domingo, 23 de abril de 2017

TAZA DE MANZANILLA HUMEANTE


PAPAGAYO
Tenía cuatro colores cruzados en su figura romboide: blanco, verde, rojo y negro. En el espacio de cada color se explayaba una estrella contrastante: en el blanco era negra, en el verde era roja, en el negro era blanca y en el rojo era verde. En derredor le revoloteaban flecos amarillos que pasaban por sonrisas o saludos. Para la Tía Lina era un duende caído del cerro, atrapado por las ramas del mango. Reprendió al tristón árbol por atrevido y desconsiderado, conminándolo a dejar libre su presa; le habló con consideración y mucha preocupación al duende. Se lamentó de su traviesa suerte: “Vaya que a los duendes siempre les pasan cosas graciosas”, dijo en voz alta mientras buscaba en el suelo una vara larga (ya se sabe de la peculiar estatura de los mangos: ni muy alta para escalarlo con heroísmo, ni muy baja para planificar acrobacias sin correr peligro); la Tía sonrió con tranquilidad al ver impotencia en el cuerpo del duende atenazado por la enramada.

Fue a la cocina y trajo una taza de manzanilla humeante para ofrecerla al duende observado desde abajo. Intentaba zafarse ayudado por el viento, pero su esfuerzo era inútil, sólo sonreía o saludaba con sus flequillos, mientras la Tía Lina pensaba cómo ayudarlo a salir de su prisión. “Salta”, le decía, “Utiliza tus poderes mágicos”, pero el cruce de colores parecía sentirse agradado entre el enramado. “Vuela”, gritó al momento de mirar al cielo y sentir las nubes rozar al duende en su limitado movimiento. Cuando el viento se iba, dejaba una brisita coquetona y la Tía Lina se esperanzaba a sí misma, pues creía a su duende alcanzar el azul de la inmensidad. “No te dejes dominar por ese monstruo de mil tentáculos”, gritó con todas sus fuerzas, “Diré las palabras mágicas para que esa monstruosidad te deje libre: Viento y brisa reúnan su poder / A su montaña al duende dejen volver”. Extendió su brazo izquierdo, abrió su mano como si de los dedos salieran potencias invisibles y dio una mirada penetrante a aquellos colores bailantes.


PICASSO
Volteó para ver de dónde venía la risa de los muchachos. Estaban agazapados tras una pared lateral del ladrillo desconchado de la casa. Eran un montón de caras burlescas, llenas de sudor, rochela y atrevimiento. Los miró largamente como preguntándose la razón de la visita. Siempre le gustaba su presencia en el patio y les contaba historias trozadas por su lenguaje salido de partiduras vivenciales. Ellos la comprendían a veces y en otras, llevados por el ocio desmedido, le jugaban alguna mala pasada agujereándole el techo de una pedrada, azuzándole a Kaiser (un desgarbado perro callejero al que alimentaba con migas de arepa) o secuestrándole uno de los pollitos de su solitaria gallina. “La Loca tiene el papagayo enredado en la mata”, dijo entre susurros asustadizos uno de los muchachos y aquellas palabras se metieron como un relámpago en la cabeza de la Tía Lina. Miró el trozo de pabilo, tal vez cortado por la hojilla de otro papagayo más habilidoso y el largo rabo hecho de retazos de tela vieja, enrollado entre hojas y ramas como el cuero de una pálida culebra adormilada. Desde su rostro sorprendido vio cómo un duende colorido huía de sus ojos verdes y llamó a los muchachos al rescate de su preciado tesoro. Ella sería guía de la hazaña.

