PAPAGAYO |
Tenía
cuatro colores cruzados en su figura romboide: blanco, verde, rojo y negro. En
el espacio de cada color se explayaba una estrella contrastante: en el blanco
era negra, en el verde era roja, en el negro era blanca y en el rojo era verde.
En derredor le revoloteaban flecos amarillos que pasaban por sonrisas o
saludos. Para la Tía Lina era un duende caído del cerro, atrapado por las ramas
del mango. Reprendió al tristón árbol por atrevido y desconsiderado,
conminándolo a dejar libre su presa; le habló con consideración y mucha
preocupación al duende. Se lamentó de su traviesa suerte: “Vaya que a los
duendes siempre les pasan cosas graciosas”, dijo en voz alta mientras buscaba
en el suelo una vara larga (ya se sabe de la peculiar estatura de los mangos:
ni muy alta para escalarlo con heroísmo, ni muy baja para planificar acrobacias
sin correr peligro); la Tía sonrió con tranquilidad al ver impotencia en el
cuerpo del duende atenazado por la enramada.
Fue
a la cocina y trajo una taza de manzanilla humeante para ofrecerla al duende
observado desde abajo. Intentaba zafarse ayudado por el viento, pero su
esfuerzo era inútil, sólo sonreía o saludaba con sus flequillos, mientras la
Tía Lina pensaba cómo ayudarlo a salir de su prisión. “Salta”, le decía,
“Utiliza tus poderes mágicos”, pero el cruce de colores parecía sentirse
agradado entre el enramado. “Vuela”, gritó al momento de mirar al cielo y
sentir las nubes rozar al duende en su limitado movimiento. Cuando el viento se
iba, dejaba una brisita coquetona y la Tía Lina se esperanzaba a sí misma, pues
creía a su duende alcanzar el azul de la inmensidad. “No te dejes dominar por
ese monstruo de mil tentáculos”, gritó con todas sus fuerzas, “Diré las
palabras mágicas para que esa monstruosidad te deje libre: Viento y brisa
reúnan su poder / A su montaña al duende dejen volver”. Extendió su brazo
izquierdo, abrió su mano como si de los dedos salieran potencias invisibles y
dio una mirada penetrante a aquellos colores bailantes.
PICASSO |
Volteó
para ver de dónde venía la risa de los muchachos. Estaban agazapados tras una
pared lateral del ladrillo desconchado de la casa. Eran un montón de caras
burlescas, llenas de sudor, rochela y atrevimiento. Los miró largamente como
preguntándose la razón de la visita. Siempre le gustaba su presencia en el
patio y les contaba historias trozadas por su lenguaje salido de partiduras vivenciales.
Ellos la comprendían a veces y en otras, llevados por el ocio desmedido, le jugaban alguna mala pasada agujereándole
el techo de una pedrada, azuzándole a Kaiser (un desgarbado perro
callejero al que alimentaba con migas de arepa) o secuestrándole uno de los
pollitos de su solitaria gallina. “La Loca tiene el papagayo enredado en la
mata”, dijo entre susurros asustadizos uno de los muchachos y aquellas palabras
se metieron como un relámpago en la cabeza de la Tía Lina. Miró el trozo de
pabilo, tal vez cortado por la hojilla de otro papagayo más habilidoso y el
largo rabo hecho de retazos de tela vieja, enrollado entre hojas y ramas como
el cuero de una pálida culebra adormilada. Desde su rostro sorprendido vio cómo
un duende colorido huía de sus ojos verdes y llamó a los muchachos al rescate
de su preciado tesoro. Ella sería guía de la hazaña.
De joven, las amistades siempre le dijeron maestra. Se
le salían por los poros las ganas de brindar aprendizaje a los niños y las
niñas. La querían con solo verla; se le enrollaban en las faldas y armadores
los más pequeños, los medianos de tamaño la abrazaban cuando su voluntad la
llevaba a enseñar lecciones sin pedir nada a cambio; entendían que ella era su
maestra y así la llamaban y a ella le gustaba esa palabra clave que la elevaba
cuando iba a la plaza a escuchar la cascada de una fuente custodiada por tres
angelitos alados. Niños y niñas le comprendían todo cuanto decía, porque sus
palabras reunían un aprendizaje desde el alma. Quienes recibieron sus lecciones,
en principio secretas, hablan de un don para dar aprendizajes, de un juego con
el abecedario volado desde sus palabras como una melodía secreta, de números
bailadores en sus bellas manos. Daba las lecciones de pie con una asombrosa voz
quedadita y musical, la mirada envuelta en el tul de ternuras sabidas
maravillosas por quienes recibían su atención, todo el cuerpo delgado dedicado
a un canto pedagógico habido en las paredes, resbalado en las rosas del jardín,
escondido en la seriedad de los cuadros familiares que un marchante árabe
negoció alguna vez para ahorrar y luego abrir una tienda artefactos; su lugar
educativo donde se cumplía el milagro de no gritar, de no amenazar a la
infancia con cualquier castigo, de no coaccionar para hacer los deberes era su
propio corazón. Su cariño recibía más cariño de la infancia querida con una
fila de besos a la llegada y a la despedida. Ya las madres le decían a sus
hijos con toda confianza: “Ve donde la maestra Lina para que aprendas esa
tarea”. Quiso estudiar la normal y hacerse maestra (que en esos tiempos también
las llamaban señoritas) para entrar por la puerta grande a la escuela
municipal.
