A
los panas de mi más sentida edad
Nos
fuimos encontrando graneados, como recién salidos del sueño de la
niñez. Era Catia, la siempre bella, poblada de esos sitios
intrincados que se formaron detrás de la neblina de la necesidad,
vistos desde las urbanizaciones como gigantescos nacimientos
navideños. Yo venía de Lomas de Urdaneta con todos mis fantasmas
acostumbrados a salirme en pasillos donde La Sayona iba vestida como
la actriz Rita Hayworth o en escaleras regadas de besos que las
parejas que practicaban aquello que nuestras madres llamaban sebo,
dejaban botados
para alimento de nuestra
malicia o en rincones donde estaban espíritus
ahorcados que inventábamos con la cara gris, la lengua afuera y un
quejido salido del programa televisivo Un Paso al Más Allá o
de huecos de los que brotaban voces como atropellados murciélagos
que ahora debían rastrear mis miedos en este cerro horadado por Dios
con un taladro invisible, presionado, empujado, ahogado, bajado hasta
un sitio que llamaban El Manguito, del que se podía subir a
pie o apretados en un vehículo al que nombraban yi. A
ese aparato se montaba
uno lleno de tierra
para saludarse con frases sueltas, siempre afectivas, de un
entendimiento que no buscaba temáticas muy densas porque no era muy
largo el recorrido hasta la capilla del Niño Jesús, que
daba nombre propio
al barrio, para sacudirnos un polvero que se adhería con
terquedad a la ropa.
Nos
fuimos reuniendo en el sagrado poste de luz por tardes y noches. Allí
compartimos nuestra mala fama con chicharras, cocuyos, otros bichos
inofensivos y un gamelote no muy alto que podíamos arrancar sin
mucho esfuerzo, como puesto sin raíz sobre esos barrancos narradores
de soledades en el día, silenciados en la noche por una brisa
tristona que a toda hora hacía guardia entre un reguero de perros
saltarines que ladraban a la nada y copulaban levantando ciertos
pudores. Fuimos trazando nuestras temáticas sobre la curiosidad que
nos era negada en la escuela y el liceo; como la conversación que
tuvimos una noche sobre los seres extraterrestres. ¿A quién no le
gusta suponer que haya vida en otras galaxias, en otros mundos? Cada
quien reconoció que su curiosidad era genuina. No había maestros ni
profesores que calificaran. Las naves espaciales, las torres de
lanzamiento, el tiempo de la misión, los planetas a visitar, la
posibilidad de encontrar otros seres (aún no existían los alien)
estaban al alcance de lo que nos atreviéramos a imaginar. Aquel
intercambio tuvo la satisfacción del hablar por la necesidad de
hablar, de la cháchara sabrosa donde todos somos sabios, del
lenguajeo buscón de sólo reconocernos sin importarnos si había o
no seres en otras partes de la realidad: era el pretexto, aunque
interesara. Eso se los dejamos a los científicos y a los guonistas
de los programas de ciencia ficción para que lo resolvieran; aún no
habíamos visto 2001 Odissea del Espacio de Stanley Kubrick.
Lo importante es que habladeras como ésta nos ayudaron a
hermanarnos; nos salvaron la vida.
Nos
fueron uniendo estos palabreríos que tenían enormes silencios con
la experiencia por vivir represada en el tiempo, aunque lo que
amalgamó con fuerza nuestras existencias fue la música. Descubrimos
que a todos nos gustaba aquel rocanrol primerizo salido de las
radios, para transformarse a cada instante en ritmos, géneros,
grupos musicales, cantantes, casi todos de habla inglesa que brotaban
como duendes soñadores. Hicimos del programa Hora Trece de
Iván Loscher nuestra cátedra musical. El que sintonizara el
programa le contaba a los que no pudieron escucharlo, las piezas que
El Iván había radiado (y estrenado). Con el tiempo, luego de
ser nuestra militancia, decidimos que también era un deber profesar
aquel gusto, esa pasión por saborear una guitarra eléctrica,
moverse con una batería, sensibilizarse con el bajo, agruparse en
torno a los sentidos que cobraba tener la misma edad juvenil,
comprender más allá del idioma una época que nos avasallaba con su
asalto de sucesos a cada instante.
