lunes, 19 de abril de 2021

EL PACTO

 




 

A Charles Bukowski

In memoriam


 

“… estábamos tan de acuerdo en todo que era una vergüenza.”

Julio Cortázar


 

El profesor Loges tenía razón, el título de bachiller sólo sirve para atender un quiosco de periódicos, acceder a estudios universitarios y equivocarse; nos lo decía en los noventa minutos de Física y Matemáticas en el Andreseloy. Allanada, cerrada y vuelta a abrir por el gobierno de Caldera, en la UCV llamaron a inscripciones y yo me hice la fila para estudiar medicina y me equivoqué; abandoné para buscar trabajo.

Me alisté en un proyecto productivo de carteras para damas cuyo dueño tenía como dueños a unos italianos que le entregaban la materia prima y la nómina Éste las fabricaba con sus obreros y los sicilianos amarraban la comercialización y se embolsaban el billete.

Con el sueño de aquella unidad de producción, como la llamaba el dueño con dueños, se buscaba fortalecer y financiar proyectos beneficiosos para el pueblo con las ganancias. Este dueño con dueños centralizaba toda la idea política y creía, junto con sus empleados de confianza, en la naturaleza socialista del sueño. Sin embargo, se trabajaban nueve horas y media diarias para no ir mediodía los sábados. Quizás la diferencia estaba en que este dueño con dueños también trabajaba las nueve horas como cualquiera de nosotros. Una década recibiendo la nómina y entregando carteras lo convenció de lo imposible de las ganancias y de la inacabable distancia entre este esfuerzo y la materialización de un sueño siempre encerrado en la chequera de una patronal consciente de su papel.

Llegado el momento de la independencia, aquel dueño ya sin dueños comprendió la ruptura como un diálogo con sus encargados (con el tiempo me había hecho encargado). Coincidimos con otros socios en planificar y fabricar una silla de extensión de playa hecha de madera de pino, asiento de loneta colorida con base de goma espuma y tirantes de cuero metidos en apliques de hierro para sostener el peso del cuerpo. “Comodidad con belleza” –decíamos. Nos parecía la primera vez que se hacía algo semejante en el mundo. No sabíamos nada de carpintería ni de muebles.

La unidad de producción se fue diluyendo en medio de un país oloroso a dólares petroleros, cuando se logró otra asociación con un amigo que tenía máquinas de carpintería en un local y relaciones con mueblerías en las alturas del nublado pueblo del Junquito. Llegamos a contar con dos locales: uno en Los Flores de Catia donde dejamos de hacer carteras y sólo confeccionábamos la loneta de la silla y el otro para rajar y pulir la madera. Hasta ese momento éramos un híbrido hecho de rastrojos de una unidad de producción con una empresa capitalista ya ocupando nuestras aspiraciones. Para la carpintería se fueron contratando torneros, ebanistas, lijadores, caleteros -obreros todos- labradores del pino. Entrábamos al reino del aserrín.

No tardó que la confección de la loneta se subiera al Junquito y abajo quedara solamente la administración de aquel proceso cada vez más mercantil. Fui comisionado para hacer la operación bancaria y organizar la nómina semanal de los obreros cada viernes. Aquel dinero pasaba por mis manos en efectivo y terminaba en sobres de pago, recibidos por los trabajadores blanqueados con el polvillo más fino salido de las máquinas madereras. Suena en mi recuerdo la consigna aún atada al sueño de la unidad de producción: “Podemos llevarnos nada para la casa, pero el salario de los obreros es sagrado”. Pronto me di cuenta de la similitud habida en este hallazgo con el comienzo de cualquier empresario. Es un lema que borra todo patrono de su libro de nómina, -si alguna vez lo escribió- a fuerza de apropiarse del sueño de quienes explota.

Al comienzo del cambio, mientras idealizábamos y planificábamos la silla, vecinos que saludaron aquellos tiempos de unidad de producción desde lejos, ahora advenían este proyecto tan de cerca que hasta nos frecuentaban, opinando, visualizando, animando. El viejo local se llenaba de panas que rodeaban la silla como a una vedette hollywoodense, hablándole, rezándole, alabando sus atributos, imaginándola en cantidades turísticas a orillas de las playas o en hoteles cinco estrellas recibiendo culos mojados y carcajadas; no pocas veces se nos acercaban para expresarnos, con aires de admiración, deseos por el éxito de la silla; nunca alguien se atrevió a escribirle un poema.

Hasta amigos venidos de la militancia, buscando apoyo para los presos políticos o vendiendo entradas para un acto de Alí Primera o libros de la Revolución Cultural China o el periódico Tribuna Popular, se acercaban al prototipo, dedicándole sonrisas comprensivas y formulando una que otra tímida pregunta. Todo proyecto análogo donde la incertidumbre juega mucho, siempre necesita de ánimos diversos; éstos a veces me parecían desmedidos, atolondrados. Del local entraba y salía el ánimo con diversas miradas e intenciones.

