martes, 27 de agosto de 2019

MON


A Germán Bigote
In memoriam



Sin hijo, ni árbol, ni libro.
Silvio Rodríguez

Años antes de conocer a través de Kropotkin, Bakunin, Posada y Durruti algo de las bases filosóficas del anarquismo, ya conocía su práctica a través de Mon. Paseaba su extrema delgadez pensativa por las calles del tétrico barrio que nos tocó vivir. Fumar como un loco le trajo prematuramente la voz gangosa de la que tanto se ha hablado de algunos personajes de la literatura. No recuerdo ningún actor de cine, de los famosos, que tuviera aquella guturalidad tan original, muy de él; en realidad Mon era muy Mon.


Las entradas pronunciadas en una frente redonda, donde se iniciaba el corte al ras de su cabello rizado, le daban apariencia del sabio que era en realidad. El día en que me conoció (no permitía que nadie lo conociera antes, pues tenía extraordinarias formas de aparecer) abrió los ojos redondos y me preguntó: “¿Ya te graduaste de bachiller?”. Sentí el peso de la experiencia conversacional sobre mis lentes: “Aún no” -dije sorprendido. Lanzó una de sus fabulosas y célebres carcajadas, entre discretas y alegres, que le ponían los ojos oblicuos, como de chino, para predecir con fuerte deseo: “En poco tiempo te vas a ir de este barrio”. Miró al resto de los panas que nos rodeaban en el poste de la luz y me señaló con discreción: “A este chamo lo veo lejos de todos nosotros. Se nos va a perder de vista”. -terminó diciendo con esas tristezas alegres que pocas veces le percibimos, cuando mostraba la encía superior de dientes ausentes a la mitad.

Hijo de una mujer muy humilde -la vi una sola vez- Mon se paraba firme ante su quebradiza autoridad con reverencia. Jamás habló de un padre que le preocupara sus vivencias.

Dibujaba para el Periódico “Semillero” con maestría inigualable. Lo hacía a buril sobre esténcil dejando palpable esas habilidades que tienen los relojeros o los cirujanos o los escultores para curucutear las formas. O lo realizaba a marcador sobre cualquier hoja dejando un garabato monumental digno de ser visto. Capaz de crear personajes populares originales, era consentido del viejo César porque le ilustraba las páginas de la novedosa publicación que distribuíamos en las comunidades. Maravillaba con sus opiniones en las reuniones de un grupo de gente venido de todas partes. Aquellos intelectuales de la izquierda (que albergaban hasta algunos curas) lo miraban asombrados cuando disertaba lo que él comprendía como política con una precisión de detalles minuciosa y la dicción de un profesional de la locución. La situación nacional se la paseaba de arriba abajo, la economía la manejaba con conocimiento impecable, además de sentir y sufrir la represión policial y política era capaz de analizarla, los problemas educativos no le eran desconocidos, el cine le apasionaba: sobre todo las vaqueras italianas y las películas de chinos; odiaba a los adecos, al deporte y al chisme.

Como eran épocas cercanas a la reunión católica de Puebla, era común ver hasta las monjitas españolas del Colegio San José participando con nosotros. Cierto día, una de las religiosas de hábito tan blanco como una paloma de cartón, al despedirse, le preguntó: “¿Y en qué Universidad das clase?”. Guardó una breve pausa que no llegó a ser silencio, se maceró el bigote y volteó hacia la parte más fea del barrio: “Mi Universidad es ésa” -respondió con firmeza y ternura. Sólo hasta ese día supe que la lectura era su secreto. El periódico del día jamás escapaba de sus manos por la mañana. Le vi alguna vez doblada en uno de los bolsillos traseros del pantalón, una novelita de Marcial La Fuente Estefanía. Sospechábamos que a los libros los devoraba en secreto. El viejo César no lo pudo retener más en aquel grupo político. “A esa gente no le gustan los frascos” -decía con sorna, “Y me quieren convencer sin dejarse convencer”.

