A
Germán Bigote
In memoriam
In memoriam
Sin
hijo, ni árbol, ni libro.
Silvio
Rodríguez
Años
antes de conocer a través de Kropotkin, Bakunin, Posada y Durruti
algo de las bases filosóficas del anarquismo, ya conocía su
práctica a través de Mon. Paseaba su extrema delgadez pensativa por
las calles del tétrico barrio que nos tocó vivir. Fumar como un
loco le trajo prematuramente la voz gangosa de la que tanto se ha
hablado de algunos personajes de la literatura. No recuerdo ningún
actor de cine, de los famosos, que tuviera aquella guturalidad tan
original, muy de él; en realidad Mon era muy Mon.
Las
entradas pronunciadas en una frente redonda, donde se iniciaba el
corte al ras de su cabello rizado, le daban apariencia del sabio que
era en realidad. El día en que me conoció (no permitía que nadie
lo conociera antes, pues tenía extraordinarias formas de aparecer)
abrió los ojos redondos y me preguntó: “¿Ya te graduaste de
bachiller?”. Sentí el peso de la experiencia conversacional sobre
mis lentes: “Aún no” -dije sorprendido. Lanzó una de sus
fabulosas y célebres carcajadas, entre discretas y alegres, que le
ponían los ojos oblicuos, como de chino, para predecir con fuerte
deseo: “En poco tiempo te vas a ir de este barrio”. Miró al
resto de los panas que nos rodeaban en el poste de la luz y me señaló
con discreción: “A este chamo lo veo lejos de todos nosotros. Se
nos va a perder de vista”. -terminó diciendo con esas tristezas
alegres que pocas veces le percibimos, cuando mostraba la encía
superior de dientes ausentes a la mitad.
Hijo de una mujer muy humilde -la vi una sola vez- Mon se paraba firme ante su quebradiza autoridad con reverencia. Jamás habló de un padre que le preocupara sus vivencias.
Hijo de una mujer muy humilde -la vi una sola vez- Mon se paraba firme ante su quebradiza autoridad con reverencia. Jamás habló de un padre que le preocupara sus vivencias.
Dibujaba
para el Periódico “Semillero” con maestría inigualable. Lo
hacía a buril sobre esténcil dejando palpable esas habilidades que
tienen los relojeros o los cirujanos o los escultores para curucutear
las formas. O lo realizaba a marcador sobre cualquier hoja dejando un
garabato monumental digno de ser visto. Capaz de crear personajes
populares originales, era consentido del viejo César porque le
ilustraba las páginas de la novedosa publicación que distribuíamos
en las comunidades. Maravillaba con sus opiniones en las reuniones de
un grupo de gente venido de todas partes. Aquellos intelectuales de
la izquierda (que albergaban hasta algunos curas) lo miraban
asombrados cuando disertaba lo que él comprendía como política
con una
precisión de detalles
minuciosa y
la dicción de un profesional de la locución. La situación
nacional se la paseaba de arriba abajo, la economía la manejaba con
conocimiento impecable, además de sentir y sufrir la represión
policial y política era capaz de analizarla, los problemas
educativos no le eran desconocidos, el cine le apasionaba: sobre todo
las vaqueras italianas y las películas de chinos; odiaba a los
adecos, al deporte y al chisme.
Como
eran épocas cercanas a la reunión católica de Puebla, era común
ver hasta las monjitas españolas del Colegio San José participando
con nosotros. Cierto día, una de las religiosas de hábito tan
blanco como una paloma de cartón, al despedirse, le preguntó: “¿Y
en qué Universidad das clase?”. Guardó una breve pausa que no
llegó a ser silencio, se maceró el bigote y volteó hacia la parte
más fea del barrio: “Mi Universidad es ésa” -respondió con
firmeza y ternura. Sólo hasta ese día supe que la lectura era su
secreto. El periódico del día jamás escapaba de sus manos por la
mañana. Le vi alguna vez doblada en uno de los bolsillos traseros
del pantalón, una novelita de Marcial La Fuente Estefanía.
Sospechábamos que a los libros los devoraba en secreto. El viejo
César no lo pudo retener más en aquel grupo político. “A esa
gente no le gustan los frascos” -decía con sorna, “Y me
quieren convencer sin dejarse convencer”.
