El escritor, definitivamente, no es el dueño de su biblioteca, sino que es su biblioteca la que se ha adueñado de él, repitiéndose en su libro. Se comprenderá la importancia del problema. No es sólo cuestión de cómo apropiarse de sus libros, sino también cómo apropiarse de su propio libro.
JORGE LARROSA
Tendría yo cerca de dos horas en la Biblioteca Metropolitana Simón Rodríguez tratando de escribir una idea que de repente apareció días atrás en esas cavilaciones nudosas aparecidas en noches donde uno cree en que todo lo que pasa por la mente es inútil, vacuo, volátil como la escucha del graznido lejano de un animal desconocido (ave) o esas voces transformadas por nuestra imaginación en ecos pasajeros, murmullos asustadizos, soplidos indefinibles, crujidos como de cerraduras que no son tales sino la noche estirando sus huesos, porque cuando las ganas de escribir a veces no encuentran asidero en el cómo hacerlo, en el qué camino tomar, pero por sobre todo en el cómo empezar y entonces uno se pregunta repetidas veces qué escribir y no llegan las ideas o la inspiración como dicen algunos investigadores de estas cosas, y se sabe o se sospecha que detrás de esa incertidumbre -que es como una montaña de pensamientos desordenados- está la clave y sin embargo, aun así, uno no accede y luego, sin saber la causa precisa, de pronto esa idea llega, como venida de un sitio insospechado por lo cercano, cerca, tan cerca que no nos percatábamos; de tal manera nos alumbra (o nos oscurece, depende siempre, pues hay ideas lúgubres, opacas, que terminan siendo excelentes ideas) hasta lograr la precisión de un sendero seguro, tan firme de inicio como para afincar con cierta certeza los recursos de la invención e ir logrando ese escribir buscado y encontrado de forma tan inusitada; en esto andaba cuando vi aquel libro sobre una mesa de la Sala de Ciencias.
Sé que los libros llaman, me ha pasado otras veces y aquel libro me llamó al instante. Supe que ese volumen estaba allí para mí: algo me lo dijo, tal vez una corazonada. No fue como aquella vez cuando me sorprendió el llamado de la tapa violeta de un volumen de La Isla del Tesoro de Stevenson, entre el montón de libros usados en un ventorrillo de la avenida Fuerzas Armadas, justo cuando buscaba un epígrafe con el cual encabezar una investigación sobre el trabajo literario con adolescentes en el aula; fue cuando se me mostró como un regalo el poema con el cual este autor inicia su narración de piratas, resignado ante el poco interés de los jóvenes hacia el género de aventuras.
Ya no están aquellas larguísimas colas de mi bachillerato los días sábados y domingos para entrar al gran recinto que siempre me ha parecido esta pequeña catedral gótica llena de secretos. Las bibliotecas siempre me parecen sitios llenos de maravillas que no todos alcanzamos a conocer a profundidad, además, la marginalidad social priva a muchos y muchas adolescentes de estas seducciones que en edades prematuras pueden atraparnos para siempre, pues, pasado este trayecto, ya nadie (o muy pocos) accederá jamás por sus propios pasos, debido a que, una terrible auto subestimación se interpondrá como muralla invisible, a menos que suceda un vuelco social: es lo único que puede hacer visible, ante los ojos de las víctimas, ese muro y derribarlo. Sin antes visibilizar, nadie puede enfrentar lo invisible.
Luego
de entrar, había que continuar en pequeñas filas dependiendo de la sala
solicitada, hasta lograr el puesto en una mesa, de seguro en compañía de
personas desconocidas, estudiantes en su mayoría, y apropiarse de los
anaqueles, atesorar los mínimos ruidos que se podían hacer e irse llenando de
silencios agazapados en los rincones como deidades sigilosas.
Gozoso
de andar buscando ese silencio al salir de la mesa y volver rodando suavemente
la silla o carraspear la garganta con timidez sintiendo la mirada de reojo de
alguna persona o hasta hojear con descuido cualquiera de los libros buscados en
los estantes sin ficheros ni intermediarios, lograba la concentración tan
anhelada en una edad acostumbrada a la distracción, a la taciturna atención de
la nada, que incluso, hasta una mosca podía suscitar dispersiones de cualquier
mundo por asaltarnos, de modo que hice de este sitio morada predilecta, estancia
de reposo lector, sosiego inquietante.
La
sala estaba franqueada por dos paredes laterales de largos ventanales
rectangulares con cristales transparentes –de allí entraba la calle en forma de
claridad callada- la mayoría cubiertos a medias por vetustas persianas cuyos
mecanismos se trabaron hace algún tiempo; llenas del polvo que luego,
imperceptiblemente, nos asaltaría al abrir cualquier libro. Pendían del techo
halos de luz caídos de lámparas (también rectangulares); las mismas que me
iluminaron desde el día en que fui sorprendido en aquel estado de hipnosis
bibliográfica por vez primera. Igualmente, quedaba siempre perplejo debido a la
sutileza del sistema de aire acondicionado que, afortunadamente, parecía
mantener la eficiencia disfrutada en tantas horas de lectura, a pesar de los
vaivenes económicos y políticos habidos en los últimos tiempos que pudieron
haber afectado los presupuestos en el área de mantenimiento. Seguía siendo la
misma biblioteca, con ese aroma a veces a enciclopedia, otras tantas a juzgado,
muchas a depósito de sarcófagos, a laboratorio de criónica, a sala para la
higiene mental o a coleto viejo. Dependiendo, a veces le capturaba un cierto olor
a terquedad.
