sábado, 18 de septiembre de 2021

NANÚFER: UNA MUJER EN LUCHA POR LA VIDA

 





El escritor, definitivamente, no es el dueño de su biblioteca, sino que es su biblioteca la que se ha adueñado de él, repitiéndose en su libro. Se comprenderá la importancia del problema. No es sólo cuestión de cómo apropiarse de sus libros, sino también cómo apropiarse de su propio libro.

JORGE LARROSA


Tendría yo cerca de dos horas en la Biblioteca Metropolitana Simón Rodríguez tratando de escribir una idea que de repente apareció días atrás en esas cavilaciones nudosas aparecidas en noches donde uno cree en que todo lo que pasa por la mente es inútil, vacuo, volátil como la escucha del graznido lejano de un animal  desconocido (ave) o esas voces transformadas por nuestra imaginación en ecos pasajeros, murmullos asustadizos, soplidos indefinibles, crujidos como de cerraduras que no son tales sino la noche estirando sus huesos, porque cuando las ganas de escribir a veces no encuentran asidero en el cómo hacerlo, en el qué camino tomar, pero por sobre todo en el cómo empezar y entonces uno se pregunta repetidas veces qué escribir y no llegan las ideas o la inspiración como dicen algunos investigadores de estas cosas, y se sabe o se sospecha que detrás de esa incertidumbre -que es como una montaña de pensamientos desordenados- está la clave y sin embargo, aun así, uno no accede y luego, sin saber la causa precisa, de pronto esa idea llega, como venida de un sitio insospechado por lo cercano, cerca, tan cerca que no nos percatábamos; de tal manera nos alumbra (o nos oscurece, depende siempre, pues hay ideas lúgubres, opacas, que terminan siendo excelentes ideas) hasta lograr la precisión de un sendero seguro, tan firme de inicio como para afincar con cierta certeza los recursos de la invención e ir logrando ese escribir buscado y encontrado de forma tan inusitada; en esto andaba cuando vi aquel libro sobre una mesa de la Sala de Ciencias.

Sé que los libros llaman, me ha pasado otras veces y aquel libro me llamó al instante. Supe que ese volumen estaba allí para mí: algo me lo dijo, tal vez una corazonada. No fue como aquella vez cuando me sorprendió el llamado de la tapa violeta de un volumen de La Isla del Tesoro de Stevenson, entre el montón de libros usados en un ventorrillo de la avenida Fuerzas Armadas, justo cuando buscaba un epígrafe con el cual encabezar una investigación sobre el trabajo literario con adolescentes en el aula; fue cuando se me mostró como un regalo el poema con el cual este autor inicia su narración de piratas, resignado ante el poco interés de los jóvenes hacia el género de aventuras.

Ya no están aquellas larguísimas colas de mi bachillerato los días sábados y domingos para entrar al gran recinto que siempre me ha parecido esta pequeña catedral gótica llena de secretos. Las bibliotecas siempre me parecen sitios llenos de maravillas que no todos alcanzamos a conocer a profundidad, además, la marginalidad social priva a muchos y muchas adolescentes de estas seducciones que en edades prematuras pueden atraparnos para siempre, pues, pasado este trayecto, ya nadie (o muy pocos) accederá jamás por sus propios pasos, debido a que, una terrible auto subestimación se interpondrá como muralla invisible, a menos que suceda un vuelco social: es lo único que puede hacer visible, ante los ojos de las víctimas, ese muro y derribarlo. Sin antes visibilizar, nadie puede enfrentar lo invisible.

Luego de entrar, había que continuar en pequeñas filas dependiendo de la sala solicitada, hasta lograr el puesto en una mesa, de seguro en compañía de personas desconocidas, estudiantes en su mayoría, y apropiarse de los anaqueles, atesorar los mínimos ruidos que se podían hacer e irse llenando de silencios agazapados en los rincones como deidades sigilosas.

Gozoso de andar buscando ese silencio al salir de la mesa y volver rodando suavemente la silla o carraspear la garganta con timidez sintiendo la mirada de reojo de alguna persona o hasta hojear con descuido cualquiera de los libros buscados en los estantes sin ficheros ni intermediarios, lograba la concentración tan anhelada en una edad acostumbrada a la distracción, a la taciturna atención de la nada, que incluso, hasta una mosca podía suscitar dispersiones de cualquier mundo por asaltarnos, de modo que hice de este sitio morada predilecta, estancia de reposo lector, sosiego inquietante.

La sala estaba franqueada por dos paredes laterales de largos ventanales rectangulares con cristales transparentes –de allí entraba la calle en forma de claridad callada- la mayoría cubiertos a medias por vetustas persianas cuyos mecanismos se trabaron hace algún tiempo; llenas del polvo que luego, imperceptiblemente, nos asaltaría al abrir cualquier libro. Pendían del techo halos de luz caídos de lámparas (también rectangulares); las mismas que me iluminaron desde el día en que fui sorprendido en aquel estado de hipnosis bibliográfica por vez primera. Igualmente, quedaba siempre perplejo debido a la sutileza del sistema de aire acondicionado que, afortunadamente, parecía mantener la eficiencia disfrutada en tantas horas de lectura, a pesar de los vaivenes económicos y políticos habidos en los últimos tiempos que pudieron haber afectado los presupuestos en el área de mantenimiento. Seguía siendo la misma biblioteca, con ese aroma a veces a enciclopedia, otras tantas a juzgado, muchas a depósito de sarcófagos, a laboratorio de criónica, a sala para la higiene mental o a coleto viejo. Dependiendo, a veces le capturaba un cierto olor a terquedad. 

A modo de referencia comparativa me permito recordar que, en un colegio católico (mi escuela de quinto y sexto grado), había visitado casi por obligación la biblioteca, aunque diría también por casualidad, ya que parecía que el personal docente estaba convencido de que a ninguno de nosotros gustaban los libros ni la lectura. Allí los volúmenes estaban presos o separados de la sala de leer por una pared de madera de color negro -sin ningún adorno, afiche o motivo qué admirar, ni siquiera un crucifijo- y uno debía obtener el libro deseado (luego de jorungar las gavetas de fichas dispuestas en orden alfabético según los nombres de los libros y sus autores) llenando y entregando un formulario o solicitud de papel a un celador -por lo general un sacerdote- quien a su vez lo consignaba en una taquilla, apaisada y rectangular a la medida del rostro humano; suponíamos que allí estaba ¿un carcelero o bibliotecario? o sólo una mano asomada que de inmediato se ocultaba para decirle a los libros ¡Tienen visita! aunque después de varios minutos de espera, generando un misterio comprendido en la esencia de nuestro miedo, (la mano) daba permiso a los libros para estar con sus lectores -o pudiéramos decir que los entregaba, los cedía, los soltaba o los prestaba- mientras, a su vez, en el salón de lectura rondaba el celador con los brazos cruzados y la mirada mortecina puesta en quienes leíamos, con una actitud de persecución que jamás comprendí; siempre me preguntaba: “¿Será que este cura piensa que vamos a dañar los libros? ¿O creerá que nos vamos a ir con alguno? ¿Sospecharía, en todo caso, que lo íbamos a liberar de la biblioteca escondiéndolo en algún sitio?”. Muchos de nosotros estábamos allí obligados, chantajeados, castigados, simulando que leíamos, haciendo pececitos con la boca y los párpados entreabiertos luchando con la modorra. Del mismo modo, había quienes se dormían y eran despertados por el celador con un discreto y sagaz manotazo en el hueso occipital (lepe, llaman los guaros a este golpe seco con la palma de la mano en la cabeza o en la barriga y cuando se repite consecutivamente en el cuerpo de la víctima le denominan sala). Yo, aprendiz de devorador de lecturas, a veces ni siquiera escuchaba el timbre de salida, estando con la historia aún sin terminar en plena expectativa, inclusive, hubo no pocos momentos en que dejé la mirada y el recuerdo entre las hojas de cualquier libro que me había sido arrancado de las manos por el celador (¡se acabó la visita!), hasta la siguiente oportunidad en que podía concluir la historia. De esta manera leí Casas Muertas de Otero Silva, por ejemplo, así como Redoble por Rancas de Scorza, La Orgía Imaginaria de Britto García, también de Malba Tahan El Hombre que Calculaba, las Alicias de Carrol y algunos libros más.

¿Y a ti quién te dijo que estos títulos estaban aquí? ¡Son para la secundaria! –me inquirió el celador cierta vez, no pudiendo sospechar de mi seriedad un tanto despectiva- Tampoco es para que lean tanto. Se pueden enfermar. Estas maestras modernas tienen unos métodos que debemos revisar. –dijo como hablando con las paredes frisadas y empegostadas de tanta simulación. Celadoras desesperadas, reverberaban aquellas voces reprimidas junto a tanto libro oculto en mi nostalgia. 

En el instante en que me disponía a tomar al libro solitario, pensé en aquellos libros encarcelados de mi escuela primaria, incapaces de procurarse la escapada de este osado (y tal vez terco) volumen, que se atrevía a proponer el tenerlo en las manos, sentir su peso, abrirlo para honrar la curiosidad, auscultar sus datos de nacimiento, hojearlo al azar, detenerse con atención en su título, su autor, interesarse por su oferta de diálogo para finalmente estimular la disposición a leerlo con la debida atención.

Como existen muchas maneras de leer un libro, tal vez tantas como lectores y lectoras hay, yo tengo mi modo de acceder a la edición en cuestión. No soy de los que, viciosos del azar, lo abren a la mitad y comienzan a leer desde allí. Tampoco me encuentro entre quienes buscan el índice para mirar lo que llaman contenido y luego van a la página que les interesa: quiero decir con esto, el atender a los títulos y subtítulos para relacionar algún tema con su vida. En el caso de la literatura, tampoco soy de quienes primero sacan la cuenta de los capítulos de cuentos o novelas y títulos de los poemas. No improviso, ni varío, ni soy rígido, ya que tengo mi propio ritual para leer, tal vez un tanto clásico, por cierto. Sea de nueva edición o el interesantísimo libro usado, lo tomo entre las manos -como entonces hice con la extraña edición- palpo su encuadernación (en aquel caso empastada), me detengo a observar con cariñosa y emocionada atención la portada, lo que también llaman tapa, junto a la dignidad del título y la combinación hecha con el diseño, los motivos, las imágenes y colores: lo que llaman el arte, además del nombre de quien lo escribió (o quienes… porque ya sabemos que pueden ser varias las personas), y es entonces cuando voy a la contraportada que en aquel caso tenía la siguiente leyenda:

“La dimensión literaria de este libro es incierta. Mucho riesgo, de verse altamente involucrados en su narrativa, corren quienes osen leerlo. A sabiendas de que cualquier advertencia similar caerá abatida por las eficientes armas de la curiosidad, nunca estará demás recomendar el adentrase en sus páginas con cautela, sosegado apasionamiento y discreción. Invocar la suerte también roza la sensatez”

No es de extrañar que haya releído incontables veces esta inscripción. Al salir de aquel infinito mental en el que me precipité, volví a la portada de un girón de manos. “Nanúfer”: -leí de nuevo. Era el título: me extrañó que lo hubiese olvidado tan pronto. Fue cuando comencé a leer, como si las páginas levitaran sobre las cuerdas de una cítara.

“De visitar países, de conocer pueblos, uno jamás se cansa, con menos razón si está reforzado por la oportunidad y la profesión. Soy espía: debo dejarlo claro. Tanto uno sube a los aviones, se traslada en automóviles, camina a través de muchedumbres, hace estancias en hoteles o posadas, se detiene ante paisajes indescriptibles con la sola deleitable compañía del ensimismamiento, que la memoria se convierte en un archivo interminable. Hay allí de todo, pero nada comparable a los ojos, las miradas; soy visual, soy un aficionado de la vista. Me gusta mirar desde todos los ángulos, dada mi profesión; por igual ser visto y darme cuenta de ello, entrecruzar las miradas, detallar, ser minucioso para beneficio de la memoria. Firmeza de por medio, cultivo el arte de fijar la mirada en las otras miradas. Puedo decir quién es una persona por su forma de mirar. “La llamada más sutil” es el título de un libro escrito por mí hace algunos años y allí explico las bondades y atributos de esta percepción. Tantas miradas han pasado por mis ojos que puedo recordar muchas atravesando desde la retina hasta mi memoria. Puedo saber el sitio y el tiempo en que miré o fui mirado a los ojos; habilidad que me permite cotejar, clasificar, analizar, comparar, diferenciar, jerarquizar, despreciar, preferir, odiar, amar… recordar, sí, también recordar. Merced a esta virtud, hoy puedo decir que la mirada de aquella mujer conmovió mi vida; miento si dijera que la dividió en dos épocas, ni que modificó mi percepción, aunque estoy transformado por su vida y, diría, por su mirada, debo reconocer que esa mujer me tiene en este instante recordando la interminable cantidad de otras miradas con las cuales puedo concluir en la grandeza y fuerza de sus ojos negros. He tenido frente a mí a otros espías, también a prestidigitadores, actores, políticos, diplomáticos, delincuentes, asesinos, psicópatas, animales, plantas (que miran terriblemente), mujeres y mujeres y más mujeres, toda esta gente (y otros seres vivos) con mucho poder visual y no hay comparación posible. De indudable belleza física, esta mujer es capaz de paralizar el mundo con sus pasos, posible en sus encantos de envolver poderes creados, atraer hasta fenómenos naturales con su sola presencia y sin embargo no lo hace, creo que ni siquiera lo necesita, ni cuenta se da. Andando el tiempo, para quienes hemos llegado a conocerla, su influjo no es deliberado. No se trata de una actuación preparada para encajar en el mundo y acumular influencia y poder. Jamás. En mis años de profesión: -dije anteriormente que me dedico al espionaje- no recuerdo haberme topado con alguien tan dotado de un poder cuyo influjo pareciera no existir para quien lo tiene. Permitiéndome el abuso de la dialéctica: lo tiene y no lo tiene, debo expresar esto con cierta pena. Para establecer relaciones humanas cotidianas, enlaces espirituales que a todas y todos nos son permanentes: lo tiene, lo concientiza. No lo tiene cuando se trata de interiorizar este poder para sacarle ventajas a su vida. Ella, capaz de hacer del aroma de la planta llamada malojillo aprendizaje de un sencillo viaje al llano apureño y, a su vez, poema de una sonrisa acompañante de sus paseos matutinos, igual puede utilizar esta intuición para llevarnos consigo a sus espacios inauditos y luego traernos sanos y salvos de tanta locura juntada en la civilización. Esta facultad, deleite proporcionado, dádiva absolutamente humana no le cuesta a nadie un solo centavo. No quiero decir con esto que se trate de alguien desinteresado, ya que el puro y absoluto desinterés no existe, incluso, con inclinaciones altruistas o filantrópicas, mucho menos caritativas: no se trata de nada de esto, por inexplicable que parezca. Quienes la amamos la hemos visto erigir el prodigio de la resurrección del alma humana, otrora destrozada por el infortunio. ¿Capaz de la rabia? Si, como cualquiera. Su vista es tan poderosa que una injusticia nunca le pasa desapercibida. Se inclina ante la infancia como el cielo cuando le envía calor o humedad a la montaña. Además de amarla, a esta mujer la protejo. Quienes la conocen, también anhelan protegerla y, tal vez esté mal decirlo, yo la protejo de sí misma, de su despreocupación por lo que debería ocuparla, de su infinita bondad. Pensar en que un alma tan cristalina pueda ser asechada por la mancha del lodo maligno, no es tan terrible como estar ante la posibilidad de transformación de esa pestilencia en artesanía espiritual y que esta labor, realizada sin el menor interés material, pueda ser pululada por almas tan espantosas como esos hades imaginarios que han asombrado a la literatura y desencajado la calma digna”.

Estas palabras las tenía escritas en tinta china con letra mínima sobre un papel tamaño carta, cuando llegó este libro a mi presencia. Doblé la hoja en cuatro y la coloqué en el bolsillo de la camisa para utilizarla de marcapágina durante su lectura. Meses de largas reflexiones me habían costado estas oraciones redactadas al amparo de una morada tan significativa para el proceso de escritura y el ansiado inicio de una novela macerada en mis sueños como esta biblioteca.

De principio estaba escrita en mi cabeza: así trabajo. Me gustaba su estructura, trama, personajes, esa mujer de mirada fabulosa con decidida fascinación y el espía que, como cualquier conocedor de mis escritos podría darse cuenta, tenía mucho de mí. Este es apenas el comienzo –pensaba yo hasta iniciar la otra lectura: el diálogo con este libro aparecido con misterio. Había una sorprendente coincidencia entre ambos escritos: tanto Nanúfer, el personaje del misterioso libro, como el bondadoso y fascinante de mi futura obra, eran mujeres; la de mi incipiente escrito aún no tenía ni siquiera un apodo supuesto.

