“No
se baja vivo de una cruz.”
Julio
Cortázar
I
¿Quién
pudo haber ordenado la búsqueda, en aquel cuartucho íngrimo, de
alguien a quien todos habían sometido a la indiferencia sin saberla
tan parecida al olvido? ¿Estaba adentro o era nada más una sospecha
sacada de la sorpresa de no verlo deambular más entre la muchedumbre
fabril, cruzándose en el ruido de máquinas y en el olor aceitoso
que se pega de la ropa, de la piel y de los pasos aligerados que
llevan caras largas con miradas guardadas en ese silencio que oculta
sentimientos? Las preguntas siempre bullen del panal de la
incertidumbre, cuando alguien decide alborotarlas con ausencia para
picar la miel de la curiosidad.
Paulatinamente
todas y todos se percataron de cómo sentían la fábrica sin Paco.
La costumbre fue borrando de los recuerdos huellas que con los años
terminaron pareciéndose a otras huellas que venían y se iban para
siempre, en el balancín que gobierna la molicie y la ganancia
derrote al salario. Ese no estar lo fue apareciendo
difusamente en un lugar anclado a fuerza de empujones vivenciales,
del nadir donde se comienza a ignorar, a no ver. Luego regresó sin
el salvoconducto del renacimiento y allí comenzó a estar sin estar.
Filomena
fue la primera en sospechar; la del primer café madrugador, el de la
buena suerte, el que ponía humeante sobre sus dedos en vaso plástico
y pronto terminó regalándole como reconocimiento a su jefatura.
Echó de menos el carraspear de su garganta que tragaba la bocanada
del cigarrillo encendido con yesquero metálico de bencina y caja
cromada (aquellos de mecha blanca, vendidos en el viejo almacén
“Agachaíto”) que con los años Paco iba consumiendo entre humo y
la neblina de Las Adjuntas, apenas pegado al labio inferior con el
último filo del filtro. Filomena danzó en el portón durante días
con la voz en la pregunta y la búsqueda en la mirada, hasta que se
hizo notar con indagaciones. “¿Dónde está el viejo?”,
susurraba, mientras cafecito iba y cafecito venía. Nadie reparaba en
su llamado o como dijeran muchos jocosamente, a cada instante, para
remarcar la jerga del barrio: “Nadie le para bolas”.
Toma
los vacitos de plástico y no se quema los dedos, ni se le bota una
gota de café en el piso, ni le tiembla la mano cuando lo muestra
levemente en el aire antes de entregarlo, para recibir la paga y de
nuevo el susurro: “Aquí tienes... ¿y no has visto al viejo
Paco?”. La respuesta se queda entre el silencio que va del pecho
lleno de presentimientos a los dientes que retienen el recuerdo y así
no ofender el derecho a la memoria. En los ojos se queda la
invisibilidad a la cual lo condenan; lo borran como si no lo hubieran
conocido jamás, como a un antiguo trasto, como una opacidad de la
cotidianidad. Los nuevos lo ven pasar como un ánima andante,
como un extraño entregado al desapego que produce la cadena de
producción en marcha y preguntan ¿quién es éste? La
mayoría se encoge de hombros y una minoría que sabe de él o lo
conoce, prefiere quedarse con sus presunciones. Sólo la cafesera se
atreve a retenerlo en la memoria desde el portón que nunca puede
franquear, porque los años en que se ha vuelto vieja al mirarlo cada
día ordenar sus ideas antes de entrar en la labor, la acostumbran a
seguirle esos instantes de soledad con cierta y desconocida pena que
no le es comprensible. “Yo no trabajo aquí”, dice ella como
carta de presentación a quienes llegan comprándole un café,
preguntando por un empleo o cualquier otra información peregrina,
antes de soltarles lo que sabe o le dicen o presume saber de aquel
gigante industrial donde ahora Paco no está.
La
materia prima entraba en los inyectores y salía transformada por
máquinas en miles de formas de colores vendibles. ¿Cómo sería
este sitio sin todos estos ruidos interminables, sin estas entradas y
salidas de amortiguadores, bombas, palancas, neumáticos, botones,
enchufes, interruptores, reguladores, bombillos, ordenadores,
pantallas, cables, cajetines, soplidos, bufidos, caídas, cerraduras,
aberturas, filas de llaves, alicates, destornilladores, vibrar a un
mismo tiempo para mantener la ganancia y los sueldos de cada uno de
los que llegaban y se iban sin que esto se detuviera? Sería un
desierto, una inmensa caja de concreto armado poseída de muchos
cuentos o una gran historia a la espera de mensajes o tal vez
anhelos, esperanzas, verdades. O sería simplemente un parque
infantil con sembradío de rosas y callejuelas por donde se atreven
los pasos de niños y niñas revolcados en el puro juego. O tal vez
un instituto comunitario para mejores obras guardadas en el porvenir.
O un depósito de utopías. Ahora estaban hombres y mujeres de bata
azul, amaestrados en las rutinas de seguir órdenes y vigilar la
manía humana de colocar un mismo trabajo a lo largo del oficio, un
monótono hacer en esa rutina donde a la demencia se le llama
producción, al vértigo se le dice calidad total, a la alienación
se le nombra como buena labor y que en algunos países realizan
robots. Ninguna de estas gentes reparó en que cerca, muy próximo,
estaba un compañero de trabajo, tan al lado que hasta se les
desapareció, que tal vez sentía la vida más de lo que imaginaban.
También
le vieron el filtro del cigarrillo apenas pegado a los labios y que
por milagro de la saliva no caía al suelo y se mantenía encendido
en el vaivén de la jornada hasta que se consumía y luego se pegaba
con el otro cigarrillo porque los llamaba con varios golpecitos secos
en el culo de la cajetilla, destapándola por el borde superior
derecho, desvirgando el celofán transparente y el papel metalizado
que a la vez servía para estirar la vida de las pilas de los radio
transistores, y quedaba una boquita por donde iban saliendo
transformados en humo, ceniza y horas muertas de mejor olvidar, hasta
abrir otra cajetilla y comenzar de nuevo. Todo lo que sabía (¡Y
cuánto sabía!) era aplicado a cada maquinaria, herramienta o
tornillo que iba en su lugar. Los movimientos amalgamaban la
producción ensordecedora, apenas alterada con el soplido lánguido
de la sirena que señalaba el cambio de turno de nueve horas, con la
entrada y salida del ejército oculto que suele llamarse
trabajadores.
¡Todo
lo que cuatro paredes pueden guardar de la curiosidad! Los pocos que
llegaron hasta allí se podían imaginar cualquier cosa y luego iban
con el cuento a los talleres o a las horas de jugarse las cartas,
entre licor y risas o a la intimidad del transporte a casa como tema
de conversación. “¿Cómo vivirá el viejo Paco en ese rancho?”,
se preguntaban y la respuesta no importaba. Su tos leve y gangosa,
cada tanto expulsada cuando iba a dar una indicación, lo decía. Ese
corto hablar de todo, como si tuviese el secreto de la síntesis que
no sintetiza nada pero precisa y manda, sin que la sonrisa le jugara
una mala pasada a la seriedad enjuta que le surcaba el rostro cuando
amarraba el trabajo de todos a su paso lento entre las máquinas. Iba
directo a la cosa, a la instrucción. Sabía acerca de todo lo que le
rodeaba porque era minucioso, memorioso hasta la paquidermia, como
tener la habilidad de la sencillez. “Tal cosa”, y eso era: tal
cosa. “Así va esa arandela”, y así iba la arandela. “Nada
le sobra a una máquina”, sentenciaba, cuando alguien pretendía
justificar el extravío o la aparición de una pieza, de un aplique o
de una gomita de apariencia insignificante, fuera de su lugar. El
pelo lleno de brillantina perfumada se confundía con el propio olor
de bañarse cada sábado luego del mediodía y con el olor a fábrica
andante, sin parar, sin detención posible. Y aquella bata azul
militante de su cuerpo, cuyas manchas de grasa parecían tatuajes
originales que algunos imaginaban como la primera con que llegó a
fundar esta empresa; como si arribó con ella de la mismísima España
envuelta en un maletín grabado con el castillo de algún pueblo
lejano, de esos que la guerra castigó con el látigo de la derrota y
la dictadura, era como su tarjeta de presentación personal. Idéntico
era el modelo de zapatos para aguantar la fuerza de la rutina
laboral. Cualquier pantalón, de cualquier color, de cualquier tela,
de cualquier marca servía, no importaba. El poderoso interés de
todo aquello no estaba con él ni con los trabajadores, él lo
representaba, eso era todo. Lo importante es que nada de aquel teatro
mecánico bien calculado, milimétricamente bien engranado,
cuidadosamente engrasado, se detuviera; lo demás (sobre todo las
vidas) poco importaban.
II
Santa
Marina los vio crecer a la flotación de aquel aire limpio de inicios
del siglo, entre pasadizos comunales, con los brazos extendidos como
aves liberadas hacia aventuras sencillas y el brillante sol de
Extremadura que los marcaba con rayos celestiales. Eran los más
consentidos. Juanjo y Paco de la misma edad: “amigos para siempre”,
decían los viejos. Juanjo primero (aseguraba que nació primero y lo
acentuaba con velocidad, gritos, malacrianzas; reclamaba, incluso,
que nació unas horas antes) de temperamento más despierto, sagaz,
rápido ante las visiones infantiles de la vida, a paso de ventarrón
por sobre las colinas. Paco después, siempre y eternamente después,
nació el mismo año pero nunca pudo decir a tiempo que no nació
después, que nació antes, entrecortando las palabras que salían
como el ta-ta-tá de la Tamborera del carnaval, pensativo, taciturno,
lento, con el pie derecho levemente arrastrado, dispuesto a la patada
al balón para que diera la curva fabulosa hacia el arco, momento
especial en que destacó su infancia. Juanjo envidioso, negaba las
alabanzas que el entrenador hacía a “la patada fabulosa de Paquín”
productora de un gol de cancha a cancha cuando enfrentaron al equipo
más difícil del campeonato, “como pocos goles se han visto en esa
categoría”, decían en las esquinas del pueblo; sirvió varios
más, luego que subía, apoyado en la sorpresa, a campo enemigo,
ejecutando la centrada sorpresiva para que la cabeza de un compañero
se llenara de gloria.
Don
Felo (barrigón por las andanzas de chofer de un camión de estacas,
de calva cubierta con una boina roja y franela verde pulcra, aunque
gastada, de algún equipo de división lejana) se rendía a los
aguajes y chistes del “Juanjo”, porque era bueno en las
matemáticas y reconocido en la escuela por la familia materna. Cedía
ante sus veloces arranques, a los quiebres de cintura, a los
cabezazos flemáticos que estornudaban el balón, negado a ver las
pérdidas constantes del cuero entre las piernas de los rivales; ¡lo
colocaba como centro delantero! Sólo Don Felo se lo explicaba. Nada
más lanzaba sus discursos rápidos y ya no se dudaba de lo que
dijera. Paco, menos hábil con los números y con el hablar, iba a la
defensa. Don Felo decía: “Por ese muro no pasa un sólo molino de
viento”. Pero el locuaz siempre le ganaba la partida al silencioso,
al que pespunteaba las palabras, al que basteaba las pronunciaciones
aunque defendía la portería como un segundo guardameta. Juanjo se
hizo el más popular de todos; no metió jamás un solo gol pero se
las arregló para estar en el campo como titular, aunque sea
fastidiando a los rivales. “Es delantero de contención y es el
alma del equipo”, decía Don Felo para justificarlo.
La
adolescencia les finalizó con el anuncio de la Guerra. En una
conversación, cuando los primeros ataques de los alzados contra la
República salían a borbotones de la boca de los viejos, Juanjo le
preguntó a Paco: “¿Y cuántos goles hiciste en tu historia?”.
“Tú, ninguno”- respondió con sorprendente velocidad. El cabello
de una medusa bailó en los ojos de Juanjo. Se prometió que, en lo
sucesivo, ésa sería la única y última respuesta adelantada que le
soportaría a Paco; las demás serían ¡outside!