A
modo de referencia comparativa me permito recordar que, en un colegio católico
(mi escuela de quinto y sexto grado), había visitado casi por obligación la
biblioteca, aunque diría también por casualidad, ya que parecía que el personal
docente estaba convencido de que a ninguno de nosotros gustaban los libros ni
la lectura. Allí los volúmenes estaban presos o separados de la sala de leer
por una pared de madera de color negro -sin ningún adorno, afiche o motivo qué
admirar, ni siquiera un crucifijo- y uno debía obtener el libro deseado (luego
de jorungar las gavetas de fichas dispuestas en orden alfabético según los
nombres de los libros y sus autores) llenando y entregando un formulario o solicitud
de papel a un celador -por lo general un sacerdote- quien a su vez lo
consignaba en una taquilla, apaisada y rectangular a la medida del rostro
humano; suponíamos que allí estaba ¿un carcelero o bibliotecario? o sólo una
mano asomada que de inmediato se ocultaba para decirle a los libros ¡Tienen visita! aunque después de varios
minutos de espera, generando un misterio comprendido en la esencia de nuestro
miedo, (la mano) daba permiso a los libros para estar con sus lectores -o
pudiéramos decir que los entregaba, los cedía, los soltaba o los prestaba-
mientras, a su vez, en el salón de lectura rondaba el celador con los brazos
cruzados y la mirada mortecina puesta en quienes leíamos, con una actitud de
persecución que jamás comprendí; siempre me preguntaba: “¿Será que este cura
piensa que vamos a dañar los libros? ¿O creerá que nos vamos a ir con alguno?
¿Sospecharía, en todo caso, que lo íbamos a liberar de la biblioteca
escondiéndolo en algún sitio?”. Muchos de nosotros estábamos allí obligados,
chantajeados, castigados, simulando que leíamos, haciendo pececitos con la boca
y los párpados entreabiertos luchando con la modorra. Del mismo modo, había
quienes se dormían y eran despertados por el celador con un discreto y sagaz
manotazo en el hueso occipital (lepe,
llaman los guaros a este golpe seco con la palma de la mano en la cabeza o en
la barriga y cuando se repite consecutivamente en el cuerpo de la víctima le
denominan sala). Yo, aprendiz de
devorador de lecturas, a veces ni siquiera escuchaba el timbre de salida,
estando con la historia aún sin terminar en plena expectativa, inclusive, hubo
no pocos momentos en que dejé la mirada y el recuerdo entre las hojas de
cualquier libro que me había sido arrancado de las manos por el celador (¡se acabó la visita!), hasta la
siguiente oportunidad en que podía concluir la historia. De esta manera leí Casas Muertas de Otero Silva, por
ejemplo, así como Redoble por Rancas
de Scorza, La Orgía Imaginaria de
Britto García, también de Malba Tahan El
Hombre que Calculaba, las Alicias
de Carrol y algunos libros más.
¿Y a ti quién te dijo que
estos títulos estaban aquí? ¡Son para la secundaria! –me
inquirió el celador cierta vez, no pudiendo sospechar de mi seriedad un tanto
despectiva- Tampoco es para que lean
tanto. Se pueden enfermar. Estas maestras modernas tienen unos métodos que
debemos revisar. –dijo como hablando con las paredes frisadas y
empegostadas de tanta simulación. Celadoras desesperadas, reverberaban aquellas
voces reprimidas junto a tanto libro oculto en mi nostalgia.
En
el instante en que me disponía a tomar al libro solitario, pensé en aquellos
libros encarcelados de mi escuela primaria, incapaces de procurarse la escapada
de este osado (y tal vez terco) volumen, que se atrevía a proponer el tenerlo
en las manos, sentir su peso, abrirlo para honrar la curiosidad, auscultar sus
datos de nacimiento, hojearlo al azar, detenerse con atención en su título, su
autor, interesarse por su oferta de diálogo para finalmente estimular la
disposición a leerlo con la debida atención.
Como
existen muchas maneras de leer un libro, tal vez tantas como lectores y
lectoras hay, yo tengo mi modo de acceder a la edición en cuestión. No soy de
los que, viciosos del azar, lo abren a la mitad y comienzan a leer desde allí.
Tampoco me encuentro entre quienes buscan el índice para mirar lo que llaman contenido y luego van a la página que
les interesa: quiero decir con esto, el atender a los títulos y subtítulos para
relacionar algún tema con su vida. En el caso de la literatura, tampoco soy de
quienes primero sacan la cuenta de los capítulos de cuentos o novelas y títulos
de los poemas. No improviso, ni varío, ni soy rígido, ya que tengo mi propio
ritual para leer, tal vez un tanto clásico, por cierto. Sea de nueva edición o
el interesantísimo libro usado, lo tomo entre las manos -como entonces hice con
la extraña edición- palpo su encuadernación (en aquel caso empastada), me detengo a observar con cariñosa y emocionada atención
la portada, lo que también llaman tapa,
junto a la dignidad del título y la combinación hecha con el diseño, los
motivos, las imágenes y colores: lo que llaman el arte, además del nombre de quien lo escribió (o quienes… porque ya sabemos que pueden
ser varias las personas), y es entonces cuando voy a la contraportada que en aquel
caso tenía la siguiente leyenda:
“La dimensión literaria de
este libro es incierta. Mucho riesgo, de verse altamente involucrados en su
narrativa, corren quienes osen leerlo. A sabiendas de que cualquier advertencia
similar caerá abatida por las eficientes armas de la curiosidad, nunca estará
demás recomendar el adentrase en sus páginas con cautela, sosegado
apasionamiento y discreción. Invocar la suerte también roza la sensatez”.