Con toda la belleza de sus quince años, con el bello rostro
catalán heredado de su abuela materna lleno de rubor natural, con su cabello
amarillo sol de ondulaciones cadenciosas, con su boca nerviosa y el vestido
rosado de flores blancas fue a decirle a Mamá aquella tarde húmeda de agosto
tales deseos, justificados en las ocultas clases impartidas a cuanto niño o niña
pasaba por el porche de la casa con una necesidad escolar. “Mis hijas nacieron
para que yo las case, confórmese con ese destino y espere cuando tenga
dieciocho años para destinarle hombre”, fue su acre respuesta y desde ese día
hizo mofa discreta de sus andanzas pedagógicas en cada rincón.
PAPAGAYO |
Al ver el papagayo recordó la noche cuando sus hermanas
lloraron con ella por la negativa materna. Sintió sus anhelos volar muy lejos,
mientras le dejaban una tristeza metida en toda la piel, consolada sólo con
abrazos y una taza de manzanilla humeante. Volvió la misma rabia a su vida, el
mismo deseo de alcanzar lo negado y se propuso una escalera para rescatar el
juguete que los muchachos habían construido con sus propias manos, traído por
la estupenda hila del viento. Casa por casa, acompañada por el enjambre
infantil que le hacían parecer un panal, gestionó una escalera adecuada y se
negó rotundamente a ser sustituida; le llovieron varios alertas de los vecinos
pero ella sentía predestinación. Los muchachos aceptaban la guía de su mano
providencial, como había sido en toda su vida, le confiaban el aprendizaje de
la pequeña epopeya que llenó de leve curiosidad a la comunidad. La habían visto
en sus soliloquios inofensivos, en sus rabietas al aire del día o de la noche,
pero nunca presenciaron este arranque inverosímil de su estado de ánimo.
GRETA GARBO |
Colocada la escalera sobre el tronco del árbol, en una
perspectiva discutida y decidida a gritos por el colectivo, la Tía inició el
ascenso con la firmeza de la tarde en que siguió los pasos de su hermana
Maritza (la mayor). “Me inscribí en la normal, Mamá”. Esa tarde Mamá la miró
con un resentimiento helado para levantar miedos; sólo lanzó una de sus muecas
de labios caídos y dio media vuelta hacia la cocina. Cuando sintió la rebelión,
Mamá vio la oportunidad de casar a todas las tías con quienes rodeaban aquellas
beldades femeninas y hacían juegos hollywoodenses con sus rostros. A Maritza la
comparaban con Greta Garbo; a Edelmira con Lana Turner; a Eva con María Felix;
a Rosana con Ava Gardner; a Tania con Ingrid Bergman; a Morelia con Elisabeth
Taylor y a la Tía Lina con Rita Hayworth. Todas llamaban la atención de los
jóvenes casaderos de la cuadra y del país porque decían que el atractivo
afamaba al gentilicio. Ya todas pasaban la edad marcada. Sólo Maritza se había
adelantado para comprometerse con quien quiso: casó por amor con el hijo de un
conocido industrial.
Si de algo ha tenido la Tía Lina seguridad, es de sus
querencias esenciales: la educación, los niños y las niñas y Armando. Igual fue
desde que se vieron, seguros del requerimiento de la época para los enamorados:
vivir juntos para toda la vida y que el cura lo refrendara en una ceremonia
nupcial, luego del Ave María de Haendel. ¡Quién lo hubiera creído en
estas épocas desenfrenadas! ¡Ni ella ni él querían a nadie más! ¡Se querían
mutuamente! Esperó un tiempo de visitas vigiladas a estricta norma, dada por
Mamá a discreción de los hermanos varones, en donde se reunía con prudencial
distancia cada hermana con un posible prometido.
