lunes, 15 de marzo de 2021

NOSTALGICO JARDIN

 


Un paisaje que añade otro paisaje. Aromas y misterios sobre el color de siempre: pesadumbres que aumentan las gladiolas, sueños versus jazmines, palabra que invade la amapola, temblor del alma con margaritas desojadas, nardos, tulipanes, alelíes, malabares y amarantos, trinitarias a todo gritar desde la cerca.

ADRIANO GONZALEZ LEON

 

Desde siempre supe del eterno muchacho habido en los tránsitos de mi vida. A la inventiva del juego nada mejor. Ese viaje permanente hacia los estados lúdicos del alma adolescente donde la imaginación gobierna el territorio. Los cielos son algo más de la apariencia perdida en la mirada y todavía solemos ver sus elevadas honduras como en aquellas edades, con un detenimiento parecido a la meditación, aunque sean una sencilla curiosidad allegada a los primeros sueños, invitándonos a formar figuras con las nubes en movimiento, a saludar, imitando con los anhelos del corazón, el vuelo de las aves lejanas.

Siempre dije el barrio. Aunque tuve por aquel zanjón esos sentidos de pertenencia forjados por búsquedas políticas, le pertenezco yo a él más desde mis pasos dejados en sus escaleras buscando bailes y amores, que él a mí y a mis promesas de porvenir ahogadas en fugas constantes. Fabricado con un gigantesco taladro deífico, la necesidad de la gente llevó a colocar sus modestas casas de futuro resbaladizo en sus lomos de pantanosos rellenos. Un día invité al rancho a un amigo –lector él- y al sentirse entrando en el boquerón de una bajada desmesurada, montado en un yi empujado en sus motores por el lenguajeo de la gente, exclamó: ¡Comala!. Semanas después me devoré la novela Pedro Páramo.

Jugábamos en una calle de tierra llamada Las Marys, la única sin pavimento de toda la comunidad, porque el día correspondiente al beneficio, uno de los supervisores informó: Se acabó el cemento. Continuamos la semana que viene -y jamás regresaron. Razón suficiente para pisar con mucho equilibrio las piedras superficiales cuando llovía y si se trataba de un aguacero era obligatorio envolver los zapatos y los pies en bolsas de plástico para aguantar el barrial. El rancho de mi familia estaba casi a la entrada de la calle y sólo con traspasar la puerta ya me hallaba en el escenario de los juegos, dispuestos al tierrero seco para el malabarismo, la cabriola, la chilena, el eslay, la chistera de apariciones gozosas. La predilección era por el fútbol y la pelotica de goma cuyas reglas bastantes flexibles asemejaban a las del béisbol.

La casa de la señora Peraza, especie de mansión edénica montada en una lomita, se constituyó en el terror de nuestros proyectos deportivos. Modesta construcción de concreto, pintada de verde agua, la rodeaba un muro y la ocultaba un jardín arbolado y florido. El pana Howard Mauricio con el sarcasmo en ciernes solía decir entre reclamos: Rancho con jardín de quinta. Aunque era muy buena vecina de mi Mamá, nunca crucé palabas ni trato alguno con aquella señora conversadora, hacendosa, camarera del Hospital Pediátrico. Mi personalidad de entonces estaba cruzada por la timidez y ciertas oscuridades vivenciales sucedidas que me distanciaban de los adultos.

De larguirucho cuerpo quijotesco, de abundante pelo cano, el señor Peraza combinaba su amplia sonrisa con una afabilidad transmisora de seguridad y calma. Muchas veces, mientras se recostaba a mirar el barrio a contra bajada, como si pensara la próxima vez en que tendría que subir a pie porque no habría yi, lo imaginé con una pipa y una cachucha escocesa buscando el asesino en alguna novela de Agatha Christie. Un momento para compartir la bicicleta y transitar la alegría en una calle difícil de sacar del aburrimiento, nos sorprendió el señor Peraza pidiéndola prestada para darse sus vueltas y ofrecerse a la vecindad.   