No
es de extrañar que haya releído incontables veces esta inscripción. Al salir de
aquel infinito mental en el que me precipité, volví a la portada de un girón de
manos. “Nanúfer”: -leí de nuevo. Era el título: me extrañó que lo hubiese
olvidado tan pronto. Fue cuando comencé a leer, como si las páginas levitaran
sobre las cuerdas de una cítara.
“De visitar países, de conocer
pueblos, uno jamás se cansa, con menos razón si está reforzado por la oportunidad
y la profesión. Soy espía: debo dejarlo claro. Tanto uno sube a los aviones, se
traslada en automóviles, camina a través de muchedumbres, hace estancias en
hoteles o posadas, se detiene ante paisajes indescriptibles con la sola
deleitable compañía del ensimismamiento, que la memoria se convierte en un
archivo interminable. Hay allí de todo, pero nada comparable a los ojos, las
miradas; soy visual, soy un aficionado de la vista. Me gusta mirar desde todos
los ángulos, dada mi profesión; por igual ser visto y darme cuenta de ello,
entrecruzar las miradas, detallar, ser minucioso para beneficio de la memoria.
Firmeza de por medio, cultivo el arte de fijar la mirada en las otras miradas.
Puedo decir quién es una persona por su forma de mirar. “La llamada más sutil”
es el título de un libro escrito por mí hace algunos años y allí explico las
bondades y atributos de esta percepción. Tantas miradas han pasado por mis ojos
que puedo recordar muchas atravesando desde la retina hasta mi memoria. Puedo
saber el sitio y el tiempo en que miré o fui mirado a los ojos; habilidad que
me permite cotejar, clasificar, analizar, comparar, diferenciar, jerarquizar,
despreciar, preferir, odiar, amar… recordar, sí, también recordar. Merced a
esta virtud, hoy puedo decir que la mirada de aquella mujer conmovió mi vida;
miento si dijera que la dividió en dos épocas, ni que modificó mi percepción,
aunque estoy transformado por su vida y, diría, por su mirada, debo reconocer
que esa mujer me tiene en este instante recordando la interminable cantidad de
otras miradas con las cuales puedo concluir en la grandeza y fuerza de sus ojos
negros. He tenido frente a mí a otros espías, también a prestidigitadores,
actores, políticos, diplomáticos, delincuentes, asesinos, psicópatas, animales,
plantas (que miran terriblemente), mujeres y mujeres y más mujeres, toda esta
gente (y otros seres vivos) con mucho poder visual y no hay comparación
posible. De indudable belleza física, esta mujer es capaz de paralizar el mundo
con sus pasos, posible en sus encantos de envolver poderes creados, atraer
hasta fenómenos naturales con su sola presencia y sin embargo no lo hace, creo
que ni siquiera lo necesita, ni cuenta se da. Andando el tiempo, para quienes
hemos llegado a conocerla, su influjo no es deliberado. No se trata de una
actuación preparada para encajar en el mundo y acumular influencia y poder.
Jamás. En mis años de profesión: -dije anteriormente que me dedico al
espionaje- no recuerdo haberme topado con alguien tan dotado de un poder cuyo
influjo pareciera no existir para quien lo tiene. Permitiéndome el abuso de la
dialéctica: lo tiene y no lo tiene, debo expresar esto con cierta pena. Para
establecer relaciones humanas cotidianas, enlaces espirituales que a todas y
todos nos son permanentes: lo tiene, lo concientiza. No lo tiene cuando se
trata de interiorizar este poder para sacarle ventajas a su vida. Ella, capaz
de hacer del aroma de la planta llamada malojillo aprendizaje de un sencillo
viaje al llano apureño y, a su vez, poema de una sonrisa acompañante de sus paseos
matutinos, igual puede utilizar esta intuición para llevarnos consigo a sus
espacios inauditos y luego traernos sanos y salvos de tanta locura juntada en
la civilización. Esta facultad, deleite proporcionado, dádiva absolutamente
humana no le cuesta a nadie un solo centavo. No quiero decir con esto que se
trate de alguien desinteresado, ya que el puro y absoluto desinterés no existe,
incluso, con inclinaciones altruistas o filantrópicas, mucho menos caritativas:
no se trata de nada de esto, por inexplicable que parezca. Quienes la amamos la
hemos visto erigir el prodigio de la resurrección del alma humana, otrora
destrozada por el infortunio. ¿Capaz de la rabia? Si, como cualquiera. Su vista
es tan poderosa que una injusticia nunca le pasa desapercibida. Se inclina ante
la infancia como el cielo cuando le envía calor o humedad a la montaña. Además
de amarla, a esta mujer la protejo. Quienes la conocen, también anhelan
protegerla y, tal vez esté mal decirlo, yo la protejo de sí misma, de su
despreocupación por lo que debería ocuparla, de su infinita bondad. Pensar en
que un alma tan cristalina pueda ser asechada por la mancha del lodo maligno,
no es tan terrible como estar ante la posibilidad de transformación de esa
pestilencia en artesanía espiritual y que esta labor, realizada sin el menor
interés material, pueda ser pululada por almas tan espantosas como esos hades
imaginarios que han asombrado a la literatura y desencajado la calma digna”.
Estas
palabras las tenía escritas en tinta china con letra mínima sobre un papel
tamaño carta, cuando llegó este libro a mi presencia. Doblé la hoja en cuatro y
la coloqué en el bolsillo de la camisa para utilizarla de marcapágina durante su
lectura. Meses de largas reflexiones me habían costado estas oraciones
redactadas al amparo de una morada tan significativa para el proceso de
escritura y el ansiado inicio de una novela macerada en mis sueños como esta
biblioteca.
