jueves, 13 de abril de 2017

FERINTO


A Enrique Gutiérrez Padilla

FIDEL CASTRO Y EL CHE GUEVARA
Era reunirnos para revivir a una patria desde la aridez de volcanes ocultos en corazones tan resistentes al olvido, como el voluntarioso mar donde la tierra se parte en siete gemas africanas. Era reunirnos para honrar las anteriores sesiones donde se consagraron tantos intentos por crear patrias nacidas con frentes altas en marcha, por calles incendiadas de canto batiente y esperanzas, tras galaxias de miles de universos nunca antes observados con detalle de historia o para recordar patrias abortadas con balas atravesadas en cuerpos heroicos que nunca cerraban los ojos ni la sonrisa, ni frente al acoso de la más horrible muerte.

Era hacer reunión para mirarnos los gestos y escucharnos los largos (y a veces tediosos) discursos llenos de barbas del viejo Marx, habanos de Fidel Castro, filosóficos dedos índice del Che Guevara elevados al aire de cualquier criterio bien puesto, anteojos de Gramci, punzante mirada de Lenin, guerrera sonrisa del Tio Ho, impaciente oído de Mao y para detallarse señas, mensajes velados, complicidades, acuerdos, puntos de vista, sensibilidades ocultas de rostros ansiosos por mostrar la herencia berebere, anhelantes de ser escuchados con paciente humanidad, debido a la postergada reivindicación, a lo escondido de sus referentes esenciales.

Un viejo apartamento de Candilito a Castán regado de pomos de tinta, bateas litográficas, afiches buscados por los cuerpos de seguridad debido a sus mensajes airados en colores enrojecidos, cobijaban querellas incendiadas y asomadas por estos extraños patriotas contra un imperio vetusto, podrido en anillos de sangre y garrote vil. Ninguna palabra de las pronunciadas por muy delicada y bien protegida por la sindéresis que estuviese, dejaba de llevar el odio hacia la metrópolis dominadora. Ninguna manifestación habida en las noches de reunión (la forma de colocar los labios en la taza de café, la acentuación precisa de alguna palabra con la cual se pretendía adornar el significado político, la postura de brazos y piernas sobre la silla, los movimientos de soltura o rigidez del cuerpo, los cruces de miradas, la tonalidad con la cual se secaban el sudor de la frente, la manera de lanzar bocanadas del humo de cigarrillo al aire de la discusión) dejaba de llevar esa tónica secreta en contra del imperio colonial. Ni el permanente olor a imprenta estropeaba la marcha discursiva, descrita en pasiones diversas, en las cuales se iba de las cadenas ignominiosas a la libertad como quien pasa por el Mercado de Coche y veía a algunos de estos militantes vendiendo huevos o harinas al por mayor.

STALIN, LENIN Y TROSTKY
Siempre la reunión adquiría la atmósfera ceremoniosa de la llegada de un respetado fraile, cuando su voz iniciaba algún análisis. Era el amoroso tono de un niño en el espíritu de un viejo. Al llegar, como en un ritual, retiraba de su cabeza el birrete ruso y lo colocaba en un sitio que luego nadie osaba siquiera mirar, se desprendía de su chaqueta aún pegajosa por la fría corriente de El Junquito, frotaba sus manos con parsimonia, posaba la mirada sobre quienes le saludaban con inmenso cariño y tomaba asiento luego de buscar el lugar que siempre parecía esperarlo, así jamás hubiese estado allí. Pasaba con levedad los dedos para remover los pocos cabellos encanecidos, negados a morir en el archipiélago de pecas sobre la inmensa frente y sonreía con ternura, con la satisfacción de ver cumplido el antiguo sueño de estar reunido con un grupo de compañeros a los que había convocado para la causa común de sentirse cumpliendo el designio de llamar a la libertad de la patria.

Repartía al llegar, cual nazareno salido de la isla El Hierro, pan de centeno hecho en sus hornos de arcilla de Carayaca, donde mantenía un tunal de media hectárea y un rancho de madera tan rústico como su yip escalador de pantanos y riscos; o a veces traía gofio humedecido con queso y lo desboronaba en cada mano. Guardaba silencio atento a las inquietudes más dispares, mientras la reunión descansaba del agotamiento de algún polémico punto de la agenda, encendía un cigarrillo, buscaba la claridad de una ventana para traer del día o de la noche, la memoria guardada en el baúl de la paciencia. Sabíamos que así sucedía porque regresaba al diálogo con el aroma de la tierra lejana en la voz.