De joven, las amistades siempre le dijeron maestra. Se le salían por los poros las ganas de brindar aprendizaje a los niños y las niñas. La querían con solo verla; se le enrollaban en las faldas y armadores los más pequeños, los medianos de tamaño la abrazaban cuando su voluntad la llevaba a enseñar lecciones sin pedir nada a cambio; entendían que ella era su maestra y así la llamaban y a ella le gustaba esa palabra clave que la elevaba cuando iba a la plaza a escuchar la cascada de una fuente custodiada por tres angelitos alados. Niños y niñas le comprendían todo cuanto decía, porque sus palabras reunían un aprendizaje desde el alma. Quienes recibieron sus lecciones, en principio secretas, hablan de un don para dar aprendizajes, de un juego con el abecedario volado desde sus palabras como una melodía secreta, de números bailadores en sus bellas manos. Daba las lecciones de pie con una asombrosa voz quedadita y musical, la mirada envuelta en el tul de ternuras sabidas maravillosas por quienes recibían su atención, todo el cuerpo delgado dedicado a un canto pedagógico habido en las paredes, resbalado en las rosas del jardín, escondido en la seriedad de los cuadros familiares que un marchante árabe negoció alguna vez para ahorrar y luego abrir una tienda artefactos; su lugar educativo donde se cumplía el milagro de no gritar, de no amenazar a la infancia con cualquier castigo, de no coaccionar para hacer los deberes era su propio corazón. Su cariño recibía más cariño de la infancia querida con una fila de besos a la llegada y a la despedida. Ya las madres le decían a sus hijos con toda confianza: “Ve donde la maestra Lina para que aprendas esa tarea”. Quiso estudiar la normal y hacerse maestra (que en esos tiempos también las llamaban señoritas) para entrar por la puerta grande a la escuela municipal.

Con toda la belleza de sus quince años, con el bello rostro catalán heredado de su abuela materna lleno de rubor natural, con su cabello amarillo sol de ondulaciones cadenciosas, con su boca nerviosa y el vestido rosado de flores blancas fue a decirle a Mamá aquella tarde húmeda de agosto tales deseos, justificados en las ocultas clases impartidas a cuanto niño o niña pasaba por el porche de la casa con una necesidad escolar. “Mis hijas nacieron para que yo las case, confórmese con ese destino y espere cuando tenga dieciocho años para destinarle hombre”, fue su acre respuesta y desde ese día hizo mofa discreta de sus andanzas pedagógicas en cada rincón.

PAPAGAYO
Al ver el papagayo recordó la noche cuando sus hermanas lloraron con ella por la negativa materna. Sintió sus anhelos volar muy lejos, mientras le dejaban una tristeza metida en toda la piel, consolada sólo con abrazos y una taza de manzanilla humeante. Volvió la misma rabia a su vida, el mismo deseo de alcanzar lo negado y se propuso una escalera para rescatar el juguete que los muchachos habían construido con sus propias manos, traído por la estupenda hila del viento. Casa por casa, acompañada por el enjambre infantil que le hacían parecer un panal, gestionó una escalera adecuada y se negó rotundamente a ser sustituida; le llovieron varios alertas de los vecinos pero ella sentía predestinación. Los muchachos aceptaban la guía de su mano providencial, como había sido en toda su vida, le confiaban el aprendizaje de la pequeña epopeya que llenó de leve curiosidad a la comunidad. La habían visto en sus soliloquios inofensivos, en sus rabietas al aire del día o de la noche, pero nunca presenciaron este arranque inverosímil de su estado de ánimo.

GRETA GARBO
Colocada la escalera sobre el tronco del árbol, en una perspectiva discutida y decidida a gritos por el colectivo, la Tía inició el ascenso con la firmeza de la tarde en que siguió los pasos de su hermana Maritza (la mayor). “Me inscribí en la normal, Mamá”. Esa tarde Mamá la miró con un resentimiento helado para levantar miedos; sólo lanzó una de sus muecas de labios caídos y dio media vuelta hacia la cocina. Cuando sintió la rebelión, Mamá vio la oportunidad de casar a todas las tías con quienes rodeaban aquellas beldades femeninas y hacían juegos hollywoodenses con sus rostros. A Maritza la comparaban con Greta Garbo; a Edelmira con Lana Turner; a Eva con María Felix; a Rosana con Ava Gardner; a Tania con Ingrid Bergman; a Morelia con Elisabeth Taylor y a la Tía Lina con Rita Hayworth. Todas llamaban la atención de los jóvenes casaderos de la cuadra y del país porque decían que el atractivo afamaba al gentilicio. Ya todas pasaban la edad marcada. Sólo Maritza se había adelantado para comprometerse con quien quiso: casó por amor con el hijo de un conocido industrial.

Si de algo ha tenido la Tía Lina seguridad, es de sus querencias esenciales: la educación, los niños y las niñas y Armando. Igual fue desde que se vieron, seguros del requerimiento de la época para los enamorados: vivir juntos para toda la vida y que el cura lo refrendara en una ceremonia nupcial, luego del Ave María de Haendel. ¡Quién lo hubiera creído en estas épocas desenfrenadas! ¡Ni ella ni él querían a nadie más! ¡Se querían mutuamente! Esperó un tiempo de visitas vigiladas a estricta norma, dada por Mamá a discreción de los hermanos varones, en donde se reunía con prudencial distancia cada hermana con un posible prometido.