Ovidio
y Ramón nos hicieron unificar criterios en torno al reconocimiento a
The Beatles como la huella a seguir. El Niche Antonio, cuyo afro
gigante era nuestro orgullo (hasta que la señora María se lo cortó
mientras dormía), era partidario fervoroso de Ottis Redding, de
Steve Wonder y de Jimmy Hendrix (¿Quién no?). La mañana de un
sábado, Chicho nos hizo escuchar a Creedens Clearwater Revival con
su rock country y la música sideral de Pink Floyd con su estrella
Syd Barret. José Gallina, quien ya tocaba la guitarra, disfrutaba
oyendo a Los Dart, Roberto Carlos, Bob Dylan. Sabino encontró en la
canción One de Three Dog Night todo su gusto musical. Alí
tenía a The Doors de Jim Morrison como lo máximo. Nelson se prendó
de Bill Withers cantando Ain’t No Sunshine porque en esa
cadencia se repetía con magia, una expresión -I Know, que
nos cortaba la respiración, y
además se
reconoció en un bisoño
Elton Jhon cantando Rocket Man
como si
fuese un sexto beatle.
Yo tenía a Sweet Caroline de Neil Diamond pegada como un
chicle y a Tommy James and The Shondells como mis favoritos, junto a
Tommy Roe, Matt Monroe, Diana Ross con La Supremas, Aretha Franklin y
The Shocking Blue. Las emisoras de radio signadas por aquellos
disyokis legendarios, nos colmaron de novedades y noticias
para mostrarnos una calidad musical inédita que nos llevaría a las
estancias celestiales de Beethoven y Mozart. Entonces montamos una
fiesta psicodélica.
La
casa de la familia Rondón fue nuestro santuario. Aquí Ovidio y
Ramón tuvieron su célebre duelo por acertar quién cantaba la
adorada pieza Hey Jude de The Beatles; el primero juraba que
era John Lennon, el segundo estaba seguro de que era Paul Mc Carney.
Hoy ya sabemos quien ganó. En el patio de aquel nido de afectos, la
mañana de un domingo, el primo José Gallina y yo compusimos una
balada a Los Niños del Vietnam
que despertó
cierta admiración vecinal.
Músico nocturno, el papá de Ovidio le había regalado su vieja
batería para que se transformara en el segundo Ginger Baker o
algo parecido. Por ahí se empieza- pensamos.
Como aquellos jóvenes que nos acompañaron en otros sitios del
mundo, tuvimos en mente armar un grupo musical para interpretar lo
que luego se llamó Rock. Aquellas reuniones juveniles que
llamábamos psicodélicas, con los años fueron nombradas
matinés y estuvieron vinculadas a justos escapes del bachillerato.
El nombre de las nuestras fue siempre felicidad.
Para
esa primera fiesta sacamos del viejo picó de
un amigo, un plato Garrard (ahí rodaban los discos de
vinilo) al que Chicho llamó uniteca, ya que las minitecas
tenían dos platos. Alguien prestó las cornetas y un aparato que
mentábamos deck, que,
en efecto,
graduaba los sonidos más
altos o más bajos y
nos parecía una
maravilla; luego a este
aparato le cambiaron el nombre por ecualizador.
Compramos en colecta una luz negra que terminaba siendo morada y yo,
artista de la plástica, logré hacer seis afiches en opalina y
pintura flourescente que colocamos en las paredes con tirro. Fue una
sensación. Hubo quienes pensaron que los afiches tenían luz por
detrás. Cada quien se veía pinticas blancas en la ropa y en las
partes del cuerpo descubiertas. Ese día estrené mi sombrero marrón
de ala ancha y fieltro que compré en una tienda en Chacaíto. El
desafío era quién pondría los discos, la música que iba, la onda
que estaba; era la honra, la sapiencia, la responsabilidad de pasarla
bien que estaría en sus manos. Ramón fue el elegido para tan
importante acontecimiento. Luego que se cansó le pasó la
responsabilidad a Chicho. Ambos estuvieron rodeados de expertos que
les recomendaban cada tanto una que otra pieza, lo que hizo del
manejo de la música una actividad democrática.
Los
vinilos fueron aportados por todos. Eran resguardados en unas
carátulas de cartón, muchas de las cuales aún son dignas del
museo. Yo llevé uno de los Bee Gees (el único
que tenía) que me había regalado mi hermana Yura.
Servía para bailar en un ladrillo con las jevas (quienes
no eran muchas esa noche,
por cierto) porque la
música era lenta, la
llamaban balada. Ese día bailé Kosmic Blus
de Janis Joplin pegado
a una muchacha morena que me hizo sentir en las nubes. Pudiera
decirse que a la fiesta asistieron chamos de todo el barrio y
algunos de Catia y otras zonas. Los salseros de la Calle del Medio
estuvieron sumidos en una admiración que hermanó nuestros gustos.