LEYENDA DE GARA Y JONAY
Aunque el gran silbido de los guanches nació en La Gomera, en su árida isla también se silbaba y muy fuerte. Los viejos consideraban uno más a aquel niño silencioso, observador, meditabundo que iba a La Sabinosa a pensar, que buscaba las playas para posar miradas sobre las alas de los alcatraces, que inclinaba el oído sobre la tierra para buscar las señales del viento y así descubrir las cuevas adonde los menseies formaban sus ritos. Silbaba para buscar las respuestas de sus hermanos invisibles detrás del austero boscaje que lo rodeaba.

Erase niño con la osadía de haber bajado a una cueva y posado sus pequeñas plantas sobre los inmensos pies repujados en el antiquísimo barro de aquel mensei que alguna vez estuvo allí para dejarle a la tierra su secreto grito de existencia. Erase niño con la herencia del gigante guanche, con la íntima iniciación de sentir el indómito espíritu pasar por su infante delgadez y revivirlo en su futuro, con el desafío adentrado en los secretos de su pueblo sencillo y laborioso. Escuchó a los viejos en sus cuentos, a los montes en sus ecos, al mar en su reverberar y al escucharse a sí mismo decidió partir.

EL SALTO DEL GUANCHE EN CHINET O ISLA EL HIERRO
Investigamos lo suficiente como para asegurar que Antonio Cubillo había sido apuñalado en Túnez. Como toda noticia en estos tiempos fue del rumor a la certeza con velocidad cuántica. Una trapería más del servicio secreto metropolitano nos hervía la sangre y dejaba al patriota en silla de ruedas para siempre. Discutimos con fervor la posibilidad de no ser ya el movimiento cívico que promovía la libertad vendiendo los platos tradicionales en domingos de pequeñas ferias y aprobar por mayoría abrazarnos a la militancia del emepaiac.

Esto suponía enarbolar con vehemencia la radicalidad de nuestros planteamientos independentistas, la lucha armada como método y la clandestinidad. Antes del pacto de absoluta discreción y el ejercicio de compartimentación, cada quien escogió un pseudónimo militante. Él, luego de fumar un cigarrillo de curiosas y largas bocanadas y mirar los mil ojos luminosos de un trozo del oeste de Caracas desde una pequeña ventana, decidió llamarse como el mensei que sesenta años atrás había calzado sus huellas con los pies de niño: decidió llamarse Ferinto.

MARIEM HASSAN, LA GRAN DAMA DEL ‘HAUL’ SAHARAUI
Desde la casa de los saharauis, un trozo de sus siete casas volcánicas se miraba con la breve añoranza de quien visita amistades y piensa regresar con prontitud. Son entrecruzadas siluetas entre cielo y mar, a las cuales se les pudiera tomar con solo extender el brazo para morder el agridulce de frutos resecos. Aprendió un árabe lenguado y dinámico con el cual conoció la bondad de un pueblo, el amor del desierto, la resistencia armada y las trampas de la metrópoli. Compartió el mismo zurrón, el mismo gofio, el mismo sol, la misma luna y al mismo enemigo. Con la palabra saharaui comprendió lo que significa tener la patria amenazada y la bandera escondida en el alma, con la tierra aferrada a las añoranzas; o tenerla prestada, arrebatada o invadida y estar dispuesto a recordarla, memorizarla, soñarla y lucharla hasta la muerte. Apenas dejaba la poca niñez con la cual había nacido y ya había sembrado en aquel maravilloso desierto las primeras flores de su libertad política. Recibió clases de negarse a morir como pueblo en lecciones beduinas, en el frío, en el calor, en el día y en la noche. Se hizo maestro moldeador de raras arenas molidas y halló el fuego en el duro trabajo con la brisa y en los secretos de las manos. Un nuevo silbido, el de la arena besada por el viento, se incorporó a sus otros silbidos y a sus añoranzas para darles vigilia eterna. Mirando el cielo acongojador de sus soledades adolescentes se parió en sus raíces ancestrales. Viajeras nubes del día y estrellas salpicadas sobre la noche le dijeron millones de veces la palabra clave, la categoría esencial, el santo y seña de sus guanches hermanos, longitud y latitud de su isla de Hierro primigenia y sus otras islas: África.