Entrado en letras y lectura, conocí las primeras 15 páginas de una trama sencilla, directa, escrita con un realismo renovado, posiblemente detectivesco, policial, evocando a las novelas de los clásicos ingleses (¿tal vez una nueva coincidencia por el lado de la intriga?), acerca de una mujer: Nanúfer, de quien apenas se dice que fue nombrada así por un abuelo de origen catalán. Además, dato esencial, desde el inicio se la sentencia a morir sin remedio posible a manos de un hombre, aunque aún no se dice nada acerca de los móviles, ni de la forma en que estos hechos ocurrirán. Quiere decir que a lo largo de toda la novela seremos testigos de cómo se avecina un asesinato, a sabiendas de lo atrayentes que son estos momentos, de la cantidad de tinta de imprenta derramada en aras de levantar una estatua al asesino, del peregrino y farandulero concepto creado por un periodismo de banalidad reconocida: leyenda urbana, acuñado a la tragedia y penurias de la gente cuando tienen nombre, apellido y dudas, porque finalmente, más que la o las víctimas, tradicionalmente son los asesinos quienes cobran notoriedad, fama y hasta fortuna, pues son quienes se convierten en sucesos editoriales, personajes cinematográficos, marcas de ropa, piezas teatrales, musicales o de museo, conversaciones trasnochadas luego de una fiesta, chácharas insulsas de recreos estudiantiles. ¿Quiénes recuerdan el nombre de las infortunadas mujeres de Whitechapel?: nadie se avergüence de no levantar la mano, en cambio, la mayoría guarda reverencia al ignoto Jack El Destripador, a quien muchos hubiesen invitado a sus casas y brindado un café, luego de haber sido descubierto y condenado: cosa jamás sucedida, esto sumado al elevado desinterés habido en el hecho de que Whitechapel fue uno de los barrios obreros más combativos contra la explotación industrial en la Inglaterra del siglo XIX.

Siguiendo como en una saga, siempre me he preguntado: ¿Por qué el orangután que Poe coloca en aquel piso de la Rue Morgue termina vendido a un zoológico como exótica adquisición y su dueño (luego de los sustos de rigor) vuelve a los mares, mientras las dos mujeres asesinadas por la bestia son enterradas en el desprecio? Recordemos que, durante el cuento, las desgraciadas apenas se llaman tal y cual y siempre serán evocadas por la forma como fueron destrozadas por una violencia de inicio inexplicable. En cambio, tal vez la tensión narrativa de esta novela que ahora leía estaría depositada en encontrarse con quién será su asesino (su Jack… su orangután).

Siguiendo lo que sería un enroque, toda vez que se trataba de un modelo de narrativa mágica, aunque un tanto opaca, a Nanúfer apenas se le bosquejaba en una aldea de Cochabamba, Bolivia. Se describía, con habilidosa lucidez y abundantes detalles, el barrio periférico de una ciudad amable por embelesos temporales y abismos sociales, enclavada en una planicie milenaria. Las casitas dignas, hechas en toda altiplanicie por hacendosa gente de esperanzada herramienta, con gusto lleno de genio para ajustar sus estancias y vivencias a un clima templado, neblinoso, por largos momentos con sol, a ratos lluvioso. No por modismo o disposición gubernamental sino por la cultura de la necesidad venida de lo humano y lo marginado, fueron referidas en estos párrafos con magistral destreza. Huelga decir que las pinceladas retocadas sobre las gentes y sus costumbres han sido verdaderamente envidiables. Sin darme cuenta me detuve a releer con admiración algunos pasajes, ubicándolos en la mente como si fuesen los Cuadros de una exposición de Mussorgsky, estilografiando cada detalle como a sondas espirituales enviadas del espacio. Y hasta soltando un bufido de sorpresa premiaba tan elevada tesitura escritural hecha sin demasiadas metáforas, con un ahorro de hipérboles a puro instinto, más bien a ratos con lineales bosquejos de circunstancias donde lo trivial era utilizado para recuperar y enarbolar sentidos entre los cuales se dimensiona un puente sorprendentemente tendido a la belleza. Este primer capítulo, cuya longitud se convierte más bien en longevidad, nos deja la escena preparada para conocer con detalle a Nanúfer.

Pasar la página de un libro en pleno acto de lectura es un arte, además de una fascinación de lo más sutil. Gina, mi esposa, que tiene con los libros la misma paciencia de una bibliotecaria (investiga con ojo escrutador los sucesos biológicos), sabe del placer habido en el acto de pasar las páginas de un libro. Yo no lo sabía. No sin vergüenza, hoy reconozco no haber sentido lo riguroso y a la vez placentero de esta rutina lectural. Cuando Gina confesó estar a punto de romper toda relación conmigo (en ese momento amistosa) por el sólo hecho de ver mi espantosa manera de pasar las páginas de los libros o periódicos que estaba leyendo, me causó una de esas melancolías que nos obligan a mirar el pasado como a un sótano, donde buscamos el cachivache conductual causante de alguna perturbación de la personalidad que, como en este caso, estuvo a punto de apartarme de una mujer tan excepcional que, en el momento de nuestro casamiento, bajo un ritual masai, la nombré en el más expectante silencio de la ceremonia, sumergido en un soliloquio, como: albacea de mis ternuras, y vaya la práctica tan ilustrativa que debí tomar de ella, en muy breve tiempo, para preparar los dedos pulgar e índice de la mano derecha con la flexibilidad de un crupier y tomar la punta superior de la página, despegarla suavemente del volumen como si se tratara de una tela de seda y pasarla al otro lado, dejando al descubierto el próximo rostro, de los cientos que puede tener un libro y no sólo esto, también se trataba de mantener este ritmo de estoica armonía, sin modificar el compás, ejecutándolo de manera natural, sin imposturas. 

En afilada atención a lo dicho, pasé hacia aquella página 16 y el estupor hallado en el momento es sólo comparable a la causa por la cual se alteraron todas mis sensibilidades. El resto del libro tenía las páginas en blanco, no había más novela, por lo tanto, finalizaba toda posibilidad de diálogo, se accidentaba la intimidad obra-lector tan delicada en todo caso, tan sometida a cualquier tipo de reflexiones culturales, intelectuales, literarias, inclusive lingüísticas. Como cristal se quebraba la transparencia existente en el deber del editor y la confianza de por sí sostenida por todo lector. Tomé del bolsillo de la camisa el papel doblado donde había escrito mi texto y a modo de marcapágina lo ajusté a la terrible página 16 que daba inicio al más inusual silencio que puede expresar un libro. Abochornado, al borde de la indignación, me dirigí al escritorio del bibliotecario, mejor dicho: a su ausencia.

Si alguien quisiera hacerme pasar un mal rato, una situación como ésta sería la ideal. Ver traicionada mi confianza lectora era equivalente a estar en plena calle a toda lluvia, habiendo salido de casa sin paraguas. Lúgubre, regresó aquel Rufino Fuentes de mi adolescencia mutilando libros en sus tres primeras y tres últimas páginas para desgraciar toda posibilidad de lectura, por el sólo hecho de no haber podido pasar del cuarto grado de primaria a causa de su trabajo de caletero en el camión de su papá. Mi hermana Rosa estuvo a punto de cachetearlo debido al ataque perpetrado sobre su Love Story de Eric Segal, el cual tenía varios días aburriéndome con sus melosas intenciones de jugar con el amor como si fuese un campo celestial empozado en lágrimas. La maldición del Rufino volvió aquel día en que salí de la sala con el libro en las manos, a buscar al encargado o a cualquier empleado o directivo de la biblioteca (¡qué sé yo!) que me explicase este desatino.

Una serie de dedos índice me hicieron subir y bajar escaleras, atravesar pasillos, asomarme a oficinas en donde sorprendidas gentes me echaban con sus negativas, hasta dar con el director. Un hombrón macilento, medio gordo, de rostro adormecido y mirada de gallito de pelea me dedicó esas auscultaciones a bicho raro. Cometí el error de denunciar la ausencia del encargado de la sala porque todo se centró desde el inicio en problemas laborales. Búsquelo por ahí. Debe andar cerca. Él es muy responsable. Pocas veces se han tenido quejas de su trabajo. Cuando me disponía a decirle el problema, como si yo estuviese cometiendo un delito, me susurró: Disculpe señor, los libros no se pueden sacar de las salas bajo ningún concepto, a menos que el encargado lo autorice para hacerle alguna fotocopia. Vaya por favor, regrese a la sala y espéralo allí. Tal vez ya haya llegado. Entonces explíquele lo que le pasa. -Vi su espalda marchar a través de uno de los pasillos y luego desaparecer como el abate de un monasterio.

Sentado y entregado al desconcierto coloqué el libro sobre la mesa como la extraña especie bibliográfica que ahora pasaba a ser. Tan interesante me había parecido aquel inicio, tan suelto el argumento adecuado a cualquier entendimiento, tan sugestivo el oculto sopor de su conflicto apenas asomado, que me atenazaba una frustración de ésas paralizantes frente a la obsesión, como cuando a uno se le extravía un objeto necesario para solucionar un problema sencillo. ¿Qué habrá pasado cuando fue impreso? Acaso ¿burló los controles de calidad? Una falta como ésta es perceptible con sólo abrirlo, pero a veces hay empleados negligentes o flojos para las revisiones finales, las necesarias antes del empaque. Mi ritual lector me había impedido darme cuenta de tan molesto detalle, ya que, como dije antes, jamás abro un libro por la mitad ni por el final; siempre me dirijo al inicio, a la primera página y de allí arranco hasta que me detiene la misma historia, el mismo asunto que trata; soy de los que he leído un libro de un tirón sin ser distraído por ningún asalto de la realidad. He pasado una semana, sí, siete días leyendo un libro sin parar, insomne, amenazantemente insomne ante quien viniera a interrumpir el embrujo metido en mi piel, en mis ojos, en mi conciencia como un desquicie y no me detengo hasta cerrar la contratapa, para luego colocarlo como a un amigo venerable sobre cualquier superficie y suspirar con agradecimiento mirando al techo o al cielo. Ahora este libro incompleto, incapacitado de su esencial cometido, estaba dejando en el peor de los estados anímicos a un lector como yo. 

Pensé en que hubiera otro volumen, éste sí completo, en la sala, pero me di cuenta de que, además, el libro estaba en una sala equivocada, pues se trataba de la de ciencias y el libro era de literatura, a menos que su trama torciera hacia algún experimento químico o biológico. Otro detalle es que el libro carecía de autor por lo que debía estar en la sección de libros raros. Subí un piso a la sala de literatura y así rastrillar por completo los estantes y no di con ningún libro parecido. Fue cuando me di cuenta de que había dejado la hoja doblada con el original del inicio de mi novela dentro de aquel ejemplar minusválido. Corrí desesperado ante el temor de perder lo que me había costado días de reflexión y pensamiento, pero al llegar, afortunadamente el libro continuaba sobre la mesa, como esperándome, y el encargado de la sala seguía siendo siendo una especie mitológica. Tomé lo que había dejado como marcalibros y suspiré aliviado.

Hice unos instantes de meditación con los ojos cerrados y me dispuse a realizar la finalidad de mi visita a aquel lugar tan apreciado, por lo que tomé la hoja para dar continuidad a mi historia y al extenderla sobre la mesa, me di cuenta con estupor de un incidente igual o de mayor asombro; todo mi escrito había desaparecido o se había borrado por completo. Miré hacia la esquina inferior derecha de la hoja y allí estaba el número de página que suelo dibujar encerrado en un círculo casi perfecto: el número uno. No podía sospechar que la hoja había sido cambiada pues se trataba de la original, no había duda; hasta hace un instante allí estaba mi texto. La sometí al trasluz y fue como si estuviese completamente nueva, salvo por los dobleces. Se habían diluido las letras, ya no había historia, la realidad de aquella redacción y la mía habían vuelto hacia la página en blanco como si el tiempo hubiese dado marcha atrás a través de una travesura oculta, toda vez que sentí un vértigo seguido de tos y luego náusea en grado de frustración, mientras en mi reloj pulsera la hora inalterable, lógica, pasaba los instantes sin asomo de perturbación. Luego de un regodeo alrededor de la mesa en que mis ojos escrutaban la sala como a la principal sospechosa -visitada ahora por tres personas aisladas en sus puestos y en sus ensimismamientos- clavé la mirada de nuevo en el libro y lo que pudiera estar pensando cualquier lector o lectora de esta historia sucedió; al abrirlo en la página 16, palabra por palabra, tatuado con exactitud inaudita en sus páginas sucesivas estaba el texto que se había (o había sido) borrado momentos antes de la hoja donde lo había escrito, como si fuese la continuidad del argumento ¡Y es que lo era! En fuente time new roman, al tamaño de 11 puntos, en interlineado 1 se encontraba mi historia, ahora incorporada a este libro espantoso.

No cesaba lo inverosímil, pues en este instante descubría, luego de cerciorarme de que mi escrito se hallaba atrapado en aquellas páginas y ya no me pertenecía, de la continuidad de la historia por sí misma, que el libro se estaba escribiendo solo o algo desconocido había seguido la narración sobre sus páginas en blanco. Mi escrito, el proyecto trabajado con tanto tesón se había transformado en el comienzo de un segundo capítulo extendido hasta un final parcial, propio de la estructura novelesca.

Con desconcierto y mucha curiosidad leía acerca de Nanúfer, descrita su personalidad entre una meticulosidad pulimentada con el sentido clásico del detalle y el espléndido humor familiar, tendiente a compartir, a festejar, a merodear constantemente la felicidad. Se la presentaba como a una niña de padre español y madre aymara, educada con el esmero propio de gente sosegada y entregada a formas culturales amplias, mimada hasta cierto punto porque fue orientada a la austeridad, al ascetismo religioso y la meditación, obra del sincretismo espiritual producto de la convivencia solidaria alimentada entre ambas dimensiones teológicas del padre y la madre, con el dios católico de la cruz y el redentor por un lado, y los dioses ancestrales aborígenes amorosamente gravitando en su alma por el otro.

Tuvo institutriz y proyecto de ser monja, aunque vencieron los ancestros indígenas a través de una visión amplia e infinita del mundo que su madre y su abuela supieron sensibilizar con paciencia. Se dice en un pasaje muy descriptivo, exento de florituras del lenguaje y filigranas gramaticales que fue al campo y sembró la coca, estuvo en las minas y convivió con la rudeza del hombre de sonrisa perenne e inexplicable. También se la lleva al aprendizaje de los bailes dedicados al Sol y a dormir una noche a orillas del gran lago luego de llorar por el dolor del mar ausente de su pueblo. Leí redacciones prodigiosas de una sintaxis envidiable al vivenciar cómo sintió las palabras de la luna en susurros al oído, cómo el viento le contó acerca de los secretos del tiempo, cómo la luz de las estrellas en un halo magnífico cubrió su soledad con el amable manto del universo. ¡Nanúfer! la despertó su nombre en el vuelo rasante de un cóndor vigilante y entonces el amanecer pintado de trazos anaranjado, carmesí, violeta observó su despertar sutil, el semblante placentero, la llama del agradecimiento fulgurando en sus pupilas.

Siento la ofensa infundida a toda posibilidad de recrear el profundo sentido escrito en las páginas antes difamadas por mi estupor. Nanúfer, en su juventud, es elevada en unos pasajes de esta progresiva escrituralidad a través de una narrativa imposible de ser copiada al texto, so pena de agraviar el arte del escribir. ¡Me sería imposible tal descalabro!

Quise sacar el libro de la biblioteca y llevarlo a mi casa para dialogar con sus terribles silencios, pero me fue imposible. Urdí varias formas de llevarlo escondido y todas chocaron con su peso. En la medida de aproximarse la hora de cierre fue cobrando un peso mucho mayor a la posibilidad de su tamaño. Me fue imposible levantarlo de la mesa, abrir su tapa o siquiera moverlo del sitio en que había quedado. Parecía pegado con una argamasa invisible surgida de su propio misterio. Ahora sí apareció el encargado de la sala para indicarme la necesidad de retirarme del recinto.

Volví al siguiente día con la secuela de no haber dormido, de haberme convertido en una molienda de pensar toda la noche sin aquel libro de interés definitivamente vital para mí. Tardé un par de horas de indagaciones con el encargado y otros bibliotecarios sin poder convencerme de que el libro no estaba. Aquel título jamás había sido leído o escuchado, no se encontraba en la colección y además fue buscado en la data sometida a la red de toda la institución nacional y la inexistencia fue la respuesta.