III
En
tiempos de paz, la niñez pasa con la esperada lentitud del amanecer,
cuando soles se anuncian con claridades inimaginadas, llenas de
matices trasegados en cielos que son asaltados por luces paulatinas
que siendo una, son a la vez miles que alumbran a cada instante con
el tierno avance del despertar de las hojas y las flores, del
ocultamiento de los grillos, del estallar de peces en aguas donde se
juega a ser el Dios Neptuno. La guerra, contrariamente, arrasa con la
infancia, la aplasta con su vendaval de amenazas, la vuelve añicos
con sus proclamas indiscutibles, incendia de temeridad los pechos, de
procacidad los verbos, de intemperancia los ánimos. En guerra los
niños pierden el placer de ver el horizonte y solo les queda una
mueca de cosmos como señal de que la incertidumbre tomó la
delantera y poblará firmamentos por mucho tiempo. Las
conflagraciones pisan con fuerza letal cualquier belleza que un niño
pudo haber imaginado en su territorio de magias y lo obliga a ocultar
con vergüenza los cuentos nocturnos aprendidos de voces amorosas,
las canciones de cuna cubiertas con el olvido más bello (que luego
se recordarán cuando nazcan los hijos en la adultez y los nietos en
la vejez) los juguetes que llenaron de metas preciosas las tardes
luego de la escuela. No pocas veces, en las trincheras bélicas,
anidan párvulos que se creyeron hombres y terminan calados por la
fiesta de bayonetas que algún reyezuelo organizó en una guerra para
fortalecer sus comarcas y linderos.
Se
fueron de adultos sin que los pájaros con sus vuelos rasantes lo
anunciaran, ni las guitarras de los cantores lo musitaran, ni el
chisme tuviera tiempo para averiguarles alguna aventurilla con el
hábito de la picardía. “Quiero ser joven”, se decía Paco entre
dientes cuando vio el fantasma bélico posicionarse del pueblo.
Juanjo, en cambio, sintió que había llegado su momento, no sabía
cuál, pero se creía el poseedor de un prodigio sólo a él
alcanzable. Entre correrías de la gente, la curiosidad y asombro los
arrastró hacia reuniones de diferentes bandos.
Por
su papá, a Paco le atraían los comunistas. Las gentes más pobres
llenaban las reuniones rojas mientras aprendían a leer el mundo
leyendo un universo de himnos que pasaba como un batallón de sueños.
Se admiraba de verlos serios, asombrados, vestidos con las ropas
menos gastadas, las miradas puestas en un lugar no concreto pero
pincelado en claridades, las sonrisas que ocultaban dentaduras
ausentes, arrugas prematuras en rostros surcados por luces y sombras,
voces llenas de consignas políticas, nuevas palabras que algunos se
atrevían a copiar en un papel secreto, para luego releer y memorizar
y utilizar como un calzado nuevo que, al ser pateado en las calles,
henchía los pechos con atrevimientos jamás imaginados. Rostros
niños, recién entrados en la juventud, fueron percibidos con avidez
por los adultos: “¿Carne de cañón nos llaman?”, susurró Paco
en una de las reuniones, mientras toda su alma despertaba al mundo
con el indeleble tatuaje de la pólvora. El gobierno había dictado
decretos que las gentes discutían en la calle con ansiedad
democrática. La guerra era clavaba por los sediciosos como pozos de
sangre sobre el mapa del país. El aire bélico pedía definiciones.
Las confrontaciones habidas en cada rincón del respirar, en cada
esquina de la vida, exigían muertes.
La
falange agrupaba a los dueños. Juanjo se animaba y hacía pecesitos
con la boca cuando algún terrateniente subía al estrado y
farfullaba pestes contra la democracia y destripaba cada una de las
medidas del gobierno exigiendo la dictadura. Seguía cada palabra y
la memorizaba con exactitud. Copiaba cada gesto y los imitaba en su
habitación con la medida del ingenio. Regresaba a las reuniones
tentado a tomar la palabra y repetir cualquier discurso con oraciones
ensayadas; no se atrevió porque eso era cosa de gente grande (Entre
falangistas, la juventud debe llevar pantalones cortos hasta una edad
previamente decidida por los adultos). Cada intervención
reaccionaria inflamaba su pecho y le hacía imaginarse salvador de la
patria, caballero andante de órdenes antiguas que han sometido los
lomos de la tierra y las aspiraciones de las gentes humildes desde
que el mundo conoce sus divisiones. Le asombraba cuando las voces
tronaban himnos atávicos salidos de un ferruginoso ocultamiento, de
una antiquísima invocación, invadiendo los ánimos con desenfreno
sangriento, llamando a desangrar a un enemigo acusado de violentar
ordenamientos inmaculados por siglos de tortura y castigo. Juanjo vio
el cadáver de su juventud pasar entre sudores de aquellos inauditos
cruzados que gritaban: “¡Viva la muerte!” al unir su voz, aún
manchada con la placenta de la madre que lo parió, a aquel espantoso
canto que prometía ser el poderoso magma que abriría la tierra.
A
veces la incredulidad de un niño se disfraza de incomprensión
porque no tiene las metáforas necesarias para desenredar la madeja
de ideas que cruzan por su corazón y las presiente crecer con la
amenaza de que serán cortadas por una mano desconocida que tiene la
afilada guadaña del fin y del principio. Paco fue aplastado por un
ensimismamiento que le cubrió con el manto del anonimato aterrado;
estaba seguro de lo que venía pero la posibilidad de que todo
aquello se detuviera, de que no pasara, de que fuera sólo una
amenaza, aún estaba en su entrecejo como un ave vigilante sin alas.
IV
Los
edictos y decretos del gobierno, de cumplimiento avasallante,
seducían a Cristóbal. Afincaba cualquier consigna favorable con el
martillo sobre los clavos de algún tacón. La franqueza se le salía
en el hablar llano, directo, en los modales sencillos que lo mismo
era capaz de palmear el hombro para comprender cualquier percance
ajeno, que rugir en defensa de las ideas que apasionaban su mirada
clara, con un anecdotario del siglo pasado en la lengua. Rasgaba la
guitarra con notas aprendidas en el lance de algunas coplas de
juventud. Tenía pasión por cierta teatralidad cuando tomaba algunas
copas y llamaba a corazones abandonados con canciones desgarradoras y
hasta llegó a musicalizar tarareos anarquistas que había cogido a
lazo de los nuevos aires que la política republicana había traído
con su empuje cultural, y los interpretaba tratando de guardar
impulsos y formas de la emoción militante. Era comprendido más en
esa guitarra y voz que cuando expresaba ideas verbales de lo que
estaba pasando porque las palabras le hacían trampas significantes
cuando iban del corazón a la boca; como si no pasaran por la mente.
Con cada par de zapato atendido, las historias de las gentes se
hacían memoria guardada en el cofre escrito y cerrado de la amistad,
custodiado por el eterno cerrojo de su experiencia con privilegios de
pulpero, marchante o cura. Hasta sugirió algunas ideas para declamar
consignas republicanas locales que lograron rebasar el férreo anillo
ideológico y se instalaron por algún tiempo en el imaginario del
pueblo. Se fue ganando inmerecida fama de propagandista porque sus
estribillos les eran simpáticos a las gentes. Los dirigentes rojos
tomaban sus aires musicales como estímulos superficiales que no
decían las verdades de los fuertes himnos militantes ni con el sello
político directo de la vanguardia. Sus canciones llamaban al licor,
a la alegría, a una bohemia rupestre de libertad absoluta;
instigaban a conocer una patria sin frenos ni rigideces atroces;
cargadas de romanticismo los niños las comprendían, el corazón
juvenil las acataba, causaban añoranza en los adultos y embeleso en
los abuelos, llegaban con la fuerza de la autenticidad que pasó de
historia en historia, de tristeza en tristeza, de victoria en
victoria. El ojo de los falangistas más fanáticos se puso sobre el
proceder económico de su servicio remendón, accesible tanto al pie
estilizado por la comodidad como al pie cansado por largas jornadas
de trabajo. Su canto simpático a las acciones del gobierno (que
tanto admiraba su hijo Paco) sintieron de cerca el oído tenebroso
del lobo derechista que lo señalaba como uno de los más peligrosos
rojos. La profunda política: la de su corazón dado a la causa de
los más humildes, hizo que se escribiera su nombre en la tenebrosa
lista que asechaba a la democracia para acabar con la esperanza.
V
Los
sublevados atrapaban las simpatías de Don Juanjo. Vivía los
sobresaltos económicos de la época que contrariaban sus
aspiraciones de crecer como un propietario más sólido y lujoso.
Administrador de su propia estancia decía a sus allegados,
"Cualquier mediano propietario quiere asegurar el patrimonio
familiar con fuertes inversiones, mediante criterios financieros que
ameritan fina destreza”. Admiraba la Nueva York de aquellos años,
postrada por la quiebra del 29, pero que seguía siendo a los ojos
buscadores de leyendas auríferas, encantadora, alocada, laboriosa,
inversionista, rendidora, hipnotizadora de sus sueños de jugador de
destinos; la Bolsa de Valores le incendiaba los ojos de codicia. El
lino pulcro, planchado y brillante le era simpático a su baja
estatura que veía pasar, no por aquellas polvorientas calles ahora
agitadas por cambios y resistencias; en el Empire State estaban sus
verdaderas aspiraciones. Resucitaba la letra “de” en la sílaba
final de las palabras: jamás dejó una vocal al abandono de la
juglaría que consideraba indecente, del ruralismo que le era
indiferente por despreciable, por el contrario, hablaba como si
estableciera un idioma diferente entre la vocinglería del resto de
la gente y su pronunciación que consideraba, no sólo adecuada sino
perfecta. Tenía memoria para las leyes, pugnacidad maligna para los
pagos y mirada fría para cerrar una discusión política. Parecía
que la avaricia lo buscaba con sortilegios engolosinados, cuando una
jugada social lo favorecía; otras veces su instinto voraz lo hacía
perseguir la avaricia en los pagos de las nóminas, en el regateo a
los clientes, hasta en la mesada familiar que depositaba en manos de
su esposa aún con esa desconfianza leonina humeante de renta. De
horario exacto, la puntualidad le fascinaba tanto como la perfecta
estocada del torero. Ver al animal babeando sangrante los últimos
bufidos luego de una corrida memorable, le recordaba el cuadre
preciso de las cuentas de algunas de sus negociaciones
satisfactorias. En épocas de la monarquía, peones y lacayos a su
cargo se dejaron llevar por vía de la adulancia y la sumisión bajo
su mirada severa y paternal; ahora se portaban levantiscos,
respondones y exigentes, a instancias de la acción republicana que
les ofrecía compartir logros y aderezar quimeras; razones
suficientes para detestar a muerte a quienes siquiera murmuraran la
palabra democracia.
VI
¿Y
sus mujeres? La época había provocado que muchas de las madres se
atrevieran a lanzar sus opiniones en público, entre el bullicio
tenso de quien rodea una pelea con intenciones de detenerla en
cualquier momento, aunque en el fondo sospechen que el desenlace será
la tragedia. A Juanita le daban apretujones en el pecho escuchar por
las calles del pueblo aquel entusiasmo genuino, bello diría,
adornado de sueños por un país que apenas comenzaba a suceder en la
voz de quienes, como su marido Cristóbal, cabalgaban en una realidad
indetenible, en un país que acaecía rodeado de interés por el
mundo, del interés de quienes (también en ese mundo) pensaban en la
perfección, con reinados felices que habían vivido de antaño, y de
repente brotó como un capullo gigante otro país escondido que
hablaba mil lenguajes con gritos que comenzaban a oírse en las
marchas que sacudían los caminos en todas las direcciones de la Rosa
de los Vientos, con el propósito de hacer desgarrar a una tierra
llena de injusticias. De veras quería creer con el mismo fervor de
su marido en aquella Patria que se levantaba y con la misma entrega
de aquellos queridos vecinos que apostaban al gobierno como al
naranjo del patio de la escuela que continuaba vivido cien años y
más; le daban ganas de creer de verdad, con las mismas necesidades y
deseos de triunfo, creer porque Paco fuese un hombre de bien ante lo
que viniera en la vida, pero entrada en el ambiente de la fusilería,
de las granadas y los morteros que se acercaba, una palpitación
lánguida, como una lágrima amarga, tal vez la más amarga de las
lágrimas que jamás sintió, opacaba su sonrisa y le hacía cuidar
cada palabra que pronunciaba. Cada frase o consigna que llegaba le
sonaba tan lejos como una campanada que se iba apagando como los
truenos y una lluvia friolenta la llenaba de silencios.
