jueves, 11 de junio de 2020

DEJAME





Je m’aperçois bien qu’en ce moment on mange dans mon coeur[1]
CESAR VALLEJO


Tú me enseñaste
a no matar las mariposas
que no cortara las rosas
que en tu jardín cultivabas
ALI PRIMERA


No es tan satisfactorio ser jalado de la cama cuando uno duerme con la profundidad de un buzo. Deja sorpresa en el cuerpo aún no terminado de salir de la dormida, el asimilarse a la despertada de súbito. Lagañas se resisten a dejar abrir los párpados, empegostadas, cristalizadas en las puertas de los lacrimales.

Nunca he recordado los sueños con facilidad. Hay gente que nada más despierta se vuelve un cuentacuentos de su propia mente. Narran toda clase de aventuras reveladas en la más graciosa intimidad sin prurito alguno. En cambio, tengo esa facultad de apenas traerme retazos lívidos, imprecisos, arrancados a ese estar despierto del otro lado, pero inconsciente, como si fuese el deficiente espía de un espejo. Tengo la presunción de que sueño extensas películas como todo el mundo, pero un secreto censor me deja muy pocas cosas que contar una vez despierto.

Iba de caballito en el hombro de mi Papá, sorteando una impertinente oscuridad. Pocas veces tenía la posibilidad de observar el largo pasillo del piso ocho a tan respetable altura; podía tocar en el techo la hilera de bombillos tenues, como de hospital, con sólo extender la mano. Pasamos la guarimba de la ere: una lata siempre avisora del paso metálico de mi Papá y de todos cuanto no gustaban pisarla para respetar nuestro juego (antisísmico nicho ingenieril que no supo avisarnos la noche del mes de julio del terremoto). Oteé las escaleras legendarias. Tres largas escaleras en pendiente, metidas en mi vida hasta mi muerte: dos en cada punta y una del medio donde salía el ahorcado y los tipos metían a las muchachas para hacer sebo (años después: meterles mano). Aún no conocía nuestra madrugada. Todo era día y noche como decía Neruda. Aunque siempre tuve la impresión de que esa noche era más noche, más oscura, más silencio.

Al frente, se alzaba el bloque once con su facha de castillo antiguo y ocultas las cuatro escaleras de categoría superbloque. Mi Papá como un acróbata me bajada del simplemente bloque mío, escaleras abajo, porque el ascensor era hasta las ocho. ¿Fue la primera vez, frente a mí, aquel lienzo de técnica oscura salpicado de casitas lúgubres? Un Van Gogh perfecto de neblina perlada y parsimoniosa, embadurnando esas lomas dormidas de cerro blanco lechoso y ralo, retenidas por breves instantes en mis manos como olas de algodón flotante, vapor que luego escapaba vistiéndome de misterio.

Ya más grande, bajé la calle El Amparo como hoy, para dar el feliz año –junto a mis amigos- a gentes desprevenidas por la algarabía, borrachos mostrando un mareo danzante, mujeres vestidas para el Piano Merengue, niños como nosotros deseosos del cariño adulto y alguna moneda de plata para comprar melcochas el dos de enero. Ahora mi Papá, después de pasar la cancha de bolas con la nostalgia de un deportista ansioso, llegaba conmigo a La Clueca (que en realidad se llamaba La Gallina Clueca); una arepera que se desmarcaba en la esquina, ideal para dibujar un crimen sangriento con el grafito de la ficción.

Hoy puedo jurar de nuevo como en aquel momento que yo no tenía hambre. En realidad, lo que yo quería era dormir. Mi Papá sacó aquella necesidad de alguno de sus escondites secretos. Mi mamá me había puesto una franela de rayas horizontales azules como la de Tobita (custodio de nuestra gata favorita en las tiras cómicas) un pantalón beig y unos zapatos negros de punta cabezona y redonda con peladuras en el cuero de tanto patear el fastidio.

Antes de sentarme sobre el mostrador, mi Papá me señaló desde sus brazos, los rellenos que estaban en el exhibidor de vidrio. Escoja la que usted quiera, hijo –dijo como un mago tunante. Cinco años de experiencia me habían dado el poder de leer corrido, a fuerza de tomar vino Sansón con ojo de ganado, comer zanahorias con nauseas incorporadas porque me sabían a crema de pulir metales y recibir aquellas clases de mi Mamá en el libro Mantilla, encuadernado en tapa vinotinto, cuya apariencia de pequeño Corán me hacía un predicador de arabescos.