La literatura me vuelve obsesivo. Fui consecutivamente cada día consumiéndome todo el horario y el libro no aparecía ni era consultado ni buscado por alguien, hasta dar vuelta a la semana: ¡Claro! fue un día martes el primer encuentro y hoy, también martes, justo una semana después, al llegar, el libro estaba sobre la misma mesa, tal y como lo había dejado. ¡Ah! Entonces consiguió el libro -me habló con un dejo de burla el encargado de otra sala al verme con el volumen en las manos. Durante un rato sufrí el acoso visual de varios empleados, mirándome como a un espécimen novedoso, poco común, inquiriéndome con sonrisillas irónicas; hasta el vigilante, custodia de la seguridad, se aproximó y observó el libro levantando una de las cejas. Por un momento pensé que me lo iba a pedir para revisar. 

La sala quedó vacía, como si se les hubiese olvidado el asunto o hubieran intercambiado sus puestos de trabajo con gente invisible por simple divertimento. Lo reconocí de nuevo, sin presiones, traté de desembarazarme de las tensiones psicológicas, del cúmulo de supersticiones cohabitadas en mi subconsciente, de las impresiones metafísicas ahora dirigentes de este extraño proceso de escribir, aunque después de todo no pude hacerlo. Me vi en la necesidad de asistir a este fenómeno con esa carga amarrada al nerviosismo, al asombro, a la perplejidad.

La literatura me ha hecho pasar por situaciones impresionantes. Evoqué en aquel momento a Varinia, mi amante literaria; hacíamos el amor sólo después de librar la lectura compartida de cualquier texto breve o extenso. Teníamos varias semanas leyendo la novela Rayuela cuando una noche en que seguíamos al pie de los números los capítulos en cada paso sugerido por su autor, percibimos haber caído en un círculo cerrado donde volvíamos al punto inicial. No podíamos andar la linealidad del comienzo de la obra. Apenas leíamos tres capítulos y al cuarto volvíamos al primero. No avanzábamos. Voy al baño –dijo Varinia ya un poco cansada de vagar en el laberinto planteado por la novela. Regresó y se sentó a mi lado en el piso, me miró con ojos díscolos, pálida, la pollina un tanto alborotada, como si se la hubiese hurgado con desespero y me soltó: Acabo de ver a Cortázar en la cocina. Estaba como buscando vino. Arropado por una nerviosa sonrisa a punto de brotar le pregunté: ¿Y cómo sabes que Julio Cortázar buscaba vino?- Varinia respondió con voz misteriosa: Creo que me lo dijo con la mirada. Son cosas que no necesitan hablarse. Además, él debería saber que no bebemos mate. -Entendimos la aparición como un signo de guardar la novela y apagamos la luz.

“La conocí el día en que un tal general Banzer perpetró un golpe de Estado. Había toque de queda y estaba en mi departamento preparando unos informes de la situación cuando tocaron a la puerta de enfrente. Miré por el ojo mágico y vi que se trataba de ella, una preciosa desconocida, además, una mujer en peligro. Dejé por un momento continuara su llamado cuando se presentó en la calle una patrulla del ejército. Abrí la puerta y le ofrecí alojamiento. Fustigaron el edificio de arriba abajo y el departamento en cada rincón con inquina los soldados y la brutalidad. Pasando por alto mi condición de diplomático, lo que parecía un sargento me obligó a que los acompañara a la delegación. Allí me interrogaron con mezcla de cinismo y rabia. Al regresar fui directo a la pared de doble fondo y de allí salió con su caminar saltadito. Nanúfer –me dijo su nombre sorbiendo café de una taza de porcelana con motivos florales. Sentí la impresionante vibración de su cuerpo palpitar en mi corazón. Cantaba al hablar, suspiraba al respirar, volaba al sonreír, soñaba al mirar. Jamás había sido mirado de aquella manera, además, nunca se está preparado para recibir unos ojos tan dulces y a la vez tan firmes, tan calmos y a la vez tan fogosos, tan animados y a la vez tan tristes. Me habló de una tortuga que alimentaba con hierbas, de una madre que le hablaba aún después de haberse despedido para siempre debido a un aneurisma, del arte de tejer tapices con hilos de colores como una de sus pasiones; también me habló de sus libros, de sus cuentos, de las historias de sus ancestros, de las canciones de los trovadores de un gran pueblo rodeado por desiertos. Era alegre, imaginativa, capaz de construir confianza con rapidez a través de la buena fe transparentada en su diálogo, de mover el ánimo con su calma, de agitar la voluntad con su reflexión en baja voz. Tomó una guitarra del trípode arrimado en un rincón, llamando sus cuerdas al instante de sus dedos y los arpegios en sus manos me obligaron a citar la pequeña armónica siempre guardada en el bolsillo de mi saco para situaciones como ésta. Nos dejamos llevar por una canción extraña, bizarra, tal vez un viejo blues, luego el canto religioso de algún campo africano, hasta llevar nuestras miradas a fijarse mutuamente por tiempo indeterminado, como dejándose ver el alma. Supe de las innumerables palabras ocultas en un silencio custodiado por la bondad. Imaginamos juntos, a fuerza de una conversación tenue, cómo se dibujase la luna en la altura de la noche si no estuviese del otro lado del mundo o de qué forma se pueden dejar de escuchar las botas de la soldadesca y de sus cancerberos cuando se aplastan sobre la calzada o simplemente cómo sonreír obligados a callar. Sin pedir permiso tomó una de las paredes blancas para extender un dibujo a colorido pastel de un grupo de niños siendo llamados por un mar lejano. Había un sol esplendente, gaviotas, canoas y un velero. Se durmió luego de tomar agua en un vaso de barro, como la niña habitada en su ancestral génesis”.

Mi nuevo aporte al libro estaba listo para ser incorporado de aquella manera demencial. No sé cómo me dejé llevar por esta vorágine letrada. El mismo cuidado, la misma mística al trazar la letra caligrafiada durante años para narrar mis historias en la hoja en blanco había puesto en juego al idear lo que podía ser el inicio del tercer capítulo y así colocarla doblada en la página siguiente. Aguardé pensando con mucha inquietud el traspaso de mis imaginaciones a ese libro travieso, apareciendo como obra de mago mis palabras en tinta china, en el volumen editado en letra de imprenta. Me inquieta pensar la poca importancia dada al origen de toda esta truculencia, entregado como ya estaba a un aquelarre incrustado en la intimidad bibliográfica, tal que, la seducción por la incertidumbre frente a lo que estaba por ocurrir era mayor a cualquier logro o hallazgo, inclusive literario. Si saldría una gran obra de lo que suponía era una novela en construcción poco me importaba, frente a la expectativa de algo telúrico, monstruoso, fraguado en este ir y venir de una fuerza desconocida poseída en un libro que apenas existía.

Me había entregado de nuevo a dejar pasar los minutos frente al volumen y si volviera a repetir esta vivencia en virtud de algún juego de ciencia ficción, olvidando todo cuanto ha pasado, jamás imaginaría lo que estaba por ocurrir, imposible siquiera pensar que al abrir el libro, mi texto continuaba escrito en la hoja y las páginas que debieron haber estado escritas mostraban el horrible aspecto de la nada, esa abominable sensación demasiado parecida al momento de abrir la llave del lavabo y no salir agua, de encender el televisor y luego de un rato la imagen no aparezca, de estar a la medianoche en una avenida solitaria esperando un taxi nunca llegado.

Desesperé, debo reconocerlo. Mi primera reacción pudo haber sido salir corriendo a la Avenida Universidad con el fin de preguntar a cada transeúnte la razón por la cual mi texto no se había transferido a las páginas del libro, pues era preferible ser tomado por loco, a mantener esta cordura tan endeble como un bloque de ceniza. Un tumulto de interrogantes se apelotonó en mis pensamientos obstruyendo la calma. ¿Quién o qué me estaba manejando como a un monigote? ¿Tenía vida este libro y era el causante de esta magnífica tragedia o lo sucedido hasta ahora estaba siendo creado por los retruécanos de una mente enferma de literatura como posiblemente era la mía? ¿Era un pensamiento o una manifestación instintiva o una emoción latente o una inteligencia sensitiva lo que direccionaba esta situación? Y la pregunta lógica: ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué terminaba siendo yo el sujeto de estas circunstancias desmadradas de toda conducta cotidiana? ¿Quién me escogió o soy yo quien dirige todo?

Esta biblioteca se me estaba haciendo el sitio de una conspiración espiritual o mental bibliográficamente tramada ante la vista de todos estos libros cómplices, con el objetivo de producir un libro al contrahecho de la naturaleza, al margen de la sana mentalidad humana, al improviso de la novedosa neurosis de algo o alguien capaz de envenenar de incertidumbre un alma como la mía cuyo sencillo cometido en la vida ha sido escribir y en buena medida leer. ¿Por esto debía ser castigado ahora con un acertijo tan cruel? ¿Con qué fuerzas podía responder al cómo es posible la intransferencia de mi texto luego de haber sucedido con anterioridad? Sin la más mínima pista del otro lado, de quien o quienes urdían este samplegorio en alguna parte, me fue casi imposible acometer la resolución de este reto.

Pero la mente es en realidad cosa seria. A cada oscuridad por tenebrosa que sea siempre hay una respuesta de luz como el encendido de un yesquero en una oscura calle o metido en la mente cuando no se ve nada y apenas se tientan trastos imposibles de reconocer porque son figuraciones desvanecidas con cada aproximación de nuestra razón. Ese fogonazo me iluminó la hoja con la cual intenté pasar intencionadamente mi texto. No tenía el solitario número uno encerrado en un perfecto redondel en tinta china en el ángulo inferior derecho, apenas había sido traída de mi casa en una pulcra carpeta y doblada en cuatro, justo antes de ser colocada a manera de marcalibro como fue puesta la otra hoja. Ésta no era la hoja original utilizada con inocencia para demarcar el primer capítulo y el desierto textual habido en el resto de las páginas; en resumidas cuentas, no era la hoja.

Con los años se ha manifestado en mí un grave problema con la memoria. Puedo dar cuenta de una extraordinaria memoria histórica para los hechos de mi vida pasada por muy antiguos que éstos sean, mas no es así con la memoria de corto y mediano plazo, ésas con las que debemos organizar los días. He vivido desesperados sucesos al no recordar inmediatas acciones producto de los llamados actos fallidos estudiados con brillantez por Segismundo Freud y sus discípulos al internarse en las cavernas de la mente humana y la conducta. El cambio del sitio habitual del llavero de la casa me ha traído consecuencias en angustia y desespero. La movida descuidada del dispensador de la sal entre cocinando y escuchando música me ha generado molestias a la hora de readerezar la comida al gusto del momento, buscando su figura vidriosa cuando se encontraba entre el perolero habitual puesto en un medio orden de filas de envases frente a los ojos de cualquiera y los míos desencajados entre lo habido en el pensamiento y lo invisible en la entorpecida memoria.

Gina y yo volteamos y revolvimos nuestro apartamento tipo estudio maldiciendo el funcionamiento de mis neuronas cerebrales como si hubiésemos cumplido el mandato de aquella fuerza ocupante del libro. Cada uno de los volúmenes de nuestra biblioteca fue revisado página por página no sin alarma: uno de mis actos fallidos favoritos es meter en un libro cualquier hoja de papel cuya importancia ha llegado a ser directamente proporcional a la intrincada colocación que le he dado. Sacamos uno a uno mi colección de discos de vinil y compactos aprovechando para espantar el polvo con una lanilla amarilla. La zapatera colgada en un rincón del alma de este recinto, la mayoría de las veces en tranquilidad, fue desmontada y cada calzado pasado por el ojo tan escrutador como angustiado (y hasta por la nariz) de quienes anhelaban la aparición de un papel sometido a la sordidez de una situación sólo comprendida por mí y a trazos por mi Gina. Por si se me cayó, todos los debajo de… fueron mirados: muebles, cama, escaparate, estantes, mesas portátiles, arturitos, nevera, cocina, tal y como los arriba de… cada una de las repisas y topes posibles de haber sido utilizados para honrar el olvido.

Hasta el momento de echar con el rabo del ojo un pestañar a la cesta de la ropa sucia y preguntarme: ¿Cuándo fue la última vez que lavé? Contando los dedos de las manos fui directo a sacar las piezas de tela tumefacta, por fortuna aún acopiadas debido a mi ocupación en el libro y sus incidencias. Fue cuando di con la camisa y, luego de hamaquearla y estrujarla como a un estropajo, hallar en su bolsillo el consabido papel. Lo enarbolé como a la bandera victoriosa de una guerra ante la mirada de Gina, quien sacaba con la punta de los dedos enguantados y una mascarilla en el rostro, los desechos del pote de la basura como si fuesen uno de sus experimentos bacteriológicos.

Transcribí letra por letra, sílaba por sílaba, palabra por palabra aquel texto en la hoja, ahora predestinada, confiando haber atinado en la solución del impedimento. En efecto, la transferencia y posterior ampliación del argumento se produjo con asombrosa naturalidad, como si mi angustia anterior hubiese significado sólo la gota de rocío incidental, flotada en el universo de un azar perdido. Pensé (aún me quedaban recursos para honrar con ideas, imaginarios necesitados de ser dinamizados con objeto de cristalizar material escrito) en mi niñez y en las primeras veces en las cuales escribí cosas, garabatos iniciáticos luego convertidos en halagos maternos, familiares, escolares, rayones llegados a ser palabrejas sentimentales dedicadas a realidades neblinosas y no puedo dar cuenta de haber vivido algo extraordinario, salvo el día de mi cumpleaños número ocho, entre un inmenso pay de limón, velas, algunos globos, bambalinas, sonrisas de la gente adulta y deseos de empastelarse de mis amigos, cuando olvidé los deberes de matemáticas hasta estar sentado en el pupitre frente a la maestra dispuesta a constatar la materialización de mi responsabilidad. En el cuaderno sólo podían haber algunos trozos de la felicidad sentida el día anterior y la asignación con el vacío de toda intervención. Pues no fue así. Los problemas con regla de tres y porcentaje estaban resueltos con una letra idéntica a la mía. La lógica me llevó a pensar en la obligación surgida de la vehemencia de mi madre, quien me sentó, ya dormido del puro placer de jugar, ante el cuaderno, para enfrentar aquellas fórmulas en unas condiciones imposibles de imaginar. Quiere decir que las llevé a cabo como dice el refrán popular: con los ojos cerrados. Sin embargo, debió ser como en un sueño, en un estado de sonambulismo o hipnotizado por el empeño maternal vuelto siempre imposible de torear en estas circunstancias.

Las manos femeninas tomaron con delicadeza el sello y colocaron una carita feliz en la hoja, al no haber observado ninguna equivocación en la resolución de los problemas. “Te insisto en que debes mejorar la letra” –dijo con su dulce voz de soprano. Y la mejoré hasta el punto de hacerla servir para este objetivo, más bien transformado en el deseo de transitar el argumento de una novela construida entre mi estoicismo y la aún borrosa llegada a término, empujada por una voluntad transpersonal.

Si no existiera el enemigo, no sabríamos la cantidad de aliados y amigos incrustados en nuestras vidas. En existencias descalabradas y en ficciones compuestas de cantos demacrados y teatros de la tragedia con temas de opulencia imperial se resaltan las decepciones ocasionadas por falsas amistades o amigos que no son tales, en tanto que el ejercicio de la vida real nos pone de frente el verdadero rostro de la dialéctica entre amistad y enemistad; -tal vez la más dinámica del mundo- ejemplificada en la guerra, el conflicto bélico a gran escala, adonde marchan los soldados sin saber a ciencia cierta el enemigo a enfrentar. Allí el amigo es el soldado como uno; a nuestro lado pisando el mismo pantano, dejando su propia huella, cargando su arma como a una amante cuyo recuerdo no saldrá jamás de sus manos, acelerando su paso al llamado del mismo jefe, gritando a la vida su deseo de victoria y cantando a la muerte la posibilidad de la derrota, hasta quedar frente al rival, imaginando su silencio, su mirada oscura, sus palpitaciones secretas, su deseado infortunio.

