domingo, 9 de septiembre de 2018

PACO



No se baja vivo de una cruz.”

Julio Cortázar
 

I

¿Quién pudo haber ordenado la búsqueda, en aquel cuartucho íngrimo, de alguien a quien todos habían sometido a la indiferencia sin saberla tan parecida al olvido? ¿Estaba adentro o era nada más una sospecha sacada de la sorpresa de no verlo deambular más entre la muchedumbre fabril, cruzándose en el ruido de máquinas y en el olor aceitoso que se pega de la ropa, de la piel y de los pasos aligerados que llevan caras largas con miradas guardadas en ese silencio que oculta sentimientos? Las preguntas siempre bullen del panal de la incertidumbre, cuando alguien decide alborotarlas con ausencia para picar la miel de la curiosidad.

Paulatinamente todas y todos se percataron de cómo sentían la fábrica sin Paco. La costumbre fue borrando de los recuerdos huellas que con los años terminaron pareciéndose a otras huellas que venían y se iban para siempre, en el balancín que gobierna la molicie y la ganancia derrote al salario. Ese no estar lo fue apareciendo difusamente en un lugar anclado a fuerza de empujones vivenciales, del nadir donde se comienza a ignorar, a no ver. Luego regresó sin el salvoconducto del renacimiento y allí comenzó a estar sin estar.

Filomena fue la primera en sospechar; la del primer café madrugador, el de la buena suerte, el que ponía humeante sobre sus dedos en vaso plástico y pronto terminó regalándole como reconocimiento a su jefatura. Echó de menos el carraspear de su garganta que tragaba la bocanada del cigarrillo encendido con yesquero metálico de bencina y caja cromada (aquellos de mecha blanca, vendidos en el viejo almacén “Agachaíto”) que con los años Paco iba consumiendo entre humo y la neblina de Las Adjuntas, apenas pegado al labio inferior con el último filo del filtro. Filomena danzó en el portón durante días con la voz en la pregunta y la búsqueda en la mirada, hasta que se hizo notar con indagaciones. “¿Dónde está el viejo?”, susurraba, mientras cafecito iba y cafecito venía. Nadie reparaba en su llamado o como dijeran muchos jocosamente, a cada instante, para remarcar la jerga del barrio: “Nadie le para bolas”.

Toma los vacitos de plástico y no se quema los dedos, ni se le bota una gota de café en el piso, ni le tiembla la mano cuando lo muestra levemente en el aire antes de entregarlo, para recibir la paga y de nuevo el susurro: “Aquí tienes... ¿y no has visto al viejo Paco?”. La respuesta se queda entre el silencio que va del pecho lleno de presentimientos a los dientes que retienen el recuerdo y así no ofender el derecho a la memoria. En los ojos se queda la invisibilidad a la cual lo condenan; lo borran como si no lo hubieran conocido jamás, como a un antiguo trasto, como una opacidad de la cotidianidad. Los nuevos lo ven pasar como un ánima andante, como un extraño entregado al desapego que produce la cadena de producción en marcha y preguntan ¿quién es éste? La mayoría se encoge de hombros y una minoría que sabe de él o lo conoce, prefiere quedarse con sus presunciones. Sólo la cafesera se atreve a retenerlo en la memoria desde el portón que nunca puede franquear, porque los años en que se ha vuelto vieja al mirarlo cada día ordenar sus ideas antes de entrar en la labor, la acostumbran a seguirle esos instantes de soledad con cierta y desconocida pena que no le es comprensible. “Yo no trabajo aquí”, dice ella como carta de presentación a quienes llegan comprándole un café, preguntando por un empleo o cualquier otra información peregrina, antes de soltarles lo que sabe o le dicen o presume saber de aquel gigante industrial donde ahora Paco no está.

La materia prima entraba en los inyectores y salía transformada por máquinas en miles de formas de colores vendibles. ¿Cómo sería este sitio sin todos estos ruidos interminables, sin estas entradas y salidas de amortiguadores, bombas, palancas, neumáticos, botones, enchufes, interruptores, reguladores, bombillos, ordenadores, pantallas, cables, cajetines, soplidos, bufidos, caídas, cerraduras, aberturas, filas de llaves, alicates, destornilladores, vibrar a un mismo tiempo para mantener la ganancia y los sueldos de cada uno de los que llegaban y se iban sin que esto se detuviera? Sería un desierto, una inmensa caja de concreto armado poseída de muchos cuentos o una gran historia a la espera de mensajes o tal vez anhelos, esperanzas, verdades. O sería simplemente un parque infantil con sembradío de rosas y callejuelas por donde se atreven los pasos de niños y niñas revolcados en el puro juego. O tal vez un instituto comunitario para mejores obras guardadas en el porvenir. O un depósito de utopías. Ahora estaban hombres y mujeres de bata azul, amaestrados en las rutinas de seguir órdenes y vigilar la manía humana de colocar un mismo trabajo a lo largo del oficio, un monótono hacer en esa rutina donde a la demencia se le llama producción, al vértigo se le dice calidad total, a la alienación se le nombra como buena labor y que en algunos países realizan robots. Ninguna de estas gentes reparó en que cerca, muy próximo, estaba un compañero de trabajo, tan al lado que hasta se les desapareció, que tal vez sentía la vida más de lo que imaginaban.

También le vieron el filtro del cigarrillo apenas pegado a los labios y que por milagro de la saliva no caía al suelo y se mantenía encendido en el vaivén de la jornada hasta que se consumía y luego se pegaba con el otro cigarrillo porque los llamaba con varios golpecitos secos en el culo de la cajetilla, destapándola por el borde superior derecho, desvirgando el celofán transparente y el papel metalizado que a la vez servía para estirar la vida de las pilas de los radio transistores, y quedaba una boquita por donde iban saliendo transformados en humo, ceniza y horas muertas de mejor olvidar, hasta abrir otra cajetilla y comenzar de nuevo. Todo lo que sabía (¡Y cuánto sabía!) era aplicado a cada maquinaria, herramienta o tornillo que iba en su lugar. Los movimientos amalgamaban la producción ensordecedora, apenas alterada con el soplido lánguido de la sirena que señalaba el cambio de turno de nueve horas, con la entrada y salida del ejército oculto que suele llamarse trabajadores.

¡Todo lo que cuatro paredes pueden guardar de la curiosidad! Los pocos que llegaron hasta allí se podían imaginar cualquier cosa y luego iban con el cuento a los talleres o a las horas de jugarse las cartas, entre licor y risas o a la intimidad del transporte a casa como tema de conversación. “¿Cómo vivirá el viejo Paco en ese rancho?”, se preguntaban y la respuesta no importaba. Su tos leve y gangosa, cada tanto expulsada cuando iba a dar una indicación, lo decía. Ese corto hablar de todo, como si tuviese el secreto de la síntesis que no sintetiza nada pero precisa y manda, sin que la sonrisa le jugara una mala pasada a la seriedad enjuta que le surcaba el rostro cuando amarraba el trabajo de todos a su paso lento entre las máquinas. Iba directo a la cosa, a la instrucción. Sabía acerca de todo lo que le rodeaba porque era minucioso, memorioso hasta la paquidermia, como tener la habilidad de la sencillez. “Tal cosa”, y eso era: tal cosa. “Así va esa arandela”, y así iba la arandela. “Nada le sobra a una máquina”, sentenciaba, cuando alguien pretendía justificar el extravío o la aparición de una pieza, de un aplique o de una gomita de apariencia insignificante, fuera de su lugar. El pelo lleno de brillantina perfumada se confundía con el propio olor de bañarse cada sábado luego del mediodía y con el olor a fábrica andante, sin parar, sin detención posible. Y aquella bata azul militante de su cuerpo, cuyas manchas de grasa parecían tatuajes originales que algunos imaginaban como la primera con que llegó a fundar esta empresa; como si arribó con ella de la mismísima España envuelta en un maletín grabado con el castillo de algún pueblo lejano, de esos que la guerra castigó con el látigo de la derrota y la dictadura, era como su tarjeta de presentación personal. Idéntico era el modelo de zapatos para aguantar la fuerza de la rutina laboral. Cualquier pantalón, de cualquier color, de cualquier tela, de cualquier marca servía, no importaba. El poderoso interés de todo aquello no estaba con él ni con los trabajadores, él lo representaba, eso era todo. Lo importante es que nada de aquel teatro mecánico bien calculado, milimétricamente bien engranado, cuidadosamente engrasado, se detuviera; lo demás (sobre todo las vidas) poco importaban.

II

Santa Marina los vio crecer a la flotación de aquel aire limpio de inicios del siglo, entre pasadizos comunales, con los brazos extendidos como aves liberadas hacia aventuras sencillas y el brillante sol de Extremadura que los marcaba con rayos celestiales. Eran los más consentidos. Juanjo y Paco de la misma edad: “amigos para siempre”, decían los viejos. Juanjo primero (aseguraba que nació primero y lo acentuaba con velocidad, gritos, malacrianzas; reclamaba, incluso, que nació unas horas antes) de temperamento más despierto, sagaz, rápido ante las visiones infantiles de la vida, a paso de ventarrón por sobre las colinas. Paco después, siempre y eternamente después, nació el mismo año pero nunca pudo decir a tiempo que no nació después, que nació antes, entrecortando las palabras que salían como el ta-ta-tá de la Tamborera del carnaval, pensativo, taciturno, lento, con el pie derecho levemente arrastrado, dispuesto a la patada al balón para que diera la curva fabulosa hacia el arco, momento especial en que destacó su infancia. Juanjo envidioso, negaba las alabanzas que el entrenador hacía a “la patada fabulosa de Paquín” productora de un gol de cancha a cancha cuando enfrentaron al equipo más difícil del campeonato, “como pocos goles se han visto en esa categoría”, decían en las esquinas del pueblo; sirvió varios más, luego que subía, apoyado en la sorpresa, a campo enemigo, ejecutando la centrada sorpresiva para que la cabeza de un compañero se llenara de gloria.

Don Felo (barrigón por las andanzas de chofer de un camión de estacas, de calva cubierta con una boina roja y franela verde pulcra, aunque gastada, de algún equipo de división lejana) se rendía a los aguajes y chistes del “Juanjo”, porque era bueno en las matemáticas y reconocido en la escuela por la familia materna. Cedía ante sus veloces arranques, a los quiebres de cintura, a los cabezazos flemáticos que estornudaban el balón, negado a ver las pérdidas constantes del cuero entre las piernas de los rivales; ¡lo colocaba como centro delantero! Sólo Don Felo se lo explicaba. Nada más lanzaba sus discursos rápidos y ya no se dudaba de lo que dijera. Paco, menos hábil con los números y con el hablar, iba a la defensa. Don Felo decía: “Por ese muro no pasa un sólo molino de viento”. Pero el locuaz siempre le ganaba la partida al silencioso, al que pespunteaba las palabras, al que basteaba las pronunciaciones aunque defendía la portería como un segundo guardameta. Juanjo se hizo el más popular de todos; no metió jamás un solo gol pero se las arregló para estar en el campo como titular, aunque sea fastidiando a los rivales. “Es delantero de contención y es el alma del equipo”, decía Don Felo para justificarlo.

La adolescencia les finalizó con el anuncio de la Guerra. En una conversación, cuando los primeros ataques de los alzados contra la República salían a borbotones de la boca de los viejos, Juanjo le preguntó a Paco: “¿Y cuántos goles hiciste en tu historia?”. “Tú, ninguno”- respondió con sorprendente velocidad. El cabello de una medusa bailó en los ojos de Juanjo. Se prometió que, en lo sucesivo, ésa sería la única y última respuesta adelantada que le soportaría a Paco; las demás serían ¡outside!

