Un pedagogo hubo: Herodes.
JUAN DE MAIRENA
¡A
mundo! Yo vi al sute salir de la escuela como un colibrí. Yo venía de donde los
chinos con unos paquetes y lo vi cuando saltó desde el portón como un huracán
hacia la acera. Iba como buscando algo. Iba como asustado. Como si se le
hubiesen perdido las metras. Le vi angustia en la carita sudada. No me dio
tiempo de decirle nada cuando pasó a mi lado rumbo a la esquina y entonces el
carro le dio de frente, y así voló hacia el pavimento unos cuantos metros.
Quedó como un pichón inerte. Pobrecito. Escuché el frenazo, el golpe y los
huesitos quebrándose con el impacto. No pudo gritar, ni llorar, ni balbucear siquiera,
ya que fue golpe y caída a un mismo tiempo. Mucho más gritamos quienes le rodeamos
de inmediato su cuerpecito baldío sin poder tocarlo. Con el cachetico pegado al
asfalto, los ojitos cerrados, ya no tenía semblante. Todo fue tan rápido que de
seguro el color se le había ido al cielo.
A
toda planta hay que saberla podar. Esa mañana era el turno de la cayena. El
cielo estaba clarito, con el azul que gusta a las garzas para volar juntas. Ya la
belleza se estaba saliendo de las fronteras del jardín con nuevos botones y
hojas buscando pendencia. Había llegado temprano para mirarla con cariño,
preguntarle cómo la trató el rocío y así recoger con paciencia sus florecitas
chupadas en el suelo de la noche anterior y admirar las bellas novias rojas y
rosadas riendo recién nacidas entre las ramas. Recé y pedí permiso, antes de
tomar la tijereta echando ojo al sitio donde picar primero. Arreciaba el frío
de las siete, entró el calor de las ocho, se aproximaba la hora fuerte del
recreo y los sutes recién habían entrado a los salones detrás de sus maestras,
cuando lo vi salir por el vano de la puerta de la casa escolar hacia el patio
de recreo. Parecía un corredor de los cien metros. Su perfil sí que me lució el
de un alumno preocupado por algo. Iba sudadito, un poco despeinado, como
mirando algo que no tenía. Ni siquiera marcaba los pasos con fuerza porque
volaba sobre el tierrero. Atravesó el portón como desapareciendo. No pasó mucho
tiempo. Nada. Cuando escuché los gritos de las mujeres y entonces corrí a ver
qué pasaba.
Siempre
a esa hora estoy aún en el portón, esperando a los rezagados, a los que se
quedan dormidos, a los distraídos. Casualidad que ese día, en ese justo
momento, me llamó la señora de la cantina para darme una taza de café. Ella
siempre me lo mandaba con una de las aseadoras, pero ese día el acto cívico dejó
alborotada a toda la gente, porque era una fecha importante que ya no recuerdo
y los sutes presentaron motivos teatrales. Como no es mucha la distancia,
atendí su ofrecimiento y al regresar con la taza en la mano, vi el celaje del
sute salir de la nada, para internarse en el vacío del portón. Esas actitudes
de los alumnos siempre me pusieron alerta, por esto aceleré el paso para
llamarle la atención, pero al salir a la calle me vi entre el griterío y el
corre y corre. Me abrí paso entre quienes miraban y lo vi en el suelo. Tuve una
tristeza mezclada con impotencia porque pensé en mis nietos. Me di vuelta para
avisar pronto a la directora, pero qué va, ya todo el personal de la dirección
venía con ella a la cabeza. Ni pude terminarme el café.
