martes, 21 de mayo de 2019

¿QUIÉNES SE ATREVIERON A HACER UNA FIESTA PSICODÉLICA?



A los panas de mi más sentida edad

Nos fuimos encontrando graneados, como recién salidos del sueño de la niñez. Era Catia, la siempre bella, poblada de esos sitios intrincados que se formaron detrás de la neblina de la necesidad, vistos desde las urbanizaciones como gigantescos nacimientos navideños. Yo venía de Lomas de Urdaneta con todos mis fantasmas acostumbrados a salirme en pasillos donde La Sayona iba vestida como la actriz Rita Hayworth o en escaleras regadas de besos que las parejas que practicaban aquello que nuestras madres llamaban sebo, dejaban botados para alimento de nuestra malicia o en rincones donde estaban espíritus ahorcados que inventábamos con la cara gris, la lengua afuera y un quejido salido del programa televisivo Un Paso al Más Allá o de huecos de los que brotaban voces como atropellados murciélagos que ahora debían rastrear mis miedos en este cerro horadado por Dios con un taladro invisible, presionado, empujado, ahogado, bajado hasta un sitio que llamaban El Manguito, del que se podía subir a pie o apretados en un vehículo al que nombraban yi. A ese aparato se montaba uno lleno de tierra para saludarse con frases sueltas, siempre afectivas, de un entendimiento que no buscaba temáticas muy densas porque no era muy largo el recorrido hasta la capilla del Niño Jesús, que daba nombre propio al barrio, para sacudirnos un polvero que se adhería con terquedad a la ropa.


Nos fuimos reuniendo en el sagrado poste de luz por tardes y noches. Allí compartimos nuestra mala fama con chicharras, cocuyos, otros bichos inofensivos y un gamelote no muy alto que podíamos arrancar sin mucho esfuerzo, como puesto sin raíz sobre esos barrancos narradores de soledades en el día, silenciados en la noche por una brisa tristona que a toda hora hacía guardia entre un reguero de perros saltarines que ladraban a la nada y copulaban levantando ciertos pudores. Fuimos trazando nuestras temáticas sobre la curiosidad que nos era negada en la escuela y el liceo; como la conversación que tuvimos una noche sobre los seres extraterrestres. ¿A quién no le gusta suponer que haya vida en otras galaxias, en otros mundos? Cada quien reconoció que su curiosidad era genuina. No había maestros ni profesores que calificaran. Las naves espaciales, las torres de lanzamiento, el tiempo de la misión, los planetas a visitar, la posibilidad de encontrar otros seres (aún no existían los alien) estaban al alcance de lo que nos atreviéramos a imaginar. Aquel intercambio tuvo la satisfacción del hablar por la necesidad de hablar, de la cháchara sabrosa donde todos somos sabios, del lenguajeo buscón de sólo reconocernos sin importarnos si había o no seres en otras partes de la realidad: era el pretexto, aunque interesara. Eso se los dejamos a los científicos y a los guonistas de los programas de ciencia ficción para que lo resolvieran; aún no habíamos visto 2001 Odissea del Espacio de Stanley Kubrick. Lo importante es que habladeras como ésta nos ayudaron a hermanarnos; nos salvaron la vida.


Nos fueron uniendo estos palabreríos que tenían enormes silencios con la experiencia por vivir represada en el tiempo, aunque lo que amalgamó con fuerza nuestras existencias fue la música. Descubrimos que a todos nos gustaba aquel rocanrol primerizo salido de las radios, para transformarse a cada instante en ritmos, géneros, grupos musicales, cantantes, casi todos de habla inglesa que brotaban como duendes soñadores. Hicimos del programa Hora Trece de Iván Loscher nuestra cátedra musical. El que sintonizara el programa le contaba a los que no pudieron escucharlo, las piezas que El Iván había radiado (y estrenado). Con el tiempo, luego de ser nuestra militancia, decidimos que también era un deber profesar aquel gusto, esa pasión por saborear una guitarra eléctrica, moverse con una batería, sensibilizarse con el bajo, agruparse en torno a los sentidos que cobraba tener la misma edad juvenil, comprender más allá del idioma una época que nos avasallaba con su asalto de sucesos a cada instante. 
 