VII
El
aula de clases y la dirección de la escuela apasionaban a Doña
Clara. Estar rodeada de niños y niñas llenaba mucho de su espacio
vital. Adoraba a su Juanjo hijo aunque se distanciaba cada vez más
del Juanjo marido con discusiones agrias acerca de lo que la crisis
del mundo colocaba a la vista de todos. Le perturbaba el análisis
intolerante del marido alimentado por los titulares de los periódicos
y las instigaciones clandestinas de los falangistas. Amaba la
educación y la República le mostraba el lado más feliz para sus
proyectos. Trataba con mesura y dignidad a los partidarios del
gobierno sabiendo del poder político de lo que realizaba con sus
estudios acerca de lo que se llamó la Escuela Nueva. Organizaba
reuniones para escoger el destino educativo que el pueblo quería
para todos sus hijos; se discutía del país, del porvenir, de la
humanidad con amor. “¿Que discutamos la educación que queremos
para nuestros hijos es una provocación roja?”- preguntaba a sus
amigas; “Pues no” -respondía. “Es un anhelo popular”.
Hizo
de su gestión la incorporación de un enjambre de maestras
solidarias y críticas para dibujar el puente entre los anhelos de un
aprendizaje para todos los desfavorecidos de la sociedad y un
proyecto educativo macerado en las novedosas leyes que se discutían
en un parlamento arrastrado por la falange hacia presiones
guerreristas. Clamó Doña Clara por la educación pública y laica,
la escribió en su carpeta de proyectos y ardió en discursos en
defensa de una infancia en libertades y nuevas ciudadanías, se
entrevistó con los personeros más destacados de las artes, las
ciencias y el gobierno, puso toda su experiencia y prestigio como
educadora en favor de convencer a su clase de origen (que ahora
conspiraba contra el gobierno) de que la República representaba todo
lo que se hallaba en la felicidad del provenir.
Un
día asomó a la ventana del despacho y miró a niños y niñas jugar
en el patio, a obreros continuar construcciones en las calles,
planificadas para fortalecer el proyecto de la República, a monjas
de la iglesia atisbar escondidas desde el convento con terror en los
labios mudos, a mujeres alistarse en la posible resistencia que
vendría; miró con detenimiento los eternos rosales de las casas,
los vendedores de pescado a las puertas del mercado, las chicas que
habían subido un poco sus faldas y recortado sus cabellos para
disputar espacios estéticos al masculino; aquella mañana, miró al
cielo y vio otro cielo, miró la breve montaña y vio otra montaña,
miró el mar y era otro mar, eran otras olas, otros barcos pesqueros,
otras gaviotas, otra arena, detuvo sus ojos negros en el naranjo
venerable y entregó toda su abnegación a los rizomáticos brazos
vegetales que la sosegaron y le contaron mil historias ya leídas en
libros perseguidos, torturados, encerrados, apresados, quemados.
A
solas con Don Juanjo, le propuso que al aprobarse la Ley
correspondiente quería el divorcio. Debió esperar a que el esposo
tomara su café con excesiva parsimonia. El hombre tomó la
servilleta para limpiar los labios, colocó ambas manos sobre las
rodillas y provocó varios golpecitos monótonos en los dedos
estirados (los ojos sin amor abreviaron la mirada lacónica que ella
devolvió con intensa tristeza) una sonrisa agria dedicada a la
esposa, sólo apropiada en momentos de discutir los contratos
financieros, le bajó de la nariz al mentón y respondió: “Los
rojos jamás ganarán esta guerra”.
VIII
“Esta
democracia nos tiene hasta la coronilla”, gritó Juanjo el día que
la sublevación llegó a las puertas de sus vidas, a lo que Paco
preguntó: “¿Y tú qué sabes de democracia?”. Juanjo volvió a
mirarle con cara de outside.
Si
la muerte llegó rápido alguna vez en una guerra, fue a Badajoz. No
hubo tiempo, para dos imberbes, de decidir con sosiego. ¿Cuándo dos
muchachos podrían meditar bien con tantas ideas sociales
revoloteando los aires del pensamiento? Todo había sucedido y nada
más. Juanjo juntó la noche con la incertidumbre e inquirió a Paco
su decisión. El tamborcillo sonó indeciso… “¡Pues nos vamos
con los alzados!”. -brincó firme Juanjo. Juntaron algunas ropas y
se fueron a la clandestina. Aceptados de inmediato y sin el permiso
de la familia fueron amamantados por la guerra. “Y no me despedí
de Mamá”- protestó Paco. “Yo tampoco”- dijo Juanjo. “Entramos
a la guerra en igualdad de condiciones”.
La
escuadra de los más vesánicos se posicionó del pueblo por
adelantado; asaltó las casas de los primeros denunciados por
“rojos”. Les concedieron el privilegio de las blanquitas:
mientras más niñas mejor. Las doñas jóvenes eran sometidas al
pavor de ver el calvario de las hijas y así a escala de la edad.
Sobre el potro del espanto, llegaron oficiales de la falange al día
siguiente. Los ojos de Paco no se habían entregado al sueño en todo
ese tiempo. Juanjo se las arreglaba para permanecer lúcido porque
descansaba a escondidas. “¿Capitanes o coroneles?”- preguntó
Paco. “¡Generales, todos!”- exclamó Juanjo con orgullo-
“¡Invencibles! ¡Ganadores!”- gritaba.
Armados
y de uniforme. El triunfo hace ver gigantescos hasta los más huraños
piratas de un barco. A ceño fruncido pasaban entre las gentes
rendidas por el terror. Fueron seleccionando a los acusados por el
escondido dedo delator; los encerraban en la escuela recién
restaurada por el gobierno atacado. A las tres de la tarde llegó la
orden escrita del General en Jefe: “Fusilamiento”. Paco y Juanjo
fueron llevados a las prácticas de tiro con unos rifles envejecidos.
Se les enseñó a pararse firmes, a respirar hondo, a retener la
expiración y a disparar: “Al corazón”– les gritaba uno a
quien llamaban sargento- “¡Directo al corazón, carajo! El
que falle toma el puesto del rojo”.
Juanjo
miraba a las víctimas con extraña avidez. A Paco se le apelotonaban
los diez y siete años en la garganta. El barbero, el maestro, el
boticario, el actor, el bibliotecario, el entrenador, el sastre, el
escritor, campesinos y campesinos y campesinos y más campesinos…
allí iban las filas de fusilados. Un fusil para cada soldado, una
bala para cada condenado, una muerte para cada miliciano. “No puedo
fallar”- se decía Paco, mientras miraba el lado izquierdo del
pecho de quien era uno de sus vecinos. Cuando cayeron, Juanjo se
ofreció a dar tiros de gracia a los moribundos. “¡Jilipollas!”-
le espetó un cabo. “Esa tarea es mía”.
En
la cuarta fila de condenados, el sargento fue informado de que el más
gordito, de anteojos, de calvicie prematura y mirada infantil (como
de treinta) era un tío de Juanjo. “A ver cómo liquidas a tu tío
“rojo”… a ver si no eres un rojo también: demuéstrame que
no”, repitió cada vez con más fuerza y el poder de la muerte en
la pistola; y se ofreció a dirigir al sobrino para que el disparo
fuese perfecto. Mientras relataba el mandato, no apartó la mirada
del pupilo ni un solo momento. Juanjo no veía el rostro del tío
sino su firmeza sonriente encajada en esa cara ya desconocida para
él. ¿Cómo matar lo que se ha hecho invencible? ¿Cómo acabar con
lo que ya jamás puede ser aniquilado con la muerte? A Juanjo se le
murió en el alma algo tal vez infinito, cuando dejó de respirar el
tío al que mató sin piedad, sin conmiseración, sin objeción,
obligado por esa fuerza desconocida que llevaba dentro sin saberlo y
que afuera se había desatado como un monstruo sin las cadenas que lo
retuvieran para resguardarse de su propio mal. Contuvo lágrimas
respiradas a fondo frente a los ojos punzantes de aquella réplica de
la bestia convertida en falange militarizada que ahora lo dirigía.
La discreta piedad de un compañero aconsejó a Juanjo de quedarse
contemplando una pared blanca. “Allí verás que Dios te habla y te
protege”- le dijo aquel muchacho (amago de soldado) con cierto aire
de pena. El tiempo detenido en Paco, hizo que viera a aquel hombre
jovial que alguna vez le dedicó amistad y consejo (maestro de
escuela como la hermana) amontonado en un festín de hombres muertos.
“A
tu padre lo matan esta noche”, dijo Juanjo a Paco porque le llegó
un rumor. “Tuvimos suerte de matar por la mañana”. Entre ambos
se trazó ese paso de nubes en el cielo evocador de sentimientos.
Experimentaron cierta dureza engrapada en las venas por el tenebroso
momento desencadenado. A Paco se le revolvió el mundo y se fue a
vomitar el atardecer al hombro de un olmo torcido por la providencia.
Un soldado apenas de más edad se le acercó: “Así se hacen los
hombres” dijo al palmotear su espalda. Se le apareció el rostro de
la madre entre los hilos de la noche. Lloraban juntos en tiempos y
lugares diferentes. La madre se le parecía a una virgen que flotaba
en un lugar de sus ojos abiertos. Paco la miraba viendo la nada, como
colocada en algo parecido a los recuerdos; sostenía una extraña
victoria que no comprendía cómo se transformaba en una derrota que
le carcomía los huesos. Atacado por un virus de procedencia
desconocida, una fiebre le hizo temblar entre toses y delirios toda
la noche. La mañana siguiente despertó con un sabor granuloso en la
boca: “tierra del infierno” se dijo.
Fueron
trasladados, ya como miembros del regimiento, en un camión a través
de Almendralejo. Una fila interminable de cuerpos tirados a orillas
del camino los despedía denunciando un obligado retiro de esta vida.
Con asombro gélido, aquellos pichones de soldados continuaban
reconociendo vecinos, allegados, primos, compadres de los compadres
echados como reses sacrificadas sobre hilos sangrientos, con las
bocas quebradas y los ojos lerdos. Jóvenes soldados fueron
distribuidos en otros camiones que llegaron para comenzar el acarreo
de cuerpos. “Paco, ése es tu padre”: Juanjo detalló conmovido,
en susurros temerarios, de alguien que fuera como su familiar. El
hombre cariñoso que le hizo los primeros zapatos de moda se revelaba
ahora como el amuleto de un ritual. Un grito le salió por los oídos.
Sangre pasó por la mirada de Paco hasta su corazón y sus entrañas.
Mientras el camión se alejaba, el cuerpo del papá parecía
compadecer al hijo que (apenas un crío) lo asesinaba en el cuerpo de
las gentes que más lo había querido y a quienes había matado su
inconciencia.
Cuando
una canción está siendo alejada por el recuerdo, se torna cada vez
más intensa, su sonido se hace cada vez más fuerte; mientras la
distancia se hace más lejana se la percibe con uno. A mayor
distanciamiento memorial, la canción se escucha como si estuviese al
lado; como un fantasma la voz del cantor se oye con la fuerza de una
cercanía poderosa, como si mamá nos cantara nuestra canción de
cuna, como si papá tomara su guitarra y lanzara sus alegrías al
viento de nuestra inmensa tristeza para clavarse como una terquedad,
como una vehemencia útil para sobrevivir.
Cuando
el cadáver de Cristóbal desapareció en el horizonte, su hijo
escuchaba una canción desconocida que tenía la aquiescencia
suficiente como para perdurar en una estrella perdida de sus cielos
para siempre.