Ese día me quedé porque me habían citado por el menorcito que ya está en segundo grado. Habla mucho: me decía la maestra. Se distrae y a veces hasta se duerme. Le tuve que confesar que todavía mama la teta. Ese día ese acto cultural fue bastante largo, aunque bonito. Son momentos en que los sutes se destacan como artistas: yo diría que son artistas por ese momento y las maestras se sienten como orgullosas y una también, cuando los hijos son salidos como para meterse en esos bailes vistosos lo ponen a una orgullosa. Estuve a punto de volver a casa de no ser porque me retuvieron los bailes de la Calenda, una sute tocando cuatro y los más pequeñitos desfilando como animales. Se veían tan graciosos. Tenía que esperar a que la maestra entrara a los alumnos y los tranquilizara para que pudiéramos hablar porque el momento los había alborotado. Me puse a leer en una cartelera indicaciones de salud bucal cuando me pasó por el lado algo que parecía todo menos un sute. Corría. Si mal no recuerdo, hasta un bufido le escuché. Iba como un torito, aunque no bravo, sino asustado diría yo. Luego lo comparé con un potro de carrera, pero desbocado. Iba con su uniforme bien planchadito, aunque un poco despeinado el cabello. Pensé en ese momento que nadie podría detener a tan decidido muchachito. Mi curiosidad fue tal que abandoné mi atención por la cartelera y caminé unos pasos para seguirlo con la mirada mientras atravesaba el patio sin bajar la velocidad hasta perderse en el vacío que deja la abertura del portón. Me quedé intranquila porque una piensa rápido en los hijos. El sute de una por ahí corriendo solo, sin maestra, sin dirección, como si la escuela lo estuviera botando. Unos gritos y el frenazo de un carro me sacaron de los pensamientos. Me cerré en una invocación de momento mientras me acercaba a la gente que se aglomeraba. Lloré por aquel sute y por todos los sutes y por los míos propios. Me devolvía a la escuela a buscar a los míos porque pensé que ese día me les iba a pasar algo. Conté mil veces al personal lo que había visto y me convencieron de que debía esperar a que se resolviera todo antes de que despacharan a los alumnos. Pregunté mil veces si estaban bien. Por un momento sospeché de una escapada del mayor que es medio tremendo, pero una de las aseadoras me trajo noticias de que lo vio en el salón de lo más tranquilo. Observé de lejos todos los pasos que dieron con el cuerpecito. Fui por un instante aquella madre que desesperó al mirar a su hijo atropellado. Me dieron a mis tres muchachos y los llevé a casa a punta de respiraciones hondas. Lloraron al escuchar mis lágrimas.
Me
dolía un poco la cabeza desde que me levanté. Le había dicho a mi esposo, que
tal vez iba a llamar a una representante para que me ayudara en el salón. Pocas
veces lo hacía. Mi primer embarazo tenía apenas semanas y aún no había razón de
malestares. Reconozco que en ese momento estaba como triste, algo
apesadumbrada, aletargada. Las sienes me palpitaban. No sé si fue una impresión
pasajera, pero los alumnos me miraban en la fila como si supiesen lo que
llevaba por dentro. Una niña se me acercó y sin decirme nada me tomó la mano, miró
mis ojos con ternura, sonrió y volvió a la fila. El acto cívico me pareció
demasiado largo, tanto que salí directo a buscar una pastilla y un vaso de agua.
Mi salón de ese año tenía vista privilegiada hacia los demás salones. Por esto
me di cuenta del justo momento en que salió del salón, aunque no me pareció
precisamente una salida, más bien me dio la impresión de una escapada. Corrió
tan velozmente que no me dio tiempo de pararlo en seco como solía hacerlo con este
tipo de deslices. Llevaba el uniforme impecable y el peinado un poco movido. No
sonreía, más bien parecía asustado. Estuve a punto de pegármele atrás. No lo
hice porque pensé en que tenía permiso. Sin embargo, caminé tras sus pasos y
alcancé a verlo cuando salió por la puerta que da al patio. Al regresar al
salón, los alumnos estaban como petrificados. Me perdí de algo que había pasado
en tan breve tiempo. Logré escuchar una fuerte algarabía como de pájaros venida
de la calle, seguida de una ventisca que nos dio en la cara y de un gran
empujón invisible que, puedo jurar, nos dio en el ánimo; como si se hubiese
caído algo de las nubes. Los ojos de los niños me hablaban de algo
incomprensible porque me seguían como si fuese un espectro. Al instante se
instaló en la puerta el secretario de la directora con una cara difícil de
olvidar. He tenido siempre la impresión de que los niños presintieron
anticipadamente lo mismo que yo, cuando iba al encuentro de aquella mueca en
forma de rostro. Tardó varios segundos en hallar la voz y luego dijo en un
susurro lacrimoso que debía retener a los alumnos en el salón hasta nuevo
aviso. Que la directora informaría luego, fue la respuesta del secretario ante
mis interrogantes. Me senté para dirigir un largo concierto de suspiros. Que
malo es saber que ha pasado algo que uno no sabe. Al rato, luego de haber
puesto a los niños a leer cualquier cosa que les entretuviera el aburrimiento,
vino el mismo secretario a decirme que debía despachar a los niños. Toda la
escuela parecía que iba a un sepelio sin sospecharlo. Jamás vi a tanto niño
mirándose de reojo. En la calle había policías y fiscales de tránsito para
regalar. Gente adulta orientaba a los niños que se iban solos a sus casas.