La mañana de un viernes había regresado del banco al local con la nómica en efectivo oculta en un morral. Me dispuse a recontar el dinero, chequear los montos particulares, realizar la sumatoria del total en una calculadora, contar cada porción en metálico y meterla en los sobres. Vendrían del Junquito a buscarla. Cuando tenía los billetes descubiertos en la mesa con los cálculos hechos tocaron a la puerta.

En la vida se cruzan momentos para abrir más los ojos. No los tenemos suficientemente abiertos dicen dos autores franceses en su libro El Retorno de los Brujos. Se escapa por momentos esa alerta necesaria para preservarnos del salvaje asfalto. Quizás obró la concentración puesta por mí en aquella labor de conteo y reconteo, pues pregunté quién tocaba la puerta. Una voz familiar me respondió y abrí sin preocupación.

Se trataba de un muchacho de la vecindad -de aquellos amigos, de esos animadores frecuentes del trabajo que hacíamos- portando la casualidad de una visita. Al dejarlo pasar cayó en cuenta de la tarea desplegada sobre la mesa. No creo haber sentido al diablo pararse a mi lado pues me hubiera importado. Metió su sorpresa en una sonrisa corta y, pretextando traerme un olvidado libro de su casa, salió sin prisa.

A la luz del tiempo me pienso inconsciente más que inocente, metido en un túnel irremediable, de esos imposibles de regresar porque hay como un mandato ciego, un suceso implacable que nos espera. No tardó el muchacho en tocar a la puerta de nuevo ni yo en abrir. Volvió a su lugar en el rectángulo de aquel espacio. Me senté de nuevo de perfil a su vista, cuando me llamó con uno de esos silbidos cortos para remarcar complicidad.

Era una pistola -inmensa en la distancia- con silenciador incorporado. Su rostro de granito me llamaba a la quietud, su voz a dejarle el dinero y sus intenciones a esperar cualquier cosa. Atemorizado levanté las manos y él, adelantando pasos para apuntar mejor, hizo cuatro disparos a mi cuerpo. Caí. No logré ver el momento de su escape porque caía, caía, caía por un vacío.

Dos socios entraron haciendo bromas de cualquier incidente ocurrido en la vía. Desde sus asombros miraron mi cuerpo inerte y el mapa carmesí extendido en el piso. Sospeché el silencio mientras compartieron la palidez. Les hablé, les grité lo sucedido, pero no me escuchaban. Hasta que uno se atrevió a tartamudear: -Mataron al pana…

 II

Terminaba de ordenar los billetes en grupos cuando tocaron de nuevo a la puerta. Abrí y el muchacho pasó hacia el mismo sitio. Me dispuse a continuar mi labor. Sentí un aire helado subiendo desde mis pies hasta la cabeza cuando escuché su corto silbido.

Aficionado al cine, he visto un efecto especial para causar vértigo y terror, consistente en mantener a un personaje en primer plano y alejar con un zoom rápido el escenario de fondo. Muy utilizado por Steven Speilberg, recuerdo cuando el protagonista de su película Tiburón está en la pantalla mirando a la bestia que no vemos, mientras parte del guardacostas y del mar son alejados. Igual pasa en su película Poltergeits, cuando el protagonista corre hacia la habitación en la que se encuentra su hija secuestrada por un espíritu maligno y el fondo del pasillo se aleja. Esta escena puede causar más terror porque emula la angustia sentida en algunas pesadillas por la sensación de correr en un mismo sitio sin avanzar.

La pistola pegada al muchacho tenía detrás una pared de color azul, una puerta Santamaría, rollos de loneta en la esquina derecha y un mesón de trabajo en la esquina izquierda, retirados de mi vista por un extraño y profundo zoom. En ese sitio donde se doblaron alguna una vez los contornos y las tapas de las carteras, ahora rugían la amenaza y un rostro desquiciado cuyos ojos no miraban, herían.

Como estaba sentado de perfil a su posición, había girado el cuello para atrapar sus ojos. Volví a mi labor como si no pasara nada, colocando el primer fajo de billetes en el sobre. “Párate y aléjate del billete. Yo me voy a llevar todo”. Lo miré de nuevo subrayando la brevedad y sonreí como si estuviese en presencia de una broma.

Él me miraba y miraba con intermitencia la armazón de madera extendida desde el filtro de agua hasta la pared final del local, virando los ojos como si temiese ser pillado por algo. Esta estructura que dividía el espacio en dos partes -arriba, de menor dimensión, se colocaba la materia prima y se lanzaban los productos terminados- le servía de techo al sitio de abajo, donde estuvieron las máquinas de coser antes de ser vendidas con altavoz de camión de plátanos a la usurería vecina.

