Tenía
seis años de nacido en 1960 cuando mi mamá, viviendo en Lomas de
Urdaneta, en Catia, escuchó de mi madrina acerca de la existencia de
un cine donde pasaban películas que exhibían a los hombres y a las
mujeres acostándose juntos para hacer sus intimidades. Mi mamá era
una mujer de su casa, mi madrina, también de su casa, era una obrera
de la fábrica de fósforos y debía salir muy temprano para llegar
tarde en la noche. Ambas eran de la misma edad aunque mi madrina era
soltera y portaba el perfil de una mujer a la moda. Usaba, con alto
riesgo, pantalones, polleras, bragas, minifaldas, zapatos de tacón o
sin tacón, se depilaba las piernas, se sacaba las cejas, se pintaba
las uñas, los labios, se hacía rimmel, sombra sobre los párpados,
pestañas postizas y perfumes que apestaban bien. Cada sábado se
hacía los rollos para buscar orlas y bucles en el cabello y cada
quince días iba a la peluquería para hacerse un peinado (moño, le
decían). Mi mamá era una mujer casada y se vestía como mi papá le
permitía.
Aquella
noche mi mamá pidió el favor a una vecina para que nos cuidara, a
mí, a dos hermanas y a un hermano de meses que no daba lata.
Aproveché la ausencia materna para apostarme en la ventana y mirar
la inmensa avenida Sucre lejana, alumbrada y los pocos automóviles
de la época transitando como cocuyos. También se veía un costado
de los bloques de La Silsa. Mi papá estaba de viaje con el
Ministerio (cosa que yo ignoraba), sólo me enteraba cuando llegaba
con sacos de frutas que compraba por el camino cuando venía de algún
sitio. ¿Cómo será el cine? -me preguntaba. Amigos me decían
que era fascinante, se comía chucherías, estaba alumbrado mientras
la gente entraba, y se acomodaba en butacas y luego apagaban las
luces y pasaban la película. Entonces toda la vista de Catia que
tenía al frente se me antojaba como una de esas películas que
anunciaban en la cartelera del Periódico. Cada gentes que caminaban
por la calle al amparo de las sombras de la noche, los conductores de
los coches, los perros que huían del instinto, los gatos que
rasgaban la neblina, el cielo oscuro eran una película que alguien,
tal vez Dios, preparó en alguna parte para que estuviera pasando.
Recorrí
el apartamento que sólo era vigilado por la vecina que miraba la
televisión con mi pequeño hermano en el regazo. Mis hermanas
cuchichearon por un rato hasta que cayeron rendidas. De repente se
abrió la puerta y aparecieron mi madrina y mi Mamá asustadas.
Despidieron a la vecina y me obligaron a hacerme el dormido con el
fin de conversar la experiencia que habían tenido. Ambas salieron a
función de siete de la noche e hicieron la respectiva cola para
comprar las entradas. Por las miradas masculinas cayeron en cuenta de
que eran las únicas mujeres que se disponían a disfrutar de la
función. “Ya estamos aquí, comadre” le dijo mi madrina buscando
guáramo. “El vendedor de ticket nos miró con una sonrisita como de
burla”. -Dijo mi mamá al buscar la sala. Entraron cuando aún no
habían apagado las luces. Todos los asistentes se volteaban a mirar
sus rostros asombrados más que asustados. Cuando se apagó la luz,
la trama de la película decía el rumbo del argumento. Hubo escenas
de desnudos parciales de mujeres y hombres y más besos de lo
esperado. Además vieron tobillos, ciertas rodillas, un toma que pudo
haber concluido en unos senos y mucha sábana. “Son chinos,
comadre” -susurró mi madrina, mientras mi mamá le decía: “Más
nunca le hago caso, comadre”. Le respondió tan bajito que mi
madrina soltó una risita de no haber comprendido nada. Cuando la
película se puso tediosa (ya que se impusieron algunos diálogos)
ambas sintieron que el espectáculo eran ellas. Creían que cien ojos
las miraban en cinemascope.
Salieron
antes de finalizar el filme entre carrasperas, silbidos,
insinuaciones y carcajadas bajitas. Iban a ser las nueve. La calle
estaba sola y caminaron un buen trecho hasta que se detuvo un
autobús. Mi madrina decía que mi mamá había dejado la cara en la
sala de cine y sólo llevaba la vergüenza en el semblante.
Caminaron hasta el bloque sin decirse una palabra hasta que
estuvieron frente a frente en la mesa del comedor. Vi esos segundos a
través de la cortina del cuarto silenciarlas severamente. Vi esos
rostros demudados contándose las respiraciones. Y luego presencié
ese bullir de carcajadas que ambas se prodigaron por largo rato. No
podían decirse una palabra pues la risa abarrotaba cualquier intento
de comenzar a narrar lo sucedido. Cuando se calmaron, luego de
varios intentos en que la risa volvía con más fuerza y con lágrimas
de placer, escuché lo que acabo de narrar.
Hermosa y refleiva experiencia.
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