A Charles Bukowski
In memoriam
“… estábamos tan de acuerdo en
todo que era una vergüenza.”
Julio Cortázar
El
profesor Loges tenía razón, el título de bachiller sólo sirve para atender un
quiosco de periódicos, acceder a estudios universitarios y equivocarse; nos lo
decía en los noventa minutos de Física y Matemáticas en el Andreseloy. Allanada,
cerrada y vuelta a abrir por el gobierno de Caldera, en la UCV llamaron a inscripciones
y yo me hice la fila para estudiar medicina y me equivoqué; abandoné para
buscar trabajo.
Me
alisté en un proyecto productivo de carteras para damas cuyo dueño tenía como
dueños a unos italianos que le entregaban la materia prima y la nómina Éste las fabricaba con sus obreros y los sicilianos amarraban la comercialización y se
embolsaban el billete.
Con
el sueño de aquella unidad de producción,
como la llamaba el dueño con dueños, se buscaba fortalecer y financiar
proyectos beneficiosos para el pueblo con las ganancias. Este dueño con dueños
centralizaba toda la idea política y creía, junto con sus empleados de
confianza, en la naturaleza socialista del sueño. Sin embargo, se trabajaban
nueve horas y media diarias para no ir mediodía los sábados. Quizás la diferencia
estaba en que este dueño con dueños también trabajaba las nueve horas como
cualquiera de nosotros. Una década recibiendo la nómina y entregando carteras lo convenció de lo imposible de las ganancias y de la inacabable
distancia entre este esfuerzo y la materialización de un sueño siempre encerrado
en la chequera de una patronal consciente de su papel.
Llegado
el momento de la independencia, aquel dueño ya sin dueños comprendió la ruptura
como un diálogo con sus encargados (con el tiempo me había hecho encargado). Coincidimos
con otros socios en planificar y fabricar una silla de extensión de playa hecha
de madera de pino, asiento de loneta colorida con base de goma espuma y
tirantes de cuero metidos en apliques de hierro para sostener el peso del
cuerpo. “Comodidad con belleza” –decíamos. Nos parecía la primera vez que se
hacía algo semejante en el mundo. No sabíamos nada de carpintería ni de muebles.
La
unidad de producción se fue diluyendo en medio de un país oloroso a dólares
petroleros, cuando se logró otra asociación con un amigo que tenía máquinas de carpintería
en un local y relaciones con mueblerías en las alturas del nublado pueblo del Junquito.
Llegamos a contar con dos locales: uno en Los Flores de Catia donde dejamos de
hacer carteras y sólo confeccionábamos la loneta de la silla y el otro para
rajar y pulir la madera. Hasta ese momento éramos un híbrido hecho de rastrojos
de una unidad de producción con una empresa capitalista ya ocupando nuestras
aspiraciones. Para la carpintería se fueron contratando torneros, ebanistas,
lijadores, caleteros -obreros todos- labradores del pino. Entrábamos al reino
del aserrín.
No
tardó que la confección de la loneta se subiera al Junquito y abajo quedara
solamente la administración de aquel proceso cada vez más mercantil. Fui
comisionado para hacer la operación bancaria y organizar la nómina semanal de
los obreros cada viernes. Aquel dinero pasaba por mis manos en efectivo y
terminaba en sobres de pago, recibidos por los trabajadores blanqueados con el
polvillo más fino salido de las máquinas madereras. Suena en mi recuerdo la
consigna aún atada al sueño de la unidad de producción: “Podemos llevarnos nada
para la casa, pero el salario de los obreros es sagrado”. Pronto me di cuenta
de la similitud habida en este hallazgo con el comienzo de cualquier
empresario. Es un lema que borra todo patrono de su libro de nómina, -si alguna
vez lo escribió- a fuerza de apropiarse del sueño de quienes explota.
Al
comienzo del cambio, mientras idealizábamos y planificábamos la silla, vecinos
que saludaron aquellos tiempos de unidad de producción desde lejos, ahora
advenían este proyecto tan de cerca que hasta nos frecuentaban, opinando,
visualizando, animando. El viejo local se llenaba de panas que rodeaban la
silla como a una vedette hollywoodense, hablándole, rezándole, alabando sus
atributos, imaginándola en cantidades turísticas a orillas de las playas o en
hoteles cinco estrellas recibiendo culos mojados y carcajadas; no pocas veces
se nos acercaban para expresarnos, con aires de admiración, deseos por el éxito
de la silla; nunca alguien se atrevió a escribirle un poema.
Hasta
amigos venidos de la militancia, buscando apoyo para los presos políticos o
vendiendo entradas para un acto de Alí Primera o libros de la Revolución
Cultural China o el periódico Tribuna Popular, se acercaban al prototipo, dedicándole
sonrisas comprensivas y formulando una que otra tímida pregunta. Todo proyecto
análogo donde la incertidumbre juega mucho, siempre necesita de ánimos
diversos; éstos a veces me parecían desmedidos, atolondrados. Del local entraba
y salía el ánimo con diversas miradas e intenciones.
