domingo, 5 de mayo de 2019

EL PEQUEÑO ESCAPE




Tenía seis años de nacido en 1960 cuando mi mamá, viviendo en Lomas de Urdaneta, en Catia, escuchó de mi madrina acerca de la existencia de un cine donde pasaban películas que exhibían a los hombres y a las mujeres acostándose juntos para hacer sus intimidades. Mi mamá era una mujer de su casa, mi madrina, también de su casa, era una obrera de la fábrica de fósforos y debía salir muy temprano para llegar tarde en la noche. Ambas eran de la misma edad aunque mi madrina era soltera y portaba el perfil de una mujer a la moda. Usaba, con alto riesgo, pantalones, polleras, bragas, minifaldas, zapatos de tacón o sin tacón, se depilaba las piernas, se sacaba las cejas, se pintaba las uñas, los labios, se hacía rimmel, sombra sobre los párpados, pestañas postizas y perfumes que apestaban bien. Cada sábado se hacía los rollos para buscar orlas y bucles en el cabello y cada quince días iba a la peluquería para hacerse un peinado (moño, le decían). Mi mamá era una mujer casada y se vestía como mi papá le permitía.


Aquella noche mi mamá pidió el favor a una vecina para que nos cuidara, a mí, a dos hermanas y a un hermano de meses que no daba lata. Aproveché la ausencia materna para apostarme en la ventana y mirar la inmensa avenida Sucre lejana, alumbrada y los pocos automóviles de la época transitando como cocuyos. También se veía un costado de los bloques de La Silsa. Mi papá estaba de viaje con el Ministerio (cosa que yo ignoraba), sólo me enteraba cuando llegaba con sacos de frutas que compraba por el camino cuando venía de algún sitio. ¿Cómo será el cine? -me preguntaba. Amigos me decían que era fascinante, se comía chucherías, estaba alumbrado mientras la gente entraba, y se acomodaba en butacas y luego apagaban las luces y pasaban la película. Entonces toda la vista de Catia que tenía al frente se me antojaba como una de esas películas que anunciaban en la cartelera del Periódico. Cada gentes que caminaban por la calle al amparo de las sombras de la noche, los conductores de los coches, los perros que huían del instinto, los gatos que rasgaban la neblina, el cielo oscuro eran una película que alguien, tal vez Dios, preparó en alguna parte para que estuviera pasando.


Recorrí el apartamento que sólo era vigilado por la vecina que miraba la televisión con mi pequeño hermano en el regazo. Mis hermanas cuchichearon por un rato hasta que cayeron rendidas. De repente se abrió la puerta y aparecieron mi madrina y mi Mamá asustadas. Despidieron a la vecina y me obligaron a hacerme el dormido con el fin de conversar la experiencia que habían tenido. Ambas salieron a función de siete de la noche e hicieron la respectiva cola para comprar las entradas. Por las miradas masculinas cayeron en cuenta de que eran las únicas mujeres que se disponían a disfrutar de la función. “Ya estamos aquí, comadre” le dijo mi madrina buscando guáramo. “El vendedor de ticket nos miró con una sonrisita como de burla”. -Dijo mi mamá al buscar la sala. Entraron cuando aún no habían apagado las luces. Todos los asistentes se volteaban a mirar sus rostros asombrados más que asustados. Cuando se apagó la luz, la trama de la película decía el rumbo del argumento. Hubo escenas de desnudos parciales de mujeres y hombres y más besos de lo esperado. Además vieron tobillos, ciertas rodillas, un toma que pudo haber concluido en unos senos y mucha sábana. “Son chinos, comadre” -susurró mi madrina, mientras mi mamá le decía: “Más nunca le hago caso, comadre”. Le respondió tan bajito que mi madrina soltó una risita de no haber comprendido nada. Cuando la película se puso tediosa (ya que se impusieron algunos diálogos) ambas sintieron que el espectáculo eran ellas. Creían que cien ojos las miraban en cinemascope.


Salieron antes de finalizar el filme entre carrasperas, silbidos, insinuaciones y carcajadas bajitas. Iban a ser las nueve. La calle estaba sola y caminaron un buen trecho hasta que se detuvo un autobús. Mi madrina decía que mi mamá había dejado la cara en la sala de cine y sólo llevaba la vergüenza en el semblante. Caminaron hasta el bloque sin decirse una palabra hasta que estuvieron frente a frente en la mesa del comedor. Vi esos segundos a través de la cortina del cuarto silenciarlas severamente. Vi esos rostros demudados contándose las respiraciones. Y luego presencié ese bullir de carcajadas que ambas se prodigaron por largo rato. No podían decirse una palabra pues la risa abarrotaba cualquier intento de comenzar a narrar lo sucedido. Cuando se calmaron, luego de varios intentos en que la risa volvía con más fuerza y con lágrimas de placer, escuché lo que acabo de narrar.

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