Una anciana se sentó junto al hombre que tenía
rato ocupando una mesa en un restorán al aire libre de Sabana Grande. Una mujer
gorda ¿se ve más o menos joven por ser gorda? Esta discusión la sostienen los
estetas y la gente que se ocupan de corrillos callejeros. ¿Qué puede importar
este detalle si la mujer allí sentada, luego de asaltar con osadía el
círculo vital de aquel hombre, se mostraba como una gorda de sonrisa nerviosa,
ojillos vivaces ya entrados en la catarata, abultadas mejillas pasadas por un
leve panqué brillante, ensortijadas mechas de pelo gris jaladas por el
alisamiento perpetuo debajo de un gorro de terciopelo de color crema? Este
andamiaje femenino iba metido en una tersa piel morena. De una, al hombre le
pareció simpática, como simpático su vestido de florecitas marrones y su sorpresiva
llegada.
Martín. -La sorpresa de aquel nombre en boca de la
anciana, aconteció en la cara del hombre como una idea recién llegada. Cuando
un hombre joven está ante la admiración de un destino inofensivo apela a la
ternura. Lo interrogaba con su actitud aquella mujer venida de quién sabe cuál
historia de pobreza o mendicidad, para reconocerlo con una identidad
inusitada. Pensó rápidamente en la billetera y en una cantidad razonable para
salir de aquel embarazoso instante. No obstante, un perlado sudor bajó de su
cabello rubio, cubierto con un sombrero blanco de Panamá.
-¿No eres
acaso, Martín. Mi amado Martín?
El hombre, sorprendido, echó su cuerpo contra
el respaldar de la silla. Un sofoco salió del saco blanco impecable y le hizo
expulsar un suspiro brusco, hondo, de inmediato convertido en siseos nerviosos.
Pasó por su frente un pañuelo rojo que apareció en su mano. Retomó una posición
menos aprehensiva, más próxima hacia la mujer. Para agregar aún más ternura a
los ojos, arqueó mucho más la sonrisa y así demostrar franqueza, buen ánimo, talante
brioso. Tomó un respiro de ésos que anteceden a la palabra significativa.
-Disculpe señora, yo no me llamo así. Usted
debe estar equivocada. Jamás la he visto en mi vida. ¿Quiere tomarse algo? ¿Un
café, un jugo?
La mujer le devolvió la sonrisa, parpadeando
como si estuviese ante un prodigio, como si le maravillara aquel ofrecimiento
insospechado; dejo de galantería salido del perfume impregnado en la intimidad
creada; voz atenorada, cavernosa, sólida.
-No Martín. No deseo nada, sólo verte.
Reconocerte. Eres como te imaginé, catire, hermoso, amable, de nervios
controlados. Disculpa que haya llegado así, interrumpiendo tu sábado de
descanso, sacándote tal vez de tus intensas preocupaciones por el mundo.
-Caramba señora. Yo le juro a usted que es la primera vez que la encuentro en mi camino. Créame. No soy quien usted piensa.
-Caramba señora. Yo le juro a usted que es la primera vez que la encuentro en mi camino. Créame. No soy quien usted piensa.
-Yo también es la primera vez que te veo,
Martín, pero mi corazón me dice que eres tú, que se trata de ti, el amor de mi
vida, el hombre que siempre busqué, el héroe que siempre esperé. Muchas veces,
en mis tiempos de liceísta te busqué en la parada de los autobuses, en el
mercado de Quinta Crespo, en los parques y las plazas y nada. Un día creí verte
en una feria del libro y corrí tras de ti, pero te me perdiste. Hoy te
encuentro aquí, así, real. Me siento complacida con la vida.
El hombre puso la mano sobre la mesa y la
anciana la tomo entre las suyas con sutileza indecible. La tersa mano del joven
hombre ahora estaba cubierta por las arrugadas manos de la mujer que parecía
atrapar la paciencia y la bondad de quien estaba dispuesto a dejarse llevar,
para ver cuál sería el llegadero de aquella situación. Se miraron con esa
profundidad de gaviotas en vuelo que parece perderse en las nubes
y luego se dibuja en el cielo como manos saludando.