Ovidio y Ramón nos hicieron unificar criterios en torno al reconocimiento a The Beatles como la huella a seguir. El Niche Antonio, cuyo afro gigante era nuestro orgullo (hasta que la señora María se lo cortó mientras dormía), era partidario fervoroso de Ottis Redding, de Steve Wonder y de Jimmy Hendrix (¿Quién no?). La mañana de un sábado, Chicho nos hizo escuchar a Creedens Clearwater Revival con su rock country y la música sideral de Pink Floyd con su estrella Syd Barret. José Gallina, quien ya tocaba la guitarra, disfrutaba oyendo a Los Dart, Roberto Carlos, Bob Dylan. Sabino encontró en la canción One de Three Dog Night todo su gusto musical. Alí tenía a The Doors de Jim Morrison como lo máximo. Nelson se prendó de Bill Withers cantando Ain’t No Sunshine porque en esa cadencia se repetía con magia, una expresión -I Know, que nos cortaba la respiración, y además se reconoció en un bisoño Elton Jhon cantando Rocket Man como si fuese un sexto beatle. Yo tenía a Sweet Caroline de Neil Diamond pegada como un chicle y a Tommy James and The Shondells como mis favoritos, junto a Tommy Roe, Matt Monroe, Diana Ross con La Supremas, Aretha Franklin y The Shocking Blue. Las emisoras de radio signadas por aquellos disyokis legendarios, nos colmaron de novedades y noticias para mostrarnos una calidad musical inédita que nos llevaría a las estancias celestiales de Beethoven y Mozart. Entonces montamos una fiesta psicodélica.


La casa de la familia Rondón fue nuestro santuario. Aquí Ovidio y Ramón tuvieron su célebre duelo por acertar quién cantaba la adorada pieza Hey Jude de The Beatles; el primero juraba que era John Lennon, el segundo estaba seguro de que era Paul Mc Carney. Hoy ya sabemos quien ganó. En el patio de aquel nido de afectos, la mañana de un domingo, el primo José Gallina y yo compusimos una balada a Los Niños del Vietnam que despertó cierta admiración vecinal. Músico nocturno, el papá de Ovidio le había regalado su vieja batería para que se transformara en el segundo Ginger Baker o algo parecido. Por ahí se empieza- pensamos. Como aquellos jóvenes que nos acompañaron en otros sitios del mundo, tuvimos en mente armar un grupo musical para interpretar lo que luego se llamó Rock. Aquellas reuniones juveniles que llamábamos psicodélicas, con los años fueron nombradas matinés y estuvieron vinculadas a justos escapes del bachillerato. El nombre de las nuestras fue siempre felicidad.
 

Para esa primera fiesta sacamos del viejo picó de un amigo, un plato Garrard (ahí rodaban los discos de vinilo) al que Chicho llamó uniteca, ya que las minitecas tenían dos platos. Alguien prestó las cornetas y un aparato que mentábamos deck, que, en efecto, graduaba los sonidos más altos o más bajos y nos parecía una maravilla; luego a este aparato le cambiaron el nombre por ecualizador. Compramos en colecta una luz negra que terminaba siendo morada y yo, artista de la plástica, logré hacer seis afiches en opalina y pintura flourescente que colocamos en las paredes con tirro. Fue una sensación. Hubo quienes pensaron que los afiches tenían luz por detrás. Cada quien se veía pinticas blancas en la ropa y en las partes del cuerpo descubiertas. Ese día estrené mi sombrero marrón de ala ancha y fieltro que compré en una tienda en Chacaíto. El desafío era quién pondría los discos, la música que iba, la onda que estaba; era la honra, la sapiencia, la responsabilidad de pasarla bien que estaría en sus manos. Ramón fue el elegido para tan importante acontecimiento. Luego que se cansó le pasó la responsabilidad a Chicho. Ambos estuvieron rodeados de expertos que les recomendaban cada tanto una que otra pieza, lo que hizo del manejo de la música una actividad democrática. 
 

Los vinilos fueron aportados por todos. Eran resguardados en unas carátulas de cartón, muchas de las cuales aún son dignas del museo. Yo llevé uno de los Bee Gees (el único que tenía) que me había regalado mi hermana Yura. Servía para bailar en un ladrillo con las jevas (quienes no eran muchas esa noche, por cierto) porque la música era lenta, la llamaban balada. Ese día bailé Kosmic Blus de Janis Joplin pegado a una muchacha morena que me hizo sentir en las nubes. Pudiera decirse que a la fiesta asistieron chamos de todo el barrio y algunos de Catia y otras zonas. Los salseros de la Calle del Medio estuvieron sumidos en una admiración que hermanó nuestros gustos. Nos felicitaron mirando aquel ambiente sideral con los ojos pelados y hasta vi a algunos bailando Whole lotta love del grupo Led Zeppelin al que había que aplicarse con furia. Todo estuvo a punto de explotar cuando colocamos las piezas del grupo Santana que cayeron como de una galaxia (No los conocía). Fueron el universo todo. Pensé que el señor Edecio encontraría la casa en escombros al llegar por la mañana. No fue así porque nuestra psicodelia fue famosa en el barrio hasta por el orden que tuvimos. Varias fiestas después, nos correspodió la suerte juvenil de bailar en estreno, el elevado bolero Samba Pa’ti del mismo grupo Santana, satisfacción que difícilmente puedan igualar en calidad las generaciones anteriores y venideras. 
 