GROUCHO MARX
Edelmira era visitada por Casto: gordito, muy blanco de tez, poco pelo para la edad y trabajador bancario. Alfonso asediaba con asombroso disimulo a Eva: era parlanchín, flaco de bigoticos cortos, sonrisa fácil por el chiste a flor de labios. Romano era turco, fortachón, antiguo marinero joven que había escogido el país para comerciar cualquier cosa que lo volviera rico con rapidez y se sentía atraído por Rosana. A José Ignacio –quien era andino, muy bien hablado y educado, bajito, cariñoso, jovial y chofer de taxi- le tenía el ojo puesto a Tania. Un andaluz llamado Amadeo, altísimo como un jugador de basket, quien decía venir huido de la guerra de España y ser artista de circo, guiñaba el ojo a Morelia y Armando ya había sido atrapado por la Tía Lina. Una tarde Mamá los mandó a llamar, como a los elegidos de su propia historia bíblica. Merendaron bizcochos y chocolate en silencio gelatinoso, ante su mirada sonriente, deseosa de no perderse ni un solo instante del nerviosismo ajeno.

La Tía subió a la primera rama con cierta seguridad y se abrazó a ella. Los muchachos presenciaron cómo su ánimo creció pero aun se transformó en un ímpetu mucho más extraño porque parecía una joven desconocida o escapada de la memoria de alguien. De sus facciones casi desapareció la vejez acostumbrada y en sus ojos se posó una adolescente golondrina que voló todos los confines del barrio; algunos de los muchachos confesaron luego la presencia del escalofrío en sus cuerpos. Quedaban varias ramas para escalar hasta el papagayo y sin embargo la elasticidad del cuerpo se combinaba con la fuerza impropia de una anciana. No faltó la palabra cuidado salir tensa y admirada de alguna de las bocas abiertas. Reptó, se dio vueltas, volvió a trepar y al frente del cielo fue monumento del mediodía, compañera del sol rozagante, bailarina atrevida en el indudable deseo de algo perdido más allá del buscado juguete hecho de papel de seda, veradas y pabilo. ¿Qué producía esta olimpiada inusitada en nuestro barrio perdido del oeste de la ciudad? Si la escalera la había ayudado a subir, entonces el árbol de mango, el papagayo, el viento, el cielo de la tarde, el atrevimiento de los muchachos y Armando la estaban ayudando a transformarse de una forma femenina salida de un baúl, donde estuvo guardada por muchos años.

Mamá supo que la Tía Lina había recibido la visita de otra piel en su piel, de otro olor en su olor, de otros labios en sus labios, de otra mirada en su mirada. La Tía Lina era muy vulnerable a su acoso, a su vigilancia artera, a su autoridad. Se acercó a su cuerpo recién bañado por la mañana y olisqueó su cuello con saña, tocó sus cabellos como escrutando un pajonal vencido por el tiempo, miró sus ojos tratando de hallar las huellas masculinas sospechadas ya en la vida de la hija. “¿Cómo lo supo?”: se preguntó desde entonces la Tía. Mamá siempre sospechó que Armando había entrado por la noche a la casa (es como si lo hubiese permitido), luego de esconderse en el baño del patio que sólo usaba Papá para guardar herramientas, hasta su desaparición para siempre, en una día de cuaresma que todos olvidaron por obligación.

La Tía Lina robó la llave, dejó abierta la puerta trasera y esperó su llegada con ansiedad y nerviosismo, sus pasos en plantilla de medias y zapatos colgando en las manos, su silencio acompañado del cuarto menguante, su tensión instante por instante resbalada por el largo pasillo del zaguán que daba a las habitaciones de las mujeres, su sombra anhelada marcar la tenue luz de la ventana, su relojeril cuidado al girar el pomo de la puerta de su habitación, al empujarla como si atravesara un infinito de jadeos respiratorios, al volverla a su lugar con la tensión de un equilibrista imperceptible, al llegar a su cama donde ella sabía qué hacer con el abrazo, con la sucesión de besos mil veces imaginados, con la desnudez.