Los enemigos de Nanúfer –percibía en la extensión del capítulo- armaban una guerra oculta en esos lugares abisales anegados de maldades, dispuestas desde la insidia a desangrar lentamente los corazones humanos y hacer transfusión de odios, causantes de la trombosis del desprecio. Pero ella veía ese sitiado bélico y no lo aceptaba como un peligro. Por el contrario, la inmensa vastedad de su bondad era tal que, iba a través de la vida revestida de un aura impenetrable, casi imposible de ser traspasada con finalidades malignas. Estos sucesos y cavilaciones cobraron en la novela una dinámica gravitada entre ambientes lúcidos y oscuridades. Cuando las líneas argumentales perseguían transmitir los horrores de la guerra entre ejércitos, el lenguaje era sumergido en canales emocionales indigestos, escatológicos, sin esto significar ausencia de elevado trabajo literario, más bien la narrativa se trasladaba a lugares gramaticales de ceñida lúdica, a una sintaxis entrecruzada o diríamos apuñalada por ocultas onomatopeyas de sufrimientos, heridas y fracturas abiertas al descampado de los buitres, heroicidades entrampadas en el sin remedio de una causa emparedada por guijarros de los poderosos, lanzados en forma de carcajadas.

En cambio, cuando la metáfora volaba hacia Nanúfer, cada palabra era una luz representativa de un color confluido en el prisma de la belleza. La lectura se llenaba de un gozo sólo posible de describir entre motivos de alegría, de calmas en la respiración, de meditaciones –una tras otra- llevadas al paraíso de un amor impoluto. Se la presentaba entregada al absoluto hacer por los demás con infinito sosiego, con la mirada puesta en la felicidad ajena, en la semilla del bien donde pudiera florecer, en la presencia oportuna, puntual, solucionadora. Todo lenguaje alrededor de Nanúfer había sido escrito con la maravilla del regocijo y debía ser leído con el corazón ubicado en un ambiente de regocijo, para poder soportar el asecho minado a su alrededor.  

En este mismo capítulo se describe a Donaides. Si este narrador no supiera las consecuencias obradas en su fuero interno como experiencia de esta lectura y a la vez escritura martirizante, jamás podría comprender el por qué este personaje era descrito con tanto aire de perfección. Se le colocó el cinismo como virtud primordial y lo aplicaba letal en su trato con la gente. Ocultada su maldad entre amasijos de sonrisas, tratos amables y un poder capaz de aplastar cualquier traba de sus planes, desplazaban a este Donaides a través de espacios lujosos donde la influencia y su tráfico eran el orden del día.

Imaginemos cómo se había utilizado toda la capacidad posible de un lenguaje versado, con adjetivos a discreción y fresco en detallar la manera de vestir de un opulento burgués de La Paz -una ciudad doble: arriba colonizada por las vallas publicitarias, abajo acariciada por las marchas sensitivas del pueblo indígena- agringado en la escogencia de modelos, marcas y telas, aunque nada escatimaba en el lujo y los costos. Como si fuese el mismo personaje quien escribiera aventajando su propia historia (por fortuna se le niega en el argumento toda capacidad de escribir) el lector debe pasearse por esculpidas referencias de su físico allegadas a cada músculo, sudor, cabello, palpitación, caminar, galanteos, sonrisas; todo es una preparación para la pormenorización de sus ruindades, las bajezas sucedidas una tras otra a lo largo de sus actuaciones e influencias, la puesta en evidencia de los más turbios sentimientos ocurridos en alguien vacío de toda humanidad.

Desespera cuando nos enteramos de la cacería montada por Donaides sobre aquella mujer protegida por buena parte de la humanidad imposible de concebir en este asesino. Pudiera confundirse con el Dorian Gray de Wilde, pero no; éste transcurre en un proceso de degradación paulatina, en cambio, este Donaides parece haber nacido degradado de la nada, contraviniendo los postulados de toda pedagogía; de un pasado oculto y hundido en un ayer como la herrumbre de una llave maestra imposibilitada de abrir alguna puerta. Es precisamente el desconocido pasado la importancia de su colocación en la trama. Tiene una historia tan antigua como la costumbre generada por el ejercicio de su poder.

A veces es central, otras veces tangencial o transversal el tema del poder en un escrito, aunque esté presente siempre. Encarnado en un personaje potentado, poseído por la magia del dinero que puede colocar de rodillas la voluntad más firme, el poder esta vez anhelaba corroer la dignidad de una mujer; y no estoy leyendo del himen, ni de esa dignidad fabricada por los prejuicios sociales colocada como un santuario en el jardín humoroso llamado pubis. Me refiero a esa dignidad amplia extendida en su ser como un universo, en su historia con pasado y provenir, toda vez que su presente es un hacer de haceres, sin descanso de alma preciada. Durante la lectura me detengo a pensar en estos pasajes descriptores de la batalla aún asechante entre la acción de Nanúfer y la fuerza de este Donaides, capaz de matar con sólo imaginar, aunque incapaz de la dignidad.

Ese no dormir llevado más allá del insomnio, exasperó mi obsesión por la literatura. Aunque premios y reconocimientos jamás me fueron esquivos, fui quien rehuí cualquier reconocimiento menoscabador del impulso hasta resguardarme de la inmodestia, y así adentrarme en el acto de escribir y sobre todo en el leer profundo de la letra, del lenguaje y con el anhelo de descifrar sus designios. No hubo gallo madrugador cuyo canto no me encontrara con la mirada encorvada entre el dactilógrafo y el imaginario activo, como el propio escarabajo escriturario horadando obras literarias que jamás escribiría. Sólo quería mirarlas a la distancia con el catalejo de la impotencia, a la espera de otros escritores en osadía atrapados.

Créame este lector, en este momento de la sombra indecisa por esta letra, preparado a afrontar un reto; desafío encaminado a cambiar el curso del destino; lugar común que se ha dicho y hecho en literatura, pero sobre todo en la vida. ¿Qué cambia el curso de una vida? ¿Qué puede una ciega bondad reconocer de importancia vital para virar algunos grados sus pasos y alejarse del mal anunciado? ¿Qué hace a una mujer entregada al hacer constructivo de la vida, obrar con cautela, prudencia, prevención?

Jamás escribí fuera de nuestro apartamento (a no ser la biblioteca referida); y cuando hablo de escribir me refiero a gubiar la mente, repujar en la memoria los significados y silencios del significante de mis historias para luego escribirlas donde sea. Aunque este capítulo decisivo en tono y anhelo me ha tomado en mi cama. Era el momento, digamos, supremo. Debía ser tan contundente como para dejar la posibilidad de una ofensiva contra lo inesperado del mal. Y pensar que aquel día siguió a una noche sin insomnio. Dormí desde las nueve de la noche, entregándome sin reparo alguno a la opacidad del descanso onírico. Creo no haber soñado como para entorpecer con esas imágenes mentales lo destinado a la trascendencia artística. Cuando abrí los ojos el escrito se deslizó hacia mi memoria como una gota de jarabe sanador.

"Confluyó la paz a sus ojos vestidos de miradas levitantes. El habla de la vista es más rápida que cualesquiera otras hablas existentes, debido a que no las asiste un tiempo posible y las gobierna la aquiescencia. Cuando un colibrí habla al polen de la flor, ya miles de miradas se han hablado entre sí; igual pasa cuando una estrella cae, un silencio se rompe, una nube se marcha, un dolor cesa, un recuerdo despierta, una caricia se esconde, un miedo se calma, un resentimiento se desancla, una venganza se consuma. El más poderoso mirar lo hay cuando la mirada cree no mirar y está mirando. La mirada puede ser la puerta más amigable o el más infranqueable de todos los muros.

"Habló desde su desnudez, como cuando un secreto se roba todas las dinámicas de la razón. Fue territorialidad sin las fronteras del pudor. Fue maja dispuesta a las dinámicas del asombro no requerido de comprensión. Fue pintora de su propia obra maestra en óleo epidérmico. Cada vez sonriente y mi vulnerabilidad se implantaba como un poblado de vientos arremolinados en ansiedades jardineras. Cada vez llamativa y mis pasos tardaban eternidades en trazar alguna caminata hacia su invencible femineidad. Cada vez sensual y mi espera se sostenía apenas con pensamientos absurdos como de ciego o de santo. Nadie nos llamaba más que nuestras pasiones agazapadas en los deseos. Nadie nos buscaba más en algún recodo del prejuicio. Nadie nos esperaba más que esos placeres inimaginables en pasado alguno. Nadie nos encontraría apelando al aburrimiento más atroz, detrás de las mil y una máscaras de la formalidad.

"Escuché sus gotas de agua caer en la laguna de mis sueños. Creí ser hilo interminable de un tejido coloreado con alegrías y ser a la vez el tejido mismo, cálido, brillante, a veces incendiado, a veces árido, salido de sus manos que me creaban de nuevo, como una artista adivinada por mí en los años de una ancianidad aún no vivida. La tempestad de sutilezas surgida de sus arpegios culturales, hizo fiesta de mis riscos amatorios, hasta elevarlos a cada sol colgado en lo más lejano de la eternidad. Es fácil creerse Dios en estas alturas, pero, ¡Cuidado! Mejor es la beneficiosa neblina de la humildad para cuidar de los cariños sembrados.

"¡Nanúfer! –la volví a bautizar, esta vez con los profanos siseos de mi respiración. La nombré mil veces y a cada nombramiento, una Nanúfer salía de su piel convertida en un volcán. Su nombre se transformó en ecos sucesivos, escondidos por secretos que huían vanamente del placer. Entonces aquel inmenso nombre sagrado fue una voz celestial, cavernada a corazón intenso como una saeta encendida en la sutil grasa sentimental de mi alma liberada. Me nombró y no atendí. Me nombró también mil veces y yo cubrí mi identidad, cada vez más vulnerable, con la desnudez lograda por mi espíritu. Cuando me hice el grito del más insensato Dios, mi nombre era rasgado en la imposible página de un olvido desfigurado.   

“Qué de pinga es sentirse para siempre de esta forma amado –pensó aquel espía vencido por su propia mirada”.

Zarpamos el lago de siempre, de los fines de semana o de las vacaciones o asuetos, mientras la casita que alquilábamos para hacerla de recogimiento, distancia y retiro de lo citadino se quedaba íngrima sin saber cuál sería el itinerario de un matrimonio que la invadía con hábitos cariñosos pero estrafalarios. La canoa se fue alejando con la dejadez de nuestros remos hundidos en la corriente como si se derritieran por la inercia, mientras las vibraciones del agua le sacaban hilachas de destellos a la aún floja luz de la mañana que, fría, olorosa a barro de lecho ribereño, a rancio natural, a cagarrutas de todas las aves desperezadas por el amanecer, dejaba caer las persianas aurorales cuando aún a la noche, el sol no le había sellado su boleto de ida por la eterna marca de su vigilancia terrestre.

Con sayas de tejidos coloridos como herencia de sus abuelas ancestrales, la belleza corporal de Gina es capaz de fomentar cualquier pensamiento, escapado de un tímido deseo; ligera de esas ropas sagradas, con apenas unos aislados retazos de tejido para jugar a cubrir sus arquitecturales senos y el amazónico aposento apenas velado de lo existente en sus tepuyes insondables debido al delineo de unas caderas imposibles de soslayar, se me presentó, en ese momento inaudito, en ese impensable saliente cósmico, haciendo estallar en pedazos el monótono vivir en pareja que asesina la sorpresa, ese verse todos los días en aquel apartamento estrecho aunque universo amoroso, que resume las costumbres convertidas ahora en ruido de pájaros, en aromas arquetipales, en preguntas (verdes de tanto verde, acuáticas de tanta agua, acústicas de tanto eco) sustituyentes de aquellas interrogantes ahuecadas por una rutina que osa resistirse, en medio de la novedad ecológica estructurada tantas veces en los libros de texto; a evaporar su abulia, aunque sea por varios días y que ahora le imponíamos el deber de convertirse en puro sortilegio, en escalofrío mediador que comenzaba a ser calor selvático, vibratorio, térmico, en bandada de loros locutores del comienzo del día, en despreocupación de una pequeña montaña que se nos antojaba más amor que ocultamiento o misterio; escenario del cuerpo negro de una mujer toda negra -untada de mis ojos y mis deseos-, hembra capaz de hacer más digno el día, más bella la noche, más sensual el bosque, más feliz a este hombre.

La canoa bogó por un rato sin rumbo, cargando a la despreocupación y a nosotros. A la distancia, cualquiera hubiera sospechado la deriva de sus maderas crónicas como una extraña presencia desconsiderada. Tal vez fuimos disciplinados o fue la liviandad propia del hacer amoroso lo definitivo en aquella danza lacustre. Sentí el monstruoso movimiento de ella cuando es quien desea, cuando la poseen sus duendes corpóreos y la mandan sus arrebatos, cuando me convierte en su embrujo y soy lo deseado por mí en ella. Tal vez alguien haya visto mi brazo saltar del vano canoero como el títere que anunciaba el fin de una función sólo para imaginar. El títere se impregnó de la corriente, dejó al agua llevarle sus palpitaciones, las voces arteriales que se calmaban, el sudor luego convertido en tímido componente del lago.

Remamos impulsados por par de sonrisas limpias, como recién sacadas del planeta habitado en nuestros corazones. Atracamos en una ribera tímida que daba al mercado de Cucuruchal. Preciosuras emanan de la nada cuando la gente de pueblo mete sus manos en epifanía sencilla. Encontramos ventorrillos tendidos en una especie de solar rodeado por esa vegetación que, estando puesta allí desde siglos, se hace propicia y primeriza cuando se imagina su utilidad y se transforma en adorno, custodia, sombra, apaciguamiento, frescor, sitio para conversar acerca del vivir, para negociar; universo para ser humanidad.

Desde la pequeña cuesta venida del lecho se veía la herradura formada por los puestos de verduras, frutas, hortalizas, casabe, carnes, pescados, enlatados, víveres, mercancía seca: telas, adornos, artesanía de todo tipo, ubicados de tan armoniosa forma y además con belleza. El pueblo y los visitantes desbordados en la dinámica, energizaban con el ir y venir, la vistilla y el merodeo, la curiosidad preguntona, el interés respondón, el movimiento de una fiesta para el aprovisionamiento y la vivencia. Satisfechos de la hospitalidad del gentío y cargados de algunas de sus ofertas regresamos a la canoa y al lago y al remar jolgorioso y al canto de canciones rememorativas y al bogar acompasado del lago transitado por el sí mismo de los saludos.

La conversación esperada, casi temida, en la noche guindada como una perla. ¿Cómo va el libro? –Gina dejó escapar un dejo de picardía en la sonrisa. Me le quedé como el susto de un niño flotando en su gracia, no corrí infante, montuno, simulando congojas, por no dejarla al arbitrio de una soledad injusta, desconsiderada. ¿Desafiándome? Pudiera decirse. Había pegado pedazos de mi aventura -salidas de las peripecias imposibilitadas de simulación- con la goma arábiga de su intuición; agarró del irrespirable aire boqueado por mis angustias, aquí y allá, al voleo de mis pensamientos en voz alta, de altisonantes sentidos estallados en mis iracundias inútiles, frases quebradas a golpes de soliloquio, discursitos aparentemente vacíos imperdonables a la curiosidad femenil, palabruchas nada difíciles de atar como los cabos del lugar común usado en frase interesante, por quienes se creen personajes de Dickens. Al descubierto estaba desde hace rato; faltaba el empujoncito de sinceridad y cabría la posibilidad de conversar algo, algo aterrador o exageradamente angustiante, esa faena ya de ella opinable, hasta criticable, y de mí escuchable, hasta meditable, tomando la calma para arrullar sus palabras.