Nos felicitaron mirando aquel ambiente sideral con los ojos pelados y
hasta vi a algunos bailando Whole lotta love del grupo Led
Zeppelin al que había que aplicarse
con furia. Todo estuvo
a punto de explotar cuando colocamos las piezas del grupo Santana que
cayeron como de una galaxia (No los conocía). Fueron el universo
todo. Pensé que el señor Edecio encontraría la casa en escombros
al llegar por la mañana. No fue así porque nuestra psicodelia fue
famosa en el barrio hasta por el orden que tuvimos. Varias fiestas
después, nos correspodió la suerte juvenil de bailar en estreno, el
elevado bolero Samba Pa’ti del mismo grupo Santana,
satisfacción que difícilmente puedan igualar en calidad las
generaciones anteriores y venideras.
Ramón
y Ovidio adquirieron el triple álbum del Festival de Woodstock,
el cual escuchamos con devoción de feligreses en lo que quedó de la
Uniteca. Cada tanto asisto a esta película para atraparle
nostalgias. Ovidio, el Niche Antonio, Ramón, mi hermana Yura y yo
fuimos a ver una función en el cine Junín. Yura lloró
sentidamente la monumental interpretación de Joe Cocker, imposible
de igualar. Ramón protestaba porque los fanáticos no dejaban
escuchar a Crosby Still y Nash ni a Joan Baez que también eran de su
gusto, aunque es de reconocer que cuando apareció el grupo Santana,
el cine estuvo a punto de caer y nosotros ayudábamos a derribarlo.
La pieza Soul Sacrifice que escuchamos saltando como ranas,
quedó eternamente en nuestro imaginario. Nunca antes había visto
tantas jaulas de policía juntas rodeando la Plaza O’Leary hasta
salir de aquella función.
Al
Festival de las Flores en la Concha Acústica del Parque del
Este fuimos meses después para imitar a Woodstock. Los abusos de la
policía se hicieron orden del día aquel sábado y algunos
encarcelamientos tuvieron cabida en los periódicos del domingo. Los
consejos de nuestras abuelas y madres por aquellas andanzas
sorprendentes, hoy me llenan el recuerdo de ecos sutiles. Escucho sus
voces como oraciones sagradas. Una tarde la señora Ovidia, abuela de
los dos panas, con toda la bondad comprensiva que tenía en su alma
oriental, tomó mi mano y me habló de la confianza que nos
profesaba. Me sorprendí de que fuéramos vistos con un cariño tan
grande ya que uno creía vivir el momento y nada más. La experiencia
nos estaba tejiendo el camino a la memoria.
Una
semana después, Ramón fue a mi casa con el periódico Últimas
Noticias en las manos que decía de la muerte de Janis Joplin. El
ruido producido en nuestra generación, que nos acompañaba adonde
íbamos, se ausentó. Con mi hermana Yura hicimos un corto silencio
de lágrima profunda que yo rompí siempre en mi afán de ahuyentar a
la muerte. Diez años después estaba en la avenida Baralt, cuando
escuché que alguien gritó una frase de cuatro palabras desde una
buseta. Sentado en la Plaza Bolívar pude hurgar en el maná de una
dulce tristeza los nombres de todos aquellos panas lejanos,
distanciados por un andar del que es difícil darse cuenta, ocultos
en los recuerdos como exigiendo una llamada. Los sitios que
dimensionamos con nuestros anhelos de vivir retornaron con un anuncio
de melancolía; las voces se entrecruzaron despertando de un sueño
letargoso. Una lágrima me paseó el rostro empujada por las
nostalgias. Corrí a un teléfono público: Yura, se murió
John Lennon.
Dicen
que cuando uno habla con alguien a quien quiere, está hablando
consigo mismo. La última vez que me acerqué a aquella casa donde
dejé lo mejor de mis alegrías; no estaban mis amigos. Al frente, en
la casa de la abuela Ovidia, estaba una tía llamada Del Valle
sentada como meditando, tal vez esperando una conversación, quizás
también como cantando. A esta bondadosa mujer me costó descubrirla
pagándome el pasaje del yí varias veces cuando iba al liceo
Andreseloy. Ya está pago -me decían los yiseros pero
no sabía quién era. Con esas miradas únicas hacia algo que buscaba
ver, habló a mi timidez desde esa admiración a la amistad que
habíamos logrado proyectar desde nuestra juventud y me dijo como
sobresaltada por eso que en los pueblos llaman pálpito: esto
tan bello que han vivido pasará, Oscarsito, cada
quien hará su vida y lo que nos queda es tratar de
recordarnos, de no olvidarnos.
Hermoso y nostálgico relato hermano. Un abrazo.
ResponderEliminarLa Mermelada podría llevar por título esta época de la psicodelia caraqueña
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