IX
Salía
de su catedral industrial hacia quién sabe dónde, vestido de otro
Paco. Entonces se camuflaba como en la guerra. El último sábado del
mes, aquel encargado de trabajadores despedía al dandy que montaba
en un taxi estacionado frente a una puerta oculta que mandó
construir para salir sigiloso y que el taxista lo dejara en cualquier
lugar de la ciudad cercano al sitio. Algunos creían verlo al
paso de un furtivo visitante ocasional de la calle, cruzando las
calzadas oscurecidas, vestido de saco negro cruzado abierto, pantalón
de casimir beig, zapatos negros sacados de una publicidad de los años
cuarenta, de lustre reluciente y pequeño sombrero negro de plumita
blanca. Algún lunes, un murmullo corrió de que vieron a uno muy
parecido a Paco alterando la noche con andar sigiloso pero que por la
ropa no parecía Paco sino uno disfrazado de alguien que quería ser
Paco y no lo lograba. Aún con las dudas, nadie se atrevía a seguir
a la persona vestida completamente diferente a quien veían los siete
días de la semana con una bata azul, excepto un sábado por cada
treinta días. Aunque a veces alguien al azar pudo calcular estos
guarismos, nadie se atrevió a concluir estas matemáticas. Jamás se
le vio entrar con certeza (al encargado Paco) por aquel pasillo
forrado de losas baratas, por lo general rosadas, que le alteraba las
palpitaciones del pecho y le resecaba la boca y le sudaba la frente y
le tartamudeaba mucho más las palabras hacia adentro (al dandy
Paco).
Ellas
merodeaban como sombras al final del túnel, algunas en la misma boca
de aquel hades mortecino, maldiciéndose la oportunidad de atraparlo
con la mejor oferta. Aunque no había nada que lo detuviera, su paso
a paso asustado se alargaba queriendo adelantar cierto morbo cebado
en la entrepierna. El encargado Paco soñaba constante ese andar de
reyezuelo miserable que se repetía entre las máquinas: “No
volverás”, y el dandy Paco regresaba con la frente en alto, la
mirada gacha, el humor paralizado en el entrecejo, la mirada brotada
como un camaleón que cambiaba de colores al traspasar el vano de una
puerta donde algunos chulos lo observaban con avidez y sorna. Sentía
fotografiadas, las miradas
de seres inexistentes que
le seguían desde su culpa, al
atravesar el ojo
discreto,
atorándole deseos fútiles
en la respiración,
mientras murmuraciones de
aquellas amazonas de ceniza
lo aguardaban para restregarse mutuamente la gran
tristeza que siempre
amenazaba con despeñarse
como una ninfa
acongojada
sobre su rostro.
Vértigos moraban
en su
mente,
porque
en aquel
salón menos amplio de lo que parecía,
la penumbra se escurría
como una insignificancia rara a
través del
atuendo ya
conocido, debido
a sus años de
cliente. Aunque
todas
sabían
que pagaba bien, no pocas
lo detestaban.
Bocas
le hablaban. Mejillas rosadas le sonreían. Cabellos coloridos en la
penumbra buscaban deslumbrarle. Manos le toqueteaban los poros
dormidos. Ojos exaltados de pobreza buscaban de arriba a abajo
imaginar el dinero en la billetera. Cuerpos desnudos balanceaban
caderas y tentáculos para atrapar represiones que encadenaban sus
instintos. Risas querían instalarse en la soledad que llevaba
escondida en la espalda como un morral de antiguas piedras. Pasos de
tacones altos forrados de charol, sonaban a su alrededor como de
odaliscas de anime, para llevarle a la oferta. Terminaba aceptando
cualquier trato tembloroso, desamoroso, quejumbroso. Ordenaba ser
desvestido. Mientras la carne femenina le ayudaba a superar la
flacidez momentánea donde mandaba el miedo, la mirada se le iba en
el techo mugriento de la pequeña covacha hasta Extremadura; entonces
el mar de la infancia volvía y le inundaba la sangre bullente y el
sol triste de todas las noches aquellas en que el cuerpo se le
encendía y creía expulsar toda la tristeza habida en su vida; le
creaba el ocaso terrible de todas las madrugadas juntas trepanando
sus recuerdos consternados. Las bombas de la guerra regresaban y
cerraba los ojos mientras era trabajado con la frialdad
necesaria, como para hacer del recuerdo una bandera rota. Los cuerpos
sudaban la heladura de un encuentro donde de nuevo moría. La madre,
de la que nunca más supo, aparecía con los mismos gritos que
imaginaba por las noches, señalando a quienes fusilaban a los
“rojos” y entre los verdugos estaba él accionando todos los
gatillos.
Como
un sobrecito de refresco, aquel placer instantáneo se desvanecía en
el inmenso pozo de su hastío, para dejarle en toda la sangre una
estolidez muy parecida a un torrente de lágrimas. Un dandy ajado y
maltrecho salía de portazo entre las subidas de tono y alguna recién
llegada que preguntaba: “¿Y ése qué le pasó?”. En el taxi de
regreso, buscaba al encargado Paco que lo esperaba sobre la cama con
un cigarrillo entre boca, bocanada y dedos, con pensamientos hundidos
en el tiempo, con la frialdad mortuoria del imposible olvido. Veía
desde la postración, cómo el dandy Paco desaparecía hasta el
próximo mes, mientras las ropas iban de su cuerpo al escaparate,
borrando en el aborrecimiento, la figura de aquella que lo desvistió.
X
Sólo
la vieja Corteza sabía cómo vivía Paco; sabía todos los secretos
de la habitación, de cómo la encontraba al llegar por la mañana y
de cómo la dejaba limpia en un par de horas: tenía la llave y toda
la expectativa que guardaban los otros cuando le preguntaban bajo
sospecha: “¿Ya limpiaste el cuartucho?”; la vieja se molestaba y
marcaba su paso arrastradito sin nunca detenerse ante ninguna
circunstancia o pregunta. Se las arreglaba para que nadie la viera
entrar, por esto la creían bruja. La veían salir con paquetes
asidos al pecho; se suponía que allí llevaba ropas para lavar o
cualquier implemento utilizado para sus quehaceres. Limpiaba todo.
Ordenaba con estricto cumplimiento, sin exagerar la tarea. Nadie se
atrevió a sospechar, ni a expresar algo oculto entre Corteza y Paco.
Mungo, un guanche fornido, silencioso y sonriente, marido de la
vieja, era bueno con el cuchillo y la dignidad.
Era
Corteza de tal seriedad y discreción que jamás dijo de la cama de
caoba pulida cubierta por un refrescante manto azul, para que no lo
fastidiaran los zancudos, colocada en el fondo contra la pared sur,
vestida siempre con un edredón verdusco gastado con los años, y
allí, puesta para sus pensamientos viscosos, una almohada grande de
funda blanca flotaba como una novia a la espera paciente de sus
descansos, custodiada a los lados por un par de mesitas de gaveta
superior, olorosa a naftalina, de puerta inferior con cerradura de
llaves flacas, parecidas a esas beatas católicas, enanitas y tan
delgadas como su hambre de experiencias libidinosas; ni refirió las
dimensiones ni la efectividad del aire acondicionado que ululaba su
imperceptible diálogo con la frescura sentida por Paco, que le daba
un frío parecido al invierno de su país; ni habló jamás la vieja
tinerfeña, de la mesa de pantry verde ni de la única silla en la
que ella se sentaba para meditar el oficio, y que a él lo hacía
sentir lívido, en el único lugar en que se reconocía a sí mismo;
ni dijo del viejo radio de bandas (enchapado en madera brillante) que
trajo debajo del brazo de la misma España, centrado sobre un
escaparate de cedro y puertas labradas con finura; ni del espejo a
cuerpo entero en cañuela roja donde se miraba la facha, se jorungaba
y afeitaba la barba, la nariz, se miraba los dientes, se restregaba
los ojos y se fumaba el primer cigarrillo antes salir a bregar el
diario; ni jamás comentaría que nunca se fijó con detalle en un
almanaque de cartón pegado a la pared calcificada, donde había
dibujada una mujer de peineta negra, que sostenía castañuelas en
sus manos, con una falda roja batiente (de seguro bailando) sobre
cuatro números grandes que el miedo producido por su condición de
analfabetismo codificaban con dificultad: 1-9-5-2; ni dijo del
pequeño baño, tal vez con cierto lujo, adonde recogía decenas de
colillas vueltas carbón debajo del lavabo. De aquella cara gorda de
mujer cetrina que sabía ahorrarse sonrisas innecesarias, nunca salió
el gusto que le causaba estar en esas cuatro paredes y describir su
hacendoso paseo a través del espacio ocupado por un tipo rutinario.
Jamás
la coincidencia los reunió allí. Los mandatos y acuerdos, a veces
no son necesarios de suscribir, porque se sellan con pocas palabras y
una mirada breve, fiel y detenida. Cuando él regresaba de la
jornada, muy entrada la noche, la pulcritud absoluta del sitio era
señal de que la mujer influyó con su trabajo. Cuando ella regresaba
por la mañana, la huella inequívoca de la alteración provocada por
sus modales, eran las señales del desorden y del necesario trabajo.
A Paco le gustaba desordenar y ensuciar lo que podía, tanto como a
ella gustaba limpiar y dejar todo intachable. El poquísimo dormir
que acostumbró por causa de la guerra, lo atrapaba en la media
cajetilla que pasaba por sus humaradas cuando se ponía a recordar lo
que nadie nunca pudo saber, ayudándose con algunas noticias y
canciones que salían de la radio que se quedaba encendida, hasta que
su mano inerte por el sueño, apagaba con la maña en perfecta
sincronía. Algunas españas lograba capturar en onda corta y el
sueño morfeítico se le confundía con el sueño distanciado por el
tiempo; creía dormir cuando lo que hacía era recordar. Cada mañana
siguiente los recuerdos le hacían creer que había soñado.
Lo
único que hacía por la limpieza era aplastar arañas que le
producían pánico infantil en noches embadurnadas de pasado y
espantar el tejido dejado por estos insectos en los rincones altos
como trazos de hilo atolondrados en el aire de su intimidad que luego
quedaban enredados en las cerdas de la escoba. Corteza entraba con el
mismo sigilo que invocaba para que nadie la viera y al observar aquel
derrumbe de señales esparcidas, sonreía y movía la cabeza,
mientras seguía aquel camino de descuido deliberado que la llevaba
hasta el bote de la basura. Al mirar las colillas tiradas debajo de
la cama se decía: “Cualquier día lo voy a encontrar
achicharrado”.
XI
Madrid
les era totalmente desconocida. De un viaje familiar que hicieron a
sus ocho años, Juanjo se encargó de exagerar los cuentos de la gran
capital. Su padre propuso la visita a un primo durante el verano de
un año que cambiaba en cada narración. Además de aquellas
historias que le fascinaban, Paco percibía la capital en postales
que coleccionaba al descuido o regalo de algún adulto; formaban
parte de su tesoro íntimo. Cuando quería soñar despierto hacía
tres cosas: se iba al río para mirar el paso diferente del agua, se
colaba en las conversaciones familiares para escuchar los cuentos de
los más viejos o desempolvaba sus postales para repasarlas una y
otra vez durante varios minutos: “¡Madrid!”, suspiraba con una
bella oscuridad en los ojos cerrados. Debían soñarla en la medida
que las fuerzas de la falange se apoderaban del territorio. Era
Madrid como ese laberinto sin hilo de Ariadna, lleno de peligros que
los había hecho hombres o tal vez teseos monstruosos; Madrid, viejo
cuadro de Goya, agujereada por las bombas y el terror, hambreada
hasta la dignidad que se levantó en favor de un pueblo que osó
enfrentar lo posible con lo imposible; ¡Madrid! ¡Madrid! ¡Madrid!
Eco de guerra impensada, impuesta, insólita; Madrid muchacha preñada
con el fusil al hombro de izquierda a derecha, a toda voz; un
miliciano quiere salvarla de lo irremediable, un abuelo quiere
retenerla en el entrecejo antes de partir para siempre en un barco
que irá muy lejos para estar muy cerca con la memoria, un niño
quiere dormirla con una canción diferente a la melodía de bombas
que recibirá en su tragedia; Madrid muñeca de trapo que lleva una
niña bajo los bombardeos de la Legión Cóndor; Madrid bala; Madrid
fusil; Madrid lágrima; Madrid oración; Madrid victoria arrogante;
Madrid derrota; Madrid derrotada; Madrid polvo; Madrid escombros;
Madrid silencio; Madrid victoria al revés; Madrid fiesta de brazos
derechos alzados; Madrid paredón; Madrid muerte; Madrid viva; Madrid
vida…
El
fin de una guerra cruenta deja en los victoriosos un sabor a
esfuerzo, arrase, contundencia y bien puede sobrevivir en los
derrotados una guerrilla que demuestra el pundonor con el que se
luchó. Juanjo y Paco, recibieron órdenes de combatir a quienes se
habían ido a las montañas para resistir. No terminaba Madrid de
entrar en la alegría falangista cuando algunos contingentes de
soldados fueron llamados a presentarse en 24 horas para continuar las
balas contra los focos republicanos que ahora pasaban a ser los
insurrectos por boca del nuevo gobierno. El asombro de Paco no
superaba el terror de Juanjo. El añorado regreso al pueblo se les
había vuelto imposible.
