Una periodista mexicana preguntó al presidente Hugo Chávez su definición de Integración Latinoamericana y él comenzó su respuesta preguntándole: “¿Tú sabes lo que significa ser pana?”.
A Zobeyda Jiménez La Muñequera de
Píritu Portuguesa
A Federico Nietzsche el filósofo de la
infancia
Correr.
¿A qué niño no le gusta correr? ¿Quién no se llevó su cipotazo por correr cuando
estaba chamo? Aquel pasillo del piso 8 era nuestra pista de carreras,
inmediata, expedita. Era nuestra pequeña explanada para la ere, el fusilao,
policía y ladrón, las estrechas partidas de pelotica de goma y eran más las
veces que la veíamos caer a la planta y meterse en el montecito, que en las
incidencias de un juego gritado: “¡Epa chamo, pásame esa pelota! ¡Cayó por ahí,
sí, sí, por ahí! ¡No, por ahí no, más acá”, con jugadas discutidas a cada momento
como si disputáramos el campeonato mundial del año 41, el cual apenas
conocíamos como un suceso ocurrido hace siglos, poco explicado en las escuelas;
o también era Toñito con su carrucha martirizante que terminaba clavada en la
puerta de los López en la letra “A” o de los Torres en la “C”, lo mismo que el
balón que vino con Cabrujas cual fabulosa novedad, luego que sacó el fútbol infantil
del Colegio Calasanz para llevarlo a toda Catia, y que con cada gol cantado provocábamos
la salida de Tomás el del 87 (que se ponía los guantes todos los sábados en el
tierrero del bloque 11) con intención de darle su coquito a quienes lo veíamos con caras de satisfechos culpables,
pidiéndole esas disculpas reflejadas en nuestro sudor, en las franelas pegadas
a la piel y en la respiración agitada a pecho batiente.
Pequeños
como éramos no podíamos jugar en la Planta porque allí lo hacían los grandes y
además no nos dejaban: “Recuerda que al hijito del señor Pisani lo mató un
carro libre cuando estaba dando la vuelta dejando a la señora Angulo que venía
del mercado. Apenas tenía 6 años el pobrecito” –me decía mi mamá cada vez que
podía, señalando la tragedia vista de lejos a través de la ventana. Por esto cuando
íbamos a la escuela o hacer un mandado a los abastos, dejábamos nuestros juegos
guardados en ese pasillo. Muchos de los mejores inventos nacieron entre Alí y
yo yendo a comprar el pan a su mamá, la señora Flor, o a la mía. Una vez
soñamos que a nuestro querido bloque 12 se le podía subir con cuerdas, mucho
antes de conocer el rapel, porque ésa era otra de las advertencias que se nos hacía:
Nada de intentar el vuelo de Superman. Practicábamos
la carrera de escaleras desde las puntas bajando y subiendo, la de comerse el
helado de vasito más rápido o le entrábamos al escondite que si no contábamos
con la complicidad de algún apartamento vecino (no pocas veces terminaba siendo
el de mi familia) las opciones escaseaban, entre ellas el hediondo hueco del
basurero donde te encontraban facilito y se agotaba rápido. También competíamos
con el ascensor pues creíamos tener la ventaja de los pisos en que se detenía para dejar a los pasajeros; casi siempre perdíamos hasta con la
señora Montano que parecía tardar horas en cada piso para saludar a sus comadres y hablar acerca de recetas de cocina o remedios para la artritis. Yendo al colegio, por no
cargar el bulto escolar por las escaleras, a veces lo lanzábamos desde el 4 y
luego debíamos correr temiendo que desapareciera. Nunca sucedió.
Nos
sentíamos tan dichosos de conocer a dos amigos con el nombre Alberto ya que varias veces discutimos sus
cualidades. Los habíamos presentado con el orgullo de tener un poder secreto en
aquellos tocayos inquietos y sabios. Alberto Vegas era del
sector El Amparo y había estudiado con
nosotros en la José Felix Rivas del bloque 11. Su mamá, quien era un alma de
Dios (de ésas que no lo creían a uno capaz, ni siquiera, de pronunciar una tibia
grosería), le daba más libertadas de andar en la calle y él se lanzaba sus
paseos por aquel piso 8 como buscando una ere
paralizada, un estó, o la osadía de tocar las puertas de otros pisos y
salir corriendo. Flaco como yo (porque Alí era más bien gordito) Alberto Vegas
la movía bien con las metras y el trompo, se preciaba de manejar bicicleta
(aunque jamás lo vimos sobre una porque no cualquiera podía tener ese envidiado
vehículo), en la escuela ni bien ni mal (el maestro Pablo de la José Felix lo hostigaba por la memoria
distraída) y nos enteramos por él mismo de que en la José Gervasio Artigas aún estaba pasando trabajo con las tablas de
multiplicar y dividir. Tenía una vista prominente (diferente a mí que me
cancharon lentes desde los cinco) y se conocía los nombres de todas las
plantas, flores y frutos del jardín de su mamá.