III

En tiempos de paz, la niñez pasa con la esperada lentitud del amanecer, cuando soles se anuncian con claridades inimaginadas, llenas de matices trasegados en cielos que son asaltados por luces paulatinas que siendo una, son a la vez miles que alumbran a cada instante con el tierno avance del despertar de las hojas y las flores, del ocultamiento de los grillos, del estallar de peces en aguas donde se juega a ser el Dios Neptuno. La guerra, contrariamente, arrasa con la infancia, la aplasta con su vendaval de amenazas, la vuelve añicos con sus proclamas indiscutibles, incendia de temeridad los pechos, de procacidad los verbos, de intemperancia los ánimos. En guerra los niños pierden el placer de ver el horizonte y solo les queda una mueca de cosmos como señal de que la incertidumbre tomó la delantera y poblará firmamentos por mucho tiempo. Las conflagraciones pisan con fuerza letal cualquier belleza que un niño pudo haber imaginado en su territorio de magias y lo obliga a ocultar con vergüenza los cuentos nocturnos aprendidos de voces amorosas, las canciones de cuna cubiertas con el olvido más bello (que luego se recordarán cuando nazcan los hijos en la adultez y los nietos en la vejez) los juguetes que llenaron de metas preciosas las tardes luego de la escuela. No pocas veces, en las trincheras bélicas, anidan párvulos que se creyeron hombres y terminan calados por la fiesta de bayonetas que algún reyezuelo organizó en una guerra para fortalecer sus comarcas y linderos.

Se fueron de adultos sin que los pájaros con sus vuelos rasantes lo anunciaran, ni las guitarras de los cantores lo musitaran, ni el chisme tuviera tiempo para averiguarles alguna aventurilla con el hábito de la picardía. “Quiero ser joven”, se decía Paco entre dientes cuando vio el fantasma bélico posicionarse del pueblo. Juanjo, en cambio, sintió que había llegado su momento, no sabía cuál, pero se creía el poseedor de un prodigio sólo a él alcanzable. Entre correrías de la gente, la curiosidad y asombro los arrastró hacia reuniones de diferentes bandos.

Por su papá, a Paco le atraían los comunistas. Las gentes más pobres llenaban las reuniones rojas mientras aprendían a leer el mundo leyendo un universo de himnos que pasaba como un batallón de sueños. Se admiraba de verlos serios, asombrados, vestidos con las ropas menos gastadas, las miradas puestas en un lugar no concreto pero pincelado en claridades, las sonrisas que ocultaban dentaduras ausentes, arrugas prematuras en rostros surcados por luces y sombras, voces llenas de consignas políticas, nuevas palabras que algunos se atrevían a copiar en un papel secreto, para luego releer y memorizar y utilizar como un calzado nuevo que, al ser pateado en las calles, henchía los pechos con atrevimientos jamás imaginados. Rostros niños, recién entrados en la juventud, fueron percibidos con avidez por los adultos: “¿Carne de cañón nos llaman?”, susurró Paco en una de las reuniones, mientras toda su alma despertaba al mundo con el indeleble tatuaje de la pólvora. El gobierno había dictado decretos que las gentes discutían en la calle con ansiedad democrática. La guerra era clavaba por los sediciosos como pozos de sangre sobre el mapa del país. El aire bélico pedía definiciones. Las confrontaciones habidas en cada rincón del respirar, en cada esquina de la vida, exigían muertes.

La falange agrupaba a los dueños. Juanjo se animaba y hacía pecesitos con la boca cuando algún terrateniente subía al estrado y farfullaba pestes contra la democracia y destripaba cada una de las medidas del gobierno exigiendo la dictadura. Seguía cada palabra y la memorizaba con exactitud. Copiaba cada gesto y los imitaba en su habitación con la medida del ingenio. Regresaba a las reuniones tentado a tomar la palabra y repetir cualquier discurso con oraciones ensayadas; no se atrevió porque eso era cosa de gente grande (Entre falangistas, la juventud debe llevar pantalones cortos hasta una edad previamente decidida por los adultos). Cada intervención reaccionaria inflamaba su pecho y le hacía imaginarse salvador de la patria, caballero andante de órdenes antiguas que han sometido los lomos de la tierra y las aspiraciones de las gentes humildes desde que el mundo conoce sus divisiones. Le asombraba cuando las voces tronaban himnos atávicos salidos de un ferruginoso ocultamiento, de una antiquísima invocación, invadiendo los ánimos con desenfreno sangriento, llamando a desangrar a un enemigo acusado de violentar ordenamientos inmaculados por siglos de tortura y castigo. Juanjo vio el cadáver de su juventud pasar entre sudores de aquellos inauditos cruzados que gritaban: “¡Viva la muerte!” al unir su voz, aún manchada con la placenta de la madre que lo parió, a aquel espantoso canto que prometía ser el poderoso magma que abriría la tierra.

A veces la incredulidad de un niño se disfraza de incomprensión porque no tiene las metáforas necesarias para desenredar la madeja de ideas que cruzan por su corazón y las presiente crecer con la amenaza de que serán cortadas por una mano desconocida que tiene la afilada guadaña del fin y del principio. Paco fue aplastado por un ensimismamiento que le cubrió con el manto del anonimato aterrado; estaba seguro de lo que venía pero la posibilidad de que todo aquello se detuviera, de que no pasara, de que fuera sólo una amenaza, aún estaba en su entrecejo como un ave vigilante sin alas.

IV

Los edictos y decretos del gobierno, de cumplimiento avasallante, seducían a Cristóbal. Afincaba cualquier consigna favorable con el martillo sobre los clavos de algún tacón. La franqueza se le salía en el hablar llano, directo, en los modales sencillos que lo mismo era capaz de palmear el hombro para comprender cualquier percance ajeno, que rugir en defensa de las ideas que apasionaban su mirada clara, con un anecdotario del siglo pasado en la lengua. Rasgaba la guitarra con notas aprendidas en el lance de algunas coplas de juventud. Tenía pasión por cierta teatralidad cuando tomaba algunas copas y llamaba a corazones abandonados con canciones desgarradoras y hasta llegó a musicalizar tarareos anarquistas que había cogido a lazo de los nuevos aires que la política republicana había traído con su empuje cultural, y los interpretaba tratando de guardar impulsos y formas de la emoción militante. Era comprendido más en esa guitarra y voz que cuando expresaba ideas verbales de lo que estaba pasando porque las palabras le hacían trampas significantes cuando iban del corazón a la boca; como si no pasaran por la mente. Con cada par de zapato atendido, las historias de las gentes se hacían memoria guardada en el cofre escrito y cerrado de la amistad, custodiado por el eterno cerrojo de su experiencia con privilegios de pulpero, marchante o cura. Hasta sugirió algunas ideas para declamar consignas republicanas locales que lograron rebasar el férreo anillo ideológico y se instalaron por algún tiempo en el imaginario del pueblo. Se fue ganando inmerecida fama de propagandista porque sus estribillos les eran simpáticos a las gentes. Los dirigentes rojos tomaban sus aires musicales como estímulos superficiales que no decían las verdades de los fuertes himnos militantes ni con el sello político directo de la vanguardia. Sus canciones llamaban al licor, a la alegría, a una bohemia rupestre de libertad absoluta; instigaban a conocer una patria sin frenos ni rigideces atroces; cargadas de romanticismo los niños las comprendían, el corazón juvenil las acataba, causaban añoranza en los adultos y embeleso en los abuelos, llegaban con la fuerza de la autenticidad que pasó de historia en historia, de tristeza en tristeza, de victoria en victoria. El ojo de los falangistas más fanáticos se puso sobre el proceder económico de su servicio remendón, accesible tanto al pie estilizado por la comodidad como al pie cansado por largas jornadas de trabajo. Su canto simpático a las acciones del gobierno (que tanto admiraba su hijo Paco) sintieron de cerca el oído tenebroso del lobo derechista que lo señalaba como uno de los más peligrosos rojos. La profunda política: la de su corazón dado a la causa de los más humildes, hizo que se escribiera su nombre en la tenebrosa lista que asechaba a la democracia para acabar con la esperanza.

V

Los sublevados atrapaban las simpatías de Don Juanjo. Vivía los sobresaltos económicos de la época que contrariaban sus aspiraciones de crecer como un propietario más sólido y lujoso. Administrador de su propia estancia decía a sus allegados, "Cualquier mediano propietario quiere asegurar el patrimonio familiar con fuertes inversiones, mediante criterios financieros que ameritan fina destreza”. Admiraba la Nueva York de aquellos años, postrada por la quiebra del 29, pero que seguía siendo a los ojos buscadores de leyendas auríferas, encantadora, alocada, laboriosa, inversionista, rendidora, hipnotizadora de sus sueños de jugador de destinos; la Bolsa de Valores le incendiaba los ojos de codicia. El lino pulcro, planchado y brillante le era simpático a su baja estatura que veía pasar, no por aquellas polvorientas calles ahora agitadas por cambios y resistencias; en el Empire State estaban sus verdaderas aspiraciones. Resucitaba la letra “de” en la sílaba final de las palabras: jamás dejó una vocal al abandono de la juglaría que consideraba indecente, del ruralismo que le era indiferente por despreciable, por el contrario, hablaba como si estableciera un idioma diferente entre la vocinglería del resto de la gente y su pronunciación que consideraba, no sólo adecuada sino perfecta. Tenía memoria para las leyes, pugnacidad maligna para los pagos y mirada fría para cerrar una discusión política. Parecía que la avaricia lo buscaba con sortilegios engolosinados, cuando una jugada social lo favorecía; otras veces su instinto voraz lo hacía perseguir la avaricia en los pagos de las nóminas, en el regateo a los clientes, hasta en la mesada familiar que depositaba en manos de su esposa aún con esa desconfianza leonina humeante de renta. De horario exacto, la puntualidad le fascinaba tanto como la perfecta estocada del torero. Ver al animal babeando sangrante los últimos bufidos luego de una corrida memorable, le recordaba el cuadre preciso de las cuentas de algunas de sus negociaciones satisfactorias. En épocas de la monarquía, peones y lacayos a su cargo se dejaron llevar por vía de la adulancia y la sumisión bajo su mirada severa y paternal; ahora se portaban levantiscos, respondones y exigentes, a instancias de la acción republicana que les ofrecía compartir logros y aderezar quimeras; razones suficientes para detestar a muerte a quienes siquiera murmuraran la palabra democracia.

VI

¿Y sus mujeres? La época había provocado que muchas de las madres se atrevieran a lanzar sus opiniones en público, entre el bullicio tenso de quien rodea una pelea con intenciones de detenerla en cualquier momento, aunque en el fondo sospechen que el desenlace será la tragedia. A Juanita le daban apretujones en el pecho escuchar por las calles del pueblo aquel entusiasmo genuino, bello diría, adornado de sueños por un país que apenas comenzaba a suceder en la voz de quienes, como su marido Cristóbal, cabalgaban en una realidad indetenible, en un país que acaecía rodeado de interés por el mundo, del interés de quienes (también en ese mundo) pensaban en la perfección, con reinados felices que habían vivido de antaño, y de repente brotó como un capullo gigante otro país escondido que hablaba mil lenguajes con gritos que comenzaban a oírse en las marchas que sacudían los caminos en todas las direcciones de la Rosa de los Vientos, con el propósito de hacer desgarrar a una tierra llena de injusticias. De veras quería creer con el mismo fervor de su marido en aquella Patria que se levantaba y con la misma entrega de aquellos queridos vecinos que apostaban al gobierno como al naranjo del patio de la escuela que continuaba vivido cien años y más; le daban ganas de creer de verdad, con las mismas necesidades y deseos de triunfo, creer porque Paco fuese un hombre de bien ante lo que viniera en la vida, pero entrada en el ambiente de la fusilería, de las granadas y los morteros que se acercaba, una palpitación lánguida, como una lágrima amarga, tal vez la más amarga de las lágrimas que jamás sintió, opacaba su sonrisa y le hacía cuidar cada palabra que pronunciaba. Cada frase o consigna que llegaba le sonaba tan lejos como una campanada que se iba apagando como los truenos y una lluvia friolenta la llenaba de silencios.

