tercermundista está reconociendo los
movimientos de liberación del África. Acaba de reunirse con Tito y estrecharle
la mano a Boumediem. Permitió a los saharauis el establecimiento de una oficina
de amistad y está llenando a Caracas de embajadas africanas descolonizadas. Se
hizo pana de Torrijos y Roldós. ¿Qué esperamos para proponer a este loco, el
reconocimiento de Canarias como tierra colonizada y en lucha?»— Aspirábamos
mucho. Aquí Bolívar estaba montado en un caballo bien paralizado, sujeto por
una rigidez histórica espantosa, detenido en su tumba por la oligarquía,
adormecido en las escuelas. La metrópoli pesa más en su influencia diplomática
y en sus intereses económicos que los devaneos de un Presidente con delirios de
líder del tercer mundo. Imposible que este loco en la presidencia de un país
que se dice democrático venga a decir como nosotros: «¡Viva Canarias Libre!».
Por muchas vueltas que le dimos al asunto, no logramos encontrar nexo alguno
entre nuestras aspiraciones de lucha, libertad e independencia y las acciones
de un gobierno lleno de petróleo cotizado. Percibimos la realidad de nuestras
siete islas esenciales como una quimera, a la que debíamos dedicarle todos los
minutos de nuestra vida.
LICEO FERMIN TORO CARACAS |
Un profesor de artes se había empleado en el liceo Fermín
Toro. «Soy Canario »— decía con sencillez en cada rincón, siempre que la
pedagogía le brindaba la oportunidad. Explicaba la diferencia a unos
estudiantes que le querían entrañablemente con sólo escucharle la voz bajita.
Algunos le replicaban la inutilidad de rebelarse contra los poderes, la
utilidad de ser parte de una metrópolis cada vez más confortable porque eran
tiempos modernos. Sus sueños se imponían, su conciencia describía a un pueblo
trabajador en cada trazo dibujado en la pizarra, en cada moldeado que sus manos
posaban sobre la arcilla, en cada instante donde su pensamiento iba a Hierro y
de nuevo el mar, de nuevo las cuevas de los menseies, de nuevo el gran silbido y
todas las luchas transcurridas. Nadie sabía que este profesor canario había
estado de Cuba, donde recibió a los guerrilleros barbudos en La Habana. Nadie
sabía que meses después serviría de anfitrión, en su tierra de tunales, a un
grupo de militantes revolucionarios venezolanos y a sus intenciones de abrirse
paso con una guerrilla indómita. Guerrilla contra Betancourt, contra los
marines, contra Kennedy, Nixon, la CIA y todo el Departamento de Estado junto.
Nadie supo cuándo se fue a la montaña El Bachiller. Allí vio a los muchachos
llegar de la UCV con sus ideas limpias y sus ganas inmensas de hacerse
guerrilleros para traer la justicia popular a fuerza de latas de sardinas. Les
mostró la posibilidad de comer huevos de aves de la montaña, de sembrar para
obtener de la tierra la comida guerrillera y ganarse el derecho de tener al
campesinado como aliado. Muchos aprendieron experiencias extraordinarias y se
hicieron héroes, otros quedaron allí sembrados, en una montaña endurecida por
bombardeos y agresiones mortales hacia los campesinos. De allí bajó a una
misión para ser capturado, torturado y preso. En la cárcel le dieron vidrio
para afectar su tendencia longeva y desencadenarle una afección estomacal
latente. Al salir miró el cielo y sintió el hondo apego al África natal. «Awañak
Guanche»— se dijo varias veces en cortos suspiros. Volteó a ver el cuartel
San Carlos, el cerro El Ávila, el caserío de la parroquia San José, el Hospital
Vargas y metió los años de reclusión en un bolsillo.
EL JUNQUITO |
Mesa con rastros de arcilla endurecida donde reposa una
ponchera de agua, el molde en yeso de algún rostro, una gubia, varios bocetos
de caras a carboncillo, la fotografía aérea de una isla, cuatro pinceles de
diferentes dimensiones, la paleta con manchones de colores, una revista rusa
con la portada del rostro de Stalin, el libro Canto General de Neruda y las
manos de El Ruso colocadas en luchas eternas, puestas en la enseñanza de la
pintura a jóvenes del pueblo El Junquito donde les mostró las maravillas del
caballete, la infinitud de un lienzo preparado para la mirada y la visión
guerrillera de los colores, insurgente de tonalidades.
Ya
sembrado, aún baja con la fuerte neblina de las noches a quedarse en el frío,
en los paseos con Tomás Borge cuando era un perseguido del somozismo, en las
conversaciones acerca del futuro de la izquierda, en el silencio del pueblo
cuando ya están cerrados los comercios de cochino frito y alguien cree verlo
pasar con su andar de niño infinito buscando el arte debajo de las piedras. «¡Ferinto!»—
susurra la neblina en la calle nocturna de El Junquito y también en las noches
de las siete islas africanas, vistas desde las infinitas estrellas canarias.
Del libro inédito El Hacedor de Líneas
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