La
victoria no fue tanta para ambos. Aquellas visiones que Paco tuvo
acerca de Juanita no eran tan irreales. Enterró a su marido luego de
prodigar sus lágrimas a una larga fila de cadáveres que le fueron
mostrados para finalmente jamás encontrar el rostro de aquel
zapatero, hacia quien casi no tuvo llanto sino un dolor ahogado que
le impedía soltar el vendaval de sentimientos que merecía aquella
memoria sumergida en el cuerpo de un hombre que apoyó una esperanza.
Una mano oculta en el burocratismo se encargó en Madrid de cortar el
vínculo de conocimiento entre Paco y su madre que sufría un dolor
que sólo pueden narrar oraciones sileciadas.
La
familia abrazó a Juanita en su pena (expresar los sentimientos en
medido del terror fascista es inenarrable por lo abominable) y la
asistió ante la rígida mueca de la cárcel adonde fue a dar con su
tristeza, debido a las averiguaciones que hizo la policía y las
delaciones de los soplones, por los vínculos que tuvo con las
actividades realizadas por su marido. “¿Relaciones con las
actividades de Cristobal? -se preguntaba Juanita en voz alta-
“¡Todas!”: en la inspiración que dio con su sonrisa, con su
alegría, con su ánimo hacendoso a las canciones y al oficio que el
zapatero dedicó a su familia y a una República que intentó nacer
entre los dilemas de un pueblo (como todos los pueblos) pasional.
Ella escuchaba cómo la señalaban: “La mujer del zapatero”
decían para causarle vergüenza; “… del zapatero rojo”.
“También del guitarrista”- pensaba. “Del cantor”- y
recordaba aquellas composiciones que en las noches él le susurraba
mirándola a los ojos, antes de soltarlas a la gente en las juergas
bohemias. “La mujer del soñador, del poeta” -se repetía Juanita
con orgullo, mientras el nombre de Cristóbal (Cristóbal,
Cristóbal, Cristóbal… dónde está Cristóbal, qué se hizo
Cristóbal) desaparecía de la boca de la gente que lo conoció,
producto del terror impuesto. “Me negarás tres veces” -Cristo,
Cristóbal- Y su oficio de zapatero pasó a ser un acto delincuente.
Lo que generó el alimento y el desarrollo de la vida de su hijo
Paco; lo que fue la integración natural de su inteligencia, de su
acción humana, de su ser esencial con la comunidad, era pronunciado
como un signo de humillación, de proscripción, de asco: ¡Zapatero!
Aquella
herida que eran mil heridas juntas como miles de puñales que se
clavaron en su alma y desangraban su vida, no tardó en afectar el
cuerpo de Juanita. Justo el día en que el comando de Paco capturaba
un reducto de guerrilleros escondidos en una montaña, y celebraban
la victoria como una nueva bandera ondeante en el batallón del
cuartel nacionalista, los ojos de su madre se llevaban para siempre
la visión de un mundo que con la victoria de un enemigo del que no
sabía, aplastó de súbito su existir y le hizo cargar una culpa,
con las tristezas que recogió por el camino como flores marchitas.
Mientras en el comando, los jefes del ejército nacional condecoraban
a Paco por su hazaña, en su pueblo, la mujer del zapatero era
sepultada casi en secreto, entre vergüenzas, señalamientos y
culpas, no pudiendo ser mirado su sarcófago ni siquiera de reojo por
el rostro de la gente. Un sol que resquebrajaba las piedras parecía
a duras penas su adiós.
XII
¡Huyó
Don Juanjo! ¡No es posible! ¡Si era un falangista, un nacionalista
consumado! No soportó las incertidumbres dejadas por una guerra que
comprendió demasiado y que había afectado su relación marital.
Creyó que con la entrada de los falangistas a Madrid se acababa la
guerra y había que celebrar la caída de una República que jamás
le fue simpática. “Esto apenas comienza” -le confesó un general
amigo. En realidad no podía asumir la defensa de su mujer que fue
arrestada por colaborar con los comunistas, por profesar las ideas de
los comunistas, por ser una comunista. Como perseguido por su propio
fantasma, empacó la ligereza de un equipaje urgente y escapó a un
país de Centroamérica; desarrollaría allí lo que iba a ser la
estancia más grande jamás vista.
“¡Roja!”
-gritaban a Doña Clara cuando fueron a arrestarla en la escuela. A
la espera de los soldados, estuvo dentro de su oficina cantando a
susurros algunas de las canciones aprendidas, mientras carpetas y
libros le evocaban reuniones donde se soñó hasta la madrugada.
Consideraba que no tenía nada qué esconder. Era una educadora, la
directora del plantel público de esa comunidad, reconstruido con
orgullo por la República. ¿Qué puede ocultar una buena educadora?
Varios niños y niñas pasaban corriendito y apenas la veían frente
a la ventana desde donde solía mirar el naranjo que era como ver el
mundo, como saludar a la naturaleza, como estar con Dios, y aquellos
ojitos asustados que apenas la marcaban con esos soslayos rasantes de
quien quiere ver no viendo, cuando antes le prodigaron un saludo
amoroso, de admiración, que luego el terror había espantado con el
soplido de la muerte. Esas miradas le decían que conservaban su amor
por ella aunque ya no lo pudieran decir, aunque fuese mejor que no la
vieran a los ojos.
Pensaba
en el heroico mar, en el campo, en los hombres y mujeres que vinieron
allende esos sembradíos ajenos con su letra escondida, guardada,
juguetona para atrapar la letra oficial, la letra ciega, arrogante,
dura como un cincel. Miró sus manos abiertas y un balance mediado
por el cariño le decía que pasaron cientos de manos compañeras de
sus manos sabias, en busca de las letras atrapadas en miles de hojas
en blanco que les habían sido negadas en el martirio del tirano
azadón, de la implacable hoz, de la ruda escardilla, de la
perseguidora yunta, del cruel latifundio. ¡Cuántas veces, sobre la
letra que iba saliendo trazada por la ayuda amorosa de su mano sobre
aquellas manos, cayó una lágrima de asombro, de gozo por el hacer
conocimiento… aprendizaje!
Recorrió
la escuela solitaria en cada uno de sus parajes, como configurando un
adiós dulce, como asegurando una despedida tantas veces presentida
entre aquellos ajetreos extraordinarios que les permitieron ir
haciendo la educación soñada y pensó en el hijo fugado, en cuántas
veces correteó por esos parajes sagrados y en todos los hijos e
hijas que llegaron a su regazo con el gozo que emana del cariño
aprendiente. Nombró los nombres de cada una de las maestras y
maestros con quienes se acompañó en la hazaña memorable de todos
esos días ¿Qué sería de ellas? La frente erguida se hacía
amanecer eterno, a pesar de algunos pocos que se atrevieron a lanzar
trastos sobre su cuerpo. Luego el silencio, el más hondo, el
silencio que dice, que grita, que se abalanza sobre la eternidad y se
entierra para denunciar lo inútil de la muerte, la acompañó hasta
que su estampa se levantó entre quienes la esperaban con su misma
tragedia. Ya no estaba, sólo era el cuerpo de una mujer imbatible
atrapada por un momento grave, de esos que pasan para hacer creer que
vencer es matar; había viajado con sus pensamientos hacia las
batallas del mundo, hacia campos preconizados como escenarios de
luchas libertarias, sembrados de puñales, sangre y ruptura de
cadenas. Tiempos más duros eran hablados por su inteligencia y
análisis en su fuero silencioso. Aprendió en la carne sacrificada
de su pueblo que a las europas la esperaban sufrimientos, incendios,
humillaciones, barbarie.
En
el estrado escuchó las acusaciones fabricadas en el teatro de
operaciones falangista. El fiscal la increpó al hacer de la sordidez
nicho de insultos tramados para desnudarle su inteligencia, echarle
en cara su poder docente, pincharle la organización con la que
protegió los planes escolares para un otro vivir (un otro mundo),
batirle con desprecio el amor que fue niños por todas partes, niñas
por todas partes, aprendiendo los secretos de una educación en
comunión, porque los padres y las madres aprendieran a un terrible
costo la confianza en la libertad.
Todo
era un crimen; amar a los niños y las niñas por sobre todas las
cosas era un crimen; no promover la discriminación por causa de la
clase social era un crimen; apoyar el cuido de la naturaleza era un
crimen; querer que todos comieran por igual era un crimen. ¡cantar,
señores del jurado, cantar es un crimen! ¡Caudillo! ¡Donde quiera
que estés, te pregunto! ¿Jugar es un crimen? ¿Aprender con alegría
es un crimen? Promover la alegría colectiva era un crimen; un crimen
respirar el aire puro, un crimen contemplar, un crimen no mirar todo
como un crimen. Hasta pensar en un Nazareno diferente fue y seguirá
siendo un crimen. Con la sala llena de falangistas, el jurado salió
a deliberar. Las sentencias anteriores habían sido rápidas. Se
recomendaba a los presentes no salir pues las causas eran de
veredicto acelerado. Pasaron minutos que Doña Clara había resumido
en horas de cansado ocio, en días de calabozo; las monjas pasaban a
darle consejos piadosos con un pesado libro en las manos; las
carceleras al principio la maltrataban y luego bajaban los
improperios prodigándole consideraciones de dama en reclusión;
alguna vez, en medio de un delirio nocturno creyó recibir a un Jesús
sangrado que le habló del sufrimiento sin mover los labios y luego
se transformó en Juanjo que reía sin que su carcajada pudiera
impedir la oscuridad que la rodeaba, la soledad que le cuarteaba la
piel.
El
Caudillo había entrado a la oficina y ya le tenían las sentencias
redactadas sobre el escritorio. Cuidadosamente tomó posesión de la
silla, asumió la posición centrada del cuerpo, bajó la cabeza con
los ojos cerrados y una invocación se repartió por las cuatro
paredes como un gas. Dio un respiro profundo al alzar el ceño de
nuevo y se persignó con marcialidad: “… por la gracia de Dios”.
Las sentencias pasaron bajo su firma una por una. La voz seca del
juez pronunció el veredicto y Clara caminó hacia la celda,
acompañada de dos guardias, mientras un murmullo la sostenía sobre
algo bajo sus pies que era como una alfombra de aire, de nubes, de
infinito. Ya en la celda la visitaron uno a uno los rostros de las
carceleras quienes habían sido sus alumnas, los rostros de los
guardias quienes también fueron sus discípulos, cientos de rostros
asomaron por aquella ventanita de barrotes estrechos para mirarla con
distintos sentidos: poetas, pintoras, artesanos, juglares, actores,
saltimbanquis, jardineros, gitanos, contemplativas, cantores, locos,
mendigos, todos la llamaban, no pocos la esperaban. Eran las
distintas caras del tiempo exonerándola de todo cuanto había sido
acusada. Conversó brevedades con el cura acerca de un Jesucristo que
se duerme en la misa de los domingos y luego fusila en las trincheras
de las guerras, un Nazareno que sólo participa de la mesa opulenta y
luego muere sin resurrección.
Cuando
Juanjo imaginó su llegada a la cárcel, y la celda era la esperanza
de verla y salvarla, Doña Clara sólo podía ser un recuerdo escrito
en una lápida del cementerio.
XIII
El
corazón se le volvía un volcán en el pecho cada vez que María la
Concha se acercaba para traerle algún encargo o preguntarle sobre
cualquier procedimiento de trabajo. Conjugar a María la Concha con
la noche era verla desnuda sobre la cama, seguro que sí, mirándolo
con esos ojos pícaros y a la vez inocentones, los labios entre
abiertos llenos de carmín marrón deseándolo, cabello castaño
ondulado que le caía más abajo de los hombros llamándolo, esa
cintura estrecha, estrechísima, paseada ya por entre los pasillos
maquinistas y el humo de los motores y el vaivén desenfrenado de las
inyectoras deseándolo; ese caminar de piernas abiertas que le hacía
pensar en los desenfrenos imposibles entre sus propios muslos, nubes
de humo que salían por su boca cuando la veía de lejos expirar la
bocanada sobre sus ojos pardos perdidos en el encuentro con alguno de
sus amantes, en sus manos delgadas tocándolo y repitiendo
suavemente: “Paco”, como si mandara a callar todas esas máquinas
ensordecedoras y trajera su soledad amante a este cuarto nada amable
para alguien más que para él, resongando su imperioso presente.