El
hijo de la señora Nicolasa y el señor Aniceto era Alberto Tovar; unos segundos
padres para mí eran estos dos adultos maravillosos; de ésos que le decían a
uno: “Mire, siéntese aquí que tengo que hablar con usted” y venga esa lección
de ética mucho antes de que la conociéramos a través de los filósofos griegos,
al igual que el señor Alí, papá de mi amigo Alí, quien era militar y a la vez amigo
de mi Papá y cuando este señor me sentaba, los consejos venían desde Boconó con
una severidad cariñosa y admirada. Nunca llegué a un acuerdo con Alí, si
Carlitos, el menor, era el hermano mayor de Alberto o viceversa. Ambos eran
inteligentes y pensadores, llenos de hermanas (tenían seis) aunque la señora
Nicolasa les decía: “¡Mandingas, pinga ‘e mono!” cuando rabiaba por cualquier
nimiedad cometida por ese par de pretenciosos. Ocurrentes y osados, también movían bien metra
y trompo y con ellos conocí el incómodo y latoso gurrufío, el gusto por las inigualables
conservas de coco que hacía la señora Nicolasa como herencia de su Barlovento
natal y la pasión por las pistolitas de agua que significaron una paliza por
habernos ido a comprarlas sin permiso a la avenida España (que era como si
hubiésemos ido a Nueva York), durante agosto del 64 que estuvo muy movido con
lo de un Festival que supuestamente era para niños y terminaba siendo el
disfrute de los adultos.
Estábamos
con los brazos cruzados bajo el mentón sobre la baranda del pasillo del piso 8
cuando veo de lejos a Alberto Vegas bajando por el bloque 11 y le pregunto a Alí:
“¿Quién correrá más rápido: Alberto Vegas o Alberto Tovar?”. Una luz alumbró
de inmediato su rostro. Reconozco que opté por Alberto Tovar debido a mi
filiación con la señora Nicolasa y el señor Aniceto. Alí se fue con Alberto Vegas por llevarme la
contraria. “Alberto Vegas no juega fútbol y eso da mucha pierna”, dije tocándome
las rodillas. “El viejo Peña dice que Alberto Tovar es muy lento y por eso lo
deja en la banca casi siempre” –dijo Alí con certidumbre. “La mayoría de los
buenos corredores de atletismo son negros”. –repliqué con mi pupilo en el
pronóstico. “Alberto Vegas es apenas más clarito que Alberto Tovar, es casi
negro” –acotó Alí buscando cerrar la competencia. Entonces arremetí: “Yo diría
que es moreno: como yo”. “Entonces tú pierdes con Alberto Tovar.” –sentenció
Alí con rapidez. “Es posible, pero ése no es el problema. Alberto Tovar es más
robusto, tiene fuerza” –volví por mis fueros. “Alberto Vegas maneja bicicleta y
eso le da fuerza en las piernas” –terminó diciendo Alí mientras el susodicho
apareció por la letra A.
Se
quedó pensativo Alberto Vegas mirando al piso y arrastrando el pie derecho como
cuando queremos sacar una goma de mascar pegada como sanguijuela al granito,
luego metió las manos en los bolsillos, estiró el cuerpo levantando la mirada, movió
las cejas como Groucho Marx, sacó las manos y las pasó por el cabello, echó un
soplido de aire corto y lo aspiró de nuevo por la nariz con fuerza, movió la
cabeza en redondo, volvió a llenar de aire la boca con los cachetes abultados y
se lo tragó, pestañeó varias veces para detener la humedad que brotaba de los
lagrimales, se hurgó la oreja derecha con el dedo índice como si le hubiese
entrado un zancudo, se subió ligeramente los pantalones, sacó la barriga como
el Sargento García, dobló un tantico las rodillas y se impulsó un poco hacia
adelante como si fuese a dar un corto vuelo y respondió: “Yo creo que le gano”.
Presuroso, Alí le preguntó si quería competir en una carrera con Alberto Tovar,
viéndole a la cara como un inquisidor y Alberto Vega reanudó entonces todos los
movimientos anteriores (como en el replay que aún no sucedía en la televisión) finalizados
en su cabeza dando vibraciones muy leves con los ojos desorbitados en señal de
afirmación.