-No sabes cuánto te he esperado Martín. Desde
niña te conozco porque escuché de tus hazañas, al enfrentar a los bandidos que
atacaban a la gente buena y tú con el arrojo de siempre los derrotabas. Estuve
contigo cuando luchabas contra el Enano Siniestro, ese bandido implacable, ese
caco incorregible que siempre lograba escapar, pero estoy segura de que lo
atrapaste algún día y lo llevaste a la cárcel; allí debe estar purgando sus
fechorías el muy muérgano. Fui creciendo con este amor en el corazón que nunca
ha salido, por el contrario, Martín, aquí está intacto, en el mismo lugar, cuidado
por el tiempo y por el recuerdo.
El hombre estaba a la expectativa de cualquier
reacción de la mujer. Por un momento le pasó por la mente alguien que perdió la razón, sin embargo, no dejaba de sorprenderse. ¿Tal vez esperaba un beso apasionado de su boca llena
de carmín rojo? Gentes de paso los miraba y sonrisas dejaban colgadas de su
indiferencia. Hasta un vendedor de rosas envueltas en celofán se acercó para
ofrecerlas junto a tarjetas con poemitas escritos. ¿Les busco al violinista que anda por ahí para que les toque? –ofreció
un espontáneo quizás para ganarse algunas monedas. La mujer se incorporó para
aproximar la silla y el hombre no movió ni una pestaña. Ya lo que sucediera
estaba en las inauditas intensiones de aquella Penélope, amante eterna de un
Ulises sin melena ni arco ni sagacidad homérica.
-Aunque me casé, siempre te esperé. Cuando dejé
de escuchar tu voz me resigné a encontrarte alguna vez como hoy y decirte que
te amé con lealtad. Nadie, ni tú mismo, podrá decirme que el que tengo frente a
mí no eres tú, Martín. Mi Martín. El corazón no miente, sé que eres tú y si no
lo reconoces es por tu infinita humildad de héroe eterno. Cuéntame qué fue de
Frijolito, el muchacho que siempre te acompañaba; tu ayudante.
Una jovencita con aires de burriquita interrumpió
la conversación.
-Abuela, al fin te encuentro. ¿Qué haces aquí
con este señor?
-Conócelo Brunilda, es un amigo de muchos años.
-¿De muchos años? Mejor vámonos abuela que nos
están esperando.
La mujer se levantó de la silla, luego de dar un
beso en la mejilla al hombre. Se alejó junto la nieta a pasos oscilantes por el
bulevar. Un hombrecito flaco, pálido, de movimientos alborotados se aproximó a
quien todavía fijaba la vista en la mujer y la muchacha. Le pasó su mano frente
a los ojos para espabilarlo.
-¿Me puedo sentar? –preguntó el hombrecito
soltando una carcajada.
-Hazlo que yo no me voy a levantar de aquí en
horas.
-¿Qué pasó? Tenía rato viéndote hablar con esa
viejita. ¿Quién era?
-Es una amiga de muchos años que acabo de conocer.
-¿Cómo es eso?
-Dialéctica pura. Por cierto, ahí se regresa la
nieta.
La muchacha venía acelerando el paso como
trayendo un mensaje. Mostró una sonrisa de dientes grandes y miró varias veces
a la abuela que esperaba a lo lejos.
-Disculpe, señor, es que no me despedí. Mi
abuela nos ha hablado siempre de usted. Que siga bien. Hasta luego y buenas
tardes.
La muchacha corrió hasta que se reunió de nuevo
con la abuela y desaparecieron en la esquina. El hombre echó un suspiro fuerte
para botar del pecho aquellas emociones inauditas. Carraspeó. Juntó las manos y
luego las miró con detenimiento. Volvió el pañuelo a la frente, los dedos al
nudo de la corbata, la seriedad al semblante. Se acomodó en la silla, tomó la
carta, llamó al mesonero.
-Bien amigo, luego de este encuentro tan
inesperado vamos a tomarnos un café. Te lo brindo.
-No te hagas ilusiones, Martín, que en la otra
esquina está tu madrina buscándote.
El hombre volteó para ver a una mujer de rostro
lívido, cabello negro hasta los hombros, largo y blanco vestido sedoso, con la
mirada clavada en sus ojos. De pie llamaba a las cavernas del
olvido.
-Vámonos Frijolito. Que no nos alcance.
UN ENCUENTRO QUE DESENCUENTRA EN LA MEMORIA PERDIDA DE UN PASADO LLAMANDO AL FUTURO, SOLO FRIJOLITO PUDO SALVARLO DE ESA EBRIA INCERTIDUMBRE.... JAJAJAJJ
ResponderEliminarInteresante visión del romance
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