a
July Mijares
Desde
el cielo con sus nubes una casa, una casa dibujada en Venezuela,
tenía un jardín de rosas y esperanza, y entre huertos olorosa iba
la abuela. Olorosa a jazmines caminaba entre sus plantas, que
sembraba con amores y caricias de sus nietos, ¡Qué bonita esas
cayenas! le decían todos los viejos, que pasaban por la calle
admirando aquella santa. Saludaban a la abuela los geranios, calas
blancas crisantemos tulipanes, al bailar en los pasillos aromados,
respondiendo con distintos ademanes. Pues la brisa acompasaba aquella
danza, con deseos adornados de azahares, los verdines prestigiaban la
balanza, con potentes y hacendosos malabares. Una fila de plantitas
orquestales, le mandaban los mensajes curativos, tallos chicos con
sus hojas contentivos, de guarapos con poder medicinales. No quedaba
atrás la yerbabuena, ni el milagro sanar del malojillo, y el
calórico andar de la canela, se juntaba con el tímido tomillo. De
cerrado orden susceptible, se paraba firme miliciana, ordenando dedos
en la diana, presta al sol del huerto comestible. Van guindando como
duendes los ajíes, al acecho los valientes perejiles, los cilantros
como buenos alguaciles, dan permiso a los raudos colibríes. El
culantro esperado por la sopa, mira ansioso al esbelto cebollín,
presto el céleri celebra con su copa, la llegada de verduras al
festín. Muy preciadas por la abuela están sus papas, escondidas
bajo panza de la auyama, los tomates lucen rojos en el mapa y el
orégano se incorpora al crucigrama. El jardín de la abuela es su
aposento, allí canta allí baila allí aprende, allí juega con la
luna y se sorprende, con el sol que agiganta su talento.
Todo
nieto que pasea entre sus plantas, toda nieta que jorunga las
colmenas, son captados por su voz que se adelanta, con afán sobre
todas las almenas. Nos atrapa con su brújula encendida, nos arrulla
con sus dedos oficiosos, nos regala su mirada florecida, que se
pierde entre cielos neblinosos. Cuando estamos ante ella se
transforma, en un ánfora resguarda varios años, calza entonces de
muchacha una horma, con su temple nos baraja los tamaños. El respeto
nunca pierde ante nosotros, que la vemos muchas veces elevarse, como
un ángel en sus alas levantarse, y cuidarnos como establo con los
potros. Ella aprende las miradas infantiles, que atesora con latidos
de paciencia, de recuerdos desplegados en atriles, donde vemos
amorosa su conciencia. Cada hoja cada fruto y cada flor, hacen vida
en su relato solidario, cada insecto cada bicho estrafalario, se
comenta respetando su esplendor. Nos invita paso a paso en su
elegancia, a echar ojo al mínimo de la vida, a mirar lo pequeño en
su prestancia, a seguir las hormigas nos convida. Esa diosa tan
pequeña que levanta, cien veces su peso sobre el lomo, organiza los
terrarios como un gnomo, labrador que trabaja mientras canta. Y en
colores a pintar las mariposas, en un cuadro de Picasso o Reverón,
en un cubo o en azul tu cuerpo posas, abuelita con manjar de papelón.
Luciérnaga de candiles esa abuela, de candentes cocuyitos va
rodeada, sobre nubes de añoranzas ella vuela, jugueteando en la
memoria como un hada.
Campesina
era la abuela ya se intuye, de esas tierras de pobreza sojuzgada, al
trabajo de muy niña era obligada, que la leña y la chamiza
constituyen. Se hizo joven y a Caracas la mandaron, capital en
pujanza contagiosa, sus costumbres sus halagos la asaltaron, de
clamores como seña religiosa. Cual traviesa tiranuela fue costumbre,
el tomar lo que llaman cigarrillos, capturada y seducida por su
lumbre, se llenaba de humareda los carrillos. Prohibió a los hijos y
a las hijas, deslizarse sobre el humo del tabaco, mientras ella los
probaba en horas fijas, escondida con la caja en el sobaco. Se hizo
asidua compradora de este vicio, sinceró la costumbre ante la gente,
muchas veces se encontró en el precipicio, y a buscar la nicotina
que es urgente. Las conversas enrollaba en la figura, de los
hilos que salían de la fumada, las palabras azuladas con ternura,
parecían elevarse en escalada. O leyendo o escribiendo o
contemplando, o en el cuido del jardín de sus amores, iba el rubio
entre sus dedos navegando, cual verdugo celador de sus vapores. Y los
nietos la miraron en su edad, y las nietas con su fe y filosofía, se
mostraba con toda sensualidad, bocanando el calor con geografía.