DORAMAS: EL BRAVO CAUDILLO CANARIO (GRAN CANARIA)
Se parece a cualquier tierra de este país Caribe su pequeño pedazo de Carayaca. Es fría por las noches y templada por el día, con largos y circunstanciales momentos donde el sol se erige fuerte sobre las matas de tunas, para vencer las bocanadas de neblina sobre la vista de quienes admiran sus verdes cuerpos de guerreras blindadas, con brazos planos que se defienden de cualquier boca ansiosa por tomar las melacitas deliciosas en forma de granadas ocultas entre espinas dormidas. —“Para un patriota, Canarias es fruto difícil como la tuna, por eso la sembré. Está rodeada de espinas. Hay que saberla tomar para comerla y no pincharse”— dijo en el rancho a los compas del emepaiac, grupo ya constituido como capítulo local, mientras echaba vituallas en el potaje de una abollada olla hirviente. Les agradaba ese clima de guerrilla rural, con el cual adornaban a veces los sábados o los domingos. “En el apartamento somos una extensión de Los Tupamaros de Sendic y en este vergel agreste lo somos del Frente Américo Silva”— dijo alguna vez un compañero, para desatar una discusión agria e interminable, donde las tendencias mundiales de la izquierda salieron a relucir como espadas blandidas a muerte. Ferinto no ocultó su sovietismo confeso, al preconizar la unidad de la izquierda mundial alrededor de los congresos del PCUS. Entrada la noche, al morir la discusión central, anécdotas sobre la vida en Canarias armonizaron una cena con lo que llaman en Caracas: balas frías, mientras grillos sinfónicos acompañaban la búsqueda del lugar para colocar las colchas.

Hubo ruidos inusuales (imposibles) de gentes afuera del rancho, pasos recurrentes entre el tunal, especie de susurros humanos arrastrados con la brisa. Se miraron con estupor, con parálisis corporal momentánea. En el espacio del silencio que los atrapó, se comprendieron no haber tomado ninguna medida de seguridad. Ni siquiera previnieron un compa de posta, ni un escueto mecanismo de escape, ni un treintiocho. Ferinto rompió el hielo al distribuir entre los compañeros cuchillos, picas y los cortafríos y gubias que utilizaba en las esculturas y así abrir la puerta con sigilo, asomando la fría nariz de su íngrima escopeta. Recorrieron el terreno y las tunas una por una y sólo la brisa fría de la noche los acompañaba. Todos afuera escucharon un murmullo de latas en el rancho. Lo rodearon y tantearon el oído a las tablas durante un tiempo difícil de precisar y nada escucharon. Al entrar de nuevo hicieron el silencio propio de la búsqueda de algún animal: un rabipelado tal vez. Armaron una reunión de emergencia para el balance, donde se habló hasta del tema extrasensorial desde el materialismo dialéctico, pues sólo dieron vueltas inútiles de racionalidad alrededor de lo inexplicable. Rieron entre autocríticas tiernas cuando Ferinto desdeñó por completo la posible compañía espiritual de los hermanos guanches. “¿Y esa manifestación en el rancho cuando salimos?”— preguntó un compa aferrado a la credulidad. “Tal vez Secundino Delgado estaba con nosotros en la reunión” dijo con sorna Ferinto invitando a dormir.

ICO, LA PRINCESA BLANCA DE LANZAROTE
Echarse al mar más allá del mar es como zarpar en mil barcos con cada ola que pasa por nuestros ojos y es como ir al encuentro de mil patrias inesperadas, habitantes de nuestros anhelos incomprensibles. Recorrió el barco metropolitano con la seguridad cuidadosa del polizón. El interminable océano le dejaba caudales de incertidumbre en el corazón. Una pareja sueca le brindó confianza con tanta liberalidad, que la mujer le albergó en su lecho con anuencia sonriente del marido. Cuando llegaron a un puerto de la metrópolis se rompió el hechizo y siempre se preguntaría adónde se iría el sentimiento, el porqué de aquella pasión pasajera, la falta de celos del marido. Llegó a la capital tomando varios convoyes de la República en guerra. La ciudad se había iniciando en la resistencia, en el hambre y en el estado de sitio. Reconoció a una nariz salida de una boina negra que caminaba junto a varios hombres angustiados y los siguió hasta un café donde se leyeron los textos de un poeta llamado Neruda. Vio a La Pasionaria agitar la bandera de los descamisados en una plaza pública. Aprendió las mañas del precario fusil soviético, cuando tomó partido por el quinto regimiento ya que se consideraba un voluntario. Comprendió el verdadero significado de la palabra fascismo. Los resabios instintivos de sus veinte años le permitieron percibir la derrota, por esto pasó a Francia cuando se derrumbaba el sueño republicano y la asesina falange iniciaba el ahogo definitivo. Le quedaría la duda de qué hubiera pasado con el destino de su patria si la República hubiese triunfado, pues en tres años nunca hubo pronunciamiento al respecto. No en balde de África salió el tirano con su jauría de chacales para acabar con la revolución. Luego de mil guerrillas caminadas, recordaba la defensa del internacionalismo que hizo siendo un muchacho, en el mismo territorio de donde, por siglos, ha salido el colonialismo para la patria.

