sábado, 10 de marzo de 2018

CARTA CINÉFILA A PERÁN ERMINI


... cada Sentido tiene sus Recuerdos:
y, juntándose los de los unos con los de los otros,
forman la Memoria
disponerlos, por sus conexiones, es un arte
que los antiguos llamaron, mnemónica
Memoria es, pues, un Conjunto de Recuerdos

Simón Rodríguez


Apreciado Perán:

Saludos.

La consagración en nuestra alma cultural de esa Catedral para el arte que muchas y muchos en Venezuela llamamos La Cinemateca (Nacional), en muy buena medida te la debemos a ti. Haber acudido por primera vez, en aquella década de los años 70, a la sede del Museo de Bellas Artes en Caracas para ver un cine diferente al de las carteleras comerciales, comportó un momento trascendental en nuestras vidas. ¿Romanticismo? ¿Añoranza? ¿Nostalgia? Tal vez. Sin embargo, todo esto forma parte del ritual cultural por excelencia del alma joven que anda buscando culturizarse; que anda tras esas pistas del arte olorosas a lo más antiguo que busca transfigurarse en lo nuevo a fuerza de las hermenéuticas tejidas por la tierna edad, de esa política de siempre que espera en la visión de lo nuevo reivindicar lo mejor de los encuentros y aprendizajes antiguos. Esto lo podemos encontrar en cualquier arte (esta definición la aprendimos en estos escenarios) pero cuán importante es haberlo aprendido del cine.

La sala era diferente (no tenía ni rimbombancias, ni carteles, ni espacio para las golosinas y los refrescos) y la gente tenía algo distinto por la actitud, profeseba un silencio parecido a un murmullo circunspecto y una manera de andarse atenta; como buscando algo más allá de lo que se exponía ante sus ojos. El precio de la entrada era mucho menor al costoso de las salas del cine comercial y ese significado nos hacía partícipes de una especie de irreverencia automática (¿política?) de lo que iba a suceder. Butacas decorosas, aire acondicionado fuerte, un filme de título particularmente sugerente: “Dios y el Diablo en la Tierra del Sol”, un director abyayalo, brasileño, Glauber Rocha, la gente sentada diciéndose emociones y brevedades, y yo.

¡Qué podía comprender de la película un muchacho de barrio caraqueño, invitado por unos tipos sospechosos de realizar actividades comunistas en la comunidad (lógica la redundancia)? Lo único que llegué a sospechar fue la proximidad del final (¡Vaya logro!) pues desde hace rato, tenía toda la sensación de ser la persona más ignorante del mundo. Sin embargo, sucedió algo extraordinario, vi entre los cortinajes del escenario de la sala, una especie de personaje escondido que se proyectaba como una figura fantasmal (¿o angelical?), misteriosa, sorpresiva. Cuando el filme concluyó hubo aplausos, mientras lo que luego aprendí que eran los créditos de la realización pasaban con la misma música que tenían las últimas escenas. Mis compañeros comunistas se desvivían entre comentarios versados acerca de lo que habían visto, mientras aquel personaje escondido salía al escenario para proponer: “Vamos a hacer un foro”. Eras tú. 
 
Movía los ojos espantando el maravilloso encandilamiento propio del final de la película y pescueseando hacia atrás, me di cuenta que poca gente salía de la sala. Y entonces se desplegó el maestro, el mediador cultural. Con dotes educativas nos fuiste motivando a una conversa acerca de lo que habíamos visto, de lo que yo no había comprendido casi nada. Yo, con los temores de un estudiante recién salido de la educación media; yo, aterrorizado por aquel “profesor” que amenazaba preguntar-me cualquier cosa acerca de lo que habíamos visto; yo, casi que salgo corriendo de la sala. Luego me di cuenta, con asombro, de que la participación era voluntaria: ¿Voluntaria? ¡No es posible! ¡Estábamos invitados a pensar lo que nos diera la gana de la película! De inmediato la resumí completica en mi mente: Una pareja de esposos muy pobres que sufrían junto a su comunidad, tal vez por la situación de aislamiento (el sitio se parecía a mi barrio) y que luego de aparecer un cura aparentemente ambicioso, contrataron a un matón (al que llamaban “Antonio Das Mortes”) una especie de malandro, para liquidar a unos tipos disfrazados de pájaros extraños. “¡Ya está!”, pensé: “Esto debe ser así”. Pues nada qué ver.

Se fue abriendo un diálogo entre todos, que me confundió muchos más. Cada quien hacía unas comparaciones totalmente alejadas de mi compresión. A duras penas entendí que todo lo visto era “simbólico” y que estaba relacionado con otras comprensiones ubicadas más allá, detrás, alrededor, delante de lo que había pasado en la película y que viajaban en la imaginación del autor, del director y de cada quien. Y tú, Perán, dirigiendo el lenguajeo (como lo llama el sabio chileno Humberto Maturana) con la maestría de un director de orquesta. Lo técnico, la posición de las cámaras, las luces naturales y artificiales, lo que dijeron los personajes (¡Y lo que no dijeron!), lo actuado por los actores, el blanco y negro, el guión, y mucho más; de todo se habló. No me di cuenta del tiempo transcurrido cuando, con maestría inusitada, supiste el momento en que se agotó aquel maravilloso diálogo y que la gente cerró con un agradecido aplauso. Salimos de la sala y percibí una callada satisfacción.

Mientras caminábamos por la avenida México, los compañeros cubrían mi párvulo silencio, con sabios comentarios y la admiración hacia tus intervenciones. Aunque aparentaban hablar entre ellos, me di cuenta de que estaba incluido en aquella cháchara cinematográfica estupenda que tú les motivaste.

A partir de ese día me convertí en un cazador de tus cine foros. No recuerdo con precisión en cuántos participé. Hubo notabilísimos encuentros con el cine que me aprendieron lo humano y lo divino de un arte que llevo en los huesos como una articulación cultural. Si hoy me siento poderosamente ligado al cine, sobre todo desde la cotidianidad y la mediación cultural, en buena parte se lo debo a esos aprendizajes que nos proveíste con tu sabiduría, tu talante cultural, tu maestría, tu paciencia. Has sido el mediador cultural por excelencia del cine en Venezuela.

Gracias Perán por este grandioso aporte a lo que somos y buen viaje…

Con afecto y gratitud

Oscar Rodríguez Pérez



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