"Los escritos son de cada quien –inició girando la mano del vaso, y el vaso del vidrio, y el vidrio del licor y el licor de la sensualidad y la sensualidad de la mano- son íntimos, secretos, cuando no son conocidos por alguien. Has querido revelarme tus escritos sólo cuando los consideras terminados, cuando están en la imprenta y es irremediable cualquier enmienda. Tus archivos han sido materia inexpugnable y muy respetados por mí; han sido reproducción de la mente que jamás me ha mostrado en ninguno de los casos de nuestra vida siquiera una metáfora antes de que sea un todo legible, impreso y definitivo. Nunca he sido tu primera lectora; tampoco la última. Algo ha pasado que ahora conozco el asunto de los secretos literarios de ésta que pudiera ser, lo sospecho, tu última obra; se han filtrado rastrojos de tus letras venidos hasta mí para entenebrecer aún más lo ocurrido. Han pasado momentos, a sabiendas trascendentales, por lo ya escrito o por escribir y además, por tu responsabilidad en esta maraña de tránsitos situacionales, sin hacer interferencias con mis opiniones, señalamientos, consideraciones, quejas; apenas esas asistencias sin más remedio colocadas por la fuerza de la cotidianidad en esto tan desconocido, tan pero tan oculto, convertido empero en evidencia, en revelación, en tenebroso sistema andante y avasallante hasta en mi vida. Me he convertido, como nunca antes, en la escudera de algo que pudiera ser un caballero andante o una doncella perdida y nunca encontrada o un caballo pastando en el silencio de una aventura filtrada hasta despertar sospecha como alguna vez necesaria; un monstruo ¡eso es! el monstruo agazapado en lo percibido por mí como algo amenazador de tu raciocinio, de tu concentración, de tus armonías conocidas por mí de tanta juntura maravillosa; justificada no más con la prestigiosa levedad del amor. Desconozco personajes, tramas, motivaciones, ambientes, problemas, posibles salidas de esto casi imposible de ser llamado novela, porque no creo que llegue a novela; esas esqueléticas osamentas iniciales que erigen una obra literaria, ahora bosquejadas por tus intervenciones y participación, llegadas a mi instinto y entradas en mi criterio. Asida a la boya de la sospecha para no hundirme en un nadir insoportable, te veo en la sesión decisiva que te hará elegir cuál rumbo seguir o detenerte en la simpleza de un momento  en el cual, no salir de casa un martes para ir a la biblioteca tras eso y someter a la indiferencia todo cuanto ha significado este nudo extendido demasiado tiempo o tal vez poco si se coteja con el impacto ocurrido en nuestras vidas, pudiera ser la alternativa más sensata; continuando en esta sospecha, pareciera venirse el cataclismo ocultado por lo que ni tú –ni mucho menos yo- sabemos, durante esta calma apenas sostenida con tu obsesión: ¡vaya endeble base para un continuum! ¡Tú obsesión! Me permito decirte que, de continuar, te espera la gloria o el barranco, la exaltación espiritual o la perdición mundana, el sosiego eterno y vivificante o la locura ésa: de andar por los basureros comiendo del desecho humano. En cada estado en el cual tu alma quede (demolida) me tendrás cerca".

Pensaba en las decenas de empleos, sostenidos por una puntualidad a veces rayana en la soez ubicuidad, al llegar el prometido martes a la biblioteca. (Tantos que tuve; desde la buhoneril artesanía hasta el profesorado con jóvenes, quienes no pocas veces rogaban a sus santos algún benéfico percance jamás sucedido a mi persona, que me situara ausente de la clase, y en todos, una hora antes del compromiso estaba zanqueando el inicio de la actividad). El siempre bello edificio labrado en piedras cortadas en bloques precisos (como los de las afamadas pirámides egipcias) y frisadas de piedrecillas brillantes, me esperaba en la estancia que siempre ha sido; hoy cual cascarón de un Fenix en busca de renacimiento. 

Las emociones provocan en uno esa amplitud de la palpitación en el pecho, tan vivificante, tan armonizadora de cuanto sentimos; el libro estaba allí, en el mismo sitio, aún insospechado, y fue como si su encuentro por primera vez conmigo se repitiera con mucha menos sorpresa, pero con más tensión por la incertidumbre generada. Sentado a la mesa, lo tomé de nuevo en mis manos y fue como si no me pudiera acostumbrar como a cualquier libro, al que uno va leyendo y conociendo a la vez; éste no, éste se va leyendo y escribiendo a la vez en un proceso en reversa; mientras se va leyendo se va escribiendo y se va desconociendo, además, otros lo van escribiendo junto conmigo (otros horrorosamente ocultos) y al mismo tiempo me van leyendo y los voy leyendo. O es que acaso, me pregunto, ¿esto no es lo que sucede comúnmente cuando leemos, porque escribimos un libro al mismo tiempo mientras lo vamos leyendo? Quien lee no sabe que –secretamente- también escribe y ese escrito se va acumulando en su experiencia de vida como una obra fantasmal también escrita por desconocidas fuerzas laterales, paralelas a nuestra precaria realidad. Sin embargo, en este caso, la lectura ha obrado una coincidencia misteriosa con lo escrito hasta desconocer si el infinito destino tendrá acaso el beneficio de algún hito donde pueda tomar calma o descanso.

"Definitivamente no tiene ninguna relación con la maldad por esto no la presiente. Su hacer y su pensar no se diferencian; andan sobre un haz de luz vinculante, muy poderoso, sobre todo porque semejan lo contrario; su levedad no es debilidad, su sutileza no es acción superficialidad, su tibieza no es indiferencia. Sus acciones provienen de un pensamiento firme.

"Fue en la conversación sostenida por teléfono; en el habla diferente percibida al responder la única pregunta formulada, con el solo timbre de voz inconfundible; aunque esta vez, provisto de una tonalidad brillante jamás escuchada en la exasperación psicopática, en la corazonada vil, en la inmunda sospecha; atrapada esa fracción de milésima de segundo para atraerla a su instinto asesino y constatar la convicción de que, anhelado ese disturbio ambicioso de su animal percepción, ella finalmente asistió al amor verdadero, distanciada de su chacal mordacidad, de su olisqueo mercantil, de la infecta pretensión de tenerla para sí aunque sólo fuese en la auto chantajeada hez producida por sus pesadillas. Cayó en la cuenta, entonces, de que había fracasado ante su inmensa bondad.

"Sería la guerra entre una mafia enquistada en todo el orden internacional y unas organizaciones comunitarias también con vínculos extra fronteras y la red de espionaje, a despecho de tres circunstancias importantes: el accionar mafioso contaba con todo el aparato institucional mundial para la garantía de la impunidad sin restricciones y –muy importante la segunda y tercera cuestiones- las líderes de las organizaciones comunitarias ya venían movilizadas ante muchos problemas de violencia y esa red de mi adscripción era absolutamente secreta, inclusive, pudiera decirse que invisible. Esta situación generaba una constante en la contienda; se trataba de una interesante actitud propia de quienes se erigen con un poder inimaginable sobre los demás: la subestimación.

"Sería el enfrentamiento entre el amor infinito; profundo sentimiento ancestral por todo lo humano, por las esencias transparentes del espíritu, por esa metafísica asida a la razón de la belleza generada por un ethos vital que ampara la estatura del principio antrópico impulsor sencillo de la gente, en resistencia contra el odio abisal, generado en los estómagos intestinales como la patógena nausea acumulada por la voracidad de una bestia, antiguo bahamut que antañó toda la riqueza para sí; también generado por la desquiciada inconciencia de un a priori de exclusiva incumbencia, inoculada en el poder absoluto; ambición base de todo totalitarismo que tiene en el asesinato el principio de todo diálogo, en el crimen la respuesta a toda demanda social.

"Sin esperar comprensión por la aparente indiferencia del peligro, aunque con una serenidad sorprendente, Nanúfer activó a sus compañeras en todos los colectivos sociales regados por el mundo. No había país en que no hubiera, al menos, un puñado de mujeres elevando pancartas, voces y vuelos de lucha por la denuncia de hechos atroces y acciones legales en contra de las injusticias. Nanúfer invocaba la paz, siempre la paz, con obstinado atornillamiento en cada una de las acciones de sus conmilitantes: era su escudo absoluto la paz. Incomprendiendo al extremo este sentimiento, sobre estimador de las fuerzas, tan cándido, frente a un enemigo brutal; buscaba hacerla ver la necesidad de la precaución y la inconveniencia del martirologio muy común en las religiones porque termina apaciguando las pasiones de las luchas. Ella echaba estos factores al resbaloso recipiente de la relatividad, como los ingredientes de una ensalada cuyo sabor dependerá de la cantidad de vueltas dadas en el tiempo.

"Mi agente del Norte en Bolivia me informó del primer atentado sufrido por Nanúfer en grado de frustración, indicativo de que su enemigo pretendía terminar rápido esta guerra, bajo el principio: muerta la líder, finalizaría un conflicto sólo existente en la mente de ellos. Se trató de la utilización de un mortífero proyectil de última generación con sensores calóricos al cuerpo de la víctima virtual, quien fue sustituida por una víctima real, mediante una contra operación encubierta diseñada en setenta y dos horas. Se trató de un funcionario israelí llevado al sitio en el cual debió haber estado Nanúfer, a través de una pista falsa. El sionista fue absolutamente neutralizado; la efectividad de la acción fue tal que el personal técnico tuvo serias dificultades para establecer su identificación. Tal confusión retardó cualquier confirmación informativa. De la contra operación no quedó rastro. No hubo víctimas inocentes que lamentar.

"Las fuentes sionistas, tomadas por sorpresa, organizaron tardíamente la matriz informativa para culpar del atentado a cualquiera de los enemigos que tienen en su larga lista (nuestras fuentes altamente confiables hablaban de haber usado el dedo para escoger de prisa, obviando la vieja fórmula del orden de aparición). Ofrecieron una rueda de prensa totalmente improvisada, mostrando fuertes contradicciones en el modus operandi y hablando de un montaje tipo comando, echando mano de complicadas maquetas y cuadros. El personal acreditado quedó tan confundido que prefirió no hacer preguntas".

Fue ésta mi primera incursión bélica en la narrativa, siempre tendiendo a ordenar todo en función del espía y su empeño en salvar a Nanúfer de cualquier daño intentado por sus enemigos. Estaba claro que, del otro lado se encargarían de montar todo lo relacionado con el teatro de operaciones y demás ensayos del escenario guerrerista cuya violencia apenas imaginaba. Suponía me dejarían sana y salva a Nanúfer al final de cada capítulo, para luego ingeniármela en la creación de algún importante traslado con aventuras incluidas o pasajes reflexivos que permitieran a ambos comprenderse en el escenario y armar siempre la defensiva para contrarrestar los ataques, habida cuenta de la bella contradicción entre las alarmas tempranas del espía y la exasperante despreocupación de su damisela.

Conjeturaba algunos cambios repentinos para los cuales esperaba tener la suficiente perspicacia, de tal manera que el andamiaje estructurado, las piezas clave y los recursos literarios, gramaticales y lingüísticos estuvieran, no sólo ajustados a la temperatura pasional y argumental de lo contado, sino anticipados lo suficiente como para facilitar peligros limitados. También estaba consciente del cambio operado en el lenguaje; en su intensidad dramática, manejo afectivo, aumento de la dureza gramatical y sintáctica, grave disminución del frescor metafórico; no queriendo decir con esto la expulsión total de este recurso porque, contrariamente, sería más bien un justo interés metafórico al servicio del punto de ebullición dramático sin importar quienes fueran el objeto de sus invalorables efectos.

La extensividad acostumbrada de la narración se prolongó de forma hasta ahora inusual y estuvo signada por la ira de Donaides, quien hizo activar el siguiente paso de su ofensiva con la saña esperada que, aunque fue encarnizada, no tuvo descaros; como de sorpresa, mantuvo cuidados, discreciones, bemoles, hasta silencios frente a la reacción de los medios y las redes, de los que se pensaba necesaria inquietud mas no alertas activadores de los mecanismos de justicia frente a las denuncias; bajos perfiles y sencillez en el modus operandi de quienes serían los autores materiales, los cuales fueron manejados con pulso y conocimiento.

Se trataba de incentivar femicidios en cuando menos cincuenta países en todo el mundo a través de la instigación de distintas maneras y formas ya probadas y planificadas. Las acciones dieron inicio con asesinatos arbitrarios por parte de agentes sicariales anclados en los sectores medios de la sociedad, quienes tendrían seguidas y seleccionadas a chicas jóvenes   que luego fueron secuestradas, asesinadas y encontrados sus cuerpos en sitios apartados por gentes desprevenidas. Los autores materiales pertenecían a un ejército internacional de reserva compuesto por fascistas fanáticos, psicópatas, tipos sin formación ni empleo fijo, delincuentes permanentes y ocasionales y en menor medida individuos comunes y corrientes dedicados a actividades normales, captados en sitios suburbiales donde picoteaban una que otra incursión en bares nocturnos, mabiles, red de tráfico de mujeres.

La segunda avanzada estuvo dirigida a víctimas selectivas entre activistas de grupos de denuncias contra la violencia de género y una tercera avanzada, colocada en primera línea discrecional mayoritaria de esta guerra, compuesta por mujeres emparentadas con tipos potencialmente maltratadores, acosadores y femicidas, cuyas actitudes de violencia permanente afectaba a uno o varios núcleos familiares y era normalizada por formalidades sociales e institucionales como el noviazgo, matrimonio y sus derivados, y hasta legitimada por la fachada hogareña y el miedo o debilidad de la víctima inmediata. Según estimados técnicos manejados por las mafias controladas por Donaides, este último grupo de agresores era fácilmente incentivado por campañas inducidas desde las informaciones de prensa y directamente por el bombardeo de noticias falsas en las redes sociales, donde virtualmente se llamaba a asesinar a sus parentelas.

La impunidad de toda esta acción estaba garantizada mediante el establecimiento de una fuerte influencia política delincuencial que activaba el soborno a jueces y otros funcionarios y promovía, además, el desaliento en las víctimas, impedidas de denunciar, participar y organizarse para enfrentar la escalada agresiva, al encontrarse con la desidia y desaliento del funcionariato que restringe al mínimo el ámbito y competencia de las leyes constitucionales establecidas para sancionar esos delitos.

Reconocí en mí, al leer esta descripción, un estupor inmediato e inimaginable. Mi primer pensamiento fue tomar este denso y largo capítulo, como el despliegue onírico de una dimensión fantasiosa, necesaria para acrecentar el peligro de muerte en la persona de Nanúfer y no como en efecto se trataba: el bosquejo terriblemente ficcionado de una realidad escondida en las apariencias de una sociedad mundial gravemente afectada por un flagelo extendido a todos los estratos sociales, aguantado, soportado, disimulado por poses, farsas, hipocresías, fachadas sociales, indiferencias personales, objeto de fuertes presiones económicas y políticas tan antiguas como el mismo inicio del mundo. Leer, cómo –una a una- las víctimas caían mediante la activación de este podrido tejido mafioso tal y como se presentaba en un macabro plan, significaba también reconocer ésta como una situación obviada por mí, soslayada debido a mi encierro en el micromundo en el que me encontraba en todo este tiempo; además, dolorosamente, obviada por esos mecanismos habidos en las personas, cuya dinámica normaliza todo cuanto pasa a nuestro alrededor hasta justificar, incluso, con nuestro propio encierro mental, la tragedia cotidiana caída a los pies como un ave muerta por el disparo de alguien, al fin y al cabo sin importancia para nuestra balada vivencial transcurrida sin reparos ni sobresaltos.

La primera avanzada del plan se cumplió tal y como estaba prescrita. La mayoría de las víctimas, jóvenes con familia, levantaron el revuelo acostumbrado entre los deudos y las organizaciones de defensa y denuncia. Debo reconocer en la descripción de las manifestaciones y en la puntualización de la caracterización de las denuncias una pulcritud literaria tan necesaria para clarificar a cualquier lector. Limpia la escritura como transparentes los sentidos, en la búsqueda de las lógicas en la inocencia de los familiares ante los crímenes abominables y la impotencia ante el dolor causado debido a la impunidad frente a los mecanismos de justicia.

Como Bolivia no estaba en la lista del plan, como táctica para no llamar la atención ante la escalada, la siguiente avanzada era para afectar a mujeres líderes de las organizaciones y así Nanúfer se veía imposibilitada de manifestar su rechazo y denuncia de los hechos. Además, continuaba como objetivo permanente a ser eliminado. Con una técnica metafórica de utilizar pseudónimos cariñosos para referir a las mujeres, diez en otros tantos países, fueron ultimadas con ataques directos y cuatro sometidas al terrible procedimiento de la desaparición forzada.

Finalmente, como evidencia de la incitación social provocada en los medios de información y en las redes, se desató el ataque de los maridos, potenciales femicidas, contra sus cónyuges en el resto de países y otros que espontáneamente se agregaron; las cifras aumentaron más de lo previsto. El colmo de esta tragedia fue el nombramiento de Donaides, a postulación de sus amigos, como Presidente de un organismo internacional de investigación del aumento de femicidios en todo el mundo, dada su fama de potentado caritativo y hombre influyente en las políticas sociales. Huelga decir que esta mampara fue creada por su propio Presidente. Magistral se presentaba al final del capítulo, una concisa entrevista concedida en La Paz a un periodista alemán, en donde lamentaba los dolorosos hechos investigados y llamaba a Nanúfer a pronunciarse en nombre de la organización internacional que coordinaba.