De
principio estaba escrita en mi cabeza: así trabajo. Me gustaba su estructura,
trama, personajes, esa mujer de mirada fabulosa con decidida fascinación y el
espía que, como cualquier conocedor de mis escritos podría darse cuenta, tenía
mucho de mí. Este es apenas el comienzo
–pensaba yo hasta iniciar la otra lectura: el diálogo con este libro aparecido
con misterio. Había una sorprendente coincidencia entre ambos escritos: tanto
Nanúfer, el personaje del misterioso libro, como el bondadoso y fascinante de
mi futura obra, eran mujeres; la de mi incipiente escrito aún no tenía ni
siquiera un apodo supuesto.
Entrado
en letras y lectura, conocí las primeras 15 páginas de una trama sencilla,
directa, escrita con un realismo renovado, posiblemente detectivesco, policial,
evocando a las novelas de los clásicos ingleses (¿tal vez una nueva
coincidencia por el lado de la intriga?), acerca de una mujer: Nanúfer, de
quien apenas se dice que fue nombrada así por un abuelo de origen catalán.
Además, dato esencial, desde el inicio se la sentencia a morir sin remedio
posible a manos de un hombre, aunque aún no se dice nada acerca de los móviles,
ni de la forma en que estos hechos ocurrirán. Quiere decir que a lo largo de
toda la novela seremos testigos de cómo se avecina un asesinato, a sabiendas de
lo atrayentes que son estos momentos, de la cantidad de tinta de imprenta derramada
en aras de levantar una estatua al asesino, del peregrino y farandulero
concepto creado por un periodismo de banalidad reconocida: leyenda urbana, acuñado a la tragedia y penurias de la gente cuando
tienen nombre, apellido y dudas, porque finalmente, más que la o las víctimas,
tradicionalmente son los asesinos quienes cobran notoriedad, fama y hasta
fortuna, pues son quienes se convierten en sucesos editoriales, personajes
cinematográficos, marcas de ropa, piezas teatrales, musicales o de museo, conversaciones
trasnochadas luego de una fiesta, chácharas insulsas de recreos estudiantiles.
¿Quiénes recuerdan el nombre de las infortunadas mujeres de Whitechapel?: nadie
se avergüence de no levantar la mano, en cambio, la mayoría guarda reverencia
al ignoto Jack El Destripador, a quien muchos hubiesen invitado a sus casas y
brindado un café, luego de haber sido descubierto y condenado: cosa jamás
sucedida, esto sumado al elevado desinterés habido en el hecho de que
Whitechapel fue uno de los barrios obreros más combativos contra la explotación
industrial en la Inglaterra del siglo XIX.
Siguiendo
como en una saga, siempre me he preguntado: ¿Por qué el orangután que Poe
coloca en aquel piso de la Rue Morgue
termina vendido a un zoológico como exótica adquisición y su dueño (luego de
los sustos de rigor) vuelve a los mares, mientras las dos mujeres asesinadas
por la bestia son enterradas en el desprecio? Recordemos que, durante el
cuento, las desgraciadas apenas se llaman tal y cual y siempre serán evocadas
por la forma como fueron destrozadas por una violencia de inicio inexplicable.
En cambio, tal vez la tensión narrativa de esta novela que ahora leía estaría
depositada en encontrarse con quién será su asesino (su Jack… su orangután).
Siguiendo
lo que sería un enroque, toda vez que se trataba de un modelo de narrativa
mágica, aunque un tanto opaca, a Nanúfer apenas se le bosquejaba en una aldea
de Cochabamba, Bolivia. Se describía, con habilidosa lucidez y abundantes
detalles, el barrio periférico de una ciudad amable por embelesos temporales y
abismos sociales, enclavada en una planicie milenaria. Las casitas dignas,
hechas en toda altiplanicie por hacendosa gente de esperanzada herramienta, con
gusto lleno de genio para ajustar sus estancias y vivencias a un clima
templado, neblinoso, por largos momentos con sol, a ratos lluvioso. No por
modismo o disposición gubernamental sino por la cultura de la necesidad venida
de lo humano y lo marginado, fueron referidas en estos párrafos con magistral
destreza. Huelga decir que las pinceladas retocadas sobre las gentes y sus
costumbres han sido verdaderamente envidiables. Sin darme cuenta me detuve a
releer con admiración algunos pasajes, ubicándolos en la mente como si fuesen
los Cuadros de una exposición de Mussorgsky,
estilografiando cada detalle como a sondas espirituales enviadas del espacio. Y
hasta soltando un bufido de sorpresa premiaba tan elevada tesitura escritural
hecha sin demasiadas metáforas, con un ahorro de hipérboles a puro instinto,
más bien a ratos con lineales bosquejos de circunstancias donde lo trivial era
utilizado para recuperar y enarbolar sentidos entre los cuales se dimensiona un
puente sorprendentemente tendido a la belleza. Este primer capítulo, cuya
longitud se convierte más bien en longevidad, nos deja la escena preparada para
conocer con detalle a Nanúfer.