Prefería las conversas en el poste de luz de la calle y muchas veces llevaba la égida de los temas. Nunca le faltaban sus frascos que guardaban licor de anís o canelita para inspirarlo. Podía darse al ron aunque jamás lo vi honrando el whisky, creo que por un asunto de principios. Y de alguna de sus mujeres se hacía acompañar porque siempre andaba pertrechado con el atuendo más decoroso y pulcro posible, al que llenaba de esas aguas de colonia que vendía el portugués del abasto. Todos le admirábamos secretamente el poder de seducción, productor de innumerables hazañas amorosas y no pocas tragedias. Sabía ser caballeroso, condescendiente, amigable y también conocía perfectamente el arte de botar piedra cada vez que algo buscaba contradecir sus anhelos o sus principios. En plena época donde la música afrocaribe se ponía a pedir de bonche y comenzábamos a llamarla salsa, le gustaba ir a las juergas pero no bailaba; creo que le temía al ridículo. Era de los porteros porque allí circulaban libremente los frascos, las conversas más clandestinas y las mujeres que descansaban de las charangas de Tito Rodríguez y podían caer en la telaraña de su reconocido poder. La misma táctica aplicaba en las exequias de algún vecino, a las cuales nunca se le vio faltar porque, además de que le permitía prodigar su solidaridad, podía pasar el momento cazando embriagantes frascos. Nunca fue un malandro -su habla y costumbres eran impecables y francas- pero le llevaban a la contemplación, a la curiosidad y a la amistad.

Antes de Nietzsche, Freud y Marx (a decir de Paul Ricour) mi primer gran maestro de la sospecha fue Mon. De todo sospechaba. De los curas, aunque dijeran que estaban con la revolución; de los cineastas que fueron al local del grupo Sancho a pasarnos películas, dizque porque pusieron al viejo César a hablar como argentino; de las maestras en un aula de clase; del juego de azar (aunque a veces sellaba su cuadro de caballos a ver si lograba salir del barrio); de los políticos de oficio, de sus promesas y de las elecciones; del Rock que tanto gustaba a sus amigos; de los yiseros del barrio que le competían con las mujeres; tanto de los gringos como de la Unión Soviética y de los chinos ni se diga; de las mujeres que hablaban mal de los hombres y viceversa; de la honestidad del portugués del abasto al manejar el peso; de los europeos, más si tenían negocio; de los religiosos que van de puerta en puerta; de policías y militares aunque algunos de sus panas terminaron aceptando la placa, la cachucha y la pistola para hacer la redada a sus iguales; de aquel barrio pantanoso y feo que desde arriba era barranco y desde abajo era calvario; de la suerte, los discursos, los espiritistas, los poemas y hasta de Dios sospechaba Mon.

Esto le hacía un eterno desconfiado. La única confianza plena la depositaba ciegamente en sus amigos, a los que llenaba de anécdotas; cada día tenía una diferente de cuya veracidad jamás dudamos. Parecía que la búsqueda de la anécdota para nosotros le hacía vivir bastante, mucho y nos la contaba con la preciosura de un Hamlet. Todas eran compendios de hechos clasistas. Y es muy importante decir que la lucha de clases de la que tanto se hablaba en las reuniones del grupo Sancho, Mon la reflejaba en su discurso y su práctica de vida con lealtad y permanencia. Tenía a la solidaridad como acción efectiva. Ayudaba al instante y si no tenía buscaba hasta donde no hubiera. No le gustaba hacer promesas ni hacer esperar a nadie. Odiaba hasta el encono la caridad. También la paradoja, parecida a esa que exhiben los koanes del budismo, la conocí desde antes con Mon. Su sarcasmo, nunca hiriente, más bien elegante, le permitía cultivar tanto el chiste como la más fina ironía intelectual. Aunque no era muy partidario de la burla, la consagraba al referirse a eso que llamamos burguesía, a quienes creían en la politiquería, a los brujos y a la contemplación de la estupidez.

Sucedió hace varios años. Me enteró mi Mamá una tarde de quesillo y café. Como siempre le ocurrió con todas las mujeres, la última lo había dejado. “Es una carajita” -me había dicho el niche Antonio, cierta vez que nos vimos en el Mercado de Catia. Tragado por el monstruo que le atrapó para siempre desde niño; contando las horas al revés de los días, los días al revés de los meses, los meses al revés de los años, se dejó caer en una oscuridad que nunca le conocimos. ¿Qué haría con tanta sabiduría? ¿A quién se la dedicaría justo en la hora aciaga? Me vino de repente el día en que reparaba la electricidad en la casa de los Quintana y se necesitaba bajar la cuchilla para acometer la tarea y nadie se atrevía. Desde el techo, donde remontaba una escalera, fijó la mirada en el aparato y dijo: Bájenla ustedes, de lo contrario, se la voy a bajar a este barrio del coño". Había cumplido su deseo.


1 comentario:

  1. De personajes como Mon están llenos nuestros barrios, pueblos y caseríos, no hace falta el reconocimiento de la academia ni de instituciones, menos aún de gremios para estos sabios de la calle, basta que los que llegamos a conocerlos los acompañemos en alma y pensamiento, el recuerdo cobra valor cuando los traemos al presente y otras y otros se enteran de su paso por esta dimensión y trasciendan en el Rey tiempo...

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