Este
artículo está dedicado al compatriota
que nos insultó en un vagón
del Metro
porque ya no podía ser el barato de antes.
La
riqueza del lenguaje y su supervivencia está en la creatividad con
que los pueblos la defiendan en el cotidiano. Está comprobado que la
academia no defiende al lenguaje, ni a las lenguas ni a los idiomas;
sus normas oficiales perturban y desconocen su libre ejercicio porque
lo encajonan en pautas rígidas. Nada más estólido para el
ejercicio del lenguaje que el análisis de las academias. La llamada
Real Academia de la Lengua Española se pronuncia mucho después de
que los pueblos han dinamizado el lenguaje a su antojo en espacios
maravillosos como la puesta en ejercicio del denominado calé.
Si los pueblos tuviésemos que esperar por las academias para colocar
cualquier metáfora, habla, vocablo, palabra, dicho, chiste, giro, no
pudiésemos hablar jamás. Sin el calé dinámico de cada día las
lenguas tienen pocas posibilidades de sobrevivir junto a los
lenguajes y a los idiomas. El habla formal, oficial, académico se
nutre en legitimidad y creatividad, aunque se quiera ocultar, del
calé de hoy.
El
lenguaje venezolano es rico en intervenciones creativas del calé.
Estudiarlo es infinito. Un verbo devenido del calé nuestro como lo
es “arrancar”, tiene su origen en la cultura del automóvil.
Viene de uno de los miles de aparatos que contiene un “carro”
cualquiera: el arranque. Sin el arranque el carro no anda, no
camina, no rueda, no viene, ni va, ni se va. La creatividad del
pueblo, muy arraigada a la práctica diaria con el necesario
automóvil, trasladó el verbo arrancar al acto de salir de algún
sitio con apuro o con sigilo; o de echar a
alguien de algún lugar con violencia o si se quiere con
advertencia o con alerta.
Cuando alguien pregunta: “¿Y qué se hizo fulano?” y otro
responde: “Arrancó”, es porque estaba allí y ya se fue. Si
a alguien lo andan
buscando para algo difícil y le quieren
ayudar, le dicen:
“Arranca, pana”. Y si es
por advertencia peligrosa
le dicen: “Arranca de aquí ya” es
porque debe irse si no quiere que una amenaza pase a mayores.
Este
verbo se puede aplicar a la palabra “barato”, si la relacionamos
con la actual situación de guerra económica que resiste el pueblo
venezolano que somos. Los
enredos académicos dicen que la
palabra “barato” proviene o
del griego, o del italiano, o del vasco provenzal; sin embargo, en
dos siglos donde los
“marchantes” árabes (vendedores
casa por casa) la popularizaron para hacer ver que sus productos
tenían muy bajo costo la
tenemos hasta hoy. Su
utilización ha
sido muy popular en el
comercio en general y ha
logrado su fortaleza
en el habla popular de tal
manera que, como toda
palabra, puede significar algo
muy ventajoso
como lo es un producto a bajo costo o por
el contrario, puede ser un
suceso, acción humana o persona que tiene muy poca dignidad. Ese
paso social descrito entre lo
ventajoso que puede ser un producto barato en su costo, hasta
llegar a la
indignidad de algo barato, ha sido
sufrido por
el pueblo venezolano en carne
propia, desde su identidad, su cultura y su amor propio.
Y
aquí entra en juego una metáfora que ha resultado tenebrosa para
nuestra historia económica
con la llegada del petróleo;
se trata de la
llamada: “renta petrolera”,
de donde deviene la palabra
“rentismo” (algo
así como vivir de la renta
que produce el
petróleo). El
petróleo emanaba fácil de la tierra y unas compañías extrajeras
se lo llevaban a precio de gallina flaca y nos dejaban un repele para
insuflar a la burguesía y
transformarnos en un país importador.
En Venezuela la renta
petrolera siempre la manejaron las clases adineradas desde la
aparición del petróleo; y
mientras eso sucedió, se dijo que todo
el país se la disfrutaba,
cuando quienes realmente se llevaban la mayor riqueza era la
burguesía que se creó
con su acción rentista. Siempre
se ha dicho que “somos un pueblo rentista”, cosa que favorece a
la burguesía, porque así su
responsabilidad en el asunto pasa por debajo de la mesa.
Hoy el acusado
de rentista, hasta
por ciertos funcionarios del gobierno bolivariano,
es
el pueblo.
Esta
grave situación la vivieron las clases medias, con
énfasis,
de manera brutal. Conforme
los miembros de esta clase social se empoderaron con
productos suntuarios y
se
fueron
enfermando
de consumo exacerbado
se
patentaron categorías
como “nuevos ricos” y su consiguiente “nuevo-riquismo”.
Verbigracia:
hubo un año en que fuimos el país más consumidor de whiskey ¡del
mundo! Y
la mayor cantidad de botellas se las bebió esta clase media
que
se alcoholizó.