VII

El aula de clases y la dirección de la escuela apasionaban a Doña Clara. Estar rodeada de niños y niñas llenaba mucho de su espacio vital. Adoraba a su Juanjo hijo aunque se distanciaba cada vez más del Juanjo marido con discusiones agrias acerca de lo que la crisis del mundo colocaba a la vista de todos. Le perturbaba el análisis intolerante del marido alimentado por los titulares de los periódicos y las instigaciones clandestinas de los falangistas. Amaba la educación y la República le mostraba el lado más feliz para sus proyectos. Trataba con mesura y dignidad a los partidarios del gobierno sabiendo del poder político de lo que realizaba con sus estudios acerca de lo que se llamó la Escuela Nueva. Organizaba reuniones para escoger el destino educativo que el pueblo quería para todos sus hijos; se discutía del país, del porvenir, de la humanidad con amor. “¿Que discutamos la educación que queremos para nuestros hijos es una provocación roja?”- preguntaba a sus amigas; “Pues no” -respondía. “Es un anhelo popular”.

Hizo de su gestión la incorporación de un enjambre de maestras solidarias y críticas para dibujar el puente entre los anhelos de un aprendizaje para todos los desfavorecidos de la sociedad y un proyecto educativo macerado en las novedosas leyes que se discutían en un parlamento arrastrado por la falange hacia presiones guerreristas. Clamó Doña Clara por la educación pública y laica, la escribió en su carpeta de proyectos y ardió en discursos en defensa de una infancia en libertades y nuevas ciudadanías, se entrevistó con los personeros más destacados de las artes, las ciencias y el gobierno, puso toda su experiencia y prestigio como educadora en favor de convencer a su clase de origen (que ahora conspiraba contra el gobierno) de que la República representaba todo lo que se hallaba en la felicidad del provenir.

Un día asomó a la ventana del despacho y miró a niños y niñas jugar en el patio, a obreros continuar construcciones en las calles, planificadas para fortalecer el proyecto de la República, a monjas de la iglesia atisbar escondidas desde el convento con terror en los labios mudos, a mujeres alistarse en la posible resistencia que vendría; miró con detenimiento los eternos rosales de las casas, los vendedores de pescado a las puertas del mercado, las chicas que habían subido un poco sus faldas y recortado sus cabellos para disputar espacios estéticos al masculino; aquella mañana, miró al cielo y vio otro cielo, miró la breve montaña y vio otra montaña, miró el mar y era otro mar, eran otras olas, otros barcos pesqueros, otras gaviotas, otra arena, detuvo sus ojos negros en el naranjo venerable y entregó toda su abnegación a los rizomáticos brazos vegetales que la sosegaron y le contaron mil historias ya leídas en libros perseguidos, torturados, encerrados, apresados, quemados.

A solas con Don Juanjo, le propuso que al aprobarse la Ley correspondiente quería el divorcio. Debió esperar a que el esposo tomara su café con excesiva parsimonia. El hombre tomó la servilleta para limpiar los labios, colocó ambas manos sobre las rodillas y provocó varios golpecitos monótonos en los dedos estirados (los ojos sin amor abreviaron la mirada lacónica que ella devolvió con intensa tristeza) una sonrisa agria dedicada a la esposa, sólo apropiada en momentos de discutir los contratos financieros, le bajó de la nariz al mentón y respondió: “Los rojos jamás ganarán esta guerra”.

VIII

Esta democracia nos tiene hasta la coronilla”, gritó Juanjo el día que la sublevación llegó a las puertas de sus vidas, a lo que Paco preguntó: “¿Y tú qué sabes de democracia?”. Juanjo volvió a mirarle con cara de outside.

Si la muerte llegó rápido alguna vez en una guerra, fue a Badajoz. No hubo tiempo, para dos imberbes, de decidir con sosiego. ¿Cuándo dos muchachos podrían meditar bien con tantas ideas sociales revoloteando los aires del pensamiento? Todo había sucedido y nada más. Juanjo juntó la noche con la incertidumbre e inquirió a Paco su decisión. El tamborcillo sonó indeciso… “¡Pues nos vamos con los alzados!”. -brincó firme Juanjo. Juntaron algunas ropas y se fueron a la clandestina. Aceptados de inmediato y sin el permiso de la familia fueron amamantados por la guerra. “Y no me despedí de Mamá”- protestó Paco. “Yo tampoco”- dijo Juanjo. “Entramos a la guerra en igualdad de condiciones”.

La escuadra de los más vesánicos se posicionó del pueblo por adelantado; asaltó las casas de los primeros denunciados por “rojos”. Les concedieron el privilegio de las blanquitas: mientras más niñas mejor. Las doñas jóvenes eran sometidas al pavor de ver el calvario de las hijas y así a escala de la edad. Sobre el potro del espanto, llegaron oficiales de la falange al día siguiente. Los ojos de Paco no se habían entregado al sueño en todo ese tiempo. Juanjo se las arreglaba para permanecer lúcido porque descansaba a escondidas. “¿Capitanes o coroneles?”- preguntó Paco. “¡Generales, todos!”- exclamó Juanjo con orgullo- “¡Invencibles! ¡Ganadores!”- gritaba.

Armados y de uniforme. El triunfo hace ver gigantescos hasta los más huraños piratas de un barco. A ceño fruncido pasaban entre las gentes rendidas por el terror. Fueron seleccionando a los acusados por el escondido dedo delator; los encerraban en la escuela recién restaurada por el gobierno atacado. A las tres de la tarde llegó la orden escrita del General en Jefe: “Fusilamiento”. Paco y Juanjo fueron llevados a las prácticas de tiro con unos rifles envejecidos. Se les enseñó a pararse firmes, a respirar hondo, a retener la expiración y a disparar: “Al corazón”– les gritaba uno a quien llamaban sargento- “¡Directo al corazón, carajo! El que falle toma el puesto del rojo”.

Juanjo miraba a las víctimas con extraña avidez. A Paco se le apelotonaban los diez y siete años en la garganta. El barbero, el maestro, el boticario, el actor, el bibliotecario, el entrenador, el sastre, el escritor, campesinos y campesinos y campesinos y más campesinos… allí iban las filas de fusilados. Un fusil para cada soldado, una bala para cada condenado, una muerte para cada miliciano. “No puedo fallar”- se decía Paco, mientras miraba el lado izquierdo del pecho de quien era uno de sus vecinos. Cuando cayeron, Juanjo se ofreció a dar tiros de gracia a los moribundos. “¡Jilipollas!”- le espetó un cabo. “Esa tarea es mía”.

En la cuarta fila de condenados, el sargento fue informado de que el más gordito, de anteojos, de calvicie prematura y mirada infantil (como de treinta) era un tío de Juanjo. “A ver cómo liquidas a tu tío “rojo”… a ver si no eres un rojo también: demuéstrame que no”, repitió cada vez con más fuerza y el poder de la muerte en la pistola; y se ofreció a dirigir al sobrino para que el disparo fuese perfecto. Mientras relataba el mandato, no apartó la mirada del pupilo ni un solo momento. Juanjo no veía el rostro del tío sino su firmeza sonriente encajada en esa cara ya desconocida para él. ¿Cómo matar lo que se ha hecho invencible? ¿Cómo acabar con lo que ya jamás puede ser aniquilado con la muerte? A Juanjo se le murió en el alma algo tal vez infinito, cuando dejó de respirar el tío al que mató sin piedad, sin conmiseración, sin objeción, obligado por esa fuerza desconocida que llevaba dentro sin saberlo y que afuera se había desatado como un monstruo sin las cadenas que lo retuvieran para resguardarse de su propio mal. Contuvo lágrimas respiradas a fondo frente a los ojos punzantes de aquella réplica de la bestia convertida en falange militarizada que ahora lo dirigía. La discreta piedad de un compañero aconsejó a Juanjo de quedarse contemplando una pared blanca. “Allí verás que Dios te habla y te protege”- le dijo aquel muchacho (amago de soldado) con cierto aire de pena. El tiempo detenido en Paco, hizo que viera a aquel hombre jovial que alguna vez le dedicó amistad y consejo (maestro de escuela como la hermana) amontonado en un festín de hombres muertos.

A tu padre lo matan esta noche”, dijo Juanjo a Paco porque le llegó un rumor. “Tuvimos suerte de matar por la mañana”. Entre ambos se trazó ese paso de nubes en el cielo evocador de sentimientos. Experimentaron cierta dureza engrapada en las venas por el tenebroso momento desencadenado. A Paco se le revolvió el mundo y se fue a vomitar el atardecer al hombro de un olmo torcido por la providencia. Un soldado apenas de más edad se le acercó: “Así se hacen los hombres” dijo al palmotear su espalda. Se le apareció el rostro de la madre entre los hilos de la noche. Lloraban juntos en tiempos y lugares diferentes. La madre se le parecía a una virgen que flotaba en un lugar de sus ojos abiertos. Paco la miraba viendo la nada, como colocada en algo parecido a los recuerdos; sostenía una extraña victoria que no comprendía cómo se transformaba en una derrota que le carcomía los huesos. Atacado por un virus de procedencia desconocida, una fiebre le hizo temblar entre toses y delirios toda la noche. La mañana siguiente despertó con un sabor granuloso en la boca: “tierra del infierno” se dijo.

Fueron trasladados, ya como miembros del regimiento, en un camión a través de Almendralejo. Una fila interminable de cuerpos tirados a orillas del camino los despedía denunciando un obligado retiro de esta vida. Con asombro gélido, aquellos pichones de soldados continuaban reconociendo vecinos, allegados, primos, compadres de los compadres echados como reses sacrificadas sobre hilos sangrientos, con las bocas quebradas y los ojos lerdos. Jóvenes soldados fueron distribuidos en otros camiones que llegaron para comenzar el acarreo de cuerpos. “Paco, ése es tu padre”: Juanjo detalló conmovido, en susurros temerarios, de alguien que fuera como su familiar. El hombre cariñoso que le hizo los primeros zapatos de moda se revelaba ahora como el amuleto de un ritual. Un grito le salió por los oídos. Sangre pasó por la mirada de Paco hasta su corazón y sus entrañas. Mientras el camión se alejaba, el cuerpo del papá parecía compadecer al hijo que (apenas un crío) lo asesinaba en el cuerpo de las gentes que más lo había querido y a quienes había matado su inconciencia.

Cuando una canción está siendo alejada por el recuerdo, se torna cada vez más intensa, su sonido se hace cada vez más fuerte; mientras la distancia se hace más lejana se la percibe con uno. A mayor distanciamiento memorial, la canción se escucha como si estuviese al lado; como un fantasma la voz del cantor se oye con la fuerza de una cercanía poderosa, como si mamá nos cantara nuestra canción de cuna, como si papá tomara su guitarra y lanzara sus alegrías al viento de nuestra inmensa tristeza para clavarse como una terquedad, como una vehemencia útil para sobrevivir.

Cuando el cadáver de Cristóbal desapareció en el horizonte, su hijo escuchaba una canción desconocida que tenía la aquiescencia suficiente como para perdurar en una estrella perdida de sus cielos para siempre.