Mis huesos vibraban por el evocado sonido de las máquinas y las manos metiendo el corte de semicuero entre la rodina, la lanzadera arrastrando el hilo que la aguja bajaba, enlazando el otro hilo colocado debajo, al paso de la destreza con que la costura era encadenada hasta caer formando una montaña de piezas sobre el pedal y el piso. Ese ruido acompañó mis sobresaltos nocturnos por varios años. Para los auxiliares de costura estaba un mesón, ahora ocupado por los billetes que miraba de frente y con el rabo del ojo la amenaza en pólvora guardada.

“Esto es en serio. Me voy a llevar esos billetes”. Volví sobre su mirada manteniendo la sonrisa y recorrí el brazo hasta el silenciador. Retorné la mirada a su rostro: “¿Tú estás hablando en serio? –le pregunté soltando un aire confianzudo- No, chico, qué me vas a robar tú. Guarda eso”. Hizo un movimiento giratorio con la pistola, señalando el mesón ubicado a mi espalda, extendido hasta la puerta de entrada: “Levántate y ponte ahí”. Pasé el soslayo hasta donde se colgaban las batas empegostadas y algunas gorras hediondas a cuero cabelludo. En esos mesones estuvimos los dobladores con potes de pega, brochas, un huesito punta roma para plegar el semicuero a la plantilla con cierto arte y un martillo para aplastar la obra. (Algunas madrugadas me desperté moviendo la mano en el aire o brochando o plegando o martillando).

Una ventana metálica de dos hojas en la esquina izquierda, cuando no estaba cerrada como en ese momento, me trajo las caras de los niños al regresar de la escuela como entrada de aire bullanguero y curiosidad pasajera. A un metro colgaba una repisa hecha con una tablita y dos piedeamigos; garita de un radio transistor acostumbrado a YVKE Mundial porque pasaban noticias y música rocolera.

“Con eso no se juega. Guarda eso. Tú no eres choro.” -le dije barajando los billetes con destreza de jugador de ajilei.

Si los humanos no existiéramos, el silencio fuera imposible; nacimos para romperlo o para ejercerlo. Es para buscar el silencio que nacemos. En el comienzo de los tiempos nos ocultaba en la incertidumbre y al hacerse acompañar por las explosiones galácticas ha sido muchas cosas desde entonces. Veía aquel silencio metido entre el hueco del cañón de la pistola dominando al muchacho y el dinero ambicionado por su nariz.

El cultor Gasolina cambió de plano cantando que el alma tiene velocidad. ¿Por qué no sentir que la ternura pesa? Hay quienes la creen un sentimiento débil, similar a la superficialidad, a la sensiblería. ¿Ingrávida la evocaría Machado en su poética? Con ella soplé aquellos billetes que flotaron en el aire para siempre como pájaros a la deriva. Con su poder recopilé las navidades en que nos ibamos de este sitio cobrando aguinaldos que ni para un par de zapatos. Trascendente, la ternura hizo aparecer aquella mujer en la puerta una tarde lluviosa, vendiendo al hijo a esta molienda brutal: “Dénmele trabajo, señor”. De sensibilidad estuvo timbrado aquel instante fluyendo entre labor y explotación, creencia y engaño, fe y violencia. En mi rostro debió estar su influjo cuando retomé hacia aquella voluntad vencida.

“Es verdad” –dijo bajando la cabeza, batiendo contra el piso varias carcajadas tan bajitas como vergonzosas -“Era en broma mi pana. ¡Qué voy a estar yo haciéndote daño a ti! Yo no te iba a robar. Tranquilo. Sigue con tu chamba que esa gente lo necesita”. Cabizbajo, ocultó la pistola, hizo como para despedirse con la mano, en un par de saltos llegó hasta la puerta, yéndose hacia el mediodía con la estatura vuelta ceniza.

Ahora pienso en Joubert. –La ternura es la pasión en reposo.

III

Había llegado los primeros minutos de la madrugada a Mérida para facilitar una actividad educativa. No sé si es más bella de noche. Esta ciudad amada, disputa en buena lid su encanto con la gente que la hace cultura cotidiana. El taxi me había dejado en la puerta del hotel. Tomé una ducha y salí –toalla al cuello- con el aire acondicionado a millón: me gusta ese cambio de caliente a frío. Nunca contrataré un servicio de televisión por cable, aunque he sufrido su aburrida cadena de programas y disfrutado sus puntuales películas de culto, al azar de casas amigas o de familiares y en sitios como éste; de todas maneras, sirve para pasar el rato.

Acostado en una cama de cuña televisiva (recuerdo la almohada rellena de neblina) miraba la pantalla mientras la madrugada perfilaba el sagrado deber de tomarme una pizca con arepas en cualquier taguara del mercado. Estaba que me dormía viendo a un tipo quebrando ladrillos y tejas con manos, codos y pies. Una evocación asaltó al quebrarse el último. El animador concluyó leyendo un cartel: “No repita esto en su hogar”. Accioné el off del control remoto y solté una risotada sólo para mí: espontánea, íntima, cómplice, secreta, seguro de la ironía detenida en mi sonrisa al quedarme dormido.

 










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