En muchas oportunidades, luego de recibir esas patadas desmesuradas para cantar Gol como si estuviésemos en el Estadio Olímpico o esos tiros a jon como si buscáramos hacer el out en el mismísimo Estadio Universitario -fuese el balón grande, de cuero gastado, zarrapastroso, de hilos colgando o la pequeña de goma- las pelotas iban a dar al jardín de aquella casa, convirtiéndola en sitio de pedir clemencia.

Sobrio y comprensivo, el señor Peraza devolvía la pelota, pero sólo los sábados y domingos que estaba en casa. La señora Peraza jamás lo hizo. Era peor si caía en ausencia porque igual nuestro vital objeto de juego desaparecía para siempre. La rabia experimentada no era por perder las pelotas, cuestión que a veces gozábamos, sino porque nos fuesen arrebatadas.

Me van a matar mis matas con sus pelotas –advertía como una extraña hechicera declarando su punto de honor. Una mañana descubrí que no hablaba sola como yo creía, en realidad conversaba con cada mata como su fuese una madre con sus hijas, dando predilección a las flores. Murmurábamos entre dientes: Vieja Loca -cuando una pelota caía en aquel sitio de brujería.

Debo reconocer la inconciencia absoluta que nos asistía por el valor de aquellas plantas y la relación con su dueña. Párvulos que hacíamos guerras de tártago para clavarnos en el cuerpo aquel proyectil verde, provisto de unos aguijones inofensivos, si no venían a cien millas por hora del brazo de los contrincantes. Chamos rodeados de una maleza olvidada por el tiempo y la desidia venida de la precaria escasez, utilizada para esconder fechorías o para los primeros beneficios de la líbido. El deseo de jugar para divertirnos y pasar el tiempo hacía que desconociéramos el derecho de aquella señora a cuidar su jardín. Nunca nos permitimos una mala palabra hacia su inquisitorial posición, pero entre dientes quedaba prisionera en el imaginario de mis amigos esa grosería vigilada con los ojos de un riguroso celador.

Andanzas, búsquedas, encuentros, los llamados del porvenir nos hicieron grandes y algunos nos fuimos del barrio. Mi familia continuó allí por varios años y los frecuentaba, lo que me permitió enterarme de un suceso remembranza de aquellos juegos de balones y pelotas sin regreso, deportes olvidados, deseos de no retorno.

La señora Peraza era andina del estado Mérida y había acumulado varias vacaciones en su trabajo con la finalidad de visitar su pueblo por mes y medio. El señor Peraza había quedado al cuidado del adorado vergel cuando al pasar varias semanas llamó alarmado a los vecinos para comprobar la sospecha de que las matas estaban tristes y corrían el peligro de marchitar, enfermar y morir. Visitas de vecinos confirmaban cada vez más esta presunción. Las matas estaban tristes porque la señora Peraza se había ausentado.

Debió suspender su visita y regresar de inmediato la señora Peraza para mirar de cerca lo sucedido a sus consentidas. Al llegar reanudó de inmediato su diálogo con aquel vergel entristecido. Agua temprana, palabras cariñosas, oraciones, cantos en horas y días de intensa atención, aquel jardín recobró el esplendor extraviado por el distanciamiento. Debido a la preocupación mostrada, la señora Peraza permitió a algunos vecinos aproximarse más a esa curiosa manera de comunicación. Cada planta, cada flor, cada arbusto tenía un nombre propio, un amor dedicado, una devoción y una conversación siempre pendiente. También sorprendió al mostrarles el oculto y bello huerto de donde salían las ramas medicinales que les obsequiaba para los malestares y los compuestos propicios para las sopas y ensaladas.

Cada una de las plantas ocupaba un lugar de privilegio en el camión, cuando se mudaron del barrio los Peraza un día cualquiera. Muchos les dijeron hasta luego, en la seguridad de verlos tan bien acompañados hacia su próximo destino vegetal.

 


3 comentarios:

  1. Otro bellísimo texto sobre memorias de infancia. Espero verlos compilados pronto
    en libro. Sigue escribiendo sobre esa temática. Patria y salud, Luis Britto

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  2. Bello mi Prof. Este relate me llevó a mi invorrable niñez. El barrio de mi época sus añoranzas... matices colores...

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  3. Interesante relato, que merece ser compartido. Un fraternal saludo. Franklin.

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