“...hoy
sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se
necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta
perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran
ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene
nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del
diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable
lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un
embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del
subterráneo...”
Giorgio Agamben
Cuando
el Metro de Caracas fue inaugurado en el año 1983, se proyectó como
una de las instituciones de más prestigio en la sociedad venezolana.
Con un compás de espera de 10 años, en donde disputó su
construcción con algo llamado monoriel y mereció hasta una
canción de la Orquesta Billo, el pueblo caraqueño se rindió ante
la expectativa de una obra que venía a solucionar los problemas de
transporte confrontados por una ciudad cuyo crecimiento desbordaba al
transporte público de entonces. El entusiasmo era variado conforme
la obra se acercaba pues levantaba todo tipo de comentarios,
visiones, criterios que no eran más que el nerviosismo de asumir un
sistema que iba a dialogar a diario con la dinámica popular.
Los
primeros años del Metro afectaron de manera inédita el
comportamiento del caraqueño y la caraqueña que a partir de ese
momento fueron llamados usuarios. El Sistema Metro tenía al
enfoque educativo conductista como vía de aprendizaje de la gente
para trasladarse a lo largo de las estaciones. Los
primeros 5 años pudiera decirse que fueron perfectos. La asimilación
se cumplió al pie de la letra. Tanta fue la influencia del Metro en
el pueblo que se comenzó a ver y experimentar una dualidad; un
pueblo que se observaban en la calle y otro que se evidenciaba dentro
del Metro. Se llegaron a producir programas de opinión en los medios
audiovisuales, artículos en la prensa escrita, algún
que otro libro de especialistas (sobre todo psicólogos) que versaban
acerca del por qué caraqueños y caraqueñas obedecían todas las
normas estipuladas por el Sistema y en las calles de la ciudad los
comportamientos eran otros. Un operario del Metro de Caracas, amen
del prestigio que siempre ha tenido, gozaba de una obediencia del
usuario casi pontificia.
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Hasta
que llegó el día 27 de febrero de 1989 en que todo cambió en la
sociedad venezolana. Desde entonces se flexibilizó al máximo (casi
hasta la eliminación) la barrera conductista impuesta por quienes
manejan el Sistema, hasta tal punto que la gente comenzó a voltear
para mirar al pasajero que venía al lado, hablar en voz alta,
silbar, cantar, expresar soliloquios, llamarse desde lejos, soltar
carcajadas sonoras, impacientarse por cualquier retraso. Las
amistades se abrazaron como si fuera fin de año; los novios les
sumaron besos de distinta duración y calibre. Los vagones en
funcionamiento se transformaron de museos de cera en salones de clase.
Como es costumbre en el pueblo más entrépito de la tierra (más
salido y más metido no hay como éste), la gente comenzó a
interrumpir las conversaciones de los otros y a conformar debates de
todo cuanto acontece en la ciudad y en la sociedad. Se incluyeron
recomendaciones de tratamientos médicos para enfermedades,
intercambio de recetas de cocina, discursos religiosos, guasa típica
de la conversación de beisbol, arengas proselitistas donde cada
quien es un partido político, pequeños aparatos sonoros de
procedencia juvenil con música perturbadora, bochinches
estudiantiles y adolescentes, secciones de chismes, llorantinas de
los bebés (que en la primera etapa, sorprendentemente, ni
chistaban), carteristas, arrecheras por ser empujados, combate cuerpo
a cuerpo en las puertas que significa dejar entrar es salir más
rápido, accionamiento del botón de emergencia para apresurar al
tren, peligrosísimas correderas en pasillos y escaleras,
manifestaciones etílicas, venta buhoneril (en los últimos años),
ocasionales reyertas por andar con incomodidades no pocas veces
agobiantes, amenazas de tumbar cualquier gobierno del mundo,
manifestaciones políticas, propaganda electoral, en conclusión,
desde el día 27 de febrero de 1989 comenzamos a ser nosotros y
nosotras mismos en el Metro de Caracas.
Esta
irrupción de pueblo ha supuesto una armonización entre comportarse
como cada quien es y observar las normas del Sistema Metro, las
cuales deben ser acatadas por usuarios y usuarias en función de la
seguridad de todos y todas, con el agregado de que en los últimos
cinco años, debido a la creciente guerra económica que ha afectado
a Venezuela y que ha supuesto restricciones de todo tipo, el Sistema
se muestra abordado en toda su capacidad con énfasis en las horas
pico, sumado a las fallas en las unidades, problema con el aire
acondicionado y prolongados retrasos. Asombra cómo la mayoría del
pueblo ha asumido una actitud de conciencia que suma una paciencia,
donde cada quien se despliega desde la responsabilidad colectiva que
nos toca vivir en este tiempo. Aunque se expresan fuertes críticas
dentro de los vagones, algunas desconsideradas y desconocedoras de la
complejidad de un Sistema como el Metro, ha prevalecido hasta ahora
una actitud generalizada de comprender el momento que estamos
viviendo buscando el aporte que debemos hacer por mantener un medio
de transporte vital para el pueblo de la cuidad capital.
¿Volveremos
a aquel Metro idílico, conductista que fue necesario para aprender a
manejarnos como usuarios y usuarias? No es de creer. En la medida en
que resistamos los embates de las fuerzas extranjeras que pretenden
doblegarnos en todos los escenarios de nuestra sociedad con bloqueos
genocidas y participemos más activamente en la solución de los
problemas, nuestra actitud como usuarios del Metro será
dinámicamente cada vez más comprensiva, reflexivamente más
comprometida, afectivamente más apegada a la pertenencia a un
Sistema que fue creado para transportarnos con eficiencia y calidad.
Hoy tenemos Metro porque tenemos Patria. Venciendo las batallas que se
nos avecinan, tendremos Patria y Metro por siempre.
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