Se
decía que “La Concha” brindaba sus encantos a cualquiera que
mirara sus ojos más allá de un pretexto para pasar la tarde de
descanso. Era más una piel dispuesta a fumarse un cigarrillo luego
de sudarse unos jadeos, que una tonta llevada al matadero por
aquellos comensales sexuales amaestrados por las nueve horas de
látigo patronal y los comentarios de cómo se dejaba tirar desnuda
en la cama como el pétalo desprendido de una flor llena de rocío.
Así como iba de puesto en puesto en su oficio de auxiliar de máquina
llevando y trayendo herramientas o recados, iba de cuerpo en cuerpo
estrenando al nuevo personal masculino que buscaba una relación
casual para pasar el rato y saber de sus contemplaciones amatorias.
Paco había escuchado de esa entrega, en las fugacidades de una
risotada echada a volar por quienes intercambiaban la experiencia de
su desprendimiento carnal como una noticia repetida con fastidio.
Sudaba secretamente cada vez que la tenía próxima y que tenía la
certeza de que ella lo ponía a sufrir como un maldito cuando le
entregaba un encargo y la piel de su mano rozaba alguno de sus dedos;
experimentaba erizamientos cavernosos deslizados como avalanchas
volcánicas dirigidas hacia el hielo de sus instintos amaestrados por
la inhibición; encajaba torturas ocultas que ella le hacía al
propósito de una Sherezade obrera que había encontrado a un sultán
esclavo del imaginario que él mismo había construido de sus
aventuras. Cada uno de los movimientos de sus caderas frente a sus
ojos era como el cuento de cuentos de nunca acabar en las ansiedades
de Paco. Todas las trampas de la timidez fueron sufrimientos, al
pasar por alto que fue deseado alguna vez por obreras que vieron en
su poder empresarial, la posibilidad de obtener alguna prebenda o
favor o a lo mejor el premio gordo de un matrimonio por conveniencia
para salir de abajo. Nunca lo tomó en cuenta. Los nerviosismos, las
palpitaciones, los presentimientos, las quejas de su escondida
tristeza, impidieron que la posibilidad de un encuentro con esa mujer
imaginaria se hiciera real y le diera cualquier cosa diferente a la
represión vivida por su extenuado espíritu.
Alguna
vez la escuchó en el chisme de una cualquiera que estaba de
espaldas: “A Paco me lo cojo cuando me dé mi gana”. Sentenciado
así, moría cuando la olisqueaba; desde el sepulcro la miraba cuando
le echaba el último puñado de tierra sobre el rostro; todos los
olores de la fábrica lo conducían al olor del pubis de “La
Concha”, que necesitaba en la búsqueda de aire cuando también la
fábrica le obstinaba y se refugiaba en el portón de entrada, para
ser asesinado por un cigarrillo, mientras miraba el transporte
público que iba y venía con carne de obrero para el patrón, luego
venía y se iba llevando la carne sacrificada por el patrón. Veía
en cada automóvil, en cada autobús a miles de “Conchas”
sonriendo sus pensamientos. Cuando iba al sitio la buscaba en
aquellas maquilladas. Era la mujer hecha a la medida de sus
silencios. Inventada como la perfecta, era la inalcansable por todas
las que lo esperaban cada mes para darle su despertar momentáneo.
“Concha
de mis sueños. Ven a mí para que estos cielos no sean el dibujo en
un cartón de fumar, para que esta carne no signifique que algo murió
muy lejos y parezca que mi tarea eterna sea revivirlo como hacía el
tan nombrado Sísifo. Ven a mí para que me hagas lo que yo jamás
podré imaginar en mi cuerpo. Ven a mí, por favor, sí, ven a mí
Concha del alma, para que me ames”.
XIV
“¿Desarmar
y recomponer un motor? Eso es nada para lo que puede hacer mi socio.
Es capaz de inventarlo, de inventar cada pieza; puede mover barcos,
trenes y automóviles del mundo con su habilidad. Sus inventos y
nosotros seremos el futuro. Lo aprendió en la guerra.” Ese era
Paco salido del discurso de Juanjo cuando llegaron a este país.
Antes, en Centroamérica, los había recibido Don Juanjo por la
forzada intención de reconocer y ajustar cuentas con una antigua
filiación entre él y un hijo del mismo nombre y del mismo apellido.
Juanjo y Paco traían de la guerra el olor a pólvora y cierto aire
pendenciero en el hablar, en las greñas, en el olor de la ropa y en
la curvatura de los hombros. Una semana entera consagraron al ocio
antes de recibir la llamada que otorgaba la audiencia. Habían
deambulado -extendiendo el hambre que traían en las caras, en las
miradas ávidas, a la comida ajena y callejera, delatados por los
ruidos del estómago- por calles con apariencia de antiguas,
pedregosas pero pulimentadas, de fachadas coloniales, aunque se
notaba un cuidadoso mantenimiento muy parecido a la restauración o a
esos sitios en los que da la impresión de que nada cambia; era como
si ambos formaran parte de esos retablillos que los artesanos hacen
como réplicas en yeso de un pueblo, y luego la gente los compra y
cuelga de las paredes de las casas. Tan vistosas como numerosas eran
las camisas coloridas y frescas en los cuerpos de la gente, que se
vieron impulsados a robarlas de alguna tienda, pues venían de una
guerra (no de cualquier guerra) y eso exactamente parecían. La
llamada los exoneró del riesgo.
Su
más cercana gente, en aquel sencillo país, lo veneraba como Don
Juan José y hacían de la genuflexión obligatoria, un ritual
laborioso. Para el resto, su presencia estaba cercana al mito: esposa
joven (18 años), ejemplo de constancia, de inversiones cuantiosas,
de relaciones sociales articuladas con el medio político, de
sociedades estrechas con el gobierno, de caridad consecuente con el
catolicismo y con ciertas organizaciones que simulaban nexos con los
pobres; cualquier referencia a su persona era proyectada intachable.
Los periódicos dedicaban a sus obras, con cierta frecuencia, alguna
referencia que su organización de relaciones públicas promovía o
las editoriales (también las estaciones de radio que se sentían
poderosas) dispensaban. Multimillonario con el negocio del cuero,
solía repetir que le debía todo a la voluntad de trabajo con la que
había nacido y llegado a una tierra bondadosa de gente que
consideraba inepta. ¿Qué hizo para que el tiempo de fuga fuesen la
medida entre la huida y la abundancia? No pocas veces (no se sabe por
cuál magia o argucia) extranjeros cuentan con ventajas comparativas
sobre los nativos (más aún en países de gobiernos permisivos) para
hacer que el dinero transcurra en un viceversa muy dinámico sobre
los negocios, de manera que procree inmensas fortunas.
Como
siempre, Juanjo fue el primero en tomar la palabra: “Llegamos a tu
oficina procurando coincidir con la hora pautada, pero ya tenías una
hora de adelanto; ¡Madrugas, viejo! (Por la disposición de la
oficina, el viejo pasa por hombre sencillo; cosa que no recuerdo de
España. Esto debe ser una táctica; ¿Cómo será la casa? Su
sonrisa, en vez de significar comodidad para caminar en una
conversación afable, traza la distancia entre una sincera
expectativa y la pronta despedida. No nos ofrece el abrazo paternal
que esperamos; eso sí, más para formalizar que para demostrar
cariño, destaca la frase que dedicó a nuestra niñez: “¡Siempre
juntos!”. Con témpanos glaciales en la mirada escucha lo que le
digo...) el sitio de Madrid fue una acrobacia de situaciones
espectaculares que tardaríamos años en contarte, papá (Con esta
palabra sus ojos no experimentaron el menor parpadeo). Hay que
reconocer que los rojos se batieron con furia: fueron tres años,
pero los nacionales fuimos mejores en el terreno militar y en la
política. Luego arriesgamos la vida enfrentando la resistencia de
los que quedaron en las montañas. Se fueron a las guerrillas como
estaba previsto. Yo y Paco, nos ofrecimos como voluntarios para
consolidar la victoria del Caudillo; no nos faltó condecoración,
¿Sabías que Paco nos ha salido un excelente mecánico de motores?
¡Inventa cosas! En un acto masivo nos reconocieron nuestra
creatividad. Nuestros aliados nazis nos pidieron para invadir Moscú.
Ya íbamos contra el enemigo mayor, contra los comunistas de origen.
Era lógica esa exigencia, luego del servicio que prestaron a la
causa. ¿Y quienes iban a la vanguardia heroica contra los rusos? Tu
hijo y su amigo; pero el olfato de tu hijo pescó en el aire algo
terrible. Sabes que soy muy bueno relacionándome con todo lo que me
rodea y en mis incursiones percibí ciertos asuntos graves en la
arremetida alemana. La razón de esa causa era correcta: barrer al
comunismo de la faz de la tierra, pero hubo un talón de Aquiles:
Hitler estaba loco y tu hijo lo percibió. Nos devolvimos de Austria
con ciertas
artimañas que logré tramar: sorteé los peligros que
ameritaron ciertos engaños. Y mi instinto me dio la razón porque
luego lloramos la caída de Berlín junto a toda la falange en
Madrid. Tú sabes por experiencia, papá, que estos heroismos generan
rivalidades y envidias; sin explicación aparente, sin que nadie nos
avisara fuimos dados de baja; me atrapó el desempleo porque en la
reconstrucción catastrófica, nuestro gobierno se abrogó la
potestad de decidir sobre las vidas y un hombre con mi experiencia
que regresaba con un amigo de la guerra mundial, no ofrecía
ventajas; la paga como mecánico, y el hambre, y las privaciones, y
las desconsideraciones afectaron también a Paco, además papá, en
España los ricos están completos, por consolidar esto hicimos la
guerra. Entonces decidimos emigrar... Sin embargo, pese lo que pese,
frente el sacrificio que hacemos los que nos hemos marchado, el
gobierno del Caudillo es lo mejor para el país y cuando nos llamen
regresaremos para defenderlo”.
Con
esta idea; canto universal de los exiliados falangistas (como un
secreto acuerdo en las mentes) el magnate se incorporó de la silla
del escritorio, decidió entonces creer mucho menos de la mitad de lo
escuchado, preguntó acerca del destino de cierta gente que le
interesaba (ya sabía lo ocurrido a su ex-esposa), habló con
brevedad de la importancia de forjarse con esfuerzo propio, sin ayuda
de nadie: “lo obtenido por sí mismo obra milagros”, dijo mirando
un retrato suyo montado en cañuela de madera natural quemada.
Analizó las ambiciones de ambos y no concordó sus destinos con el
de trabajadores de su empresa: “No vengan como ahora a ofrecerse
arruinados. Vengan a ofrecerme una sociedad ya como empresarios, con
el éxito logrado. En otro sitio de la región, del mismo idioma, de
gente fácil, podrán culminar sus búsquedas”. Esta fue la razón
para ayudarlos con la inmediata gestión de visas hacia un país del
Caribe apropiado (este país). Se especulaba (y no le faltaba
precisión a Don Juan José) que allí gobernaba un general dispuesto
a apoyar a exiliados llegados como agricultores: “Un gobierno amigo
del Caudillo”. Hizo llamar en el acto, a un funcionario del
servicio exterior adherido a la cadena de favores que su poder
sellaba: el trámite se aceitaba hacia la consolidación. “Ningún
negocio mejor que la tierra”. -exclamó mirando al techo, como
exaltando a Dios. El asistente recibió con sorpresa la orden (Juanjo
le había dicho que era “hijo del jefe”): “Los caballeros se
retiran. Acompáñalos a la puerta.” -dijo Don Juan José con la
sequedad que no bosqueja próximos encuentros.
La
habilidad de Juanjo, pronto proveyó una embarcación ligera,
montuna, delincuencial, presta para polizontes (o para ilegales);
mucho más pronto se vieron botados en el puerto de La Guaira; y más
pronto aún, con la inaudita hospitalidad encontrada (“en esta
gente bondadosa” -a decir de Paco), tomaron en alquiler cuatro
paredes con una puerta muy parecidas a un escondrijo, para pasar las
noches y las incertidumbres.