Ella sabía que siempre fue cuestión de cálculo, de ubicarse en el lugar preciso, de ejecutar el movimiento necesario. Nunca en sus últimos tiempos de vida sintió esta amplitud de mente, este dimensionamiento tan ajustado a una situación, este sentir su cuerpo utilizado para una causa concreta. Miró el objetivo y se dijo el mundo en secretas ansiedades. Todo el cielo se abalanzó sobre sus hombros y el sentimiento de flotar sobre las ramas, el árbol y el barrio que se hizo más real; extendió los brazos para medir la distancia, para abrazar por adelantado al papagayo y así probar la sutileza necesaria para atraparlo. Recibió un aplauso por adelantado al situarse sólo a dos ramas. Varias palabras de ánimo fueron exclamadas: “Paciencia”, “Tranquilidad”. Pero volvió el duende desde la montaña, poseyó los colores de papel y aprovechó un golpe de brisa para sonreír de nuevo desde sus flecos. Lo miró con gracia y luego con preocupación; lo creyó un mensaje del tiempo, un augurio capaz de echar a perder lo conseguido. Paralizada por el momento, la Tía Lina acometió esta prueba con el arrojo habido en el deseo de regresar a un instante custodiado en su existencia.

Con el poder de la ira provocada por tantas rebeliones, Mamá jugó a la lotería en aquella tarde. Reconoció por primera vez y sin empachos a Morelia como su hija predilecta y por lo tanto le daba su mano a Armando. Años después de tantos divorcios, ninguna de las hermanas recordaba con quién deseaba casarse aquella vez. La Tía Lina se quedó sentada en una butaca amarillenta, con el tinajero lleno de helechos colgantes a su espalda y sus dolores desatados como demonios en el pensamiento y en la soledad. Allí estuvo toda la noche hasta recibir la llegada del sol invitado por la ventana del recibidor. Huyó de Mamá con el primer hijo de Armando en el vientre, a una casita de tablas que una de las hermanas le recomendó a orillas de un barrio del sur. Allí la visitaba furtivo el Armando amado y le ayudaba a reconstruir su herida existencia. Vino otro hijo a llenar de luz sus dolores.


Intentó mil veces abrir su escuelita, pero la pobreza de la gente y los golpes llevados en el semblante, siempre impidieron que sus afán educativo fortalecieran cualquier plan de vida. Su miseria se acentuó cuando la tragedia amorosa llegó hasta su hermana Morelia, quien murió de al dar a luz el primer hijo, luego de saber que había un hijo de su propia hermana en la historia del esposo. La Tía Lina escribió mil cartas a la hermana jamás salidas de su cuaderno. A todas se las llevó el silencio, las tardes miradas con profunda melancolía de algo no retornado, jamás imaginado, nunca descrito. En cada letra había el rostro de una muchacha amorosa, habitada por sentimientos indestructibles hacia todo lo mirado, hacia los árboles, los pájaros, la niebla, la brisa, la madrugada, el insomnio, el dolor, el perdón, la caridad, la bondad; buscó abrazar a la hermana con el sol de su corazón, aún lleno de luminosidad juvenil pero fue inútil, no pudo separar el papel escrito del cuaderno. Sentía dolorosa la intensión de rasgar la hoja porque la asustaba el pensamiento puesto en cada caligrafía como un solemne secreto castigador de almas. La culpa acosó a la tía Lina desde entonces en el pocillo del café, en las telarañas de los rincones, en los ladridos del perro, en las hornillas de la cocina, en los agujeros del techo, en los lamentos de la noche, en la mirada de los vecinos, en el rocanrol que aprendían a bailar los muchachos a la luz del poste de la calle.


Sobrellevaba con dignidad su tendencia a hablar con los seres amados ya ausentes. Atendía a sus vecinos con honradas muestras de lucidez pero nunca abandonó sus deseos de escapar, de huir a situaciones cruzadas en su imaginación y esa tarde frente al papagayo volvió a traer ansiedades, anhelos perdidos, dolores, valentías, arrojos al abalanzarse sobre el duende y volver a fallar el abrazo y caer de nuevo. Los muchachos vieron instantes después, cómo el papagayo se soltó de las ramas, impulsado por un viento tan tenue como extraño y fue a dar justo sobre el cuerpo de la Tía Lina a quien la risa le descocía la ternura. Le prodigó una mirada sonriente y sorprendida a los colores que la abrazaban y dejó que los muchachos se los llevaran de nuevo al encuentro con el cielo, mientras era conducida al hospital con un dolor que más bien otros sentían en su codo. De regreso al barrio por la noche, con el brazo enyesado, apostó al duende su sanación y dijo sólo faltarle una taza de manzanilla humeante para dormir tranquila.







Del libro inédito El Hacedor de Líneas

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