Pasar
la página de un libro en pleno acto de lectura es un arte, además de una
fascinación de lo más sutil. Gina, mi esposa, que tiene con los libros la misma
paciencia de una bibliotecaria (investiga con ojo escrutador los sucesos
biológicos), sabe del placer habido en el acto de pasar las páginas de un
libro. Yo no lo sabía. No sin vergüenza, hoy reconozco no haber sentido lo
riguroso y a la vez placentero de esta rutina lectural. Cuando Gina confesó
estar a punto de romper toda relación conmigo (en ese momento amistosa) por el
sólo hecho de ver mi espantosa manera de pasar las páginas de los libros o
periódicos que estaba leyendo, me causó una de esas melancolías que nos obligan
a mirar el pasado como a un sótano, donde buscamos el cachivache conductual causante
de alguna perturbación de la personalidad que, como en este caso, estuvo a
punto de apartarme de una mujer tan excepcional que, en el momento de nuestro
casamiento, bajo un ritual masai, la
nombré en el más expectante silencio de la ceremonia, sumergido en un
soliloquio, como: albacea de mis ternuras, y vaya la práctica tan ilustrativa
que debí tomar de ella, en muy breve tiempo, para preparar los dedos pulgar e
índice de la mano derecha con la flexibilidad de un crupier y tomar la punta superior de la página, despegarla
suavemente del volumen como si se tratara de una tela de seda y pasarla al otro
lado, dejando al descubierto el próximo rostro, de los cientos que puede tener
un libro y no sólo esto, también se trataba de mantener este ritmo de estoica
armonía, sin modificar el compás, ejecutándolo de manera natural, sin
imposturas.
En
afilada atención a lo dicho, pasé hacia aquella página 16 y el estupor hallado
en el momento es sólo comparable a la causa por la cual se alteraron todas mis
sensibilidades. El resto del libro tenía las páginas en blanco, no había más
novela, por lo tanto, finalizaba toda posibilidad de diálogo, se accidentaba la
intimidad obra-lector tan delicada en todo caso, tan sometida a cualquier tipo
de reflexiones culturales, intelectuales, literarias, inclusive lingüísticas. Como
cristal se quebraba la transparencia existente en el deber del editor y la
confianza de por sí sostenida por todo lector. Tomé del bolsillo de la camisa
el papel doblado donde había escrito mi texto y a modo de marcapágina lo ajusté
a la terrible página 16 que daba inicio al más inusual silencio que puede
expresar un libro. Abochornado, al borde de la indignación, me dirigí al
escritorio del bibliotecario, mejor dicho: a su ausencia.
Si
alguien quisiera hacerme pasar un mal rato, una situación como ésta sería la
ideal. Ver traicionada mi confianza lectora era equivalente a estar en plena
calle a toda lluvia, habiendo salido de casa sin paraguas. Lúgubre, regresó
aquel Rufino Fuentes de mi adolescencia mutilando libros en sus tres primeras y
tres últimas páginas para desgraciar toda posibilidad de lectura, por el sólo
hecho de no haber podido pasar del cuarto grado de primaria a causa de su
trabajo de caletero en el camión de su papá. Mi hermana Rosa estuvo a punto de
cachetearlo debido al ataque perpetrado sobre su Love Story de Eric Segal, el cual tenía varios días aburriéndome
con sus melosas intenciones de jugar con el amor como si fuese un campo
celestial empozado en lágrimas. La maldición del Rufino volvió aquel día en que
salí de la sala con el libro en las manos, a buscar al encargado o a cualquier
empleado o directivo de la biblioteca (¡qué sé yo!) que me explicase este
desatino.
Una
serie de dedos índice me hicieron subir y bajar escaleras, atravesar pasillos,
asomarme a oficinas en donde sorprendidas gentes me echaban con sus negativas,
hasta dar con el director. Un hombrón macilento, medio gordo, de rostro
adormecido y mirada de gallito de pelea me dedicó esas auscultaciones a bicho
raro. Cometí el error de denunciar la ausencia del encargado de la sala porque
todo se centró desde el inicio en problemas laborales. Búsquelo por ahí. Debe andar cerca. Él es muy responsable. Pocas veces
se han tenido quejas de su trabajo. Cuando me disponía a decirle el
problema, como si yo estuviese cometiendo un delito, me susurró: Disculpe señor, los libros no se pueden
sacar de las salas bajo ningún concepto, a menos que el encargado lo autorice
para hacerle alguna fotocopia. Vaya por favor, regrese a la sala y espéralo
allí. Tal vez ya haya llegado. Entonces explíquele lo que le pasa. -Vi su
espalda marchar a través de uno de los pasillos y luego desaparecer como el abate
de un monasterio.
Sentado
y entregado al desconcierto coloqué el libro sobre la mesa como la extraña
especie bibliográfica que ahora pasaba a ser. Tan interesante me había parecido
aquel inicio, tan suelto el argumento adecuado a cualquier entendimiento, tan
sugestivo el oculto sopor de su conflicto apenas asomado, que me atenazaba una
frustración de ésas paralizantes frente a la obsesión, como cuando a uno se le
extravía un objeto necesario para solucionar un problema sencillo. ¿Qué habrá
pasado cuando fue impreso? Acaso ¿burló los controles de calidad? Una falta
como ésta es perceptible con sólo abrirlo, pero a veces hay empleados
negligentes o flojos para las revisiones finales, las necesarias antes del
empaque. Mi ritual lector me había impedido darme cuenta de tan molesto detalle,
ya que, como dije antes, jamás abro un libro por la mitad ni por el final;
siempre me dirijo al inicio, a la primera página y de allí arranco hasta que me
detiene la misma historia, el mismo asunto que trata; soy de los que he leído
un libro de un tirón sin ser distraído por ningún asalto de la realidad. He
pasado una semana, sí, siete días leyendo un libro sin parar, insomne,
amenazantemente insomne ante quien viniera a interrumpir el embrujo metido en
mi piel, en mis ojos, en mi conciencia como un desquicie y no me detengo hasta
cerrar la contratapa, para luego colocarlo como a un amigo venerable sobre
cualquier superficie y suspirar con agradecimiento mirando al techo o al cielo.
Ahora este libro incompleto, incapacitado de su esencial cometido, estaba
dejando en el peor de los estados anímicos a un lector como yo.