A
todas éstas, los Estados Unidos y las Europas aprovecharon para
enviarnos la tecnología que para su sociedad ya estaba caduca: un
ejemplo de esto son las antenas
parabólicas.
Las
urbanizaciones de esta clase “novorriquista” llenaron
las
plantas altas de sus quintas y edificios de estos
aparatos, comprados
como “lo último en tecnología”, cuando en
aquellos países del norte ya eran inservibles. Luego
que pasó el auge, estas gentes debieron pagar no poco dinero por el
desmontaje.
Trágico
y
desgraciadamente simbólico es
recordar cómo
la manipulación de una
de estas
antenas
cegó la vida a
uno de nuestros más queridos
y destacados
jugadores de beisbol.
Los
novorriquistas viajaron al Norte para comerciar
con
cualquier
cantidad de cachivaches inservibles (incluso,
con el comienzo
y auge
de la TV a color). Cualquier
osado con un módico capital podía traer de allá para comerciar
aquí toda
bisutería.
Y
entonces nació en la boca de nuestros compatriotas enloquecidos de
consumo, la abominable
metáfora
“Ta’barato”, como
la
respuesta
que daban a
los
comerciantes en
ciudades como Miami o Nueva York, cuando
les
decían
los
precios de las mercancías. Vergonzosamente
comenzamos a ser conocidos en esos lares como “los ta’baratos”.
No
eramos conocidos por nuestro deporte, nuestra tecnología, nuestra
educación, nuestra
agricultura: No. Eramos
conocidos como los “ta’baratos”: sinónimo de derrochadores,
de
botaratas,
de
irresponsables con el dinero.
Luego
el embargo concluyó a
inicios de los años 80 y los
precios petroleros comenzaron
a bajar. La inmensa deuda
acumulada por la burguesía y que los gobiernos adecos aceptaron como
“nuestra”
terminó
ahorcando
al país en el cadalso
de los organismos capitalistas quienes
negociaban a su favor el
pago. Se
acabó el sueño ta’barato de manera abrupta (como vino), el
novorriquismo se desplomó y
como siempre el pueblo pagó las consecuencias: se
conculcaron los derechos adquiridos a través de largas luchas, se
planteó la venta
de las empresas básicas a consorcios
extranjeros,
se ahogó el
día a día de manera brutal con un plan neoliberal que implantó el
gobierno de Carlos Andrés Pérez quien, paradójicamente, había
comenzado con el “tabaratismo” veinticinco
años antes. Hasta
que sucedió el 27 de febrero de 1989 y la insurrección militar del
4 de febrero de 1992.
Comenzando
el gobierno del Presidente Hugo Chávez, se
organiza
una política petrolera que ventiló una entrada de recursos
importante utilizados
en impulsar y consolidar
proyectos significativos
para el país, mientras él
advertía, con brillante claridad, la necesidad de fortalecer
proyectos productivos desde
la tierra para no depender del petróleo y lograr la independencia.
Sin embargo, la mentalidad
rentista o ta’barata no ha terminado. Los
enemigos internos y externos
de la revolución bolivariana
que no cesaron de atacar al
gobierno del Presidente Chávez, terminaron
provocando situaciones de violencia en nuestra sociedad en medio de
una guerra económica sin cuartel que dura hasta hoy y
que el gobierno del Presidente Maduro enfrenta y resiste con el
pueblo que somos.
Esta es la guerra de los
ta’baratos.
Arranca
lenta pero seguramente
de Venezuela la palabra “barato” de
nuestro hablar y más luego
saldrá de nuestra conciencia. Está
siendo sustituida por significados profundos como: económico,
siembra,
calidad,
productividad,
petro,
esfuerzo,
creatividad,
consumo racionado,
cultura económica,
tecnología,
educación,
resistencia,
verdura,
conocimiento,
fruto,
hortalizas,
porvenir,
sano,
pueblo,
patria,
Venezuela y
muchas otras de igual belleza...
Ahora estamos aprendiendo a
preguntar cuánto vale lo que
compramos (aunque los vendedores se molesten), a
exigir productos de calidad, a
apreciar lo que tenemos, a
forjarnos una conciencia de sembrar lo que consumimos, trabajar lo
que producimos. El
bachaquerismo no es más que los restos de ese ta’baratismo
miserable que pasará si
sabemos cosechar, producir.
Al pueblo que somos nos va a costar enormes esfuerzos asimilar las
transformaciones que vienen (¿cuando
no nos ha costado?); así el
porvenir es y será siempre
nuestro. Mientras tanto:
¡Arranca
de aquí “barato”!, porque
barato (que termina saliendo
caro) es el imperio
capitalista y por esto está
llegando a su final.
Buen día. Me gustó mucho este artículo. Quisiera leerlo en un evento, con su permiso.
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