IX

Salía de su catedral industrial hacia quién sabe dónde, vestido de otro Paco. Entonces se camuflaba como en la guerra. El último sábado del mes, aquel encargado de trabajadores despedía al dandy que montaba en un taxi estacionado frente a una puerta oculta que mandó construir para salir sigiloso y que el taxista lo dejara en cualquier lugar de la ciudad cercano al sitio. Algunos creían verlo al paso de un furtivo visitante ocasional de la calle, cruzando las calzadas oscurecidas, vestido de saco negro cruzado abierto, pantalón de casimir beig, zapatos negros sacados de una publicidad de los años cuarenta, de lustre reluciente y pequeño sombrero negro de plumita blanca. Algún lunes, un murmullo corrió de que vieron a uno muy parecido a Paco alterando la noche con andar sigiloso pero que por la ropa no parecía Paco sino uno disfrazado de alguien que quería ser Paco y no lo lograba. Aún con las dudas, nadie se atrevía a seguir a la persona vestida completamente diferente a quien veían los siete días de la semana con una bata azul, excepto un sábado por cada treinta días. Aunque a veces alguien al azar pudo calcular estos guarismos, nadie se atrevió a concluir estas matemáticas. Jamás se le vio entrar con certeza (al encargado Paco) por aquel pasillo forrado de losas baratas, por lo general rosadas, que le alteraba las palpitaciones del pecho y le resecaba la boca y le sudaba la frente y le tartamudeaba mucho más las palabras hacia adentro (al dandy Paco).

Ellas merodeaban como sombras al final del túnel, algunas en la misma boca de aquel hades mortecino, maldiciéndose la oportunidad de atraparlo con la mejor oferta. Aunque no había nada que lo detuviera, su paso a paso asustado se alargaba queriendo adelantar cierto morbo cebado en la entrepierna. El encargado Paco soñaba constante ese andar de reyezuelo miserable que se repetía entre las máquinas: “No volverás”, y el dandy Paco regresaba con la frente en alto, la mirada gacha, el humor paralizado en el entrecejo, la mirada brotada como un camaleón que cambiaba de colores al traspasar el vano de una puerta donde algunos chulos lo observaban con avidez y sorna. Sentía fotografiadas, las miradas de seres inexistentes que le seguían desde su culpa, al atravesar el ojo discreto, atorándole deseos fútiles en la respiración, mientras murmuraciones de aquellas amazonas de ceniza lo aguardaban para restregarse mutuamente la gran tristeza que siempre amenazaba con despeñarse como una ninfa acongojada sobre su rostro. Vértigos moraban en su mente, porque en aquel salón menos amplio de lo que parecía, la penumbra se escurría como una insignificancia rara a través del atuendo ya conocido, debido a sus años de cliente. Aunque todas sabían que pagaba bien, no pocas lo detestaban.

Bocas le hablaban. Mejillas rosadas le sonreían. Cabellos coloridos en la penumbra buscaban deslumbrarle. Manos le toqueteaban los poros dormidos. Ojos exaltados de pobreza buscaban de arriba a abajo imaginar el dinero en la billetera. Cuerpos desnudos balanceaban caderas y tentáculos para atrapar represiones que encadenaban sus instintos. Risas querían instalarse en la soledad que llevaba escondida en la espalda como un morral de antiguas piedras. Pasos de tacones altos forrados de charol, sonaban a su alrededor como de odaliscas de anime, para llevarle a la oferta. Terminaba aceptando cualquier trato tembloroso, desamoroso, quejumbroso. Ordenaba ser desvestido. Mientras la carne femenina le ayudaba a superar la flacidez momentánea donde mandaba el miedo, la mirada se le iba en el techo mugriento de la pequeña covacha hasta Extremadura; entonces el mar de la infancia volvía y le inundaba la sangre bullente y el sol triste de todas las noches aquellas en que el cuerpo se le encendía y creía expulsar toda la tristeza habida en su vida; le creaba el ocaso terrible de todas las madrugadas juntas trepanando sus recuerdos consternados. Las bombas de la guerra regresaban y cerraba los ojos mientras era trabajado con la frialdad necesaria, como para hacer del recuerdo una bandera rota. Los cuerpos sudaban la heladura de un encuentro donde de nuevo moría. La madre, de la que nunca más supo, aparecía con los mismos gritos que imaginaba por las noches, señalando a quienes fusilaban a los “rojos” y entre los verdugos estaba él accionando todos los gatillos.

Como un sobrecito de refresco, aquel placer instantáneo se desvanecía en el inmenso pozo de su hastío, para dejarle en toda la sangre una estolidez muy parecida a un torrente de lágrimas. Un dandy ajado y maltrecho salía de portazo entre las subidas de tono y alguna recién llegada que preguntaba: “¿Y ése qué le pasó?”. En el taxi de regreso, buscaba al encargado Paco que lo esperaba sobre la cama con un cigarrillo entre boca, bocanada y dedos, con pensamientos hundidos en el tiempo, con la frialdad mortuoria del imposible olvido. Veía desde la postración, cómo el dandy Paco desaparecía hasta el próximo mes, mientras las ropas iban de su cuerpo al escaparate, borrando en el aborrecimiento, la figura de aquella que lo desvistió.

X

Sólo la vieja Corteza sabía cómo vivía Paco; sabía todos los secretos de la habitación, de cómo la encontraba al llegar por la mañana y de cómo la dejaba limpia en un par de horas: tenía la llave y toda la expectativa que guardaban los otros cuando le preguntaban bajo sospecha: “¿Ya limpiaste el cuartucho?”; la vieja se molestaba y marcaba su paso arrastradito sin nunca detenerse ante ninguna circunstancia o pregunta. Se las arreglaba para que nadie la viera entrar, por esto la creían bruja. La veían salir con paquetes asidos al pecho; se suponía que allí llevaba ropas para lavar o cualquier implemento utilizado para sus quehaceres. Limpiaba todo. Ordenaba con estricto cumplimiento, sin exagerar la tarea. Nadie se atrevió a sospechar, ni a expresar algo oculto entre Corteza y Paco. Mungo, un guanche fornido, silencioso y sonriente, marido de la vieja, era bueno con el cuchillo y la dignidad.

Era Corteza de tal seriedad y discreción que jamás dijo de la cama de caoba pulida cubierta por un refrescante manto azul, para que no lo fastidiaran los zancudos, colocada en el fondo contra la pared sur, vestida siempre con un edredón verdusco gastado con los años, y allí, puesta para sus pensamientos viscosos, una almohada grande de funda blanca flotaba como una novia a la espera paciente de sus descansos, custodiada a los lados por un par de mesitas de gaveta superior, olorosa a naftalina, de puerta inferior con cerradura de llaves flacas, parecidas a esas beatas católicas, enanitas y tan delgadas como su hambre de experiencias libidinosas; ni refirió las dimensiones ni la efectividad del aire acondicionado que ululaba su imperceptible diálogo con la frescura sentida por Paco, que le daba un frío parecido al invierno de su país; ni habló jamás la vieja tinerfeña, de la mesa de pantry verde ni de la única silla en la que ella se sentaba para meditar el oficio, y que a él lo hacía sentir lívido, en el único lugar en que se reconocía a sí mismo; ni dijo del viejo radio de bandas (enchapado en madera brillante) que trajo debajo del brazo de la misma España, centrado sobre un escaparate de cedro y puertas labradas con finura; ni del espejo a cuerpo entero en cañuela roja donde se miraba la facha, se jorungaba y afeitaba la barba, la nariz, se miraba los dientes, se restregaba los ojos y se fumaba el primer cigarrillo antes salir a bregar el diario; ni jamás comentaría que nunca se fijó con detalle en un almanaque de cartón pegado a la pared calcificada, donde había dibujada una mujer de peineta negra, que sostenía castañuelas en sus manos, con una falda roja batiente (de seguro bailando) sobre cuatro números grandes que el miedo producido por su condición de analfabetismo codificaban con dificultad: 1-9-5-2; ni dijo del pequeño baño, tal vez con cierto lujo, adonde recogía decenas de colillas vueltas carbón debajo del lavabo. De aquella cara gorda de mujer cetrina que sabía ahorrarse sonrisas innecesarias, nunca salió el gusto que le causaba estar en esas cuatro paredes y describir su hacendoso paseo a través del espacio ocupado por un tipo rutinario.

Jamás la coincidencia los reunió allí. Los mandatos y acuerdos, a veces no son necesarios de suscribir, porque se sellan con pocas palabras y una mirada breve, fiel y detenida. Cuando él regresaba de la jornada, muy entrada la noche, la pulcritud absoluta del sitio era señal de que la mujer influyó con su trabajo. Cuando ella regresaba por la mañana, la huella inequívoca de la alteración provocada por sus modales, eran las señales del desorden y del necesario trabajo. A Paco le gustaba desordenar y ensuciar lo que podía, tanto como a ella gustaba limpiar y dejar todo intachable. El poquísimo dormir que acostumbró por causa de la guerra, lo atrapaba en la media cajetilla que pasaba por sus humaradas cuando se ponía a recordar lo que nadie nunca pudo saber, ayudándose con algunas noticias y canciones que salían de la radio que se quedaba encendida, hasta que su mano inerte por el sueño, apagaba con la maña en perfecta sincronía. Algunas españas lograba capturar en onda corta y el sueño morfeítico se le confundía con el sueño distanciado por el tiempo; creía dormir cuando lo que hacía era recordar. Cada mañana siguiente los recuerdos le hacían creer que había soñado.

Lo único que hacía por la limpieza era aplastar arañas que le producían pánico infantil en noches embadurnadas de pasado y espantar el tejido dejado por estos insectos en los rincones altos como trazos de hilo atolondrados en el aire de su intimidad que luego quedaban enredados en las cerdas de la escoba. Corteza entraba con el mismo sigilo que invocaba para que nadie la viera y al observar aquel derrumbe de señales esparcidas, sonreía y movía la cabeza, mientras seguía aquel camino de descuido deliberado que la llevaba hasta el bote de la basura. Al mirar las colillas tiradas debajo de la cama se decía: “Cualquier día lo voy a encontrar achicharrado”.