GROUCHO MARX |
Edelmira era visitada por Casto: gordito, muy blanco de tez,
poco pelo para la edad y trabajador bancario. Alfonso asediaba con asombroso
disimulo a Eva: era parlanchín, flaco de bigoticos cortos, sonrisa fácil por el
chiste a flor de labios. Romano era turco, fortachón, antiguo marinero joven
que había escogido el país para comerciar cualquier cosa que lo volviera rico
con rapidez y se sentía atraído por Rosana. A José Ignacio –quien era andino,
muy bien hablado y educado, bajito, cariñoso, jovial y chofer de taxi- le tenía
el ojo puesto a Tania. Un andaluz llamado Amadeo, altísimo como un jugador de basket,
quien decía venir huido de la guerra de España y ser artista de circo, guiñaba
el ojo a Morelia y Armando ya había sido atrapado por la Tía Lina. Una tarde
Mamá los mandó a llamar, como a los elegidos de su propia historia bíblica.
Merendaron bizcochos y chocolate en silencio gelatinoso, ante su mirada
sonriente, deseosa de no perderse ni un solo instante del nerviosismo ajeno.
La Tía subió a la primera rama con cierta seguridad y se
abrazó a ella. Los muchachos presenciaron cómo su ánimo creció pero aun se
transformó en un ímpetu mucho más extraño porque parecía una joven desconocida
o escapada de la memoria de alguien. De sus facciones casi desapareció la vejez
acostumbrada y en sus ojos se posó una adolescente golondrina que voló todos
los confines del barrio; algunos de los muchachos confesaron luego la presencia
del escalofrío en sus cuerpos. Quedaban varias ramas para escalar hasta el
papagayo y sin embargo la elasticidad del cuerpo se combinaba con la fuerza
impropia de una anciana. No faltó la palabra cuidado salir tensa y
admirada de alguna de las bocas abiertas. Reptó, se dio vueltas, volvió a
trepar y al frente del cielo fue monumento del mediodía, compañera del sol
rozagante, bailarina atrevida en el indudable deseo de algo perdido más allá
del buscado juguete hecho de papel de seda, veradas y pabilo. ¿Qué producía
esta olimpiada inusitada en nuestro barrio perdido del oeste de la ciudad? Si
la escalera la había ayudado a subir, entonces el árbol de mango, el papagayo,
el viento, el cielo de la tarde, el atrevimiento de los muchachos y Armando la
estaban ayudando a transformarse de una forma femenina salida de un baúl, donde
estuvo guardada por muchos años.
Mamá supo que la Tía Lina había recibido la visita de otra
piel en su piel, de otro olor en su olor, de otros labios en sus labios, de
otra mirada en su mirada. La Tía Lina era muy vulnerable a su acoso, a su
vigilancia artera, a su autoridad. Se acercó a su cuerpo recién bañado por la
mañana y olisqueó su cuello con saña, tocó sus cabellos como escrutando un
pajonal vencido por el tiempo, miró sus ojos tratando de hallar las huellas
masculinas sospechadas ya en la vida de la hija. “¿Cómo lo supo?”: se preguntó
desde entonces la Tía. Mamá siempre sospechó que Armando había entrado por la
noche a la casa (es como si lo hubiese permitido), luego de esconderse en el
baño del patio que sólo usaba Papá para guardar herramientas, hasta su
desaparición para siempre, en una día de cuaresma que todos olvidaron por
obligación.
La Tía Lina robó la llave, dejó abierta la puerta trasera y
esperó su llegada con ansiedad y nerviosismo, sus pasos en plantilla de medias
y zapatos colgando en las manos, su silencio acompañado del cuarto menguante,
su tensión instante por instante resbalada por el largo pasillo del zaguán que
daba a las habitaciones de las mujeres, su sombra anhelada marcar la tenue luz
de la ventana, su relojeril cuidado al girar el pomo de la puerta de su
habitación, al empujarla como si atravesara un infinito de jadeos
respiratorios, al volverla a su lugar con la tensión de un equilibrista
imperceptible, al llegar a su cama donde ella sabía qué hacer con el abrazo,
con la sucesión de besos mil veces imaginados, con la desnudez.