Hasta que no despachamos al último de los alumnos que vinieron a buscar los
representantes, no fuimos convocados a la Dirección. No recuerdo cuánto
lloramos.
El
susto por la revisión de la tarea es el momento de más tensión en un salón de
clases. A un niño se le queda en la mente como una alarma eterna. Queremos
creer que su silencio es normal, pero en poco tiempo nos convencemos de su
infinita anormalidad, de su alterada y peligrosa cadencia, del terrible
estremecimiento; más bien pega como un escalofrío que se apodera de nuestra
alma porque es como si no tuviéramos cuerpo o tal vez la piel quiere escapar de
un instante en que puede pasar cualquier cosa. Porque a la maestra no se le
podía dejar de llevar la tarea. Había que tenerla sobre el pupitre como un
manjar para sus ojos, como una tela de hierro para sus manos, como un documento
indestructible para sus anotaciones, cuando ella dijera. Él fue el único que
tenía la tabla de su pupitre sin el cuaderno requerido, él estaba sin la más
nerviosa de las satisfacciones, él comulgaba con la indefensa tristeza de un recuerdo
invisible hasta la desesperación. Estuvo parado un tiempo indeterminado tratando
de explicar su falla con una voz tan bajita que sólo sus compañeros comprendíamos.
¿Qué puede pasar cuando uno se trasforma en un olvido? Si uno es el olvido en
sí mismo ¿acaso pierde el poder de hacer hasta la más mínima cosa? ¿Juntar a un
niño con un olvido es una catástrofe? Siempre tendré la impresión de que nuestras
miradas intentaron protegerlo. Hasta que fue liberado por los efectos de una
orden discreta que pocos escucharon o por lo menos yo no pude escuchar, aunque
intuí, no me di cuenta de la cadena rota. Lo que pudo ser una ventaja, una
solución a la nada, se transformó en borrosa pintura del porvenir. Vivía cerca
de la escuela. A pocas casas. Al pasar la calle quedaba su vivienda. Aún
escucho por las noches la lejana desesperación de la gente transformada en
voces desagarradas que yo creí una parranda de borrachos. Aún veo en sus ojos ese
algo que le oprimía rayándome la retina para siempre. No se me sale de la
memoria aquel compañero de clase llevando en el apuro una culpa que se
arrastraba entre los pupitres como una serpiente cuatro narices; llevando
acumulada en los bolsillos una angustia incomprensible para su infancia. Me
sueño aun saliendo de la escuela como si fuese él y alguien me entera de pronto
de que un automóvil me zarandeó los huesos contra la calzada y fui a parar a la
nada reventado por la desgracia de mi familia. Los veo a todos rodeándome como
si fuese el espectáculo del día, esperando a un paisano con cara de médico que
vendrá a tomar notas de mis pulsaciones ausentes. Todas las madres y la mía, están
llorando alrededor de mi cadáver, creyendo que en realidad se trataba de mí. La
sábana blanca sobre mi cuerpo, alguna sirena que se acerca y varios tipos que
me levantan con el permiso de la torpeza son cosas de rutina. La dispersión
paulatina de la gente cambiando de habladurías me apresta el olvido. A veces la
madrugada me abre los ojos y me trago aquella oscura tristeza.