Reticente
como Adrianito, el portuguesito que no le gustaba dar ñapas, y con la terquedad de la señora Montano que no dejaba subir
más de ocho personas en el ascensor, Alberto Tovar era capaz de dejar un
partido empatado porque se disgustaba cuando le llevaban la contraria en alguna
jugada o hacerse de rogar para ser incluido en una partida si veía que faltaba uno para
completarla o darse todo el postín para salir cuando se le iba a
buscar para jugar, entonces salía su hermana Gisela y decía con su lengua llena
de letras A: (en secreto murmurábamos que todas las hermanas hablaban africano) “Albertico
está en el baño”. Yo se lo planteé directo, sin mucho argumento, diciéndole
además que era mi archi favorito. La negativa fue de ésas en las que uno cree
que la cabeza se va a desprender del cuerpo. Fue como si Sócrates o Aristóteles
hubiesen negado a Pitágoras la cuadratura del círculo moviendo el dedo índice
con lentitud ceremoniosa. Alí, a sabiendas del poder de sus negativas, nos miraba
de lejos confiando en mi habilidad para convencerlo, pero ésta era tal vez la
más dura prueba. Que si le tienes miedo; que si Carlitos diría que sí pero aún es muy pequeño; que si te brindo una caja de luces de bengala en diciembre que es cuando
mi Papá se pone mano suelta con los reales; que si Alí te está viendo como
perdedor y se está burlando–“¿le vas a dar la razón?”; que si tú le ganas fácil
por varios metros; que si te puedes ganar la titularidad en el Peñarol; que si
nada de nada porque Alberto Tovar era un NO tan grande y tan parsimonioso que
se fue a su piso 9 moviendo la mano con el dedo índice girando como una
manivela. Desde el siguiente día le montamos cacería cuando salía de la escuela
y lo acompañábamos desde la planta, yo repitiéndole las mismas ofertas, yo
recordándole sus atributos como corredor, yo promotor
de una carrera que sin saberlo se estaba conociendo entre los otros niños. La promoción
se fue haciendo sola, de boca en boca, “¿Quién es ese Alberto Vega?”, “Un niño del
Amparo”, decían y me preguntaban todo a mí, Alí era el comunicador, el
murmurador, el orgulloso.
Hasta que llegó a oídos de Alfredo Martínez: “Yo no
conozco a Vega, pero ése gana. Tovar es flojo”. Alfredo se moría de la envidia
porque la carrera no se le ocurrió a él: -“Me hubiesen llamado a mí y yo le
gano a los dos juntos”. Era echón, alabancioso, aunque debemos reconocer que muy
creativo: fue el que en mi fabuloso cumpleaños que duró tres días, luego de los
discursos del Padre Ivo y Cabrujas, cuando el viejo Peña se dirigió al gentío que
rodeaba a un campo de fútbol en forma de pastel de crema, con muñequitos
como jugadores sobre un césped de coco y once velitas azules esperando fósforo, y entonces preguntó que si alguien quería
aportar algo más podía pedir la palabra con la señal de costumbre, Alfredo levantó la mano produciendo
un silencio absoluto y diciendo con cara de preocupado: “Me robaron la cartera”: el volcán de carcajadas no se hizo esperar. Mi mamá le decía: “Alfredo el de María Martínez”, como a mí me llamaban: "el de la señora Carmen".
El caso
es que de la rabia por la subestimación afrentada de aquel Alfredo sangre’
chinche ¡que hasta pañuelo perfumado con yanmarífarina usaba! y además era tremendamente solidario con su caja de Chicle de sabor a yerbabuena que le hacía decir en las fiestas: "¿Solo? No. ¡Con chicle!", Alberto Tovar aceptó competir. Acordé con Alí que la carrera sería el sábado a las tres de la tarde porque no teníamos juego en la cancha de El Cuartel.
Quienes jugaban a esa hora no estarían presentes; tampoco los hermanos David y
Alfredo Ramírez (a quienes llamábamos los Filomenos debido al nombre de su mamá)
porque debían trabajar vendiendo chucherías con el Papá, quien era el acomodador del cine
Hollywood. Un niño llamado Juancho, de sonrisa triste y andar solitario, que
vivía en el piso 14, se me acercó un día antes de la carrera para decirme que
si se me ocurría formar un equipo de fútbol él se ofrecía como portero. Tuve la
sensación de que veía en mí algo invisible.