Luego de esta lectura mi agotamiento era extremo, además, debí realizarla tres veces, dada la densidad de los datos, los ambientes entrecruzados de manera impecable para enriquecer la trama, las situaciones contra las víctimas inigualables para hechizar al lector más friolento; todas de diferentes móviles como para producir asombro. Debí batirme (y vencer) contra el gusto, la predilección, la fascinación, la animadversión, el encono; nuevamente con la envidia, y de esta forma salir airoso frente al exceso de cargas de subjetividad que pudieran perjudicar la continuidad de mi trabajo. Por primera vez tuve un estado de cierto privilegio que en ningún momento aminoró el miedo.

La siguiente semana me llené de niños, de infancia; espacio mantenido tan distanciado de nuestra relación profunda, sentimental. La constante y apasionada actividad científica de Gina le mantiene en estado inerte cualquier sueño referido a la maternidad. Yo ni se diga con la paternidad. No nacerá el niño entre Gina y yo de su útero sagrado, porque la vida nos lo retira hasta colocarlo en otra vuelta del tiempo habido en la grandeza del holograma integral, pero todos los niños son nuestros, así como nuestro es el aire para vivir, somos siempre nuestra propia infancia.

Cuando la actividad me abrumaba como en estos acontecimientos tan sui generis ocurridos en mi vida, siempre aprovechaba para visitar el prescolar de una antigua compañera de la universidad, quien tomó el amor por los niños como finalidad profesional para abrazar la educación. Me entrego a esos espacios de novedosa sabiduría, de originario encuentro con el conocimiento; juego sin creerme el espíritu de niño que tuve alguna vez, más bien dejo salir el niño de espíritu que soy, y así circundar asombros entre aquella sinfonía de temperamentos cambiantes recién florecidos, compartiendo sus acciones demandantes de atención y así las tenciones mundanas se relajan como si mi cuerpo estuviera en un huerto de frutos jugosos y allí mi mente se encontraría en un terrenal oasis.

"El objetivo central de la conformación de aquella organización inusitada era provocar la aparición pública de Nanúfer y así ubicar su posición. “¿Por qué este Donaides te odia tanto, mi amor?”. Le pregunte. “Me odia por esas dos palabras finales que acabas de pronunciar”: me respondió. Debatimos entre el desespero mío por comprender esta guerra frontal y su actitud de serenidad frente a su trabajo constante, segura de hacer lo necesario, lo indispensable; es como si no requiriera que alguien o algunos la cuidaran, la protegieran; como si tuviera la certeza de ser protegida por la admirable sintonía entre su pensar y su hacer.

"Batirse contra un imperio es labor constante porque sus bases poderosas trabajan a cada instante como midiendo por milésimas de segundo su efectividad, en favor de sus ambiciones desmedidas y en contra de lo inesperado en la conciencia de la gente; razón por la cual, sin llamarme a engaños, debía trabajar con una anticipación inimaginable. Con planes macerados durante años, las organizaciones ubicadas en los cincuenta países agredidos, trabajaron con paciencia a otra Nanúfer. Dicen que siempre se tiene un doble en algún lado y las artes del teatro nos ayudan a materializar este fabuloso mito a través del maquillaje y, si le agregamos la tecnología como acompañante en estos tiempos, nos encontraremos con posibilidades importantes.

"Logramos que, en cada país, para hacerle frente a esta escalada en contra de las mujeres, una Nanúfer apareciera en público y diera una declaración en un mismo momento sin necesidad del trucaje del video tape, de otro novedoso artilugio, ni la memorización del texto. Todas fueron espontáneas, vehementes, dignas, incisivas, coherentes. Debo reconocer que fue un momento asombroso, ver la repetición casi al calco de alguien que también se encontraba entre quienes hablaron, porque jamás se permitiría quedarse por fuera de una movilización tan extraordinaria que además colocaba a las compañeras en riesgo.

"El enemigo acusó un golpe devastador. Les costó valiosos minutos recuperarse de la sorpresa y el asombro. Nuestro valioso informante clave reportó a un Donaides poseído por una jaqueca demoledora en su temperamento y en su físico, tan es así que, debió invertir quince minutos para pensarse enfermo y con ira, colgarle la llamada telefónica a un médico al cual jamás había llamado. Sus agentes obtuvieron en cuestión de segundos las copias de cada una de las apariciones y las examinaron a través de equipos cibernéticos altamente especializados para determinar cuál era la verdadera Nanúfer, porque Donaides estaba seguro de que se encontraba entre ellas. La información obtenida se hundió en el más oscuro de los secretos".

Con esta jugada literaria del argumento creí haber asestado un golpe, no sólo a los agentes reaccionarios de la trama, deseosos de acabar con la vida de la mujer (personaje) esencial, sino también a quienes, desde la otra dimensión de la escritura, empujaban porque el asesinato fuera inevitable. En el transcurso de la historia me fui dando cuenta de que se trataba del viejo planteamiento entre el bien y el mal, aunque transversalizados por nudos de vida complejos y relativizantes. Comprendí mi papel de coordinar mi personaje del espía como el diseñador y ejecutor de planes destinados a salvarla de la muerte. Y también entendí que quienes andaban del otro lado de la narrativa, orquestaban los peligros que yo debía resistir, enfrentar y ganar a través de ese espía. Parecía que era una batalla de ellos contra mí en el terreno literario y de los criminales contra el espía en el terreno de la ficción que se escribía. Ellos favorecían al enemigo y yo a Nanúfer a través del espía que la amaba; esto creo haberlo oído en otra parte.  

Todo funcionó hasta darme cuenta de un grave error habitado en mi pensamiento y mis ideas, como esos recovecos rígidos dejados en la mente sin que nos demos cuenta, debido a las incidencias de la pedagogía escolar que afectan el dimensionamiento de definiciones, conceptos y acciones en la colocación real de la vida. Debo confesar que jamás me imaginé una trasgresión desde el otro lado, aunque tampoco debía exigir explicación de quienes no se habían dignado al diálogo abierto y desde el inicio sólo me enviaban señales.

En un encuentro internacional de organizaciones por los derechos de la mujer llevado a cabo en una zona centro occidental de Venezuela hace algunos años, Nanúfer quedó fascinada por el aprendizaje y la práctica de un arte de defensa del cuerpo, de la vida y de la espiritualidad. Se trataba de una especie de baile, en principio en parejas, cuyos movimientos van desplazándose por un universo de conocimiento de sí misma, del contrario y del mismo cosmos donde se mueven. Cada bailante tiene un palo de madera muy fuerte en sus manos y danza frente al otro, lanzando y quitándose los golpes del palo a partes neutralizables y dignas del cuerpo. Aunque en la suerte del juego se concibe y describe la noción de contrario, su práctica esencial es a vida, no a muerte. Los oriundos de la zona llaman a esta actividad “garrote” y tiene mucho de deporte. Aprender este aire lúdico con firme disciplina, con pasión artística, salvó la vida de Nanúfer.

La noche de la aparición pública entraron tres atacantes a la habitación del hotel, enmascarados y armados de filosas espadas. Treparon a la ventana entrando a través de una intrincada madeja sólo posible de ser explicada por la respetable técnica del rapel. Por fortuna, su intuición obró en favor, al leer en las señales del lugar: el vuelo inexplicable de una no menos sorprendente y grande mariposa blanca (casi transparente) extendiendo sus alas a lo largo del espacio durante breves segundos; un ligero golpe de brisa sobre la cortina abierta de la ventana que hizo entrar gotas como de rocío y rayos de sol y el acto de cerrar de inmediato el corredizo cristalino que trajo el sutil ocultamiento de unos pasos sigilosos, aprendidos a escuchar en su convivencia con la naturaleza.

El primer envión de los agresores reventó la ventana. Ya Nanúfer estaba preparada con el garrote para defender su posición. Bailó con precisión con el primer atacante, al cual colocó en estado de vulnerabilidad tal, que un segundo atacante lo atravesó con un espadazo mortal. Este segundo fue desarmado con un estacazo a los tobillos y el tercero (junto al segundo) ocurrieron a las maneras del escape. El espía fue informado de inmediato y encontró a Nanúfer en posición contemplativa, ensimismada frente al atacante caído. Los componentes de la vigilancia interna del pasillo adyacente a la habitación habían sido aniquilados sin piedad. La respuesta de Donaides fue contundente, aunque frustrada en el objetivo central.

¿A quién reclamar por este cambio repentino? ¿A quién discutir el deber de haber sido informado acerca de una novedad que pudo haber costado la vida a Nanúfer? Y algo tal vez trascendente: ¿Por qué debo exigir algo que jamás ha sido dialogado? ¿Debo intuir o anticiparme a todo rompiendo mis propias reglas? Estas preguntas eran rodeadas de un “sin embargo” gigante como descargo: la incidencia me trajo una sorpresiva compresión de varias realidades muy significativas. Nanúfer era capaz de ver por su vida y enfrentar los riesgos por cuenta propia sin depender de nadie; reconozco haber subestimado este aspecto de su integralidad, de su ontología, pues me coloqué en un espacio sobreprotector de sus potencialidades íntimas, ocultas. A lo largo de toda la narrativa queda demostrado. En segundo término -y este aspecto está referido a la literatura- comprendí que podía transgredir las perspectivas defensivas en las que había colocado mi acción lectoescritural, en tanto cuido de la vida de Nanúfer, y ahora podría accionar, asumiendo el clásico dicho de que la mejor defensa es un buen ataque. Podía afectar a Donaides, a su banda criminal y a toda agresión oculta venida del otro lado de la historia.

La parte final de este capítulo está dedicada a una discusión, no por amorosa altamente problematizada, entre el espía desesperado por urdir una estrategia para atacar y acabar con Donaides y Nanúfer colocada en una posición de armonía, entre la agresión ya develada y el peligro de responder los ataques con la misma violencia y el riesgo de convertir las altruistas motivaciones, en muestras violentas similares a las recibidas. Con justificados argumentos, Nanúfer advertía en el objetivo de toda violencia generada como ataque, la parte correspondiente a hacer caer al adversario en la misma violencia infringida. Aunque no convencido del todo, el espía terminó por darle la razón.

¿Qué haría este escritor con su campo narrativo invadido? Seguramente filosofar entre sus personajes hasta la irremediable muerte de Nanúfer. ¿Ahora me correspondía a mí sorprender? –me preguntaba menos preocupadamente, tal vez con la presión literaria en baja pasión. Es como si hubiese ganado un campo en el argumento, además de inusitado, infinito.

Me dispuse a caminar mis sitios favoritos de la ciudad mañanera, taciturna y nocturna. Anduve por los alrededores de la Plaza Venezuela que echa mirada hacia La Central, los estadios, la autopista. Subí por La Salle haciendo subterráneo con la avenida Libertador hasta la avenida Andrés Bello, serpenteando el hormigón tejido de pequeñas urbanizaciones y edificios cuyo misterio es entronizado por las rejas que se abren como si se estuvieran cerrando. Escalé la Colina de Los Caobos y toqué los rumores de El Teleférico hasta la Cota Mil y en la inmensa oreja del Cerro Guaraira con sus cabreados tejidos de varias tonalidades verdes me detuve a tomar agua en uno de los manantiales que bajan en forma de tuberías y bajé hasta entroncar con San Bernardino, escuchando los murmullos de la Volmer. Salí en la avenida México y toqué la campana de la Plaza Morelos. Me devolví un tanto hacia Quebrada Honda para orar ante las tres iglesias: la maronita, la mezquita y la sinagoga. Durante un extendido instante, estuve sentado ante la Plaza de la Paz leyendo su fabuloso manifiesto. Seguí por el bulevar Bendayán en sentido Oeste. Recobré la México deteniéndome en la Experimental y así escuchar el hermoso preludio de la escuela primaria. Encontré la avenida Universidad con gente subiendo, bajando, atravesando. Subí entonces por la Baralt, hasta doblar en la esquina de Piñango; allí un hedor característico me denunció la Jefatura de Catedral. Me detuve en la esquina de Conde y miré hacia Padre Sierra (con baja luz de sol) y parte del Capitolio, hasta quedar frente a la Biblioteca Simón Rodríguez. Estaba cerrada. Eran las cinco de la tarde.

Mientras hacía tiritas del corte en bistec de pulpa negra para la cena, recordaba la conversa sostenida entre unos jodedores en la Plaza Bolívar acerca del nombre de los cines que hubo en todas esas cuadras, ya transformados en otros espacios, debido al síndrome de la película Cinema Paradiso. Estos eran Rialto, Principal, Continental, Ayacucho, Rivoli, Capitolio que se mezclaron en el aderezo preparado con el fin de macerar la carne que luego freiría en aceite de ajonjolí con bastante ajo y pimentón. La cebolla picada en juliana caería una vez la carne ya tuviera algo de cocción y finalizaría con las papas fritas. A Gina le encantaba con buena sal, trozos de pan de trigo cortado transversalmente y Té de yerbabuena bien caliente.

Hablamos entre sus bellas risotadas de cuando La Lupe vino para los carnavales del sesenta y ocho. “Si no conociste a esa rumbera te falta rumba. Era única en un escenario”. A siete meses del terremoto que sacudió la ciudad, mi avanzada niñez, casi adolescente vio a ese cataclismo de mujer montada en una tarima, dejando caer sus pestañas postizas y lanzando sus sandalias desde los saltos de diosa cubana. Había cantado unos boleros de leyenda, pero su vocación para la guaracha era suprema. Traté de recordar las palabras de Pablo Picasso, dedicadas en París, a su extraordinario duende artístico sin destacar articulación alguna. Nos fugamos el uno del otro: Gina fue a su rincón de microscopía y yo al balcón para seguir respirando de la bocanada urbana, con una pequeña libreta y un bolígrafo para continuar honrando a los copistas de la antigüedad. ¿Qué me diría la noche desde su fiel oscuridad encantada?

Me cuesta reconocerlo, aunque debo escribir esta celada contra mi lectoescritural bondad. Nanúfer enfermó de gravedad. Sencillo ardid de los del otro lado para acabar con su vida y así cambiar el objetivo original de su asesinato por esta treta en el fondo considerada por mí como una bobada. Se trataba de un desconocido agente patógeno llamado Une-Bons A6 alojado en sus células que acabaría con su vida por completo a través de una novedosa leucemia.

En juego claro, se revelan en el capítulo los componentes químicos del infalible agente infeccioso. En teoría Nanúfer tendría tres meses de vida que pudieran agotarse en el capítulo siguiente de no mediar una colocación de habilidad suprema y así dar un vuelco a esta gravedad casi conclusiva. Aunque la conmiseración humana normal por el mal que aquejaba a Nanúfer hizo que por un momento fijara mi atención literaria en ella, en el sufrimiento avivándose en su cuerpo y en su vida, ese pragmatismo escritural ya instalado en mi pasión editorial llevó toda mi atención al espía. Él era la solución de este nuevo desafío en la trama. En su experiencia y rápido accionar estaba la superación de este riguroso escollo. Sin embargo, el escritor era yo.

Esto supone un cambio total de estrategia –pensé, aunque luego me detuve a reflexionar desde un lado más flexible del pensamiento. Tal vez estaba detenido en un fragmento de la creencia en la cual un asesinato se comete con un arma tangible, por ejemplo, el disparo de un arma de fuego, el apuñalamiento con un cuchillo, daga o puñal; la inoculación de un virus mortal también puede tener las manos de un hombre metidas en la acción de dar muerte a una persona. Desde luego que las manos de los otros escritores estaban metidas en el surgimiento de la enfermedad.

Inconsolable, el espía movilizó todos sus contactos científicos en países aliados, encontrando la frustración ya que el descubrimiento de un antídoto o vacuna tardaría un tiempo más largo al diagnóstico fatal. Se trataba de una extraña enfermedad hasta ahora desconocida por la industria farmacológica. Las respuestas, aunque marcadas por la discreción eran contundentes. Nanúfer estaba sentenciada, tal y como desde el inicio se pronosticó y esta parecía ser la línea definitiva. Muy astutos estos editores fantasmales; trágicamente astutos.

Es una marca en el carácter de mi personalidad el actuar contrario a las urgencias. Luego de leer aquello acerca del destino de esa mujer palpé una urgencia pesando como una tonelada en mi responsabilidad de escritor. Si no actuaba rápido se moría o la iban a matar, momento en el cual mi personalidad me lleva a una pérdida total del tiempo real y me interno en una meditación profunda acerca de la raíz del problema. Me ubiqué en los sitios que me ensimisman: la ventana del apartamento, la Plaza Bolívar Caracas y el Metro de esta ciudad que idolatro.