PERIODICO FUNDADO POR SECUNDINO DELGADO
Había que editar El Guanche como lo hizo Secundino. Cada quien escribió con libertad y soltura lo que pensaba de la independencia y la situación de la patria y luego hubo una larga discusión acerca de la pertinencia de los artículos. Se entendía poco de pluralidad y muy poco de diversidad. Un fuerte tufo a stalinismo recorrió por momentos las intenciones, pero luego se pensó y reflexionó más en el futuro y fueron flexibles, menos en el control, más en el libre pensamiento, menos en la censura, más en la discusión permanente, menos en el aparato, más en los militantes. Hubo quienes criticaron el producto: «¿Para qué ponerle tantos dibujitos? Se sacrifican las ideas escritas. Con unas pocas fotos basta». Las compañeras atizaban la discusión estética y salió a relucir Trosky y sus opiniones acerca del asunto. De no ser porque ellas señalaron los aportes del Che criticando al realismo socialista y porque Ferinto sacó a relucir su historia en las artes plásticas, El Guanche hubiera sido un ladrillo editorial. Lo hicimos en la imprenta y los repartimos en las marchas estudiantiles que daban la pelea callejera.

SECUNDINO DELGADO
«¿Canarias? ¿Y en qué estado de Venezuela queda eso? Ah sí, Bolívar nombró a los Canarios en un decreto famoso”», decían algunos estudiantes. Venían los intentos de explicación por parte del equipo: «Son siete islas colonizadas. Están en África no en Europa. No lograron la independencia por las miles de trampas y represiones de la metrópoli. Sus nativos se llaman Guanches y eran como son los kariñas o los wayuús o los yekuanas de ustedes o los mapuches de Chile o los zotziles de México o los Aymaras de Bolivia porque resistieron a la invasión europea. En Canarias solemos comer gofio con queso: es como nuestro plato típico. El rostro de los guanches aún vive en el rostro de los canarios de hoy». Y luego muchas réplicas encontradas: «¿El gofio es una harina marrón que viene en paquetes de a kilo? Ahhhh, sí mis padres son de allá, de Fuerteventura. ¿Con esos nombres tan bonitos que tienen esas islas, por qué todavía se la calan?» La respuesta militante vino con cara endurecida por una sonrisa vital: «Compra El Guanche y allí encontrarás las razones».

Mirar el Kremlin con ojos asombrados por su militancia comunista, visitar la tumba de Lenin con un gorro moscovita hasta el cuello, pisarse los zapatos llenos de nervios resbaladizos mientras marchaba junto a millones de personas que celebraban el triunfo de la Gran Guerra Patria le causaba un secreto orgullo. Ver a un Stalin de rostro incisivo, saludando desde un balcón apertrechado, con sus manos enguantadas y su séquito de hombres cetrinos, le proporcionaba la seguridad de estar ante un hecho grandioso. Entre las multitudes se tejía el mito cotidiano: «El camarada Stalin se pinta las uñas con brillo pues no teme aburguesarse; come el pavo con las manos; lee las noticias mundiales con avidez y rápida comprensión; visita el frente de guerra innumerables veces; baila bien; conoce de propia mano cada rincón de la patria soviética pues aparece de repente en el trabajo de los campesinos y los ayuda». Pero fue entre los obreros y campesinos que reconstruían la patria arrasada, con quienes forjó su ortodoxia más acerada, su militancia imbatible. El trabajo voluntario quedó estampado en las calles que se dignificaban a diario a favor de la vida, codo a codo con la gente soviética. Por esta vivencia, en El Junquito le llaman El Ruso.