XI

Madrid les era totalmente desconocida. De un viaje familiar que hicieron a sus ocho años, Juanjo se encargó de exagerar los cuentos de la gran capital. Su padre propuso la visita a un primo durante el verano de un año que cambiaba en cada narración. Además de aquellas historias que le fascinaban, Paco percibía la capital en postales que coleccionaba al descuido o regalo de algún adulto; formaban parte de su tesoro íntimo. Cuando quería soñar despierto hacía tres cosas: se iba al río para mirar el paso diferente del agua, se colaba en las conversaciones familiares para escuchar los cuentos de los más viejos o desempolvaba sus postales para repasarlas una y otra vez durante varios minutos: “¡Madrid!”, suspiraba con una bella oscuridad en los ojos cerrados. Debían soñarla en la medida que las fuerzas de la falange se apoderaban del territorio. Era Madrid como ese laberinto sin hilo de Ariadna, lleno de peligros que los había hecho hombres o tal vez teseos monstruosos; Madrid, viejo cuadro de Goya, agujereada por las bombas y el terror, hambreada hasta la dignidad que se levantó en favor de un pueblo que osó enfrentar lo posible con lo imposible; ¡Madrid! ¡Madrid! ¡Madrid! Eco de guerra impensada, impuesta, insólita; Madrid muchacha preñada con el fusil al hombro de izquierda a derecha, a toda voz; un miliciano quiere salvarla de lo irremediable, un abuelo quiere retenerla en el entrecejo antes de partir para siempre en un barco que irá muy lejos para estar muy cerca con la memoria, un niño quiere dormirla con una canción diferente a la melodía de bombas que recibirá en su tragedia; Madrid muñeca de trapo que lleva una niña bajo los bombardeos de la Legión Cóndor; Madrid bala; Madrid fusil; Madrid lágrima; Madrid oración; Madrid victoria arrogante; Madrid derrota; Madrid derrotada; Madrid polvo; Madrid escombros; Madrid silencio; Madrid victoria al revés; Madrid fiesta de brazos derechos alzados; Madrid paredón; Madrid muerte; Madrid viva; Madrid vida…
El fin de una guerra cruenta deja en los victoriosos un sabor a esfuerzo, arrase, contundencia y bien puede sobrevivir en los derrotados una guerrilla que demuestra el pundonor con el que se luchó. Juanjo y Paco, recibieron órdenes de combatir a quienes se habían ido a las montañas para resistir. No terminaba Madrid de entrar en la alegría falangista cuando algunos contingentes de soldados fueron llamados a presentarse en 24 horas para continuar las balas contra los focos republicanos que ahora pasaban a ser los insurrectos por boca del nuevo gobierno. El asombro de Paco no superaba el terror de Juanjo. El añorado regreso al pueblo se les había vuelto imposible.
La victoria no fue tanta para ambos. Aquellas visiones que Paco tuvo acerca de Juanita no eran tan irreales. Enterró a su marido luego de prodigar sus lágrimas a una larga fila de cadáveres que le fueron mostrados para finalmente jamás encontrar el rostro de aquel zapatero, hacia quien casi no tuvo llanto sino un dolor ahogado que le impedía soltar el vendaval de sentimientos que merecía aquella memoria sumergida en el cuerpo de un hombre que apoyó una esperanza. Una mano oculta en el burocratismo se encargó en Madrid de cortar el vínculo de conocimiento entre Paco y su madre que sufría un dolor que sólo pueden narrar oraciones sileciadas.
La familia abrazó a Juanita en su pena (expresar los sentimientos en medido del terror fascista es inenarrable por lo abominable) y la asistió ante la rígida mueca de la cárcel adonde fue a dar con su tristeza, debido a las averiguaciones que hizo la policía y las delaciones de los soplones, por los vínculos que tuvo con las actividades realizadas por su marido. “¿Relaciones con las actividades de Cristobal? -se preguntaba Juanita en voz alta- “¡Todas!”: en la inspiración que dio con su sonrisa, con su alegría, con su ánimo hacendoso a las canciones y al oficio que el zapatero dedicó a su familia y a una República que intentó nacer entre los dilemas de un pueblo (como todos los pueblos) pasional. Ella escuchaba cómo la señalaban: “La mujer del zapatero” decían para causarle vergüenza; “… del zapatero rojo”. “También del guitarrista”- pensaba. “Del cantor”- y recordaba aquellas composiciones que en las noches él le susurraba mirándola a los ojos, antes de soltarlas a la gente en las juergas bohemias. “La mujer del soñador, del poeta” -se repetía Juanita con orgullo, mientras el nombre de Cristóbal (Cristóbal, Cristóbal, Cristóbal… dónde está Cristóbal, qué se hizo Cristóbal) desaparecía de la boca de la gente que lo conoció, producto del terror impuesto. “Me negarás tres veces” -Cristo, Cristóbal- Y su oficio de zapatero pasó a ser un acto delincuente. Lo que generó el alimento y el desarrollo de la vida de su hijo Paco; lo que fue la integración natural de su inteligencia, de su acción humana, de su ser esencial con la comunidad, era pronunciado como un signo de humillación, de proscripción, de asco: ¡Zapatero!
Aquella herida que eran mil heridas juntas como miles de puñales que se clavaron en su alma y desangraban su vida, no tardó en afectar el cuerpo de Juanita. Justo el día en que el comando de Paco capturaba un reducto de guerrilleros escondidos en una montaña, y celebraban la victoria como una nueva bandera ondeante en el batallón del cuartel nacionalista, los ojos de su madre se llevaban para siempre la visión de un mundo que con la victoria de un enemigo del que no sabía, aplastó de súbito su existir y le hizo cargar una culpa, con las tristezas que recogió por el camino como flores marchitas. Mientras en el comando, los jefes del ejército nacional condecoraban a Paco por su hazaña, en su pueblo, la mujer del zapatero era sepultada casi en secreto, entre vergüenzas, señalamientos y culpas, no pudiendo ser mirado su sarcófago ni siquiera de reojo por el rostro de la gente. Un sol que resquebrajaba las piedras parecía a duras penas su adiós.
XII
¡Huyó Don Juanjo! ¡No es posible! ¡Si era un falangista, un nacionalista consumado! No soportó las incertidumbres dejadas por una guerra que comprendió demasiado y que había afectado su relación marital. Creyó que con la entrada de los falangistas a Madrid se acababa la guerra y había que celebrar la caída de una República que jamás le fue simpática. “Esto apenas comienza” -le confesó un general amigo. En realidad no podía asumir la defensa de su mujer que fue arrestada por colaborar con los comunistas, por profesar las ideas de los comunistas, por ser una comunista. Como perseguido por su propio fantasma, empacó la ligereza de un equipaje urgente y escapó a un país de Centroamérica; desarrollaría allí lo que iba a ser la estancia más grande jamás vista.
¡Roja!” -gritaban a Doña Clara cuando fueron a arrestarla en la escuela. A la espera de los soldados, estuvo dentro de su oficina cantando a susurros algunas de las canciones aprendidas, mientras carpetas y libros le evocaban reuniones donde se soñó hasta la madrugada. Consideraba que no tenía nada qué esconder. Era una educadora, la directora del plantel público de esa comunidad, reconstruido con orgullo por la República. ¿Qué puede ocultar una buena educadora? Varios niños y niñas pasaban corriendito y apenas la veían frente a la ventana desde donde solía mirar el naranjo que era como ver el mundo, como saludar a la naturaleza, como estar con Dios, y aquellos ojitos asustados que apenas la marcaban con esos soslayos rasantes de quien quiere ver no viendo, cuando antes le prodigaron un saludo amoroso, de admiración, que luego el terror había espantado con el soplido de la muerte. Esas miradas le decían que conservaban su amor por ella aunque ya no lo pudieran decir, aunque fuese mejor que no la vieran a los ojos.
Pensaba en el heroico mar, en el campo, en los hombres y mujeres que vinieron allende esos sembradíos ajenos con su letra escondida, guardada, juguetona para atrapar la letra oficial, la letra ciega, arrogante, dura como un cincel. Miró sus manos abiertas y un balance mediado por el cariño le decía que pasaron cientos de manos compañeras de sus manos sabias, en busca de las letras atrapadas en miles de hojas en blanco que les habían sido negadas en el martirio del tirano azadón, de la implacable hoz, de la ruda escardilla, de la perseguidora yunta, del cruel latifundio. ¡Cuántas veces, sobre la letra que iba saliendo trazada por la ayuda amorosa de su mano sobre aquellas manos, cayó una lágrima de asombro, de gozo por el hacer conocimiento… aprendizaje!
Recorrió la escuela solitaria en cada uno de sus parajes, como configurando un adiós dulce, como asegurando una despedida tantas veces presentida entre aquellos ajetreos extraordinarios que les permitieron ir haciendo la educación soñada y pensó en el hijo fugado, en cuántas veces correteó por esos parajes sagrados y en todos los hijos e hijas que llegaron a su regazo con el gozo que emana del cariño aprendiente. Nombró los nombres de cada una de las maestras y maestros con quienes se acompañó en la hazaña memorable de todos esos días ¿Qué sería de ellas? La frente erguida se hacía amanecer eterno, a pesar de algunos pocos que se atrevieron a lanzar trastos sobre su cuerpo. Luego el silencio, el más hondo, el silencio que dice, que grita, que se abalanza sobre la eternidad y se entierra para denunciar lo inútil de la muerte, la acompañó hasta que su estampa se levantó entre quienes la esperaban con su misma tragedia. Ya no estaba, sólo era el cuerpo de una mujer imbatible atrapada por un momento grave, de esos que pasan para hacer creer que vencer es matar; había viajado con sus pensamientos hacia las batallas del mundo, hacia campos preconizados como escenarios de luchas libertarias, sembrados de puñales, sangre y ruptura de cadenas. Tiempos más duros eran hablados por su inteligencia y análisis en su fuero silencioso. Aprendió en la carne sacrificada de su pueblo que a las europas la esperaban sufrimientos, incendios, humillaciones, barbarie.
En el estrado escuchó las acusaciones fabricadas en el teatro de operaciones falangista. El fiscal la increpó al hacer de la sordidez nicho de insultos tramados para desnudarle su inteligencia, echarle en cara su poder docente, pincharle la organización con la que protegió los planes escolares para un otro vivir (un otro mundo), batirle con desprecio el amor que fue niños por todas partes, niñas por todas partes, aprendiendo los secretos de una educación en comunión, porque los padres y las madres aprendieran a un terrible costo la confianza en la libertad.
Todo era un crimen; amar a los niños y las niñas por sobre todas las cosas era un crimen; no promover la discriminación por causa de la clase social era un crimen; apoyar el cuido de la naturaleza era un crimen; querer que todos comieran por igual era un crimen. ¡cantar, señores del jurado, cantar es un crimen! ¡Caudillo! ¡Donde quiera que estés, te pregunto! ¿Jugar es un crimen? ¿Aprender con alegría es un crimen? Promover la alegría colectiva era un crimen; un crimen respirar el aire puro, un crimen contemplar, un crimen no mirar todo como un crimen. Hasta pensar en un Nazareno diferente fue y seguirá siendo un crimen. Con la sala llena de falangistas, el jurado salió a deliberar. Las sentencias anteriores habían sido rápidas. Se recomendaba a los presentes no salir pues las causas eran de veredicto acelerado. Pasaron minutos que Doña Clara había resumido en horas de cansado ocio, en días de calabozo; las monjas pasaban a darle consejos piadosos con un pesado libro en las manos; las carceleras al principio la maltrataban y luego bajaban los improperios prodigándole consideraciones de dama en reclusión; alguna vez, en medio de un delirio nocturno creyó recibir a un Jesús sangrado que le habló del sufrimiento sin mover los labios y luego se transformó en Juanjo que reía sin que su carcajada pudiera impedir la oscuridad que la rodeaba, la soledad que le cuarteaba la piel.
El Caudillo había entrado a la oficina y ya le tenían las sentencias redactadas sobre el escritorio. Cuidadosamente tomó posesión de la silla, asumió la posición centrada del cuerpo, bajó la cabeza con los ojos cerrados y una invocación se repartió por las cuatro paredes como un gas. Dio un respiro profundo al alzar el ceño de nuevo y se persignó con marcialidad: “… por la gracia de Dios”. Las sentencias pasaron bajo su firma una por una. La voz seca del juez pronunció el veredicto y Clara caminó hacia la celda, acompañada de dos guardias, mientras un murmullo la sostenía sobre algo bajo sus pies que era como una alfombra de aire, de nubes, de infinito. Ya en la celda la visitaron uno a uno los rostros de las carceleras quienes habían sido sus alumnas, los rostros de los guardias quienes también fueron sus discípulos, cientos de rostros asomaron por aquella ventanita de barrotes estrechos para mirarla con distintos sentidos: poetas, pintoras, artesanos, juglares, actores, saltimbanquis, jardineros, gitanos, contemplativas, cantores, locos, mendigos, todos la llamaban, no pocos la esperaban. Eran las distintas caras del tiempo exonerándola de todo cuanto había sido acusada. Conversó brevedades con el cura acerca de un Jesucristo que se duerme en la misa de los domingos y luego fusila en las trincheras de las guerras, un Nazareno que sólo participa de la mesa opulenta y luego muere sin resurrección.
Cuando Juanjo imaginó su llegada a la cárcel, y la celda era la esperanza de verla y salvarla, Doña Clara sólo podía ser un recuerdo escrito en una lápida del cementerio.
XIII
El corazón se le volvía un volcán en el pecho cada vez que María la Concha se acercaba para traerle algún encargo o preguntarle sobre cualquier procedimiento de trabajo. Conjugar a María la Concha con la noche era verla desnuda sobre la cama, seguro que sí, mirándolo con esos ojos pícaros y a la vez inocentones, los labios entre abiertos llenos de carmín marrón deseándolo, cabello castaño ondulado que le caía más abajo de los hombros llamándolo, esa cintura estrecha, estrechísima, paseada ya por entre los pasillos maquinistas y el humo de los motores y el vaivén desenfrenado de las inyectoras deseándolo; ese caminar de piernas abiertas que le hacía pensar en los desenfrenos imposibles entre sus propios muslos, nubes de humo que salían por su boca cuando la veía de lejos expirar la bocanada sobre sus ojos pardos perdidos en el encuentro con alguno de sus amantes, en sus manos delgadas tocándolo y repitiendo suavemente: “Paco”, como si mandara a callar todas esas máquinas ensordecedoras y trajera su soledad amante a este cuarto nada amable para alguien más que para él, resongando su imperioso presente.