Grandes
cambios de lugar, producto de éxodos críticos, hacen que cambien
también las aptitudes de las personas. Paco aprovechó este nuevo
país para descansar todo lo que no pudo en casi dos décadas de
terror y guerras, singularizando lo que más podía sus aspiraciones
en un sueño que intentaba hacer reparador por las noches; a Juanjo,
en cambio, las madrugadas lo atrapaban pensando en inauditas empresas
que habrían de impulsar para hacerse ricos. “Para iniciarnos, como
sugirió papá”, -exclamó Juanjo, a la visita del insomnio de una
noche marina- “es mejor servirle a un paisano y pasar un poco de
trabajo en una país extraño, que habernos quedado en un país que
tardará muchos años en recuperarse de una guerra”.
Nunca
les faltó el café de la mano abuela, la diligencia del nativo
amable, las chanzas de los muchachos de la esquina que los unificaban
como gallegos, el auxilio de un paisano aventajado, la plaza
adonde rumiar la España que paulatinamente sería una benigna
opacidad en el corazón y en la mente, y que se figuraba en las
cartas y postales cruzadas, (con la vigilancia del dominio
falangista) narradas con los dureza de las manos que las escribían.
Sólo en esos bancos de las plazas de un país de pueblos afables con
los extranjeros, amables con quienes venían afligidos de tierras
lejanas, dignos con sus costumbres particulares, bromistas con sus
características culturales, se podían narrar sus propias utopías
truncas y las quimeras de ahora.
Rostros
con distintas almas que habían llegado estupefactos por el exilio,
por los secretos muertos que escondían en algún lugar del
infortunio, por el terror sufrido en el desencadenamiento de la más
violenta diatriba social, luego de aquellas batallas innombrables,
necesariamente silenciadas a los parroquianos de un país extraño,
depositaban en un nuevo porvenir sus esperanzas; utopías, acaso un
poco más consideradas (por europeas) que las nativas, renacían como
lentas y renovadas auroras; además, encontraban en esa plaza de
estatuas que estaban obligados a conocer en la historia que guardan,
el aire para conversar sobre lo que les pasó sin odiarse tanto (o
tal vez buscando amarse de alguna manera o perdonarse), conservando
una pasión distanciada de una ferocidad que el tiempo se encargaría
de calmar y, entonces, darse la posibilidad de hablar de todo aquello
en paz.
XV
Muchas
preguntas provienen de una sola, escondida en mil historias o en una.
Quien se hace una pregunta, puede, en la única respuesta, responder
a todas; quien se hace muchas tal vez responda todas y no responda la
pregunta principal; al fin y al cabo lo importante sigue siendo la
pregunta: tener una pregunta parece lo más valioso, aunque miles de
personas (tal vez millones) inviertan la vida entera buscando sus
respuestas.
La
empresa era de por sí una gran interrogante que sobrellevaban
atizados por la sorpresa y en el ambiente aparecía también la
expectativa de que el patrón se negaba a discutir el contrato
colectivo; el rumor de paro circulaba como una molestia lejana, como
la resaca que deja una borrachera, que se quita con un analgésico:
como un ratón. Portaban los del sindicato sólo cuando tenían
algún interés que a la directiva convenía promover para ganarle
algunas dádivas al patrón: “Pájaro de mar por tierra” -se
decía abiertamente en los diferentes talleres cuando los veían
llegar, como un viejo conocido que merodea, más bien, que zamurea.
Lo que sonaba en el ambiente de la empresa, nada se relacionaban
directamente con el conflicto que se traían entre manos: “¿De
quién hablan? ¿Quién es ése? ¿Trabajó aquí alguna vez?
¿Trabaja? Yo nunca lo he visto. ¿Acaso es ése que deambulaba como
un zombie? ¿Qué le pasó? ¿Se escondió? ¿No quiso trabajar más?
¡Si ya no trabajaba! Yo no lo veía trabajando. Nos miraba con
perplejidad. ¿Los del sindicato lo conocían? ¡Qué van a conocer
los del sindicato si ni siquiera vienen por aquí”.
“¿Y
qué importa ese viejo? ¿Qué les importa? ¿Qué nos importa?”,
-espetaba el delegado sindical. “Yo apenas lo conocí. Lo veía de
allá para a acá, de aquí para allá, cumpliendo con su trabajo,
haciendo que esto funcionara; nada más. Que yo sepa, no tenía ni
arte ni parte en las decisiones generales, en las importantes. Sabía
de todo lo de adentro pero nada sabía de lo de afuera. Trabajaba
pero no negociaba. ¿Qué quiere que les diga? Ahora resulta que de
la noche a la mañana el viejo se desapareció y se ha puesto de moda
en esta empresa como si fuese un secuestrado; nada hay que descartar,
pues uno ni sabe. Queremos sonarle un peo a la patronal y nos sale
este fantasma. ¡Y qué nos importa ese viejo idiota! ¿Desapareció?
¿Está encerrado en su cuarto? ¿Nadie quiere abrir la puerta? Ese
no es problema del sindicato. Los sindicalizados son ustedes los
trabajadores, a ustedes nos debemos. ¿Tenía familia? ¡Al carajo!
Llámenla, para que lo encuentre y hable con él. ¿Estaba
sindicalizado? No. ¿Se dan cuenta que no nos interesa para nada?
Justo en la Hora Cero nos vienen con este cuentico. ¡Nada! Es un
pote de humo del patrón. Humo, compañeros, humo. No le hagan caso a
esta vaina”.
Nunca
hubo alboroto tan disimulado. Policías, bomberos, la medicatura
forense y hasta algunos directivos de la asociación de vecinos del
sector conformaron un operativo accidental, casi secreto; tanto que
ni se daban la mano, como llegados a un encuentro clandestino. No
faltaba la pregunta de la joda vecinal: “¿Y qué van a regalar?”.
“Nada -respondió alguien, -quieren testigos de algo”. Cada
expectativa formaba un gran ejército auditivo, esta vez gobernando,
por vez primera, sobre el ruido común de la implacable producción;
un silencioso susurro que enmudecía el rugir de los talleres. A
pedir de boca para el dueño total de la empresa, aquella
coincidencia marcaba el signo de lo que había sido su paso por estas
andaduras mercantiles, sin que lo tocase siquiera un nimio percance
que a otros empresarios había golpeado en la ganancia y nunca a sus
arcas protegidas por un hado benefactor. “Un dueño eficaz siempre
tiene quien le informe de un conflicto en ciernes” reflexionaba.
Había pasado de la intuición a la certeza como esperando que la
jugada volviera a estar de su lado, que la bola haría la carambola
calculada en un tapete de su absoluta construcción, que el marfil
resolvería, con los designios del azar, quedar a tiro para una nueva
victoria. Unilateral, pospuso la entrevista con la directiva del
sindicato (rabiaron a Dios aquella bofetada) argumentando problemas
urgentes. No les quedó a la directiva sindical más que quedarse a
ver el prodigio; funcionarios del ministerio mercadeaban asesorías
telefónicas con el dueño. Sólo una espera calculada le permitiría
medir los alcances del juego que ahora manejaba con la yema de los
dedos: la ganancia nunca se le negaba en el sorteo, (como buen tahúr)
y en el resultado mucho menos. No pensaba mucho en el hombre que (a
lo mejor) oculto en la habitación había sido su gran pretexto,
quizás para no traer nexos, para espantar alianzas con el pasado.
Dejaba la resolución del problema en las autoridades competentes.
Desdeñando completamente el concepto de favor, en su lógica
gobernaba la ventaja, (tal vez) como cuando niño; la náusea se
auguraba en la boca del estómago si la infancia atravesaba sus
recuerdos; más bien concentraba todo en el método. Veía siempre el
final claro a su favor.
XVI
Una
tras otra, las máquinas de Paco marcaban la sobrevivencia. De una
exprimidora de naranjas hasta la inyectadora de la primera fábrica,
podían enumerar decenas de ingeniosos mecanismos. Cuando se agotaba
el mercado o la popularidad del producto, Paco fijaba la mirada en
algún aparato que luego transformaba en una genialidad; una máquina,
copiada u original, lo mantenía en el mercado de trabajo. Paco hacía
y Juanjo acumulaba. Paco construía y Juanjo negociaba. Paco soñaba
y Juanjo materializaba. Vino la primera discusión cuando Juanjo
anunció haber registrado a su nombre, en la oficina de patentes, la
autoría de los inventos de Paco. “Yo soy tu representante” -le
dijo con grandilocuencia. “Pierde cuidado. Tu grandeza y genialidad
no está para ocuparte de esos trámites”. Desparramaba el discurso
de siempre, simpático, creíble, sospechoso. Paco pedía acudir a lo
de las patentes para ponerse como dueño de sus creaciones pero nunca
el tiempo alcanzaba. “Tú verás que mañana vamos”, decía Paco
mirando papeles.
Dicen
que a nadie avisa la gran posibilidad, sólo hay que saber cuando
está llegando, caundo se presenta. “Hoy comemos pan con mortadela
y refresco, pero mañana comeremos bistec”, -decía Juanjo los
mediodías, sentados en las aceras de La Candelaria. El general que
gobernaba el país facilitó las puertas a los europeos para
apuntalar la producción agrícola y “mejorar la raza”.
Siguiéndole la pista al gobierno, Juanjo jugaba al murmullo entre
sus paisanos: “A esta gente no les importa montar un negocio. Son
flojos, desinteresados; gastan hoy lo que se ganan y mañana vuelven
a conseguir. Tienen la vida fácil. Hay que aprovechar”. Instalaron
el primer inyector con los ahorros atesorados por el administrador
Juanjo, en un terreno que compraron con rancho de tablas incluido.
Sustituyeron las tablas semi armadas por un rectángulo de ladrillos
con tejas de latón y allí pernoctaban como dos vaqueros recién
llegados a la quimera del oro estadounidense. Juanjo hizo en la calle
los primeros clientes que animaban el producto del trabajo del
incipiente taller; los diseños que salieron al mercado (obra del
orfebre Paco) fueron exitosos. Con el taller mejor formado, Juanjo
invitó a los primeros inversionistas. “Les presento a mi socio,
Paco” -y relató la futura gran empresa que tenía en mente. Esa
noche, luego de calcular algunas cuentas, Juanjo y Paco firmaron a
medias la propiedad de la inyectora y las primeras herramientas.
“¡Socios!”, dijo agregando luego un abrazo: “Lo demás lo
arreglamos después”. Juanjo se fue sintiendo cada vez más dueño
del negocio, mientras Paco cada vez más ¡Outside!
Luego
de una década de bonanza y buenos negocios que a Juanjo hicieron
millonario y a Paco lo consolidaron como un omnipotente encargado de
los talleres, la fabricación computarizada se hizo una realidad y en
esa medida Paco fue sustituido del trabajo eléctrico y mecanizado
donde había tenido su feudo; era un genio de la electricidad y de la
mecánica pero muy poco sabía de computadoras. Tubos, cadenas,
fusibles, bombas, flejes, turbinas, impulsores, relojes, tanques que
manejó a su antojo, fueron desplazados por procesos más sutiles,
mucho más rápidos, digitalizados, manejados desde prototipos
pequeños, portátiles, que requirieron de finas manos, de nuevas
mentes conocedoras de innovadoras nomenclaturas y álgebras inéditas
adecuadas a los tiempos por venir. La demostración de aquellos
equipos inusitados, llenó de gerentes y técnicos en ropa formal a
toda la fábrica, venidos de un concesionario japonés. “Son para
ser manejados con bata blanca” -decían como si anunciaran un
asistente de cocina. Por meses ofrecieron asesoría técnica y cursos
a nuevos encargados que además hizo innecesaria la utilización de
mucho del personal obrero. Los despidos abatieron los talleres y la
brutal ganancia castigó al empleo. El sindicato quería negociar con
el patrón.