MENSEI GUANCHE
«Este loco tercermundista está reconociendo los movimientos de liberación del África. Acaba de reunirse con Tito y estrecharle la mano a Boumediem. Permitió a los saharauis el establecimiento de una oficina de amistad y está llenando a Caracas de embajadas africanas descolonizadas. Se hizo pana de Torrijos y Roldós. ¿Qué esperamos para proponer a este loco, el reconocimiento de Canarias como tierra colonizada y en lucha?»— Aspirábamos mucho. Aquí Bolívar estaba montado en un caballo bien paralizado, sujeto por una rigidez histórica espantosa, detenido en su tumba por la oligarquía, adormecido en las escuelas. La metrópoli pesa más en su influencia diplomática y en sus intereses económicos que los devaneos de un Presidente con delirios de líder del tercer mundo. Imposible que este loco en la presidencia de un país que se dice democrático venga a decir como nosotros: «¡Viva Canarias Libre!». Por muchas vueltas que le dimos al asunto, no logramos encontrar nexo alguno entre nuestras aspiraciones de lucha, libertad e independencia y las acciones de un gobierno lleno de petróleo cotizado. Percibimos la realidad de nuestras siete islas esenciales como una quimera, a la que debíamos dedicarle todos los minutos de nuestra vida.

LICEO FERMIN TORO CARACAS
Un profesor de artes se había empleado en el liceo Fermín Toro. «Soy Canario »— decía con sencillez en cada rincón, siempre que la pedagogía le brindaba la oportunidad. Explicaba la diferencia a unos estudiantes que le querían entrañablemente con sólo escucharle la voz bajita. Algunos le replicaban la inutilidad de rebelarse contra los poderes, la utilidad de ser parte de una metrópolis cada vez más confortable porque eran tiempos modernos. Sus sueños se imponían, su conciencia describía a un pueblo trabajador en cada trazo dibujado en la pizarra, en cada moldeado que sus manos posaban sobre la arcilla, en cada instante donde su pensamiento iba a Hierro y de nuevo el mar, de nuevo las cuevas de los menseies, de nuevo el gran silbido y todas las luchas transcurridas. Nadie sabía que este profesor canario había estado de Cuba, donde recibió a los guerrilleros barbudos en La Habana. Nadie sabía que meses después serviría de anfitrión, en su tierra de tunales, a un grupo de militantes revolucionarios venezolanos y a sus intenciones de abrirse paso con una guerrilla indómita. Guerrilla contra Betancourt, contra los marines, contra Kennedy, Nixon, la CIA y todo el Departamento de Estado junto. Nadie supo cuándo se fue a la montaña El Bachiller. Allí vio a los muchachos llegar de la UCV con sus ideas limpias y sus ganas inmensas de hacerse guerrilleros para traer la justicia popular a fuerza de latas de sardinas. Les mostró la posibilidad de comer huevos de aves de la montaña, de sembrar para obtener de la tierra la comida guerrillera y ganarse el derecho de tener al campesinado como aliado. Muchos aprendieron experiencias extraordinarias y se hicieron héroes, otros quedaron allí sembrados, en una montaña endurecida por bombardeos y agresiones mortales hacia los campesinos. De allí bajó a una misión para ser capturado, torturado y preso. En la cárcel le dieron vidrio para afectar su tendencia longeva y desencadenarle una afección estomacal latente. Al salir miró el cielo y sintió el hondo apego al África natal. «Awañak Guanche»— se dijo varias veces en cortos suspiros. Volteó a ver el cuartel San Carlos, el cerro El Ávila, el caserío de la parroquia San José, el Hospital Vargas y metió los años de reclusión en un bolsillo.

EL JUNQUITO
Mesa con rastros de arcilla endurecida donde reposa una ponchera de agua, el molde en yeso de algún rostro, una gubia, varios bocetos de caras a carboncillo, la fotografía aérea de una isla, cuatro pinceles de diferentes dimensiones, la paleta con manchones de colores, una revista rusa con la portada del rostro de Stalin, el libro Canto General de Neruda y las manos de El Ruso colocadas en luchas eternas, puestas en la enseñanza de la pintura a jóvenes del pueblo El Junquito donde les mostró las maravillas del caballete, la infinitud de un lienzo preparado para la mirada y la visión guerrillera de los colores, insurgente de tonalidades.


Ya sembrado, aún baja con la fuerte neblina de las noches a quedarse en el frío, en los paseos con Tomás Borge cuando era un perseguido del somozismo, en las conversaciones acerca del futuro de la izquierda, en el silencio del pueblo cuando ya están cerrados los comercios de cochino frito y alguien cree verlo pasar con su andar de niño infinito buscando el arte debajo de las piedras. «¡Ferinto!»— susurra la neblina en la calle nocturna de El Junquito y también en las noches de las siete islas africanas, vistas desde las infinitas estrellas canarias.

Del libro inédito El Hacedor de Líneas

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