Les aconsejamos
a ambos corredores que practicaran, aunque sólo a Alberto Vegas lo vieron
correr cerca de su casa y su hermana Lailalí dijo en la Artigas que su hermano se había vuelto loco. Alberto Tovar me
respondió que él no era corredor profesional. "¡Mírenlo!" exclamó Alí bañado en
risas. Debían partir desde el ascensor de la Planta, como en un duelo de ésos
que aparecen en la televisión con caballos y padrinos, pero sin pistolas,
además cruzar el pasillo y subir el cerrito, pasar a lo largo del tierrero del
bloque 11 (donde echaban pintura a la gente que pasara desde el sábado hasta el martes de carnaval) viéndose las caras y entonces bajar por donde subió el otro;
ganaría el primero que pisara una lata de leche aplastada que colocamos a la
entrada de los ascensores. Alí hablaba en secreto con su pupilo mientras
Alberto Tovar se había vuelto absolutamente mudo y me veía como culpándome del
ridículo que sentía. Reconozco que yo llevaba una risita por dentro. Me creía
como Caraota: un jugador de la selección nacional de volibol que organizaba actividades
culturales y deportivas con los jóvenes del bloque.
Era una carrera de
velocidad y ninguno de los dos podía darse el lujo de perder tiempo en
lentitudes, debían correr y correr y correr de principio a fin. Aunque
sospechábamos que Alfredo Martínez podía hacer de las suyas, creíamos
que nadie había apostado plata, en todo caso serían puyas o cuando mucho, lochas. Ambos
corredores pisaron la lata, abrieron las piernas lo más que pudieron y esperaron
mi grito: “YA”. Éramos unos diez
niños aupando al que considerábamos con chance. Alberto Tovar salió primero del
pasillo y comenzó la subida con ventaja, pero Alberto Vegas lo
emparejó al remontar la cuesta. Llegaron juntos al tierrero y cuando se miraron
de frente estaban en un empate técnico: expresión que conoceríamos varios años
después. En la bajada decisiva, Alberto Vegas fue más osado y se esmachetó sin
complejos, aunque supo darle a una curvita con destreza para no resbalar,
mientras que Alberto Tovar tal vez le tuvo miedo a desnarizarse y llevar el
cuerito curado de la señora Nicolasa si lo veía hecho trizas. Alberto Vegas entró
primero al pasillo y ganó con cierta comodidad, Alberto Tovar tuvo que buscar
la lata entre el ramaje de piernas que saltaban alegres y así pisarla con
dignidad. “Te lo dije” –me gritó Alí desde una mirada silenciosa, ocultando la
satisfacción. Carlitos se llevó a su hermano a un rincón para regañarlo como si fuese un Papá. Alfredo Martínez hablaba solo como esperando que alguien le pidiese un
autógrafo. Alberto Vega parecía darse cuenta de que su victoria fue un pretexto
para que nos sucedieran sorpresas y alegrías. Luego de bajar la marea del bochinche y el silencio nos
invadió, caíamos en cuenta de que varios adultos estuvieron observando lo que
hicimos y nos veían como aguardándonos en un tiempo futuro.
Esperamos
el ascensor. Nos prometimos buscarnos si el papá de alguno mandaba a comprar
hojillas de afeitar a las siete de la noche. “¿Por qué sería que ambos tenían aquella
mala costumbre?”. Apretados entre la gente, mirando el señalador
de los pisos, Alí me susurró: “Mañana te digo el por qué Alberto Vegas ganó”. Le
murmuré un “Ajá” pensativo, perdido en lo sucedido como respuesta. “Nos quedó
bien, ¿verdad?” –me preguntó con la cara sudada y roja como un tomate; otro de mis “Ajá”
se metió entre el palabrerío que traía la adultez asidua al mercado. Cuando abrió
el ascensor en mi piso ocho le solté: “Mañana te digo otro juego que se me
ocurrió”. Cuando Alí estuviese bajando del 11 a su piso 10, tal vez estaría
tratando de adivinar la próxima corredera.
Me encantó, recordé episodios de mi infancia con mis hermanos y nuestras travesuras, crecí en casa y no en un apartamento, la verdad que las ocurrencias eran muchas, ni hablar en el patio trepando árboles y saltando como monos, mi abuela y mi mamá vivían estresadas. Uno de mis hermanos tiene una costura en su frente por creerse superman.
ResponderEliminarSaludos poeta, no pude soltarlo hasta que llegué a la última palabra. Me encanta la catarata de imágenes y las descripciones detalladas. Un
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