No era la primera vez parado en esa ventana por varias horas, dilucidando algún nudo vivencial, observando el cielo iluminado de azul o nublado o lluvioso, cruzado por el vuelo de loros o extraños gavilanes pitando el sereno o vehementes zamuros cayendo de las nubes como pintados por Pascual Navarro; viendo pasar los automóviles, caminar las gentes, los muchachos rodar en patinetas o bicis, los niños escapados por momentos de las madres, el enmudecimiento de una calle roto cuando la abro y entran de sopetón aire, ruidos, vientos, las últimas murmuraciones del día en cualquiera de sus estaciones, el vaho aliento de un smog impuesto como un pago al querer vivir y respirar, con el fin de envolver el problema meditado en el manto de otros misterios. Gina, cuando me observaba, sabía realmente de mi posición algo más allá de estar de pie en la ventana sólo mirando.

Qué diferencia en la Plaza a la predilecta cuatro de la tarde –con Gina en la cercanía del recuerdo- rodeado de la misma gente observada a través de la ventana, con muy pocas diferencias (tal vez unos turistas gringos que cada tanto la invadían vestidos con chores, franelas rayadas, cholas y anteojos oscuros, casi como extraños espías), todas y todos en la danza de la existencia. A veces depositaba el problema en la incólume figura del héroe a caballo, otras tantas el conflicto se iba tras el inusitado vuelo de las palomas persiguiendo confites de manos infantiles, o se diluía en el cadereo de alguna muchacha desbordando el desenfado. Salvo que algún amigo o parroquiano me sorprendiera en esta secreta actividad, la Plaza –confidente excepcional de algunos dilemas- me albergaba como a un parroquiano predilecto.

Aunque cueste creerlo, en mi alma contradictoria mora la paradoja de concentrarme, orar y hasta meditar de manera suprema entre la muchedumbre. No necesito del silencio para mis requisitos espirituales íntimos, incluso, lo abomino a veces. No pocas oportunidades he ido a las montañas a buscar su ruido, su crepitar profundo, no su silencio. Soy responsable, como amante del género musical llamado Rock, desde mis años juveniles, de haber instaurado el ruido de esas cornetas gigantescas que llamábamos bafles, hoy disfrutado por las juventudes con músicas tan extrañas a los que fueron mis predilecciones.

No me gusta sentirme absolutamente solo, es por esto que me casé muy joven con Gina y su compañía, además de oasis es alivio contra eso bien considerado como un temor. Me gusta estar entre la gente, a excepción de cuando escribo o me doy a la lectura, ya lo he dicho, es por esto que en el Metro mi pensamiento fluye como nutrido por ese entrecruzamiento de historias fragmentarias, ese tejido de palabras, frases, comentarios, opiniones, pronunciamientos, proclamas y sobretodo chismes. El Metro es una expandida ventana al todo popular y la más dinámica plaza, donde la estatua tiene la grandiosa posibilidad de moverse y dejarnos en un destino.

La mirada se hizo partícipe al montarme en el tumulto de la estación Plaza Venezuela. Se trataba de un extraño tipo con la habilidad de mirarme sin mirar. Al detallar las líneas parciales del perfil me pareció conocido. De inmediato pensé en esos inquietantes deja vú surgidos en mis imaginarios para distraerme y fastidiar a Gina en el momento de conciliar el sueño. Al desahogarse un poco el espacio de pasajeros en la estación Bellas Artes, el tipo pasó frente a mí mostrando apariencia despreocupada, merced a esta actitud pude notar su ojo izquierdo cuando filtró levemente el atisbo hacia mi figura sentada, como si no tuviese atención. Al abrir la puerta de la estación La Hoyada me fue imposible obviar cierta tensión en su estampa. Detallado en saco negro impecable, corbata azul turquesa, camisa blanca de mínimas rayas verticales grises, pantalón azul marino y barbilla recién afeitada, quedó en mi recuerdo cuando sonó la señal de cierre y dejó caer una especie de tríptico en mis piernas saliendo despavorido antes de juntarse las puertas.

Al abrir aquel papel acartonado, cuyas tapas estaban cubiertas con fotografías semejantes al arte de la psicodelia, encontré un papel en donde se podía leer. “DEBEMOS SALVAR LA VIDA DE ESA MUJER Y ESTÁ EN SUS MANOS HACERLO”. Estas insólitas palabras estaban escritas en tinta negra de bolígrafo. Como me apeaba en la siguiente Estación, utilicé el trayecto para cerrar los ojos, respirar profundo; un par de minutos con la mente en blanco podrían volverme al centro del cual fui sacado por obra de este papel y aquel tipo ahora colocado en un escenario tan real como mi angustia.

No me desagradaba caminar esta ciudad rebelde, arisca y muy amada, llena en su pasado de tantos asaltos caudillescos, excepto después de las seis de la tarde. El edificio La Nacional, la boca del Túnel hacia el 23, la entrada centro de la avenida San Martín, la Plaza O’Leary ya sin agua en la fuente, las fauces del otro túnel hacia la avenida Bolívar, los Bloques residenciales construidos por Villanueva, el cine Junin, las bombillas recién encendidas, los automóviles transitando, los transeúntes dirigiéndose a sus casas vieron pasar a este escritor con las manos en los bolsillos, la mirada en la sombra de los zapatos, los pensamientos en el ignoto tiempo de la incertidumbre.

Desde este lugar no se mostraba el cerro Guaraira impulsor de muchas de sus ideas, aunque las escalinatas del Calvario estaban allí siempre seductoras para invitar a un soliloquio. Todo derramaba penumbras. Aún faltaba una hora para pasar por Gina, a quien seguramente la sorprendía metida en libros, taxonomías, microscopios o bichos. Es imposible evadir el aturdimiento abatido sobre las expectativas resguardadas para una historia de la cual ya tenía muy poco gobierno y ahora esto: un alguien, un otro, ¿Un intruso? ¿Quién? ¿Personal de la biblioteca? Materializado y conocedor de todo cuanto estaba sucediendo en la narrativa aparecía ahora este tipo. Si sabía del peligro de la vida de Nanúfer, entonces lo sabía todo -pensó como buscando un sitio de esos escondidos para tomar un café.

Ese escritor atontado por haber recibido un golpe más fuerte que el de un boxeador peso pesado, parado en una esquina simulando esperar un taxi, amenazado por una presencia -por inesperada, sorpresiva, desconocida, retadora de la intuición- ese mismo escritor exasperado por ignorar todo lo surgido de la experencia lectoescritural como un fluir metafísico monstruoso, deforme, al cual se le invitó mediante la más turbia seducción a un escribir a ciegas, a tientas, a sorbos amargos; ese escritor, afectado, al borde del trastorno, constipado de tanto sobresalto, de leer en la nada de algo inmaterial; ese escritor era yo.

El regreso a casa desde el laboratorio es por lo general un paseo tranquilo tomados del brazo, mediado por una conversación cualquiera al permiso del cruce entre divinos temas, por los que la trivialidad roza ciertas risas o señas de sorpresas en ambos rostros. Esta noche el mío o no tiene ninguna seña o sólo tiene el aviso de las palabras escondidas en un demudado perfil entre entristecido y reseco. Hacia el destino hogareño la salida del Metro marcó del rostro de Gina mirando el mío, como buscando un tesoro perdido, la joya valiosa de mi conversación.

¿Saben cuando llegamos a un sitio familiar, en este caso nuestra morada común, y tienes la sensación de la presencia de alguien escondido o fantasmal? Gina me abrazó: “Aquí hay alguien”. “Tengo la misma sensación ¿Cómo logró entrar? Es casi imposible hacerlo. A menos que tenga copia de la llave”. Los dos llaveros oscilaron en nuestras manos como artefactos vivientes. Ya sabemos que son poderosos los llaveros en nuestras vidas. Por uno podemos perder la calma más ceremonial.

Nos sentamos en un pequeño sofá de tres puestos capitoneado en tela blanca tejida con predominancia del blanco, muy cerca ella de mí, yo de ella, sin tocarnos, con sigilo, como cuidándonos ambos. Pienso en todos los regentes espirituales de la religión de su pueblo, sonando en los acelerados latidos del corazón de Gina, como tambores anunciando lo porvenir. Entre ser vigilados o visitados por algo desconocido mediaba lo horrible, algo escondido nos cubrió como un manto frío. ¿Cómo pudimos saber esto sin ninguna manifestación tangible, aviso, amenaza? No lo sabemos. Es un sentimiento mutuo.

Hace años bajábamos desde este cuarto piso con miras a disfrutar una mañana de trote, apertrechados de mono, tenis, dispensador de agua y disciplina, cuando en el ascensor sentimos esa misma fuerza; la fuerza de este instante porque tiene energía especial. Nos detuvimos en el primer piso y volvimos a nuestro nicho. No pasó media hora cuando sentimos un escándalo en planta baja. Las armas de tres asaltantes los sometieron, volviéndolos a su apartamento con el resultado del robo y el desvalijamiento. Cómplices esperaban en el estacionamiento para llevarse algún automóvil. El tiempo como al agua, resecó las preguntas retadoras de nuestra lógica frente a lo sucedido en realidad y a lo que pudo habernos ocurrido. ¿Cómo pudimos crear aquella tangente?

La voz del tipo sonó a la par de su salida parsimoniosa del baño. La ventaja de estados de espera como éste es la eliminación del susto. Gina debió voltear pues yo me encontraba de frente. De todas formas, cierto sopor helado deja la ruptura de una incertidumbre así. Era el mismo tipo del Metro moviendo los brazos en señal de calma, los labios en mímica de silencio, el cuerpo con la curiosa lentitud de las perezas, hasta sentarse en una silla de tablitas de pino. Es natural pensar la cuenta lenta de cuartos de segundos como si fuesen horas entre nuestra perplejidad y la explicación del tipo.

“Soy el espía”, dijo en bajo tono, pero con firmeza. “No digo mi nombre porque este autor no se ha dignado en escribirlo. Por ahora soy el espía”. Casi encima de esta frase respondí: “Te llamaremos Tomás: Ver para creer”. (Ahora Tomas) dijo con rostro de interés: “En descargo del escritor: no eres el único que escribe esta historia. Está bien, pueden nombrarme Tomás”. Gina levantó el brazo izquierdo sobre su cabeza y cerró los ojos: -“¿Ustedes dos se conocen?” Y dirigiéndose a mí: “¿Puedes explicarme qué está sucediendo?”. Si la brevedad y la concreción pueden honrarse de alguna forma en mi narración, a Gina estuvo consagrada hasta la exactitud y la rapidez. Era necesario distanciar de toda duda cuanto se dijese a partir de este momento, acerca de la realidad y la historia escrita desconocida por Gina, quien jamás optaría por decir: “Arreglen sus problemas que yo me voy a dormir”, por el contrario, se consideró completamente involucrada donde, además, sin saberlo, las mujeres tenían protagonismo central.

“Tenemos una ventaja en el tiempo porque el siguiente turno de escribir es tuyo y hasta tanto no escribas ellos no lo harán”. Le agregué: “Y esto pudiera ser fatal para quienes debemos salvarla”. Tomás respondió con rapidez: “No creo en una muerte súbita de Nanúfer. Será lenta como quieran que sea esta enfermedad. Pudieran jugar con la gravedad y pueden alargarla como en una telenovela cualquiera, aunque eso obligaría a cerrar el libro. Lo que pueden es ir colocando cuadros dramáticos para que descifremos sus intríngulis y así también torturarla. Además, parecen favorecer al verdugo Donaides”. “¿Cuál es la razón de tu presencia aquí? ¿Cómo has llegado a pasar a este plano y hacerte real? ¿Cómo entraste al apartamento?”–preguntó Gina. “Deberías aportarnos algunos datos.”

Tomás se levantó y fue a la ventana, lugar por excelencia de las meditaciones en esta casa. Nos dio la espalda para cavilar su respuesta. No había armado la arquitectura de su réplica ante una pregunta tan obvia como complicada de comprender seguramente. Dióse la vuelta para quedar de frente. Enjuagó las manos con el aire, respiró hondo, nos dedicó una mirada profunda. A diferencia del espía, ahora parecía un testigo crucial, mismo nerviosismo, misma responsabilidad, misma dignidad. Nótese la insistencia mía de seguirlo narrando como a un personaje de la ficción.

“Los personajes de la ficción –comenzó diciendo- así tan inventados como somos, también tenemos una vida oculta. El mundo de la literatura es como un espejo del mundo real. Cada libro de relatos, cada historia es un espejo de lo humano. Los lectores comienzan a imaginarnos y a figurarnos en situaciones, sentimientos, emociones. Así como hay un juego entre la objetividad y subjetividad de los escritores respecto a sus personajes, nosotros tenemos el mismo juego respecto a quienes nos escriben. Como personajes también tenemos aristas, perspectivas, claridades, opacidades, oscuridades. Vivimos una independencia donde pueden más los lectores que quienes nos escribieron. En ese universo tenemos actividades coherentes con lo que somos en nuestras historias. Con esto les quiero decir que además de espía, este oficio me llevó a fascinarme por las investigaciones de una ciencia exacta como la Física”.

Había llegado Tomás a establecer aproximaciones asombrosas con el estudio de centros energéticos habidos en todo el planeta y con portales cósmicos distribuidos en áreas medulares hasta relacionarlos con las sabidurías ancestrales del pueblo aymara. Mediante la pormenorización de sus indagaciones en la Física Cuántica nos habló de su encuentro con infinidad de probabilidades habidas en lo que llamamos universo y el hallazgo de los agujeros Einstein –Rosen, cuyas entradas son los portales cósmicos. Gina acotó la familiaridad nuestra con ese tema, aunque no hayamos llegado tan lejos.

- “Llegué a ustedes a través de un portal cuyo vórtice se encuentra en Cochabamba, Bolivia. Sabios amautas de sabiduría ancestral, sellada por secretos milenarios, me lo hicieron saber. Son también parte de esta historia en la cual ya ustedes se incluyen como personajes. Al apartamento accedí porque en esta realidad puedo traspasar las paredes mientras no soy visto.”

- “La novela se salió del libro”- dijo Gina.

- “La novela siempre se sale del libro- agregué- es su objetivo, salirse como cada tanto se salen el Quijote y Sancho Panza para inspirar la aventura de los hombres y las mujeres en la realidad, aunque la particularidad del momento no es inspiración sino la salida tan evidente, tan concreta, ofrecida por esta literatura. Esta situación ya lleva a preguntar ¿Quién creó este libro? ¿Lo sabes, Tomás?”

- “A mí no me pregunten. Con ser personaje de esta historia tengo. Ya es suficiente con haber realizado este salto cuántico para encontrarlos. Sin intentar una respuesta, creo que se trata de un misterio de los que está impregnada la cosmogonía de lo humano.”

- “¿Te consideras humano?”- preguntó Gina.

- “Desde que fui creado por este escritor me considero humano.”

- “Cómo fue que te hiciste autónomo de mi escritura”.

- “La clave fue dejarme llevar por tus propuestas. En tus descansos escriturales inicié mi labor autónoma, mi vida independiente, hasta venir aquí para encontrarlos.”

- “¿Cómo supiste que era yo?”

- “A través del sueño.”

- “¿Cómo así?”

- “La novela no es el único espacio a desplegarse luego que nace la historia. Muchos creadores no se dan cuenta que conversan con sus personajes más allá de la obra. Y aquellos que se hacen conscientes de las múltiples opciones, no les dan continuidad. Es por ello que los autores no vuelven a la obra una vez terminada. También es la causa de que las obras los supere y tenga vida propia en las dimensiones que le dan los lectores, los críticos y otros investigadores. Las academias son en buena medida responsables de esta redivivencia y esos ocultos lectores en sus nichos clandestinos.

"El papel de la memoria humana es fundamental, tal y como lo preconizó Ray Bradbury en su novela Farenheit 451 ante la quema de libros del totalitarismo. Esa necesidad de hacer memoria, de recordar habida en los lectores nos mantiene viva la autonomía porque cada lector es un escritor en potencia y a través de su imaginación fluyen nuestras acciones. La gente imagina sus propias historias partiendo de las que lee y nos coloca en infinidad de sitios y dimensiones.

"Les dije anteriormente: logré hablar contigo a través de tus sueños. A tus sueños tú me has llamado infinidad de veces desde que me creaste. Tu vasta cultura y tu interés por esta historia me permitieron acceder a mucha información de tu vida. Por este medio me fue fácil orientarme geográficamente en tu paradero y la tecnología me permitió hacer el resto. Aunque el rastreo personal no fue nada fácil porque debí sortear mucha de la palabrería, imágenes y sentidos producidas por la líbido. Por fortuna los tiempos oníricos también guardan asimetría con el tiempo humano como parámetro. Eso de que el tiempo no existe se cumple en la dimensión onírica a la perfección, razón por la cual cuando se sueña, el tiempo de percepción humana puede ser inmenso del habido realmente en el sueño. A Freud le faltó enunciar que el subconsciente es nuestro policía, dramaturgo, cineasta y archivólogo a la vez. Al asumir esta materialidad me es imposible acceder a estos recursos. Ahora estamos en igualdad de condiciones”.