Juanjo
presentó a Paco: “Él es el encargado”. Su voz cayó seca como
el golpe de una mandarria sobre el suelo. Lúgubre fue la sonrisa de
Paco como la tristeza que se desprendió de su mirada tan sorprendida
como perpleja. Paulatinamente, Paco fue dejado a un lado sin la menor
consideración, sin que alguien le dijera cuál iba a ser su rol de
ahora en adelante, sin que, dentro del nuevo ordenamiento de la
empresa, se establecieran cuáles iban a ser su posición, sus
deberes, sus roles. Sorda se fue haciendo cada vez más su presencia
ambulatoria, débil su integración al emporio que ahora se
digitalizaba, tenue su ocupación hasta llegar a ser innecesaria. Ya
no coordinaba nada, no asistía a nadie, no atendía ningún
requerimiento ni giraba instrucción alguna. Por muchas vías intentó
la entrevista con quien había sido alguna vez su socio y le fue
imposible. Ahora se encargaba de nada. Podía estar o no; llegar o
irse; salir o entrar. Daba igual si tomaba alguna de las antiguas
herramientas que apenas hacían falta o se apostaba en cualquier
esquina del trabajo a mirar sin propósito; porque allí nadie
reconocía su estar, su hacer, su ser. Sólo cobraba el sueldo; acto
que le parecía indigno. Los años pudieron haberse transformado en
siglos y nada era el sustantivo en que se había convertido,
entre aquella ergástula de esfuerzos que no paraba jamás de
transcurrir, de producir, de invertir, como si el tiempo fuese el
verdugo de un remolino que tragaba.
Una
tarde, Sumay, hija de Corteza, quien había heredado el trabajo de
limpiarle la habitación, (a la madre la había agarrado un accidente
cerebro vascular) le dijo a Paco: “Se escucha por ahí que tienes
que irte del cuarto porque lo van a demoler”. Paco tomó un taxi y
se prometió con sus pasos ejecutar una profanación.
XVII
Hay
encuentros a muerte donde la muerte parece estar disimulada por
sellos formales de un diálogo asfixiante, controlado como el de
aquella noche desesperada para Paco y estratégica, definitiva,
conclusa para Juanjo.
Darse
cuenta de que no había firmado jamás un papel significativo de
propiedad, de legalidad de todo aquello por lo que tanto luchó y que
la defensa de su derecho fue sujetada por su hablar apocado, esa
lentitud torva que llevó pegada al espíritu como un balatá
maldito, la contemplación de ciertos sucesos trascendentes que
pasaban más rápido que su decisión, le tiró contra el sofá de la
lujosa oficina a la que por primera vez entraba. “Has sido el
encargado general de la fábrica” -le decía con sequedad Juanjo-
“has ganado el mejor sueldo de todos aquí. Tienes todos los años
tu arreglo. ¿Qué más quieres? Alquílate un sitio por ahí. Es
hora de que salgas de ese barracón”. Paco tuvo la posibilidad de
respirar toda la comprensión del mundo por vez primera en su vida.
Recorrió cada implemento habido en aquella estancia construida con
su sudor: pinturas de artistas importantes compradas en exposiciones
de renombre, adminículos de lujo para atender el papeleo
administrativo, alfombra, lámparas cromadas, onerosas botellas de
variado licor, aparatos suntuosos para apoderarse del arte musical o
cinematográfico; percibió el aire acondicionado que ahogaba el
sopor de su desesperación, el aroma frutal del ambientador, el
ventanal que mostraba la ciudad, la ausencia de una victoria que
nunca tuvo. Fondeó los ojos de Juanjo como nunca, y como nunca vio
el tamaño de su poder, la magnitud de su cinismo, el peso de su
engaño. Antes de decir algo, Paco empequeñeció mucho más de lo
que había sido. Su estatura fue disminuyendo al propósito de una
humildad inenarrable. Tomó la severa inclinación del enfermo, la
desbarrancada caída del derrotado, el desbocado vértigo del vencido
y la escupió sobre sí mismo. Apenas superado el estupor con que
Juanjo aguzaba los ojos para mirarlo tan abajo, tan disminuido, tan
nimio; terror sintió con el descaro de la traición que tramó con
su avasallante carácter, que de no ser por los años de preparación
acerada y labrada para este momento, se hubiese ido lejos a vomitar
la ignominia que esculpió con sus manos. Como si hablase una
hormiga, una ameba, el miserable tizne
de una olla golpeada,
Paco dijo: “Quiero que me devuelvas el sueño que me robaste”.
Pequeños
instantes sobrellevan situaciones o las agravan, depende de quienes
los vivan y los interpreten. “El carro está listo, Don Juan José”
-dijo una voz que seguramente era la del chofer personal. Supo
recobrar, a duras penas, Juanjo (Ahora Don… ), la cordura perdida
por su propia cobardía y atinó a decir una orden borrosa. Paco ya
había dejado su silencio, un increíble silencio de siglos, en aquel
lugar.
XVIII
Las
preguntas vuelven al lugar iniciático como aves migratorias cansadas
de buscar la verdad en los cielos de la incertidumbre. Emergen las
interrogantes de la caverna primigenia y viajan a la intemperie y a
la indefensión del tiempo para formularse reflexiones infinitas.
Moran provocaciones en la primera molécula
venida en la
primera pedrada de la creación del universo y se expanden como
gritos en las grutas inacabadas de la inmensidad, buscando la vida
que se autocrea. Para averiguar acerca de Paco ¿Se atreverán a
tocar a la puerta de la paradoja de Erwin Schrödinger para llamar a
cualquier nicho elemental e indagar al gato bombardeado por la
partícula y la onda a un mismo tiempo y así describir la paradoja
de si está vivo o muerto o los dos estados a la vez? ¿Estará vivo
o muerto el gato? Si continuara vivo ¿Cómo hizo para sortear el
poder de tan inmenso peligro? Si está muerto ¿Cuándo y dónde
murió? ¿Murió en la guerra civil de las Españas o en la guerra
mundial o en la guerra del hambre o en la guerra del exilio o en la
guerra de la traición? ¿Había tantos gatos como guerras posibles
de morir o de vivir? ¿Tantas manos, tantas cajas, tantos martillos,
tantos recipientes de vidrio, tantos venenos, tantas partículas que
se activan y que matan o no matan a un gato eran probables? ¿Murió
y siguió vivo a la vez o es el inicio de una probabilidad? En la
realidad, si abren la caja puede estar vivo o puede estar muerto el
gato, pero sólo puede estar vivo sin estar muerto o puede estar
muerto sin estar vivo. Al abrir la caja, el cincuenta por ciento de
probabilidad lo encontrará muerto y el otro cincuenta vivo; pero
adentro, más al fondo, mucho más allá, adonde se puede mirar con
mil miradas a la oscuridad más intensa del cosmos interno y externo,
las cosas son infinitamente pequeñas; allí estará muerto si
absorbió el veneno o vivo si la partícula no se disparó y no
activó el martillo que daría sobre el frasco que contenía el
veneno que mataría al gato; muerto y vivo a un mismo tiempo,
desatando probabilidades el gato es indagado, la curiosidad (que mató
al gato) sólo puede presentir, anda lejos de las probabilidades;
quien predice es humano con piel, sangre, carne y huesos. Los gatos
no predicen, aunque tengan piel, sangre, carne y huesos, porque no
tienen raciocinio. ¿Acaso el veneno que mató el gato sería el
falangismo? ¿Qué lugar en la caja ocupa la falange? ¿O la falange
sería el martillo que rompería el frasco y el veneno son los
imperios que se benefician? ¿El veneno sería el nazismo o los
camisas negras italianos? ¿El átomo disparador sería el
catolicismo o el fanatismo o la histeria o la violencia o todos
juntos? ¿Por qué el gato no modifica la realidad? Respuesta: porque
nadie lo observa, al ser observado modifica la realidad porque la
incertidumbre cesa. Modifica la muerte si alguien observa (y modifica
la vida); no hay indiferencia posible; quien interviene está vivo y
quien es indiferente está no-vivo, no está muerto; entonces, el
gato continúa vivo si interviene la probabilidad. ¿España era la
caja o habían dos Españas (cajas) que tenían cada una un gato
adentro y fueron mirados? ¿Quién los miró… ? ¿… la misma
España? ¿O el gato era España? Mientras estaba en la caja ¿España
era una probabilidad si estaba viva o si estaba muerta y cuando la
caja se abrió se convirtió en una realidad? ¿Una de las dos
Españas quedaría viva y la otra muerta? ¿Está loco David Bohm
cuando dice que la muerte es una abstracción? Si Paco pudiera ser el
gato que está en la caja ¿Cuál de las dos Españas lo guarda en la
caja que a un mismo tiempo no han dejado de ser España? ¿Paco se
quedó en España aunque haya emigrado?
Un
grupo de bomberos y policías abrirá la caja. Filomena (junto al
forense) constatará dentro de la caja si el gato está vivo o esta
muerto; de lo que observen dependerá hacia donde se muevan las
probabilidades en la caja. “Dios no juega a los dados”: dijo
Albert Einstein. La mujer observa un cuerpo inerte sobre la cama y
aumenta su dimensión en el ciclo de preguntas; ¿Por qué Paco vino
a dar aquí? ¿Por qué vino de tan lejos? ¿Por qué atravesó el
charco? ¿Con quién llegó? ¿Qué lo trajo hasta aquí? ¿Está
vivo o está muerto?
XIX
Juanjo,
hijo de Juanjo, nieto de Juanjo (hoy llamado Don Juan José,
empresario, millonario, connotado hombre de las finanzas, miembro de
la Federación de Cámaras y Asociaciones) mira los acontecimientos
desde la gran pantalla de su oficina. Un privilegio más significa
ver las imágenes por vía internacional; la censura del gobierno
oscurece el escenario de los canales nacionales. La mayoría de la
población es cegada a su propia realidad mientras Don Juan José
observa la sorpresa en la calle filmada por cámaras osadas. El aroma
del café de la tarde pasa de sus manos al olfato, al paladar, al
pecho, al estómago, a la tranquilidad intranquila que ahora siente
al observar detenidamente los sucesos. Gentes desconocidas que no se
encuentran entre su selecto grupo de socios y amigos, entran con
desaforado ritmo (descalzos, sudados, alegres) en los
establecimientos comerciales y salen cargando cualquier cosa grande o
pequeña sobre hombros, manos, cabezas. “¡Están robando!”
-piensa. Parece que la ciudad escondía a toda esta gente que ahora
brota como un cardumen hirvientes de peces extraños a devorar lo que
encuentran. Se siente agraviado. Mucha de la mercancía que sus
empresas fabrican y que había sido comerciada, ahora (en el justo
momento del asombro en sus ojos) es sacada de las tiendas por una
gente venida de un mundo ajeno a su alcurnia y que no paga, no
cancela, violenta las cajas registradoras, los códigos de barra, los
sensores digitales, las convenciones sociales, los diez mandamientos.
“Yo vine desde muy lejos a contribuir con el desarrollo de este
país. Yo que he trabajado honradamente para que todos saliéramos
adelante, me siento agraviado, avergonzado. Esta gente se está
burlando de mi esfuerzo”. Los locales son cavernas abiertas,
boquetes sin orden ni control, alfombras de mercancía aplastada; “Yo
que he favorecido con mi trabajo a este país”, ya no hay puertas,
ni vigilantes, sólo gentes de todas las edades entrando y saliendo
cosas que estaban secuestradas. “¡Cómo violentan la propiedad
privada! ¡Oh, Dios!”. ¿Esta gente desconocida adelantó el
carnaval? ¿Quiénes se creen? ¿De dónde salieron?”.
Hace
un mes, pensaba Don Juan José con estupor, había asistido a la toma
de posesión del Presidente cuando... “Es Paco, ¡Si! ¡Es Paco! Lo
acabo de ver en la pantalla. ¡No es posible! ¿Y el dictamen del
forense? ¡No murió! Paco está entre esa gente. Estoy seguro. ¡Juro
que lo veo!”. Pasan primeros planos de su rostro y es él. Va
cargando las partes de una cama, luego lo ve ayudando a una vieja a
cargar un televisor, luego saca un costillar de carne de un
frigorífico y la está repartiendo a quien pasa, a quien llega, a
quien recibe, luego corre con la gente a refugiarse; están
disparando balas de verdad; Paco cae acribillado. Paco se levanta.
Paco continúa corriendo. Paco ayuda a trasladar a los caídos. Paco
se acerca a la cámara. El Don no quiere escuchar a Paco. “No es
verdad que esté allí frente a las cámaras con toda esa gente.
¡Dios mío! No puede ser verdad”… ”
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