Se decía que “La Concha” brindaba sus encantos a cualquiera que mirara sus ojos más allá de un pretexto para pasar la tarde de descanso. Era más una piel dispuesta a fumarse un cigarrillo luego de sudarse unos jadeos, que una tonta llevada al matadero por aquellos comensales sexuales amaestrados por las nueve horas de látigo patronal y los comentarios de cómo se dejaba tirar desnuda en la cama como el pétalo desprendido de una flor llena de rocío. Así como iba de puesto en puesto en su oficio de auxiliar de máquina llevando y trayendo herramientas o recados, iba de cuerpo en cuerpo estrenando al nuevo personal masculino que buscaba una relación casual para pasar el rato y saber de sus contemplaciones amatorias. Paco había escuchado de esa entrega, en las fugacidades de una risotada echada a volar por quienes intercambiaban la experiencia de su desprendimiento carnal como una noticia repetida con fastidio. Sudaba secretamente cada vez que la tenía próxima y que tenía la certeza de que ella lo ponía a sufrir como un maldito cuando le entregaba un encargo y la piel de su mano rozaba alguno de sus dedos; experimentaba erizamientos cavernosos deslizados como avalanchas volcánicas dirigidas hacia el hielo de sus instintos amaestrados por la inhibición; encajaba torturas ocultas que ella le hacía al propósito de una Sherezade obrera que había encontrado a un sultán esclavo del imaginario que él mismo había construido de sus aventuras. Cada uno de los movimientos de sus caderas frente a sus ojos era como el cuento de cuentos de nunca acabar en las ansiedades de Paco. Todas las trampas de la timidez fueron sufrimientos, al pasar por alto que fue deseado alguna vez por obreras que vieron en su poder empresarial, la posibilidad de obtener alguna prebenda o favor o a lo mejor el premio gordo de un matrimonio por conveniencia para salir de abajo. Nunca lo tomó en cuenta. Los nerviosismos, las palpitaciones, los presentimientos, las quejas de su escondida tristeza, impidieron que la posibilidad de un encuentro con esa mujer imaginaria se hiciera real y le diera cualquier cosa diferente a la represión vivida por su extenuado espíritu.

Alguna vez la escuchó en el chisme de una cualquiera que estaba de espaldas: “A Paco me lo cojo cuando me dé mi gana”. Sentenciado así, moría cuando la olisqueaba; desde el sepulcro la miraba cuando le echaba el último puñado de tierra sobre el rostro; todos los olores de la fábrica lo conducían al olor del pubis de “La Concha”, que necesitaba en la búsqueda de aire cuando también la fábrica le obstinaba y se refugiaba en el portón de entrada, para ser asesinado por un cigarrillo, mientras miraba el transporte público que iba y venía con carne de obrero para el patrón, luego venía y se iba llevando la carne sacrificada por el patrón. Veía en cada automóvil, en cada autobús a miles de “Conchas” sonriendo sus pensamientos. Cuando iba al sitio la buscaba en aquellas maquilladas. Era la mujer hecha a la medida de sus silencios. Inventada como la perfecta, era la inalcansable por todas las que lo esperaban cada mes para darle su despertar momentáneo.

Concha de mis sueños. Ven a mí para que estos cielos no sean el dibujo en un cartón de fumar, para que esta carne no signifique que algo murió muy lejos y parezca que mi tarea eterna sea revivirlo como hacía el tan nombrado Sísifo. Ven a mí para que me hagas lo que yo jamás podré imaginar en mi cuerpo. Ven a mí, por favor, sí, ven a mí Concha del alma, para que me ames”.

XIV

¿Desarmar y recomponer un motor? Eso es nada para lo que puede hacer mi socio. Es capaz de inventarlo, de inventar cada pieza; puede mover barcos, trenes y automóviles del mundo con su habilidad. Sus inventos y nosotros seremos el futuro. Lo aprendió en la guerra.” Ese era Paco salido del discurso de Juanjo cuando llegaron a este país. Antes, en Centroamérica, los había recibido Don Juanjo por la forzada intención de reconocer y ajustar cuentas con una antigua filiación entre él y un hijo del mismo nombre y del mismo apellido. Juanjo y Paco traían de la guerra el olor a pólvora y cierto aire pendenciero en el hablar, en las greñas, en el olor de la ropa y en la curvatura de los hombros. Una semana entera consagraron al ocio antes de recibir la llamada que otorgaba la audiencia. Habían deambulado -extendiendo el hambre que traían en las caras, en las miradas ávidas, a la comida ajena y callejera, delatados por los ruidos del estómago- por calles con apariencia de antiguas, pedregosas pero pulimentadas, de fachadas coloniales, aunque se notaba un cuidadoso mantenimiento muy parecido a la restauración o a esos sitios en los que da la impresión de que nada cambia; era como si ambos formaran parte de esos retablillos que los artesanos hacen como réplicas en yeso de un pueblo, y luego la gente los compra y cuelga de las paredes de las casas. Tan vistosas como numerosas eran las camisas coloridas y frescas en los cuerpos de la gente, que se vieron impulsados a robarlas de alguna tienda, pues venían de una guerra (no de cualquier guerra) y eso exactamente parecían. La llamada los exoneró del riesgo.

Su más cercana gente, en aquel sencillo país, lo veneraba como Don Juan José y hacían de la genuflexión obligatoria, un ritual laborioso. Para el resto, su presencia estaba cercana al mito: esposa joven (18 años), ejemplo de constancia, de inversiones cuantiosas, de relaciones sociales articuladas con el medio político, de sociedades estrechas con el gobierno, de caridad consecuente con el catolicismo y con ciertas organizaciones que simulaban nexos con los pobres; cualquier referencia a su persona era proyectada intachable. Los periódicos dedicaban a sus obras, con cierta frecuencia, alguna referencia que su organización de relaciones públicas promovía o las editoriales (también las estaciones de radio que se sentían poderosas) dispensaban. Multimillonario con el negocio del cuero, solía repetir que le debía todo a la voluntad de trabajo con la que había nacido y llegado a una tierra bondadosa de gente que consideraba inepta. ¿Qué hizo para que el tiempo de fuga fuesen la medida entre la huida y la abundancia? No pocas veces (no se sabe por cuál magia o argucia) extranjeros cuentan con ventajas comparativas sobre los nativos (más aún en países de gobiernos permisivos) para hacer que el dinero transcurra en un viceversa muy dinámico sobre los negocios, de manera que procree inmensas fortunas.

Como siempre, Juanjo fue el primero en tomar la palabra: “Llegamos a tu oficina procurando coincidir con la hora pautada, pero ya tenías una hora de adelanto; ¡Madrugas, viejo! (Por la disposición de la oficina, el viejo pasa por hombre sencillo; cosa que no recuerdo de España. Esto debe ser una táctica; ¿Cómo será la casa? Su sonrisa, en vez de significar comodidad para caminar en una conversación afable, traza la distancia entre una sincera expectativa y la pronta despedida. No nos ofrece el abrazo paternal que esperamos; eso sí, más para formalizar que para demostrar cariño, destaca la frase que dedicó a nuestra niñez: “¡Siempre juntos!”. Con témpanos glaciales en la mirada escucha lo que le digo...) el sitio de Madrid fue una acrobacia de situaciones espectaculares que tardaríamos años en contarte, papá (Con esta palabra sus ojos no experimentaron el menor parpadeo). Hay que reconocer que los rojos se batieron con furia: fueron tres años, pero los nacionales fuimos mejores en el terreno militar y en la política. Luego arriesgamos la vida enfrentando la resistencia de los que quedaron en las montañas. Se fueron a las guerrillas como estaba previsto. Yo y Paco, nos ofrecimos como voluntarios para consolidar la victoria del Caudillo; no nos faltó condecoración, ¿Sabías que Paco nos ha salido un excelente mecánico de motores? ¡Inventa cosas! En un acto masivo nos reconocieron nuestra creatividad. Nuestros aliados nazis nos pidieron para invadir Moscú. Ya íbamos contra el enemigo mayor, contra los comunistas de origen. Era lógica esa exigencia, luego del servicio que prestaron a la causa. ¿Y quienes iban a la vanguardia heroica contra los rusos? Tu hijo y su amigo; pero el olfato de tu hijo pescó en el aire algo terrible. Sabes que soy muy bueno relacionándome con todo lo que me rodea y en mis incursiones percibí ciertos asuntos graves en la arremetida alemana. La razón de esa causa era correcta: barrer al comunismo de la faz de la tierra, pero hubo un talón de Aquiles: Hitler estaba loco y tu hijo lo percibió. Nos devolvimos de Austria con ciertas artimañas que logré tramar: sorteé los peligros que ameritaron ciertos engaños. Y mi instinto me dio la razón porque luego lloramos la caída de Berlín junto a toda la falange en Madrid. Tú sabes por experiencia, papá, que estos heroismos generan rivalidades y envidias; sin explicación aparente, sin que nadie nos avisara fuimos dados de baja; me atrapó el desempleo porque en la reconstrucción catastrófica, nuestro gobierno se abrogó la potestad de decidir sobre las vidas y un hombre con mi experiencia que regresaba con un amigo de la guerra mundial, no ofrecía ventajas; la paga como mecánico, y el hambre, y las privaciones, y las desconsideraciones afectaron también a Paco, además papá, en España los ricos están completos, por consolidar esto hicimos la guerra. Entonces decidimos emigrar... Sin embargo, pese lo que pese, frente el sacrificio que hacemos los que nos hemos marchado, el gobierno del Caudillo es lo mejor para el país y cuando nos llamen regresaremos para defenderlo”.

Con esta idea; canto universal de los exiliados falangistas (como un secreto acuerdo en las mentes) el magnate se incorporó de la silla del escritorio, decidió entonces creer mucho menos de la mitad de lo escuchado, preguntó acerca del destino de cierta gente que le interesaba (ya sabía lo ocurrido a su ex-esposa), habló con brevedad de la importancia de forjarse con esfuerzo propio, sin ayuda de nadie: “lo obtenido por sí mismo obra milagros”, dijo mirando un retrato suyo montado en cañuela de madera natural quemada. Analizó las ambiciones de ambos y no concordó sus destinos con el de trabajadores de su empresa: “No vengan como ahora a ofrecerse arruinados. Vengan a ofrecerme una sociedad ya como empresarios, con el éxito logrado. En otro sitio de la región, del mismo idioma, de gente fácil, podrán culminar sus búsquedas”. Esta fue la razón para ayudarlos con la inmediata gestión de visas hacia un país del Caribe apropiado (este país). Se especulaba (y no le faltaba precisión a Don Juan José) que allí gobernaba un general dispuesto a apoyar a exiliados llegados como agricultores: “Un gobierno amigo del Caudillo”. Hizo llamar en el acto, a un funcionario del servicio exterior adherido a la cadena de favores que su poder sellaba: el trámite se aceitaba hacia la consolidación. “Ningún negocio mejor que la tierra”. -exclamó mirando al techo, como exaltando a Dios. El asistente recibió con sorpresa la orden (Juanjo le había dicho que era “hijo del jefe”): “Los caballeros se retiran. Acompáñalos a la puerta.” -dijo Don Juan José con la sequedad que no bosqueja próximos encuentros.

La habilidad de Juanjo, pronto proveyó una embarcación ligera, montuna, delincuencial, presta para polizontes (o para ilegales); mucho más pronto se vieron botados en el puerto de La Guaira; y más pronto aún, con la inaudita hospitalidad encontrada (“en esta gente bondadosa” -a decir de Paco), tomaron en alquiler cuatro paredes con una puerta muy parecidas a un escondrijo, para pasar las noches y las incertidumbres.