No
sé qué decir … como sabía que vivía cerca le dije que fuera a buscar la tarea…
yo no permito que nadie olvide la tarea … como mínimo le cito el representante
… quién es esa gente que me mira como si hubiese hecho algo malo … claro que
hice algo malo … fue un accidente … en estos tiempos los carros andan a toda
velocidad … déjeme tomar más agua … ese salón quedó hecho un desastre … lo
primero que hice fue echarme a llorar … mis compañeras me abrazaron … tenemos
rato hablando con el llanto … era un niño bueno … creo que era la primera vez
que olvidaba la tarea … había llegado de primera a la escuela … fíjese cómo son
las cosas … no sé qué me pasó … me caí de la cama … eso me dijo el vigilante
cuando llegó y me vio solita en la puerta … cuando me dijeron que no sacara a
los niños del salón dije … ya está … algo pasó … qué me iba a imaginar yo
cuando le di aquella orden … para adivino Dios … la tarea es lo principal en la
educación … sin la tarea no somos nada … tengo mucho pesar … creo que voy a
vivir con esto siempre … me dijeron que mi familia quiere verme … yo voy a
esperar un poco … más tardecita … estoy que lloro de nada … jamás pensé que un
alboroto que me pareció tan lejano estaba relacionado conmigo … me dicen que lo
mató en seco … bájenle el volumen a ese radio que me atormenta … disculpen … creí
que era aquí mismo … es que todo lo oigo cerca … quiero más agua … los deberes son primero que
los derechos … yo no debí haber hecho eso … o debí … estoy toda sudada … deben
ser los nervios … han visto a la familia del niño … pregunto … no … me duele
todo el cuerpo … como si hubiese trabajado cargando cabillas … no crean … el
trabajo de una es fuerte … hay gente que cree que es fácil pero no es así …
después que lo conocen se dan cuenta … me dicen que no sintió nada … que se
quedó quietecito … lo voy a estar viendo a cada momento en todas partes … lo sé
… yo soy así … tiendo a la obsesión … cuando lo vi salir estaba tan seguro de
sí mismo … me aturde ese silencio que guardaron sus compañeros … la directora
me mandó a llamar y con los niños se quedó la coordinadora … me llenaron de
murmullos bajitos … la conversación con la directora fue breve … lo demás han
sido vaivenes … vienen para tranquilizarme … no sé qué decir …
No
tuve culpa. Vi al sute cuando lo tenía encima del capó. Cuando acordé, se
estiró en el aire y cayó. Apenas lo toqué. ¡A Mundo! No pude frenar a tiempo.
Excelente relato, camaradas... Conmueve. Y es que con ese lenguaje tan venezolano y directo, cualquiera entiende. La historia narrada tensa además los ligamentos profundos de la sensibilidad humana, porque todos tenemos hijos y un suceso así descrito nos alerta. Es como si estuviéramos viendo una película con nuestros hijos y les dijéramos: Cuidado con andar corriendo en la calle; fíjense lo que le pasó a ese niño: algo inesperado, pero evitable. Y cuídense siemre, en todas partes, porque en cualquier lugar puede ocurrir un lamentable accidente, incluso en la escuela. Pobre maestra...
ResponderEliminarMagnífico relato, no sólo por el tema, sino por la alternación de las voces narrativas, que transmiten una sensación de vértigo y revuelo. Habría que revisar detalles: por ejemplo, las lágrimas no se escuchan, se ven. Es lo que llaman pulitura del texto. Creo que a todos nos gustaría leer más historias en la misma vena. Felicitaciones. Luis Britto Garía
ResponderEliminarLo primero que me vino a la mente, ?como es posible que se instalen escuelas aunque sea en en barrio, donde los niños salgan directamente a la calle, recordé mi escuela de primeras letras, la señorita Adela de Viento a Curamichate, nos sentabamos en el zaguan, un banco largo.trasmite el sentimiento de angustia, de principio a fin. Muy bueno. Luis Ostos
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