Redobló con furor toda amenaza, a los nietos y a las nietas por
igual, advirtióles del olor a sucio y traza, del amor que perderían
por este mal. La veíamos con sonrisa y ojerizas, al pescarla en su
menuda incoherencia, sin embargo la osadía hecha trizas, nos dejaba
con su ejemplo como herencia. Esa abuela esa madre esa mujer, se
agiganta en su hazaña de azucena, en la puerta de su casa como
ujier, el trabajo de forjarse la alacena.
La
amistad le dio aviso en discreción, la costumbre tiene fuerza de
alacrán, advertencias le daban la bendición, contra el pasmo las
toces y el alquitrán. La voz rauda de saberes fue apagando, esa
fuerza de voraz temperatura, aquel humo los pulmones fue llenando, de
un quejido de severa asignatura. Esta abuela defendió como amazona,
con su orgullo de escalada promisoria, la estocada que le propinó la
historia, y está visto que la pasión no razona. Fue de médicos
enfermeras consultorios. Fue de exámenes y placas escrutada, fue su
pecho aquel héroe de jolgorios, el objeto de aparatos en manada. Los
consejos se hicieron facultativos, cual los cuentos de su estirpe
fumadora, sus pulmones pasaron a ser motivos, de oraciones a los
santos y a la aurora. Se formó como cómplice celada, la campaña de
esconder la cigarrera, de sacarle algunos de la cartera, y alargarle
la respiración trancada. Tose tose la abuelita se enfermaba, tose
tose sus dolores van subiendo, tose tose su salud sacrificaba, por
cerillos que en la almohada está escondiendo. No tardó en
presentarse la bombona, con un aire diferente a sus rosales, sin
aromas sin bichitos la abandona, esa tímida bondad de sus brisales.
Se posó en su boca el oxígeno, se llenó de mangueras su
existencia, de hospital en tropeles la presencia, de pomadas y
menjurjes cual antígeno. Hijos nietos hijas nietas la familia, como
a flor de primavera la cuidaban, los vecinos las vecinas se sumaban,
como un árbol con sombras en la vigilia.
Fue
en un diciembre que la pena vino a vernos, con su traje claroscuro en
agonía, para anunciar lo que ya se presentía, la asunción de
últimos cuidados tiernos. Los doctores prestos nos recomendaron, que
pasara navidades en la casa, por hacerse la esperanza muy escasa,
pues la ciencia y la magnesia se excusaron. Se montaron el pesebre y
las hallacas, con la abuela respirando despacito, un silbido como
coro bajitico, se escuchaban trikitrakis en Caracas. A esperar los
juguetes ya se fueron, a dos pavas de las nietas encargaron, de esas
chamas los mayores se antojaron, sin embargo sus deberes ellas
vieron. Va Chuchito repartiendo los juguetes, un fuerte aliento cayó
en la madrugada, era la abuela que trataba como ahogada, de decir
algo al sonar de los cohetes. Las dos muchachas le pegaron el oído,
al crepitar de viento con hojarasca, apenas suave como aroma de
tabasca, asombradas escucharon el pedido. Quiero un fumito nietas
quiero un fumito, solicitaba en última lucidez,
ellas pensaron la llamaba el infinito, qué
tal si damos a sus ansias placidez. Le colocaron entre los labios
su pedido, la llama firme del yesquero que encendió, una de ellas
con temblor que no entendió, al constatar este plan bien escondido.
Unió la abuela las Pascuas con Año Nuevo, respiró hondo y a la par
abrió los ojos, habló clarito se lanzó varios antojos, casi nos
lleva derechito al Medioevo. El treinta y uno en medio de la
pachanga, con la familia refinando su alegría, de algún milagro
junto a la feligresía, la abuela va pidiendo bailar charanga. En un
rincón las muchachas del prodigio, ni a su mancebos les contaron la
verdad, de que el amor de verdad tiene prestigio, y es envoltorio de
toda felicidad. Y sembramos a la abuela al poco rato, dejó a este
mundo su jardín como un oficio, el sufrimiento de vivir con
aparatos, vio su descanso alejada de ese vicio.
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