Grandes cambios de lugar, producto de éxodos críticos, hacen que cambien también las aptitudes de las personas. Paco aprovechó este nuevo país para descansar todo lo que no pudo en casi dos décadas de terror y guerras, singularizando lo que más podía sus aspiraciones en un sueño que intentaba hacer reparador por las noches; a Juanjo, en cambio, las madrugadas lo atrapaban pensando en inauditas empresas que habrían de impulsar para hacerse ricos. “Para iniciarnos, como sugirió papá”, -exclamó Juanjo, a la visita del insomnio de una noche marina- “es mejor servirle a un paisano y pasar un poco de trabajo en una país extraño, que habernos quedado en un país que tardará muchos años en recuperarse de una guerra”.

Nunca les faltó el café de la mano abuela, la diligencia del nativo amable, las chanzas de los muchachos de la esquina que los unificaban como gallegos, el auxilio de un paisano aventajado, la plaza adonde rumiar la España que paulatinamente sería una benigna opacidad en el corazón y en la mente, y que se figuraba en las cartas y postales cruzadas, (con la vigilancia del dominio falangista) narradas con los dureza de las manos que las escribían. Sólo en esos bancos de las plazas de un país de pueblos afables con los extranjeros, amables con quienes venían afligidos de tierras lejanas, dignos con sus costumbres particulares, bromistas con sus características culturales, se podían narrar sus propias utopías truncas y las quimeras de ahora.

Rostros con distintas almas que habían llegado estupefactos por el exilio, por los secretos muertos que escondían en algún lugar del infortunio, por el terror sufrido en el desencadenamiento de la más violenta diatriba social, luego de aquellas batallas innombrables, necesariamente silenciadas a los parroquianos de un país extraño, depositaban en un nuevo porvenir sus esperanzas; utopías, acaso un poco más consideradas (por europeas) que las nativas, renacían como lentas y renovadas auroras; además, encontraban en esa plaza de estatuas que estaban obligados a conocer en la historia que guardan, el aire para conversar sobre lo que les pasó sin odiarse tanto (o tal vez buscando amarse de alguna manera o perdonarse), conservando una pasión distanciada de una ferocidad que el tiempo se encargaría de calmar y, entonces, darse la posibilidad de hablar de todo aquello en paz.

XV

Muchas preguntas provienen de una sola, escondida en mil historias o en una. Quien se hace una pregunta, puede, en la única respuesta, responder a todas; quien se hace muchas tal vez responda todas y no responda la pregunta principal; al fin y al cabo lo importante sigue siendo la pregunta: tener una pregunta parece lo más valioso, aunque miles de personas (tal vez millones) inviertan la vida entera buscando sus respuestas.

La empresa era de por sí una gran interrogante que sobrellevaban atizados por la sorpresa y en el ambiente aparecía también la expectativa de que el patrón se negaba a discutir el contrato colectivo; el rumor de paro circulaba como una molestia lejana, como la resaca que deja una borrachera, que se quita con un analgésico: como un ratón. Portaban los del sindicato sólo cuando tenían algún interés que a la directiva convenía promover para ganarle algunas dádivas al patrón: “Pájaro de mar por tierra” -se decía abiertamente en los diferentes talleres cuando los veían llegar, como un viejo conocido que merodea, más bien, que zamurea. Lo que sonaba en el ambiente de la empresa, nada se relacionaban directamente con el conflicto que se traían entre manos: “¿De quién hablan? ¿Quién es ése? ¿Trabajó aquí alguna vez? ¿Trabaja? Yo nunca lo he visto. ¿Acaso es ése que deambulaba como un zombie? ¿Qué le pasó? ¿Se escondió? ¿No quiso trabajar más? ¡Si ya no trabajaba! Yo no lo veía trabajando. Nos miraba con perplejidad. ¿Los del sindicato lo conocían? ¡Qué van a conocer los del sindicato si ni siquiera vienen por aquí”.

¿Y qué importa ese viejo? ¿Qué les importa? ¿Qué nos importa?”, -espetaba el delegado sindical. “Yo apenas lo conocí. Lo veía de allá para a acá, de aquí para allá, cumpliendo con su trabajo, haciendo que esto funcionara; nada más. Que yo sepa, no tenía ni arte ni parte en las decisiones generales, en las importantes. Sabía de todo lo de adentro pero nada sabía de lo de afuera. Trabajaba pero no negociaba. ¿Qué quiere que les diga? Ahora resulta que de la noche a la mañana el viejo se desapareció y se ha puesto de moda en esta empresa como si fuese un secuestrado; nada hay que descartar, pues uno ni sabe. Queremos sonarle un peo a la patronal y nos sale este fantasma. ¡Y qué nos importa ese viejo idiota! ¿Desapareció? ¿Está encerrado en su cuarto? ¿Nadie quiere abrir la puerta? Ese no es problema del sindicato. Los sindicalizados son ustedes los trabajadores, a ustedes nos debemos. ¿Tenía familia? ¡Al carajo! Llámenla, para que lo encuentre y hable con él. ¿Estaba sindicalizado? No. ¿Se dan cuenta que no nos interesa para nada? Justo en la Hora Cero nos vienen con este cuentico. ¡Nada! Es un pote de humo del patrón. Humo, compañeros, humo. No le hagan caso a esta vaina”.

Nunca hubo alboroto tan disimulado. Policías, bomberos, la medicatura forense y hasta algunos directivos de la asociación de vecinos del sector conformaron un operativo accidental, casi secreto; tanto que ni se daban la mano, como llegados a un encuentro clandestino. No faltaba la pregunta de la joda vecinal: “¿Y qué van a regalar?”. “Nada -respondió alguien, -quieren testigos de algo”. Cada expectativa formaba un gran ejército auditivo, esta vez gobernando, por vez primera, sobre el ruido común de la implacable producción; un silencioso susurro que enmudecía el rugir de los talleres. A pedir de boca para el dueño total de la empresa, aquella coincidencia marcaba el signo de lo que había sido su paso por estas andaduras mercantiles, sin que lo tocase siquiera un nimio percance que a otros empresarios había golpeado en la ganancia y nunca a sus arcas protegidas por un hado benefactor. “Un dueño eficaz siempre tiene quien le informe de un conflicto en ciernes” reflexionaba. Había pasado de la intuición a la certeza como esperando que la jugada volviera a estar de su lado, que la bola haría la carambola calculada en un tapete de su absoluta construcción, que el marfil resolvería, con los designios del azar, quedar a tiro para una nueva victoria. Unilateral, pospuso la entrevista con la directiva del sindicato (rabiaron a Dios aquella bofetada) argumentando problemas urgentes. No les quedó a la directiva sindical más que quedarse a ver el prodigio; funcionarios del ministerio mercadeaban asesorías telefónicas con el dueño. Sólo una espera calculada le permitiría medir los alcances del juego que ahora manejaba con la yema de los dedos: la ganancia nunca se le negaba en el sorteo, (como buen tahúr) y en el resultado mucho menos. No pensaba mucho en el hombre que (a lo mejor) oculto en la habitación había sido su gran pretexto, quizás para no traer nexos, para espantar alianzas con el pasado. Dejaba la resolución del problema en las autoridades competentes. Desdeñando completamente el concepto de favor, en su lógica gobernaba la ventaja, (tal vez) como cuando niño; la náusea se auguraba en la boca del estómago si la infancia atravesaba sus recuerdos; más bien concentraba todo en el método. Veía siempre el final claro a su favor.

XVI

Una tras otra, las máquinas de Paco marcaban la sobrevivencia. De una exprimidora de naranjas hasta la inyectadora de la primera fábrica, podían enumerar decenas de ingeniosos mecanismos. Cuando se agotaba el mercado o la popularidad del producto, Paco fijaba la mirada en algún aparato que luego transformaba en una genialidad; una máquina, copiada u original, lo mantenía en el mercado de trabajo. Paco hacía y Juanjo acumulaba. Paco construía y Juanjo negociaba. Paco soñaba y Juanjo materializaba. Vino la primera discusión cuando Juanjo anunció haber registrado a su nombre, en la oficina de patentes, la autoría de los inventos de Paco. “Yo soy tu representante” -le dijo con grandilocuencia. “Pierde cuidado. Tu grandeza y genialidad no está para ocuparte de esos trámites”. Desparramaba el discurso de siempre, simpático, creíble, sospechoso. Paco pedía acudir a lo de las patentes para ponerse como dueño de sus creaciones pero nunca el tiempo alcanzaba. “Tú verás que mañana vamos”, decía Paco mirando papeles.

Dicen que a nadie avisa la gran posibilidad, sólo hay que saber cuando está llegando, caundo se presenta. “Hoy comemos pan con mortadela y refresco, pero mañana comeremos bistec”, -decía Juanjo los mediodías, sentados en las aceras de La Candelaria. El general que gobernaba el país facilitó las puertas a los europeos para apuntalar la producción agrícola y “mejorar la raza”. Siguiéndole la pista al gobierno, Juanjo jugaba al murmullo entre sus paisanos: “A esta gente no les importa montar un negocio. Son flojos, desinteresados; gastan hoy lo que se ganan y mañana vuelven a conseguir. Tienen la vida fácil. Hay que aprovechar”. Instalaron el primer inyector con los ahorros atesorados por el administrador Juanjo, en un terreno que compraron con rancho de tablas incluido. Sustituyeron las tablas semi armadas por un rectángulo de ladrillos con tejas de latón y allí pernoctaban como dos vaqueros recién llegados a la quimera del oro estadounidense. Juanjo hizo en la calle los primeros clientes que animaban el producto del trabajo del incipiente taller; los diseños que salieron al mercado (obra del orfebre Paco) fueron exitosos. Con el taller mejor formado, Juanjo invitó a los primeros inversionistas. “Les presento a mi socio, Paco” -y relató la futura gran empresa que tenía en mente. Esa noche, luego de calcular algunas cuentas, Juanjo y Paco firmaron a medias la propiedad de la inyectora y las primeras herramientas. “¡Socios!”, dijo agregando luego un abrazo: “Lo demás lo arreglamos después”. Juanjo se fue sintiendo cada vez más dueño del negocio, mientras Paco cada vez más ¡Outside!

Luego de una década de bonanza y buenos negocios que a Juanjo hicieron millonario y a Paco lo consolidaron como un omnipotente encargado de los talleres, la fabricación computarizada se hizo una realidad y en esa medida Paco fue sustituido del trabajo eléctrico y mecanizado donde había tenido su feudo; era un genio de la electricidad y de la mecánica pero muy poco sabía de computadoras. Tubos, cadenas, fusibles, bombas, flejes, turbinas, impulsores, relojes, tanques que manejó a su antojo, fueron desplazados por procesos más sutiles, mucho más rápidos, digitalizados, manejados desde prototipos pequeños, portátiles, que requirieron de finas manos, de nuevas mentes conocedoras de innovadoras nomenclaturas y álgebras inéditas adecuadas a los tiempos por venir. La demostración de aquellos equipos inusitados, llenó de gerentes y técnicos en ropa formal a toda la fábrica, venidos de un concesionario japonés. “Son para ser manejados con bata blanca” -decían como si anunciaran un asistente de cocina. Por meses ofrecieron asesoría técnica y cursos a nuevos encargados que además hizo innecesaria la utilización de mucho del personal obrero. Los despidos abatieron los talleres y la brutal ganancia castigó al empleo. El sindicato quería negociar con el patrón.