Ramón y Ovidio adquirieron el triple álbum del Festival de Woodstock, el cual escuchamos con devoción de feligreses en lo que quedó de la Uniteca. Cada tanto asisto a esta película para atraparle nostalgias. Ovidio, el Niche Antonio, Ramón, mi hermana Yura y yo fuimos a ver una función en el cine Junín. Yura lloró sentidamente la monumental interpretación de Joe Cocker, imposible de igualar. Ramón protestaba porque los fanáticos no dejaban escuchar a Crosby Still y Nash ni a Joan Baez que también eran de su gusto, aunque es de reconocer que cuando apareció el grupo Santana, el cine estuvo a punto de caer y nosotros ayudábamos a derribarlo. La pieza Soul Sacrifice que escuchamos saltando como ranas, quedó eternamente en nuestro imaginario. Nunca antes había visto tantas jaulas de policía juntas rodeando la Plaza O’Leary hasta salir de aquella función.
 

Al Festival de las Flores en la Concha Acústica del Parque del Este fuimos meses después para imitar a Woodstock. Los abusos de la policía se hicieron orden del día aquel sábado y algunos encarcelamientos tuvieron cabida en los periódicos del domingo. Los consejos de nuestras abuelas y madres por aquellas andanzas sorprendentes, hoy me llenan el recuerdo de ecos sutiles. Escucho sus voces como oraciones sagradas. Una tarde la señora Ovidia, abuela de los dos panas, con toda la bondad comprensiva que tenía en su alma oriental, tomó mi mano y me habló de la confianza que nos profesaba. Me sorprendí de que fuéramos vistos con un cariño tan grande ya que uno creía vivir el momento y nada más. La experiencia nos estaba tejiendo el camino a la memoria. 
 

Una semana después, Ramón fue a mi casa con el periódico Últimas Noticias en las manos que decía de la muerte de Janis Joplin. El ruido producido en nuestra generación, que nos acompañaba adonde íbamos, se ausentó. Con mi hermana Yura hicimos un corto silencio de lágrima profunda que yo rompí siempre en mi afán de ahuyentar a la muerte. Diez años después estaba en la avenida Baralt, cuando escuché que alguien gritó una frase de cuatro palabras desde una buseta. Sentado en la Plaza Bolívar pude hurgar en el maná de una dulce tristeza los nombres de todos aquellos panas lejanos, distanciados por un andar del que es difícil darse cuenta, ocultos en los recuerdos como exigiendo una llamada. Los sitios que dimensionamos con nuestros anhelos de vivir retornaron con un anuncio de melancolía; las voces se entrecruzaron despertando de un sueño letargoso. Una lágrima me paseó el rostro empujada por las nostalgias. Corrí a un teléfono público: Yura, se murió John Lennon.
 

Dicen que cuando uno habla con alguien a quien quiere, está hablando consigo mismo. La última vez que me acerqué a aquella casa donde dejé lo mejor de mis alegrías; no estaban mis amigos. Al frente, en la casa de la abuela Ovidia, estaba una tía llamada Del Valle sentada como meditando, tal vez esperando una conversación, quizás también como cantando. A esta bondadosa mujer me costó descubrirla pagándome el pasaje del yí varias veces cuando iba al liceo Andreseloy. Ya está pago -me decían los yiseros pero no sabía quién era. Con esas miradas únicas hacia algo que buscaba ver, habló a mi timidez desde esa admiración a la amistad que habíamos logrado proyectar desde nuestra juventud y me dijo como sobresaltada por eso que en los pueblos llaman pálpito: esto tan bello que han vivido pasará, Oscarsito, cada quien hará su vida y lo que nos queda es tratar de recordarnos, de no olvidarnos.




2 comentarios:

  1. Hermoso y nostálgico relato hermano. Un abrazo.

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  2. La Mermelada podría llevar por título esta época de la psicodelia caraqueña

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