La
mañana de un viernes había regresado del banco al local con la nómica en
efectivo oculta en un morral. Me dispuse a recontar el dinero, chequear los
montos particulares, realizar la sumatoria del total en una calculadora, contar
cada porción en metálico y meterla en los sobres. Vendrían del Junquito a
buscarla. Cuando tenía los billetes descubiertos en la mesa con los cálculos
hechos tocaron a la puerta.
En
la vida se cruzan momentos para abrir más los ojos. No los tenemos
suficientemente abiertos dicen dos autores franceses en su libro El Retorno de los Brujos. Se escapa por
momentos esa alerta necesaria para preservarnos del salvaje asfalto. Quizás
obró la concentración puesta por mí en aquella labor de conteo y reconteo,
pues pregunté quién tocaba la puerta. Una voz familiar me respondió y abrí sin
preocupación.
Se
trataba de un muchacho de la vecindad -de aquellos amigos, de esos animadores
frecuentes del trabajo que hacíamos- portando la casualidad de una visita. Al
dejarlo pasar cayó en cuenta de la tarea desplegada sobre la mesa. No creo
haber sentido al diablo pararse a mi lado pues me hubiera importado. Metió su
sorpresa en una sonrisa corta y, pretextando traerme un olvidado libro de su
casa, salió sin prisa.
A
la luz del tiempo me pienso inconsciente más que inocente, metido en un túnel
irremediable, de esos imposibles de regresar porque hay como un mandato ciego,
un suceso implacable que nos espera. No tardó el muchacho en tocar a la puerta de
nuevo ni yo en abrir. Volvió a su lugar en el rectángulo de aquel espacio. Me
senté de nuevo de perfil a su vista, cuando me llamó con uno de esos silbidos
cortos para remarcar complicidad.
Era
una pistola -inmensa en la distancia- con silenciador incorporado. Su rostro de
granito me llamaba a la quietud, su voz a dejarle el dinero y sus intenciones a
esperar cualquier cosa. Atemorizado levanté las manos y él, adelantando pasos
para apuntar mejor, hizo cuatro disparos a mi cuerpo. Caí. No logré ver el
momento de su escape porque caía, caía, caía por un vacío.
Dos
socios entraron haciendo bromas de cualquier incidente ocurrido en la vía. Desde
sus asombros miraron mi cuerpo inerte y el mapa carmesí extendido en el piso.
Sospeché el silencio mientras compartieron la palidez. Les hablé, les grité lo
sucedido, pero no me escuchaban. Hasta que uno se atrevió a tartamudear: -Mataron
al pana…
Terminaba de ordenar los billetes en grupos cuando tocaron de nuevo a la puerta. Abrí y el muchacho pasó hacia el mismo sitio. Me dispuse a continuar mi labor. Sentí un aire helado subiendo desde mis pies hasta la cabeza cuando escuché su corto silbido.
Aficionado
al cine, he visto un efecto especial para causar vértigo y terror, consistente
en mantener a un personaje en primer plano y alejar con un zoom rápido el escenario
de fondo. Muy utilizado por Steven Speilberg, recuerdo cuando el protagonista
de su película Tiburón está en la pantalla mirando a la bestia que no vemos,
mientras parte del guardacostas y del mar son alejados. Igual pasa en su
película Poltergeits, cuando el protagonista corre hacia la habitación en la
que se encuentra su hija secuestrada por un espíritu maligno y el fondo del
pasillo se aleja. Esta escena puede causar más terror porque emula la angustia
sentida en algunas pesadillas por la sensación de correr en un mismo sitio sin avanzar.
La
pistola pegada al muchacho tenía detrás una pared de color azul, una
puerta Santamaría, rollos de loneta en la esquina derecha y un mesón de trabajo
en la esquina izquierda, retirados de mi vista por un extraño y profundo zoom. En
ese sitio donde se doblaron alguna una vez los contornos y las tapas de las
carteras, ahora rugían la amenaza y un rostro desquiciado cuyos ojos no
miraban, herían.
Como
estaba sentado de perfil a su posición, había girado el cuello para atrapar sus
ojos. Volví a mi labor como si no pasara nada, colocando el primer fajo de
billetes en el sobre. “Párate y aléjate del billete. Yo me voy a llevar todo”.
Lo miré de nuevo subrayando la brevedad y sonreí como si estuviese en presencia
de una broma.
Él
me miraba y miraba con intermitencia la armazón de madera extendida desde el filtro de agua hasta la pared final del local, virando los ojos
como si temiese ser pillado por algo. Esta estructura que dividía el espacio en
dos partes -arriba, de menor dimensión, se colocaba la materia prima y se
lanzaban los productos terminados- le servía de techo al sitio de abajo, donde estuvieron
las máquinas de coser antes de ser vendidas con altavoz de camión de plátanos a
la usurería vecina.