Juanjo presentó a Paco: “Él es el encargado”. Su voz cayó seca como el golpe de una mandarria sobre el suelo. Lúgubre fue la sonrisa de Paco como la tristeza que se desprendió de su mirada tan sorprendida como perpleja. Paulatinamente, Paco fue dejado a un lado sin la menor consideración, sin que alguien le dijera cuál iba a ser su rol de ahora en adelante, sin que, dentro del nuevo ordenamiento de la empresa, se establecieran cuáles iban a ser su posición, sus deberes, sus roles. Sorda se fue haciendo cada vez más su presencia ambulatoria, débil su integración al emporio que ahora se digitalizaba, tenue su ocupación hasta llegar a ser innecesaria. Ya no coordinaba nada, no asistía a nadie, no atendía ningún requerimiento ni giraba instrucción alguna. Por muchas vías intentó la entrevista con quien había sido alguna vez su socio y le fue imposible. Ahora se encargaba de nada. Podía estar o no; llegar o irse; salir o entrar. Daba igual si tomaba alguna de las antiguas herramientas que apenas hacían falta o se apostaba en cualquier esquina del trabajo a mirar sin propósito; porque allí nadie reconocía su estar, su hacer, su ser. Sólo cobraba el sueldo; acto que le parecía indigno. Los años pudieron haberse transformado en siglos y nada era el sustantivo en que se había convertido, entre aquella ergástula de esfuerzos que no paraba jamás de transcurrir, de producir, de invertir, como si el tiempo fuese el verdugo de un remolino que tragaba.

Una tarde, Sumay, hija de Corteza, quien había heredado el trabajo de limpiarle la habitación, (a la madre la había agarrado un accidente cerebro vascular) le dijo a Paco: “Se escucha por ahí que tienes que irte del cuarto porque lo van a demoler”. Paco tomó un taxi y se prometió con sus pasos ejecutar una profanación.

XVII

Hay encuentros a muerte donde la muerte parece estar disimulada por sellos formales de un diálogo asfixiante, controlado como el de aquella noche desesperada para Paco y estratégica, definitiva, conclusa para Juanjo.

Darse cuenta de que no había firmado jamás un papel significativo de propiedad, de legalidad de todo aquello por lo que tanto luchó y que la defensa de su derecho fue sujetada por su hablar apocado, esa lentitud torva que llevó pegada al espíritu como un balatá maldito, la contemplación de ciertos sucesos trascendentes que pasaban más rápido que su decisión, le tiró contra el sofá de la lujosa oficina a la que por primera vez entraba. “Has sido el encargado general de la fábrica” -le decía con sequedad Juanjo- “has ganado el mejor sueldo de todos aquí. Tienes todos los años tu arreglo. ¿Qué más quieres? Alquílate un sitio por ahí. Es hora de que salgas de ese barracón”. Paco tuvo la posibilidad de respirar toda la comprensión del mundo por vez primera en su vida. Recorrió cada implemento habido en aquella estancia construida con su sudor: pinturas de artistas importantes compradas en exposiciones de renombre, adminículos de lujo para atender el papeleo administrativo, alfombra, lámparas cromadas, onerosas botellas de variado licor, aparatos suntuosos para apoderarse del arte musical o cinematográfico; percibió el aire acondicionado que ahogaba el sopor de su desesperación, el aroma frutal del ambientador, el ventanal que mostraba la ciudad, la ausencia de una victoria que nunca tuvo. Fondeó los ojos de Juanjo como nunca, y como nunca vio el tamaño de su poder, la magnitud de su cinismo, el peso de su engaño. Antes de decir algo, Paco empequeñeció mucho más de lo que había sido. Su estatura fue disminuyendo al propósito de una humildad inenarrable. Tomó la severa inclinación del enfermo, la desbarrancada caída del derrotado, el desbocado vértigo del vencido y la escupió sobre sí mismo. Apenas superado el estupor con que Juanjo aguzaba los ojos para mirarlo tan abajo, tan disminuido, tan nimio; terror sintió con el descaro de la traición que tramó con su avasallante carácter, que de no ser por los años de preparación acerada y labrada para este momento, se hubiese ido lejos a vomitar la ignominia que esculpió con sus manos. Como si hablase una hormiga, una ameba, el miserable tizne de una olla golpeada, Paco dijo: “Quiero que me devuelvas el sueño que me robaste”.

Pequeños instantes sobrellevan situaciones o las agravan, depende de quienes los vivan y los interpreten. “El carro está listo, Don Juan José” -dijo una voz que seguramente era la del chofer personal. Supo recobrar, a duras penas, Juanjo (Ahora Don… ), la cordura perdida por su propia cobardía y atinó a decir una orden borrosa. Paco ya había dejado su silencio, un increíble silencio de siglos, en aquel lugar.

XVIII

Las preguntas vuelven al lugar iniciático como aves migratorias cansadas de buscar la verdad en los cielos de la incertidumbre. Emergen las interrogantes de la caverna primigenia y viajan a la intemperie y a la indefensión del tiempo para formularse reflexiones infinitas. Moran provocaciones en la primera molécula venida en la primera pedrada de la creación del universo y se expanden como gritos en las grutas inacabadas de la inmensidad, buscando la vida que se autocrea. Para averiguar acerca de Paco ¿Se atreverán a tocar a la puerta de la paradoja de Erwin Schrödinger para llamar a cualquier nicho elemental e indagar al gato bombardeado por la partícula y la onda a un mismo tiempo y así describir la paradoja de si está vivo o muerto o los dos estados a la vez? ¿Estará vivo o muerto el gato? Si continuara vivo ¿Cómo hizo para sortear el poder de tan inmenso peligro? Si está muerto ¿Cuándo y dónde murió? ¿Murió en la guerra civil de las Españas o en la guerra mundial o en la guerra del hambre o en la guerra del exilio o en la guerra de la traición? ¿Había tantos gatos como guerras posibles de morir o de vivir? ¿Tantas manos, tantas cajas, tantos martillos, tantos recipientes de vidrio, tantos venenos, tantas partículas que se activan y que matan o no matan a un gato eran probables? ¿Murió y siguió vivo a la vez o es el inicio de una probabilidad? En la realidad, si abren la caja puede estar vivo o puede estar muerto el gato, pero sólo puede estar vivo sin estar muerto o puede estar muerto sin estar vivo. Al abrir la caja, el cincuenta por ciento de probabilidad lo encontrará muerto y el otro cincuenta vivo; pero adentro, más al fondo, mucho más allá, adonde se puede mirar con mil miradas a la oscuridad más intensa del cosmos interno y externo, las cosas son infinitamente pequeñas; allí estará muerto si absorbió el veneno o vivo si la partícula no se disparó y no activó el martillo que daría sobre el frasco que contenía el veneno que mataría al gato; muerto y vivo a un mismo tiempo, desatando probabilidades el gato es indagado, la curiosidad (que mató al gato) sólo puede presentir, anda lejos de las probabilidades; quien predice es humano con piel, sangre, carne y huesos. Los gatos no predicen, aunque tengan piel, sangre, carne y huesos, porque no tienen raciocinio. ¿Acaso el veneno que mató el gato sería el falangismo? ¿Qué lugar en la caja ocupa la falange? ¿O la falange sería el martillo que rompería el frasco y el veneno son los imperios que se benefician? ¿El veneno sería el nazismo o los camisas negras italianos? ¿El átomo disparador sería el catolicismo o el fanatismo o la histeria o la violencia o todos juntos? ¿Por qué el gato no modifica la realidad? Respuesta: porque nadie lo observa, al ser observado modifica la realidad porque la incertidumbre cesa. Modifica la muerte si alguien observa (y modifica la vida); no hay indiferencia posible; quien interviene está vivo y quien es indiferente está no-vivo, no está muerto; entonces, el gato continúa vivo si interviene la probabilidad. ¿España era la caja o habían dos Españas (cajas) que tenían cada una un gato adentro y fueron mirados? ¿Quién los miró… ? ¿… la misma España? ¿O el gato era España? Mientras estaba en la caja ¿España era una probabilidad si estaba viva o si estaba muerta y cuando la caja se abrió se convirtió en una realidad? ¿Una de las dos Españas quedaría viva y la otra muerta? ¿Está loco David Bohm cuando dice que la muerte es una abstracción? Si Paco pudiera ser el gato que está en la caja ¿Cuál de las dos Españas lo guarda en la caja que a un mismo tiempo no han dejado de ser España? ¿Paco se quedó en España aunque haya emigrado?

Un grupo de bomberos y policías abrirá la caja. Filomena (junto al forense) constatará dentro de la caja si el gato está vivo o esta muerto; de lo que observen dependerá hacia donde se muevan las probabilidades en la caja. “Dios no juega a los dados”: dijo Albert Einstein. La mujer observa un cuerpo inerte sobre la cama y aumenta su dimensión en el ciclo de preguntas; ¿Por qué Paco vino a dar aquí? ¿Por qué vino de tan lejos? ¿Por qué atravesó el charco? ¿Con quién llegó? ¿Qué lo trajo hasta aquí? ¿Está vivo o está muerto?

XIX

Juanjo, hijo de Juanjo, nieto de Juanjo (hoy llamado Don Juan José, empresario, millonario, connotado hombre de las finanzas, miembro de la Federación de Cámaras y Asociaciones) mira los acontecimientos desde la gran pantalla de su oficina. Un privilegio más significa ver las imágenes por vía internacional; la censura del gobierno oscurece el escenario de los canales nacionales. La mayoría de la población es cegada a su propia realidad mientras Don Juan José observa la sorpresa en la calle filmada por cámaras osadas. El aroma del café de la tarde pasa de sus manos al olfato, al paladar, al pecho, al estómago, a la tranquilidad intranquila que ahora siente al observar detenidamente los sucesos. Gentes desconocidas que no se encuentran entre su selecto grupo de socios y amigos, entran con desaforado ritmo (descalzos, sudados, alegres) en los establecimientos comerciales y salen cargando cualquier cosa grande o pequeña sobre hombros, manos, cabezas. “¡Están robando!” -piensa. Parece que la ciudad escondía a toda esta gente que ahora brota como un cardumen hirvientes de peces extraños a devorar lo que encuentran. Se siente agraviado. Mucha de la mercancía que sus empresas fabrican y que había sido comerciada, ahora (en el justo momento del asombro en sus ojos) es sacada de las tiendas por una gente venida de un mundo ajeno a su alcurnia y que no paga, no cancela, violenta las cajas registradoras, los códigos de barra, los sensores digitales, las convenciones sociales, los diez mandamientos. “Yo vine desde muy lejos a contribuir con el desarrollo de este país. Yo que he trabajado honradamente para que todos saliéramos adelante, me siento agraviado, avergonzado. Esta gente se está burlando de mi esfuerzo”. Los locales son cavernas abiertas, boquetes sin orden ni control, alfombras de mercancía aplastada; “Yo que he favorecido con mi trabajo a este país”, ya no hay puertas, ni vigilantes, sólo gentes de todas las edades entrando y saliendo cosas que estaban secuestradas. “¡Cómo violentan la propiedad privada! ¡Oh, Dios!”. ¿Esta gente desconocida adelantó el carnaval? ¿Quiénes se creen? ¿De dónde salieron?”.

Hace un mes, pensaba Don Juan José con estupor, había asistido a la toma de posesión del Presidente cuando... “Es Paco, ¡Si! ¡Es Paco! Lo acabo de ver en la pantalla. ¡No es posible! ¿Y el dictamen del forense? ¡No murió! Paco está entre esa gente. Estoy seguro. ¡Juro que lo veo!”. Pasan primeros planos de su rostro y es él. Va cargando las partes de una cama, luego lo ve ayudando a una vieja a cargar un televisor, luego saca un costillar de carne de un frigorífico y la está repartiendo a quien pasa, a quien llega, a quien recibe, luego corre con la gente a refugiarse; están disparando balas de verdad; Paco cae acribillado. Paco se levanta. Paco continúa corriendo. Paco ayuda a trasladar a los caídos. Paco se acerca a la cámara. El Don no quiere escuchar a Paco. “No es verdad que esté allí frente a las cámaras con toda esa gente. ¡Dios mío! No puede ser verdad”… ”


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