Prefería
las conversas en el poste de luz de la calle y muchas veces llevaba
la égida de los temas. Nunca le faltaban sus frascos que
guardaban licor de anís o canelita para inspirarlo. Podía darse al
ron aunque jamás lo vi honrando el whisky, creo que por un asunto de
principios. Y de alguna de sus mujeres
se hacía acompañar porque
siempre andaba pertrechado
con el atuendo más decoroso
y pulcro posible,
al que llenaba de
esas aguas de colonia que vendía el
portugués del abasto. Todos le admirábamos secretamente el
poder de seducción, productor de innumerables hazañas amorosas y no
pocas tragedias. Sabía ser caballeroso, condescendiente, amigable y
también conocía perfectamente el arte de botar piedra cada
vez que algo buscaba contradecir sus anhelos o sus principios. En
plena época donde la música afrocaribe se ponía a pedir de bonche
y comenzábamos a llamarla salsa, le gustaba ir a las juergas
pero no bailaba; creo que le temía al ridículo. Era de los porteros
porque allí circulaban libremente los frascos,
las conversas más
clandestinas y las mujeres que descansaban de las charangas de
Tito Rodríguez y podían caer en la telaraña de su reconocido
poder. La misma táctica aplicaba en las exequias de algún vecino, a
las cuales nunca se le vio faltar porque, además de que le
permitía prodigar su solidaridad, podía pasar el momento cazando
embriagantes frascos. Nunca fue un malandro -su habla y
costumbres eran impecables y francas- pero le llevaban a la
contemplación, a la curiosidad y a la amistad.
Antes
de Nietzsche, Freud y Marx (a decir de Paul Ricour) mi primer gran
maestro de la sospecha fue Mon. De todo sospechaba. De los curas,
aunque dijeran que estaban con la revolución; de los cineastas que
fueron al local del grupo Sancho a pasarnos películas, dizque porque
pusieron al viejo César a hablar como argentino; de las maestras en
un aula de clase; del juego de azar (aunque a veces sellaba su cuadro
de caballos a ver si lograba salir del barrio); de los políticos de
oficio, de sus promesas y de las elecciones; del Rock que tanto
gustaba a sus amigos; de los yiseros del barrio que le competían con
las mujeres; tanto de los gringos como de la Unión Soviética y de
los chinos ni se diga; de las mujeres que hablaban mal de los hombres
y viceversa; de la honestidad del portugués del abasto al manejar el
peso; de los europeos, más si tenían negocio; de los religiosos que
van de puerta en puerta; de policías y militares aunque algunos de
sus panas terminaron aceptando la placa, la cachucha y la pistola
para hacer la redada a sus iguales; de aquel barrio pantanoso y feo
que desde arriba era barranco y desde abajo era calvario; de la
suerte, los discursos, los espiritistas, los poemas y hasta de Dios
sospechaba Mon.
Esto
le hacía un eterno desconfiado. La única confianza plena la
depositaba ciegamente en sus amigos, a los que llenaba de anécdotas;
cada día tenía una diferente de cuya veracidad jamás dudamos.
Parecía que la búsqueda de la anécdota para nosotros le hacía
vivir bastante, mucho y nos la contaba con la preciosura de un
Hamlet. Todas eran compendios de hechos clasistas. Y es muy
importante decir que la lucha de clases de la que tanto se hablaba en
las reuniones del grupo Sancho, Mon la reflejaba en su discurso y su
práctica de vida con lealtad y permanencia. Tenía a la solidaridad
como acción efectiva. Ayudaba al instante y si no tenía buscaba
hasta donde no hubiera. No le gustaba hacer promesas ni hacer esperar
a nadie. Odiaba hasta el encono la caridad. También la paradoja,
parecida a esa que exhiben los koanes del budismo, la conocí desde
antes con Mon. Su sarcasmo, nunca hiriente, más bien elegante, le
permitía cultivar tanto el chiste como la más fina ironía
intelectual. Aunque no era muy partidario de la burla, la consagraba
al referirse a eso que llamamos burguesía, a quienes creían en la
politiquería, a los brujos y a la contemplación de la estupidez.
Sucedió
hace varios años. Me enteró mi Mamá una tarde de quesillo y café.
Como siempre le ocurrió con todas las mujeres, la última lo había
dejado. “Es una carajita” -me había dicho el niche Antonio,
cierta vez que nos vimos en el Mercado de Catia. Tragado por el
monstruo que le atrapó para siempre desde niño; contando las horas
al revés de los días, los días al revés de los meses, los meses
al revés de los años, se dejó caer en una oscuridad que nunca le
conocimos. ¿Qué haría con tanta sabiduría? ¿A quién se la
dedicaría justo en la hora aciaga? Me vino de repente el día en que reparaba la electricidad en la casa de los Quintana y se necesitaba bajar la cuchilla para acometer la tarea y nadie se atrevía. Desde el techo, donde remontaba una escalera, fijó la mirada en el aparato y dijo: “Bájenla ustedes, de lo contrario, se la voy a bajar a este barrio del coño". Había cumplido su deseo.
De personajes como Mon están llenos nuestros barrios, pueblos y caseríos, no hace falta el reconocimiento de la academia ni de instituciones, menos aún de gremios para estos sabios de la calle, basta que los que llegamos a conocerlos los acompañemos en alma y pensamiento, el recuerdo cobra valor cuando los traemos al presente y otras y otros se enteran de su paso por esta dimensión y trasciendan en el Rey tiempo...
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