Ella sabía que siempre fue cuestión de cálculo, de ubicarse
en el lugar preciso, de ejecutar el movimiento necesario. Nunca en sus últimos
tiempos de vida sintió esta amplitud de mente, este dimensionamiento tan
ajustado a una situación, este sentir su cuerpo utilizado para una causa
concreta. Miró el objetivo y se dijo el mundo en secretas ansiedades. Todo el
cielo se abalanzó sobre sus hombros y el sentimiento de flotar sobre las ramas,
el árbol y el barrio que se hizo más real; extendió los brazos para medir la
distancia, para abrazar por adelantado al papagayo y así probar la sutileza
necesaria para atraparlo. Recibió un aplauso por adelantado al situarse sólo a
dos ramas. Varias palabras de ánimo fueron exclamadas: “Paciencia”,
“Tranquilidad”. Pero volvió el duende desde la montaña, poseyó los colores de
papel y aprovechó un golpe de brisa para sonreír de nuevo desde sus flecos. Lo
miró con gracia y luego con preocupación; lo creyó un mensaje del tiempo, un
augurio capaz de echar a perder lo conseguido. Paralizada por el momento, la
Tía Lina acometió esta prueba con el arrojo habido en el deseo de regresar a un
instante custodiado en su existencia.
Con el poder de la ira provocada por tantas rebeliones, Mamá
jugó a la lotería en aquella tarde. Reconoció por primera vez y sin empachos a
Morelia como su hija predilecta y por lo tanto le daba su mano a Armando. Años
después de tantos divorcios, ninguna de las hermanas recordaba con quién
deseaba casarse aquella vez. La Tía Lina se quedó sentada en una butaca
amarillenta, con el tinajero lleno de helechos colgantes a su espalda y sus
dolores desatados como demonios en el pensamiento y en la soledad. Allí estuvo
toda la noche hasta recibir la llegada del sol invitado por la ventana del
recibidor. Huyó de Mamá con el primer hijo de Armando en el vientre, a una
casita de tablas que una de las hermanas le recomendó a orillas de un barrio
del sur. Allí la visitaba furtivo el Armando amado y le ayudaba a reconstruir
su herida existencia. Vino otro hijo a llenar de luz sus dolores.
Intentó mil veces abrir su escuelita, pero la pobreza de la
gente y los golpes llevados en el semblante, siempre impidieron que sus afán
educativo fortalecieran cualquier plan de vida. Su miseria se acentuó cuando la
tragedia amorosa llegó hasta su hermana Morelia, quien murió de al dar a luz el
primer hijo, luego de saber que había un hijo de su propia hermana en la
historia del esposo. La Tía Lina escribió mil cartas a la hermana jamás salidas
de su cuaderno. A todas se las llevó el silencio, las tardes miradas con
profunda melancolía de algo no retornado, jamás imaginado, nunca descrito. En
cada letra había el rostro de una muchacha amorosa, habitada por sentimientos
indestructibles hacia todo lo mirado, hacia los árboles, los pájaros, la
niebla, la brisa, la madrugada, el insomnio, el dolor, el perdón, la caridad,
la bondad; buscó abrazar a la hermana con el sol de su corazón, aún lleno de
luminosidad juvenil pero fue inútil, no pudo separar el papel escrito del
cuaderno. Sentía dolorosa la intensión de rasgar la hoja porque la asustaba el
pensamiento puesto en cada caligrafía como un solemne secreto castigador de
almas. La culpa acosó a la tía Lina desde entonces en el pocillo del café, en
las telarañas de los rincones, en los ladridos del perro, en las hornillas de
la cocina, en los agujeros del techo, en los lamentos de la noche, en la mirada
de los vecinos, en el rocanrol que aprendían a bailar los muchachos a la luz
del poste de la calle.
Sobrellevaba
con dignidad su tendencia a hablar con los seres amados ya ausentes. Atendía a
sus vecinos con honradas muestras de lucidez pero nunca abandonó sus deseos de
escapar, de huir a situaciones cruzadas en su imaginación y esa tarde frente al
papagayo volvió a traer ansiedades, anhelos perdidos, dolores, valentías,
arrojos al abalanzarse sobre el duende y volver a fallar el abrazo y caer de
nuevo. Los muchachos vieron instantes después, cómo el papagayo se soltó de las
ramas, impulsado por un viento tan tenue como extraño y fue a dar justo sobre
el cuerpo de la Tía Lina a quien la risa le descocía la ternura. Le prodigó una
mirada sonriente y sorprendida a los colores que la abrazaban y dejó que los
muchachos se los llevaran de nuevo al encuentro con el cielo, mientras era
conducida al hospital con un dolor que más bien otros sentían en su codo. De
regreso al barrio por la noche, con el brazo enyesado, apostó al duende su
sanación y dijo sólo faltarle una taza de manzanilla humeante para dormir
tranquila.
Del libro inédito El Hacedor de Líneas
Excelente blog...muy creativos y muy interesantes sus articulos!
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