Mis
huesos vibraban por el evocado sonido de las máquinas y las manos metiendo el
corte de semicuero entre la rodina, la lanzadera arrastrando el hilo que la
aguja bajaba, enlazando el otro hilo colocado debajo, al paso de la destreza con
que la costura era encadenada hasta caer formando una montaña de piezas sobre el pedal y
el piso. Ese ruido acompañó mis sobresaltos nocturnos por varios años. Para los
auxiliares de costura estaba un mesón, ahora ocupado por los billetes que
miraba de frente y con el rabo del ojo la amenaza en pólvora guardada.
“Esto
es en serio. Me voy a llevar esos billetes”. Volví sobre su mirada manteniendo
la sonrisa y recorrí el brazo hasta el silenciador. Retorné la mirada a su
rostro: “¿Tú estás hablando en serio? –le pregunté soltando un aire
confianzudo- No, chico, qué me vas a robar tú. Guarda eso”. Hizo un movimiento
giratorio con la pistola, señalando el mesón ubicado a mi espalda, extendido hasta
la puerta de entrada: “Levántate y ponte ahí”. Pasé el soslayo hasta donde se
colgaban las batas empegostadas y algunas gorras hediondas a cuero cabelludo. En
esos mesones estuvimos los dobladores con potes de pega, brochas, un huesito
punta roma para plegar el semicuero a la plantilla con cierto arte y un
martillo para aplastar la obra. (Algunas madrugadas me desperté moviendo la
mano en el aire o brochando o plegando o martillando).
Una
ventana metálica de dos hojas en la esquina izquierda, cuando no estaba cerrada
como en ese momento, me trajo las caras de los niños al regresar de la escuela como
entrada de aire bullanguero y curiosidad pasajera. A un metro colgaba una
repisa hecha con una tablita y dos piedeamigos; garita de un radio transistor acostumbrado
a YVKE Mundial porque pasaban noticias y música rocolera.
“Con
eso no se juega. Guarda eso. Tú no eres choro.” -le dije barajando los billetes
con destreza de jugador de ajilei.
Si
los humanos no existiéramos, el silencio fuera imposible; nacimos para romperlo
o para ejercerlo. Es para buscar el silencio que nacemos. En el comienzo de los
tiempos nos ocultaba en la incertidumbre y al hacerse acompañar por las
explosiones galácticas ha sido muchas cosas desde entonces. Veía aquel silencio
metido entre el hueco del cañón de la pistola dominando al muchacho y el dinero
ambicionado por su nariz.
El
cultor Gasolina cambió de plano cantando que el alma tiene velocidad. ¿Por qué
no sentir que la ternura pesa? Hay quienes la creen un sentimiento débil, similar
a la superficialidad, a la sensiblería. ¿Ingrávida la evocaría Machado en su
poética? Con ella soplé aquellos billetes que flotaron en el aire para siempre como
pájaros a la deriva. Con su poder recopilé las navidades en que nos ibamos de
este sitio cobrando aguinaldos que ni para un par de zapatos. Trascendente, la
ternura hizo aparecer aquella mujer en la puerta una tarde lluviosa, vendiendo
al hijo a esta molienda brutal: “Dénmele trabajo, señor”. De sensibilidad
estuvo timbrado aquel instante fluyendo entre labor y explotación, creencia y
engaño, fe y violencia. En mi rostro debió estar su influjo cuando retomé hacia
aquella voluntad vencida.
“Es
verdad” –dijo bajando la cabeza, batiendo contra el piso varias carcajadas tan
bajitas como vergonzosas -“Era en broma mi pana. ¡Qué voy a estar yo haciéndote
daño a ti! Yo no te iba a robar. Tranquilo. Sigue con tu chamba que esa gente lo
necesita”. Cabizbajo, ocultó la pistola, hizo como para despedirse con la mano,
en un par de saltos llegó hasta la puerta, yéndose hacia el mediodía con la
estatura vuelta ceniza.
Ahora
pienso en Joubert. –La ternura es la pasión en reposo.
III
Había
llegado los primeros minutos de la madrugada a Mérida para facilitar una actividad
educativa. No sé si es más bella de noche. Esta ciudad amada, disputa en buena
lid su encanto con la gente que la hace cultura cotidiana. El taxi me había
dejado en la puerta del hotel. Tomé una ducha y salí –toalla al cuello- con el
aire acondicionado a millón: me gusta ese cambio de caliente a frío. Nunca contrataré
un servicio de televisión por cable, aunque he sufrido su aburrida cadena de
programas y disfrutado sus puntuales películas de culto, al azar de casas
amigas o de familiares y en sitios como éste; de todas maneras, sirve para
pasar el rato.
Acostado
en una cama de cuña televisiva (recuerdo la almohada rellena de neblina) miraba
la pantalla mientras la madrugada perfilaba el sagrado deber de tomarme una
pizca con arepas en cualquier taguara del mercado. Estaba que me dormía viendo
a un tipo quebrando ladrillos y tejas con manos, codos y pies. Una evocación
asaltó al quebrarse el último. El animador concluyó leyendo un cartel: “No repita
esto en su hogar”. Accioné el off del control remoto y solté una risotada sólo
para mí: espontánea, íntima, cómplice, secreta, seguro de la ironía detenida en mi sonrisa al quedarme dormido.
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