“Queso”, “Mechada”, “Molida”, “Pollo”, “Chicharrón” y… “Corazón”. Me detuve en esa palabra escrita en un pequeño cartón blanco, inclinado sobre la bandeja contentiva de una montaña oscura y grumosa, rojinegra más bien, humeando un sabor metido en la nariz insospechadamente: gustos desconocidos diciéndome. Corazón –me repetía con incertidumbre. Fue la primera cosa en mi vida que acepté por no dejar. Sorprendido, mi Papá vio mi dedo índice tocar varias veces el vidrio protector del cartón con la palabra clave. ¿Tú comes eso? – me dijo mientras sorbía café de una taza con platito de vidrio. Dale la arepa a mi muchacho –dijo al dependiente: un portugués con la cara del crimen que imaginaría muchas veces en aquella esquina. Llevó el preparado a mis manos, como ajustando algo que le faltaba al tiempo. La arepa de corazón estaba caliente y la podía sostener asombrosamente sin quemarme. Estaba, diría hoy: vaporosa, arropada con un papel que llamábamos de bodega. Había pensado en el corazón entero o en pequeños corazones sancochados dentro de la arepa, mas no era así. Debí agregar a mi recuerdo la inolvidable frase: Arepa de corazón molido. Un exuberante pedazo de masa de maíz asado me sonreía y me sacaba su alegre lengua de corazón molido.

Nada más pegarle el primer mordisco y apareció el niño. Jirones de tela sucia la franela. Raídos pantalones amarrados con un rabo de papagayo. Descalzo. Me doblaba la edad quizás. Los ojos se nos quedaron suspendidos en el aire reconociéndose en lo eterno a través de idiomas impensados. La infancia se me escapó hacia las paredes de aquel lugar, moneando con burlas sobre la mercancía atestada en paquetes de golosinas o cigarrillos o licor. Supe cuándo murió la indiferencia en mi ánimo, hasta ser asaltado por una tristeza pegada a su pecho, escapada como una sirena silente. La escuchaba desde la perplejidad.

Miró a mi Papá y señaló el sitio de las arepas. Condolido apartó de su oído el alarido mudo mi Papá: también lo había escuchado. En sus ojos vi un mar de olas delatando ese pesar desconocido hasta ese momento por mí, que luego se hizo alarma de aviso constante en mis sensibilidades. En los brazos que me aproximó a los hombros, percibí el miedo de mi Papá como el leve temblor dejado por un cuento trágico. Dale una arepa al niño, -dijo mi Papá con una queja en la voz, mientras se llevaba la mano al bolsillo. El portugués tomó papel y cucharilla para abrir el pedido, cuando extendí los brazos hacia el niño con la arepa en las manos. Mi Papá fue todo mirada hacia mi actitud tajante. ¿No tienes hambre? –dijo como si hubiese querido hablar a una hormiga. Moví la cabeza de un lado a otro. ¿Se la quieres dar al niño? –Asentí. De la cara del portugués desapareció el crimen porque miraba como montado en otra parte de su vida. Dio permiso mi Papá con un suspiro imperceptible y el niño caminó con celeridad morrocoyuna hasta hacerse de mi obsequio. Se marchó dejando escrita en el aire, varias veces a susurros, la palabra gracias.

Cargado salí de La Clueca con la mejilla sobre el hombro de mi Papá y todo el cuerpo adormecido en el calor de su pecho. Iba más sosegado, menos sorprendido, con la calma generada por el regreso al Bloque. Había espesado la neblina; parecía salir de la calzada como una deidad imponente, sin embargo, logré ver la luz de un poste cayendo sobre el niño sentado en el filo de la acera y me incorporé. Mi Papá volteó para buscar el motivo de mi atención. Allí estaba con su infancia solitaria. Los pasos de mi Papá marcaron la desaparición paulatina de su imagen. Nos acompañó en el regreso el silencio. En cada esquina, en cada recodo, en cada acera transitada lo he visto transparente, comiendo la arepa de corazón molido.






[1] Bien me doy cuenta de que en este momento comen de mi corazón. CESAR VALLEJO

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