Pensé
en que hubiera otro volumen, éste sí completo, en la sala, pero me di cuenta de
que, además, el libro estaba en una sala equivocada, pues se trataba de la de
ciencias y el libro era de literatura, a menos que su trama torciera hacia
algún experimento químico o biológico. Otro detalle es que el libro carecía de
autor por lo que debía estar en la sección de libros raros. Subí un piso a la
sala de literatura y así rastrillar por completo los estantes y no di con
ningún libro parecido. Fue cuando me di cuenta de que había dejado la hoja
doblada con el original del inicio de mi novela dentro de aquel ejemplar minusválido.
Corrí desesperado ante el temor de perder lo que me había costado días de
reflexión y pensamiento, pero al llegar, afortunadamente el libro continuaba
sobre la mesa, como esperándome, y el encargado de la sala seguía siendo siendo
una especie mitológica. Tomé lo que había dejado como marcalibros y suspiré
aliviado.
Hice
unos instantes de meditación con los ojos cerrados y me dispuse a realizar la
finalidad de mi visita a aquel lugar tan apreciado, por lo que tomé la hoja
para dar continuidad a mi historia y al extenderla sobre la mesa, me di cuenta con
estupor de un incidente igual o de mayor asombro; todo mi escrito había
desaparecido o se había borrado por completo. Miré hacia la esquina inferior
derecha de la hoja y allí estaba el número de página que suelo dibujar
encerrado en un círculo casi perfecto: el número uno. No podía sospechar que la
hoja había sido cambiada pues se trataba de la original, no había duda; hasta
hace un instante allí estaba mi texto. La sometí al trasluz y fue como si
estuviese completamente nueva, salvo por los dobleces. Se habían diluido las
letras, ya no había historia, la realidad de aquella redacción y la mía habían
vuelto hacia la página en blanco como si el tiempo hubiese dado marcha atrás a
través de una travesura oculta, toda vez que sentí un vértigo seguido de tos y
luego náusea en grado de frustración, mientras en mi reloj pulsera la hora
inalterable, lógica, pasaba los instantes sin asomo de perturbación. Luego de
un regodeo alrededor de la mesa en que mis ojos escrutaban la sala como a la
principal sospechosa -visitada ahora por tres personas aisladas en sus puestos
y en sus ensimismamientos- clavé la mirada de nuevo en el libro y lo que
pudiera estar pensando cualquier lector o lectora de esta historia sucedió; al
abrirlo en la página 16, palabra por palabra, tatuado con exactitud inaudita en
sus páginas sucesivas estaba el texto que se había (o había sido) borrado momentos
antes de la hoja donde lo había escrito, como si fuese la continuidad del
argumento ¡Y es que lo era! En fuente time
new roman, al tamaño de 11 puntos, en interlineado 1 se encontraba mi
historia, ahora incorporada a este libro espantoso.
No
cesaba lo inverosímil, pues en este instante descubría, luego de cerciorarme de
que mi escrito se hallaba atrapado en aquellas páginas y ya no me pertenecía,
de la continuidad de la historia por sí misma, que el libro se estaba
escribiendo solo o algo desconocido había seguido la narración sobre sus
páginas en blanco. Mi escrito, el proyecto trabajado con tanto tesón se había
transformado en el comienzo de un segundo capítulo extendido hasta un final
parcial, propio de la estructura novelesca.
Con
desconcierto y mucha curiosidad leía acerca de Nanúfer, descrita su
personalidad entre una meticulosidad pulimentada con el sentido clásico del
detalle y el espléndido humor familiar, tendiente a compartir, a festejar, a
merodear constantemente la felicidad. Se la presentaba como a una niña de padre
español y madre aymara, educada con el esmero propio de gente sosegada y
entregada a formas culturales amplias, mimada hasta cierto punto porque fue orientada
a la austeridad, al ascetismo religioso y la meditación, obra del sincretismo
espiritual producto de la convivencia solidaria alimentada entre ambas
dimensiones teológicas del padre y la madre, con el dios católico de la cruz y
el redentor por un lado, y los dioses ancestrales aborígenes amorosamente
gravitando en su alma por el otro.
Tuvo
institutriz y proyecto de ser monja, aunque vencieron los ancestros indígenas a
través de una visión amplia e infinita del mundo que su madre y su abuela
supieron sensibilizar con paciencia. Se dice en un pasaje muy descriptivo,
exento de florituras del lenguaje y filigranas gramaticales que fue al campo y
sembró la coca, estuvo en las minas y convivió con la rudeza del hombre de
sonrisa perenne e inexplicable. También se la lleva al aprendizaje de los
bailes dedicados al Sol y a dormir una noche a orillas del gran lago luego de
llorar por el dolor del mar ausente de su pueblo. Leí redacciones prodigiosas
de una sintaxis envidiable al vivenciar cómo sintió las palabras de la luna en
susurros al oído, cómo el viento le contó acerca de los secretos del tiempo, cómo
la luz de las estrellas en un halo magnífico cubrió su soledad con el amable
manto del universo. ¡Nanúfer! la
despertó su nombre en el vuelo rasante de un cóndor vigilante y entonces el
amanecer pintado de trazos anaranjado, carmesí, violeta observó su despertar
sutil, el semblante placentero, la llama del agradecimiento fulgurando en sus
pupilas.
Siento
la ofensa infundida a toda posibilidad de recrear el profundo sentido escrito
en las páginas antes difamadas por mi estupor. Nanúfer, en su juventud, es
elevada en unos pasajes de esta progresiva escrituralidad a través de una
narrativa imposible de ser copiada al texto, so pena de agraviar el arte del escribir.
¡Me sería imposible tal descalabro!