- “¿Cómo podemos salvar a Nanúfer”? –preguntó Gina.

- “Tú eres parte fundamental de esa tarea. –Respondió Tomás mirándola a los ojos. Tienes en tu laboratorio el antídoto para salvarla, sólo que debo llevarlo a Cochabamba”.

- “¡Ey!” –exclamé- “…recuerda que yo soy el escritor”.

- “No lo olvido. –dijo Tomás cerrando brevemente los ojos- el caso es que ahora, como en la vida real, somos unos personajes escribiendo nuestra propia historia o la historia en resumidas cuentas”.

- “¿Y cómo se llama el antídoto que supuestamente tengo en el laboratorio?” –preguntó Gina, abriendo los ojos a su propio pensamiento.

- “Son dos compuestos naturales que utilizas para fortalecer las pencas del cocuy y preservarlas de las plagas”.

- “¡Ya los ubico!”.

- “¡Qué bueno! ya que mezclados con dióxido de cloro se transforman en un potente agente celular que destroza las células cancerígenas de esta extraña enfermedad de mi realidad paralela”.

- “¿Y eres también biólogo, Tomás?”. –pregunté con cierta irritación.

- “Recuerden que tengo vasta experiencia en Física Cuántica y la misma me ha permitido experimental con realidades holográficas y varios planos tangenciales y probabilidades habidas en el cosmos. Una de esas probabilidades como para crear una fuerte tangente en esta novela lo significa el recurso biológico por parte de Gina. Averigüé su vida profesional; recuerden que también soy espía”.

- “Visto así, supongo que al relativizarse el tiempo nos estamos moviendo en realidades paralelas, donde el tiempo es el mismo y lo que ocurre se dinamiza en probabilidades diferentes”.

- “Así deberías comenzar este capítulo” –aportó Tomás.

- “Demasiado formal y manido para ser el comienzo” –dije para detener la intromisión-. “Ocúpate de preparar tu regreso cuántico. Gina debe abrir proceso con la fórmula. Yo continuaré la narrativa, pues debemos tener mucho cuidado; Donaides debe estar sobre nuestros pasos manejando posibles tangentes. Es un tipo muy peligroso por astuto y poderoso. Las manos de quienes escriben del otro lado no descansan y apuestan más al perverso que a nuestra bondadosa mujer que está a punto de morir. Nuestros movimientos deben tener la cautela del lince. Recordemos que la narrativa comienza en la realidad del espía, no la nuestra, razón por la cual esto de hoy no es la novela; en este presente no son válidas ningunas de las intervenciones que podamos hacer en el libro. Si ambas realidades se cruzan sucederá una catástrofe cósmica en la cual desaparecerá toda probabilidad. Gina y yo somos de esta realidad, además, yo soy el escritor y tú, espía, eres un personaje”.

- “Una pista importante –aportó Tomás- frente a la probabilidad de la presencia de los sicarios de Donaides en la realidad nuestra es que la carga de neutrinos salidos de las manos humanas es letal para ellos desde sus ojos. Los neutrinos son partículas subatómicas de muy baja densidad que recorren el universo en fracciones de segundos y viajan a millones de años luz. de velocidad. Los humanos tienen las palmas de las manos y los pies pobladas de neutrinos, con ellos y la meditación espiritual pueden hacer sanaciones a través de la "imposición de manos", en cambio son letales para los seres de la dimensión en que fui creado. Una mínima concentración enviando esa carga a sus miradas y serán fulminados. Serían fáciles de identificar, debido al uso imprescindible de anteojos con vidrios hechos de neón blanco, como una barrera frente a los neutrinos. Yo enfrento los neutrinos a través de unos lentes de contacto cuya fórmula es de mi exclusivo conocimiento”.

- “Eres una novela en ti mismo” –dije entre el asombro y el desconcierto.

- “Tú me escribiste”.

- “En cuánto tiempo debe estar todo listo; me refiero específicamente a la fórmula –preguntó Gina.

- “Setenta y dos horas -dijo Tomás- un día más y los del otro lado comenzarían a sospechar. Lo bueno es que aún no deberían saber el tema de los campos cuánticos porque si lo llegan a saber, la llegada de los sicarios a nuestra realidad sería un hecho consumado para tratar de detenernos y así frustrar la sanación de Nanúfer desde este mismo lugar. Además, y esto es vital que lo sepan, mi estancia aquí no puede pasar de cinco días so pena de sufrir la desintegración de mi conformación física toda. No quedaría nada para los gusanos”.

El pretexto de los sicarios para su aparición al día siguiente en Caracas fue la filmación de una película de cine cuyo nombre sería: “Los hombres de blanco”. Se les vio en todas las redes sociales y sitios tecnológicos, desde un conocido centro comercial del Este junto a su representante firmando autógrafos. La vestimenta era totalmente blanca incluyendo un sombrero, anteojos con sus vidrios; hecho que desató el furor de una moda inmediata. En menos de 24 horas buena parte de las tiendas exhibían y vendían el atuendo blanco con el atractivo especial de los lentes. Las calles fueron pobladas por réplicas de los Hombres de Blanco que invadieron las tiendas como vendedores, las aceras como fetichistas y las plazas como maromeros y trovadores. Los verdaderos fueron entrevistados en programas de televisión y las réplicas en las calles por reporteros ambulantes. No faltó el acostumbrado paquete de seis muñecos blancos envueltos en plástico para el juego de los niños, viéndose también como motivos de piñatas, tortas de cumpleaños, franelas y hasta no pocas escuelas montaron actos con estos personajes y variados argumentos. El fanatismo invadió las principales ciudades del país y hasta algunos candidatos a futuras elecciones regionales de minoritario apoyo se disfrazaron con el famoso atuendo para condimentar sus arengas. Los hombres de blanco invadieron toda la bisutería.

Un día de trabajo bastó a Gina para obtener la fórmula ideal; por la noche el laboratorio fue asaltado por los verdaderos hombres de blanco, señal de que el enemigo contaba con datos precisos para detener los planes. Tomás debía regresar a través de un portal ubicado en la montaña de San Blas vía la ciudad de Valencia. Otra pista preocupante fue la presencia en esta zona cero de los personajes en actitud de estar merodeando y vigilando.

- “Hay que sacarlos de allí –dije convencido.”

- “Estoy de acuerdo- concordó Tomás.”

- “No estoy de acuerdo"- Exclamó Gina como pensativa. “Creo que hay que estar con ellos, bailarles pegado. Un viejo refrán dice que al enemigo hay que tenerlo cerca”.

- “¿Y cómo haremos eso?"- preguntó Tomás bajando bastante la voz como buscando un secreto.

- “Vamos a jugarles con su misma ficha. Montaremos un festival promocional de los Hombres de Blanco ubicado cerca de la boca misma del portal. Debe ser un espectáculo musical con miras a promocionar la futura película. Llenaremos el lugar de miles de hombres de blanco incluyendo a Tomás y al escritor como refuerzo. Conseguiremos el apoyo financiero del alcalde local como retribución a la promoción de sus políticas y prometeremos premios a los más vistosos hombres de blanco. Mientras esto sucede, Tomás viajará por el portal hacia su realidad paralela.”

- “Entre tantos personajes repetidos no sabremos quiénes son los tipos. Además, el portal estará disponible sólo media hora luego de las cuatro de la tarde"- dijo Tomás mostrando preocupación.

- “¿Y a nosotros qué nos importan ellos si no nos conocen? Los esencial es que tú pases la barrera sin problemas porque a todas éstas los sicarios no saben dónde está la boca del portal y te necesitan como guía y víctima. Además, tampoco saben la hora exacta de la apertura ni el plazo de cierre. Ellos estarán buscándote entre miles de réplicas de todos los tamaños mientras tú pasas frente a sus ojos. Resonando coincidencias, la idea es que ellos se queden atrapados entre nosotros esperando su propia desintegración.”

- “Tiene sentido- dije. Pero ¿Quién se encargará de hacer las gestiones? Porque ése tendrá al enemigo apuntándole la espalda.”

- “Yo, la mujer de negro.”

Como de la nada el festival se montó atendiendo los móviles del plan. Gina fue presentada con alguien del equipo contrario llamado Hell, a quien suponíamos uno de los sicarios, no el jefe. El tipo la subestimó desde el comienzo, indicio de que conservaban cierta duda acerca de si la motivación del festival, respondía a la posibilidad de un viaje a través del portal. Sin embargo, este Hell se comportó atento, colaborador y hasta conocedor de la futura película. No mostró el menor indicio de ser un enemigo. Cosa bastante curiosa porque esto indica que cada uno debía estar como cualquier disfrazado, bailando, cantando, saltando, de lo contrario, sería descubierto. Bastante probable es que no supieran nada o supieran muy poco acerca del plan de salvación; la certeza estaba en que no buscaban ni la biblioteca ni el libro. ¿Qué buscaban? O en todo caso a quién –A Tomás.

- “¿Cómo sabremos si traspasas la barrera del portal? –pregunté a Tomás.”

- “Los tres tendremos una pequeña barra de neutrinos que emitirá permanentemente una vibración ultracósmica imperceptible para los sicarios. Las fabriqué sin letalidades hacia mí. Cuando esta vibración cese es porque ya habré emprendido el viaje.”

El festival cogió calor desde las diez de la mañana con una asistencia inesperada de miles de personas disfrazadas de hombres de blanco. Varias tarimas servían de escenario a los artistas que amenizaban el espectáculo. Animadores contratados se encargaron de mantener movida a la gente con dinámicas muy cercanas a la bobería. Tomás llegó solo al área del portal donde se encontraba cercana la tarima central. Gina estaba en un palco improvisado con la gente de prensa y yo saltaba y cantaba estupideces frente a los músicos y animadores. De pronto dejaron de vibrar las barritas: eran ya pasadas las cuatro de la tarde y Tomás estaría levantando vuelo cuántico. Aproximadamente a las cinco de la tarde, grupos aislados de hombres de blanco –unos veinte- emitieron extraños fuegos de colores desde la vestimenta y se desintegraron. El público vitoreó aquellos efectos como si fuesen parte del espectáculo. Hubo quienes hicieron búsquedas entre otros agrupados. Del enemigo no quedó detritus ni olores nauseabundos.

Busqué a Gina en un piano bar donde el equipo organizador celebraba el éxito del festival. Se admiraban por el logro, a pesar de que fue promovido con tan poco tiempo. El comentario era que algunos miembros también habían cogido fuego en sus cuerpos y desaparecieron. Bromeaban al pensar que al día siguiente aparecerían por las oficinas involucradas. En una semana ya nadie hablaba en ningún sitio del país acerca de los hombres de blanco ni de la película que prometieron filmar.

"Nanúfer fue puesta en cuarentena inmediata para someterse a un tratamiento intensivo con la fórmula antivirus preparada por Gina. A la biomedicina alopática aún le faltan caminos y pasos por recorrer para descubrirse a sí misma, aunque antes deba descubrir a las demás experiencias sanadoras, mirarlas más de cerca, hermanarlas. Médicos aliados realizaron las inoculaciones y tratamientos necesarios que ayudaron a revertir el grave cuadro del cuerpo de Nanúfer; su voluntad de bambú, su fluir de río, su claridad de cielo abierto, su pisada sutil de ave peregrina emanó con permanencia: hablaron a las células con dignidad, respeto y amor; integralidad del cosmos, espirituada y lograda para obtener una sanación total.

Los grupos militantes celebraron su voz cuando se escuchó a través de las redes la buena nueva. El trabajo de denuncia de los maltratos y femicidios se intensificó en las calles de toda la Pacha Mama. Los caminos de pavimento o de tierra sostuvieron la marcha indetenible, en favor del esclarecimiento de los casos de abusos y desapariciones forzadas congelados por la impunidad. La palabra Mujer; sustantivo esencial de lucha contra la injusticia fue más allá del eco formal necesario y se instaló en el oído de las redes con la personalidad perseverante de la política. El Estado plurinacional se pronunció en favor de las demandas, no así Donaides y su gente quienes realizaron una campaña con el fin de banalizar los casos utilizando una consigna: ¡Viva el Patriarcado!

Eran como cristales de un caleidoscopio confluyendo en la pantalla formada por una luz central y destellos refulgentes idos y venidos del rebote contra las cosas materiales. Tal vez eran planetas solitarios o restos de galaxias o la expansión de alguna supernova o la fractura de una estrella enana haciendo danzas centrípetas desde el oculto inicio. Escuchó un suave canto –en principio un pertinaz silbido- venido de la oscuridad que se fue tornando flauta y luego sinfónica de chicharras sobre árboles imaginados como manos protectoras: era su respiración acompasada con la danza llena de matices y estéticas flotantes. Luego se sintió pulmones respirando con Dios y su luz de amor a toda la humanidad; se vio cuerpo energético viajando a través del universo conocido y traspasando otros infinitos universos creados por las mentes aliadas con la sanación multiversal. Su energía corporal hizo estallar de luces los siete soles alineados de Kundalini a Nirvana. El arcoíris del aura circundante de su potente piel se amplió a niveles primaverales. Tuvo un febril derramar de lava volcánica en toda la dermis, apagado por nutrientes naturales que como el designio del dios Maleiwa la volvieron microscópicos cristales inofensivos que salieron en el sudor.

Abrió los ojos al borroso tintineo de la habitación. Su distinción de las cosas era precaria. Sólo veía a duras penas un ángel de cerca y luego de lejos enlazado con palabras muy dulces, delicadas, calmadas. Sonreía como en un juego y la luminosidad aumentaba con la llegada de otro sol. Luego caía en un sopor profundo, quizás placentero por la ausencia suya fácil de percibir en su cuerpo. Después regresaba a mover los labios, a luchar con los párpados, a tratar de mover los dedos. Cuando vi más luz en sus ojos la llamé: “Nanúfer”- ”¿Quién es?” –la firmeza en la voz se distinguió. “Tomás” –le dije con la mayor ternura que pude”.

Cumplí con todo el proceso de transferencia del texto aquel martes y leí que los enfrentamientos jurídicos continuaban a la par de las acciones de calle de las militantes. Ante ciertas alarmas institucionales encendidas, Donaides ordenó a sus sicarios un cese momentáneo de la violencia directa. Quienes escribían del otro lado debían tener ciertas perplejidades ante lo ocurrido. Creo haber ganado una batalla importante. Recorrí la sala varias veces, pensando en la continuidad que seguramente sería más dura y arriesgada. Al volver a la mesa el libro no estaba, se había ido o se lo habían llevado.

Sentí el mismo vacío cuando se pierde a un amigo porque sabía que no lo volvería a escribir ni a leer. ¿Qué será de los próximos martes? –me dije. Temblaron mis manos y se aceleró mi palpitación literaria, mi duende escritural bramó como un Aqueronte. Salí para ver el corazón de la biblioteca pensar. Varias lágrimas me sorprendieron los ojos mientras unas muchachas subían las escaleras y seguí sus pasos rumbo a una de las salas. De lejos reconocía la fotografía de un escritor venezolano pegada en una cartelera junto a los papeles de lo que seguro sería su biografía. La puerta de la sala de usos múltiples estaba vacía desde mi parcial perspectiva. La señora que resguarda los bolsos atenta desde su pequeña ventana hablaba con algunos usuarios. La puerta del ascensor que no sirve desde hace décadas se abrió para dejar salir a Tomás y a Nanúfer tomados de las manos saludándome sonrientes. Les devolví una sonrisa melancólica.

- “Te juro mi amor que vi al tipo discutiendo con el encargado de la sala acerca de un libro incompleto. Estaba como desesperado diciendo que era la primera vez en leerlo. Todo sucedió hoy miércoles. Tenía el volumen marcado entre sus páginas con un papel. Quería hablar con el director. De no ser por uno de los tres usuarios que me hizo señas desde la mesa hubiera abordado al hombre”.

- “¿Quién era ese usuario que te detuvo? ¿Lo conoces? –me preguntó sin voltear a mirarme.

-“No lo vas a creer Gina. Era Tomás”.

-“Mi amor: mejor ve a preparar la cena. Hoy me traje lectura para la madrugada”.


 



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