Quise
sacar el libro de la biblioteca y llevarlo a mi casa para dialogar con sus
terribles silencios, pero me fue imposible. Urdí varias formas de llevarlo
escondido y todas chocaron con su peso. En la medida de aproximarse la hora de
cierre fue cobrando un peso mucho mayor a la posibilidad de su tamaño. Me fue
imposible levantarlo de la mesa, abrir su tapa o siquiera moverlo del sitio en
que había quedado. Parecía pegado con una argamasa invisible surgida de su
propio misterio. Ahora sí apareció el encargado de la sala para indicarme la
necesidad de retirarme del recinto.
Volví
al siguiente día con la secuela de no haber dormido, de haberme convertido en
una molienda de pensar toda la noche sin aquel libro de interés definitivamente
vital para mí. Tardé un par de horas de indagaciones con el encargado y otros
bibliotecarios sin poder convencerme de que el libro no estaba. Aquel título
jamás había sido leído o escuchado, no se encontraba en la colección y además
fue buscado en la data sometida a la red de toda la institución nacional y la
inexistencia fue la respuesta.
La
literatura me vuelve obsesivo. Fui consecutivamente cada día consumiéndome todo
el horario y el libro no aparecía ni era consultado ni buscado por alguien,
hasta dar vuelta a la semana: ¡Claro! fue un día martes el primer encuentro y
hoy, también martes, justo una semana después, al llegar, el libro estaba sobre
la misma mesa, tal y como lo había dejado. ¡Ah!
Entonces consiguió el libro -me habló con un dejo de burla el encargado de
otra sala al verme con el volumen en las manos. Durante un rato sufrí el acoso visual
de varios empleados, mirándome como a un espécimen novedoso, poco común, inquiriéndome
con sonrisillas irónicas; hasta el vigilante, custodia de la seguridad, se
aproximó y observó el libro levantando una de las cejas. Por un momento pensé
que me lo iba a pedir para revisar.
La
sala quedó vacía, como si se les hubiese olvidado el asunto o hubieran
intercambiado sus puestos de trabajo con gente invisible por simple
divertimento. Lo reconocí de nuevo, sin presiones, traté de desembarazarme de
las tensiones psicológicas, del cúmulo de supersticiones cohabitadas en mi
subconsciente, de las impresiones metafísicas ahora dirigentes de este extraño
proceso de escribir, aunque después de todo no pude hacerlo. Me vi en la
necesidad de asistir a este fenómeno con esa carga amarrada al nerviosismo, al
asombro, a la perplejidad.
La
literatura me ha hecho pasar por situaciones impresionantes. Evoqué en aquel
momento a Varinia, mi amante literaria; hacíamos el amor sólo después de librar
la lectura compartida de cualquier texto breve o extenso. Teníamos varias
semanas leyendo la novela Rayuela cuando una noche en que seguíamos al pie de
los números los capítulos en cada paso sugerido por su autor, percibimos haber
caído en un círculo cerrado donde volvíamos al punto inicial. No podíamos andar
la linealidad del comienzo de la obra. Apenas leíamos tres capítulos y al
cuarto volvíamos al primero. No avanzábamos. Voy al baño –dijo Varinia ya un poco cansada de vagar en el
laberinto planteado por la novela. Regresó y se sentó a mi lado en el piso, me
miró con ojos díscolos, pálida, la pollina un tanto alborotada, como si se la
hubiese hurgado con desespero y me soltó: Acabo
de ver a Cortázar en la cocina. Estaba como buscando vino. Arropado por una
nerviosa sonrisa a punto de brotar le pregunté: ¿Y cómo sabes que Julio Cortázar buscaba vino?- Varinia respondió
con voz misteriosa: Creo que me lo dijo
con la mirada. Son cosas que no necesitan hablarse. Además, él debería saber
que no bebemos mate. -Entendimos la aparición como un signo de guardar la
novela y apagamos la luz.
“La conocí el día en que un tal
general Banzer perpetró un golpe de Estado. Había toque de queda y estaba en mi
departamento preparando unos informes de la situación cuando tocaron a la
puerta de enfrente. Miré por el ojo mágico y vi que se trataba de ella, una
preciosa desconocida, además, una mujer en peligro. Dejé por un momento continuara
su llamado cuando se presentó en la calle una patrulla del ejército. Abrí la
puerta y le ofrecí alojamiento. Fustigaron el edificio de arriba abajo y el
departamento en cada rincón con inquina los soldados y la brutalidad. Pasando
por alto mi condición de diplomático, lo que parecía un sargento me obligó a
que los acompañara a la delegación. Allí me interrogaron con mezcla de cinismo
y rabia. Al regresar fui directo a la pared de doble fondo y de allí salió con
su caminar saltadito. Nanúfer –me dijo su nombre sorbiendo café de una taza de
porcelana con motivos florales. Sentí la impresionante vibración de su cuerpo
palpitar en mi corazón. Cantaba al hablar, suspiraba al respirar, volaba al
sonreír, soñaba al mirar. Jamás había sido mirado de aquella manera, además, nunca
se está preparado para recibir unos ojos tan dulces y a la vez tan firmes, tan calmos
y a la vez tan fogosos, tan animados y a la vez tan tristes. Me habló de una
tortuga que alimentaba con hierbas, de una madre que le hablaba aún después de
haberse despedido para siempre debido a un aneurisma, del arte de tejer tapices
con hilos de colores como una de sus pasiones; también me habló de sus libros,
de sus cuentos, de las historias de sus ancestros, de las canciones de los
trovadores de un gran pueblo rodeado por desiertos. Era alegre, imaginativa,
capaz de construir confianza con rapidez a través de la buena fe transparentada
en su diálogo, de mover el ánimo con su calma, de agitar la voluntad con su
reflexión en baja voz. Tomó una guitarra del trípode arrimado en un rincón,
llamando sus cuerdas al instante de sus dedos y los arpegios en sus manos me
obligaron a citar la pequeña armónica siempre guardada en el bolsillo de mi
saco para situaciones como ésta. Nos dejamos llevar por una canción extraña,
bizarra, tal vez un viejo blues, luego el canto religioso de algún campo
africano, hasta llevar nuestras miradas a fijarse mutuamente por tiempo
indeterminado, como dejándose ver el alma. Supe de las innumerables palabras
ocultas en un silencio custodiado por la bondad. Imaginamos juntos, a fuerza de
una conversación tenue, cómo se dibujase la luna en la altura de la noche si no
estuviese del otro lado del mundo o de qué forma se pueden dejar de escuchar
las botas de la soldadesca y de sus cancerberos cuando se aplastan sobre la
calzada o simplemente cómo sonreír obligados a callar. Sin pedir permiso tomó
una de las paredes blancas para extender un dibujo a colorido pastel de un
grupo de niños siendo llamados por un mar lejano. Había un sol esplendente,
gaviotas, canoas y un velero. Se durmió luego de tomar agua en un vaso de barro,
como la niña habitada en su ancestral génesis”.
Mi
nuevo aporte al libro estaba listo para ser incorporado de aquella manera demencial.
No sé cómo me dejé llevar por esta vorágine letrada. El mismo cuidado, la misma
mística al trazar la letra caligrafiada durante años para narrar mis historias
en la hoja en blanco había puesto en juego al idear lo que podía ser el inicio
del tercer capítulo y así colocarla doblada en la página siguiente. Aguardé
pensando con mucha inquietud el traspaso de mis imaginaciones a ese libro
travieso, apareciendo como obra de mago mis palabras en tinta china, en el
volumen editado en letra de imprenta. Me inquieta pensar la poca importancia
dada al origen de toda esta truculencia, entregado como ya estaba a un
aquelarre incrustado en la intimidad bibliográfica, tal que, la seducción por
la incertidumbre frente a lo que estaba por ocurrir era mayor a cualquier logro
o hallazgo, inclusive literario. Si saldría una gran obra de lo que suponía era
una novela en construcción poco me importaba, frente a la expectativa de algo
telúrico, monstruoso, fraguado en este ir y venir de una fuerza desconocida
poseída en un libro que apenas existía.
Me
había entregado de nuevo a dejar pasar los minutos frente al volumen y si
volviera a repetir esta vivencia en virtud de algún juego de ciencia ficción, olvidando
todo cuanto ha pasado, jamás imaginaría lo que estaba por ocurrir, imposible
siquiera pensar que al abrir el libro, mi texto continuaba escrito en la hoja y
las páginas que debieron haber estado escritas mostraban el horrible aspecto de
la nada, esa abominable sensación demasiado parecida al momento de abrir la
llave del lavabo y no salir agua, de encender el televisor y luego de un rato
la imagen no aparezca, de estar a la medianoche en una avenida solitaria
esperando un taxi nunca llegado.
Desesperé,
debo reconocerlo. Mi primera reacción pudo haber sido salir corriendo a la
Avenida Universidad con el fin de preguntar a cada transeúnte la razón por la
cual mi texto no se había transferido a las páginas del libro, pues era
preferible ser tomado por loco, a mantener esta cordura tan endeble como un
bloque de ceniza. Un tumulto de interrogantes se apelotonó en mis pensamientos
obstruyendo la calma. ¿Quién o qué me estaba manejando como a un monigote? ¿Tenía
vida este libro y era el causante de esta magnífica tragedia o lo sucedido
hasta ahora estaba siendo creado por los retruécanos de una mente enferma de
literatura como posiblemente era la mía? ¿Era un pensamiento o una
manifestación instintiva o una emoción latente o una inteligencia sensitiva lo
que direccionaba esta situación? Y la pregunta lógica: ¿Por qué yo? ¿Por qué a
mí? ¿Por qué terminaba siendo yo el sujeto de estas circunstancias desmadradas
de toda conducta cotidiana? ¿Quién me escogió o soy yo quien dirige todo?
Esta
biblioteca se me estaba haciendo el sitio de una conspiración espiritual o
mental bibliográficamente tramada ante la vista de todos estos libros cómplices,
con el objetivo de producir un libro al contrahecho de la naturaleza, al margen
de la sana mentalidad humana, al improviso de la novedosa neurosis de algo o
alguien capaz de envenenar de incertidumbre un alma como la mía cuyo sencillo
cometido en la vida ha sido escribir y en buena medida leer. ¿Por esto debía
ser castigado ahora con un acertijo tan cruel? ¿Con qué fuerzas podía responder
al cómo es posible la intransferencia de mi texto luego de haber sucedido con
anterioridad? Sin la más mínima pista del otro lado, de quien o quienes urdían
este samplegorio en alguna parte, me fue casi imposible acometer la resolución de
este reto.
Pero
la mente es en realidad cosa seria. A cada oscuridad por tenebrosa que sea
siempre hay una respuesta de luz como el encendido de un yesquero en una oscura
calle o metido en la mente cuando no se ve nada y apenas se tientan trastos
imposibles de reconocer porque son figuraciones desvanecidas con cada
aproximación de nuestra razón. Ese fogonazo me iluminó la hoja con la cual
intenté pasar intencionadamente mi texto. No tenía el solitario número uno
encerrado en un perfecto redondel en tinta china en el ángulo inferior derecho,
apenas había sido traída de mi casa en una pulcra carpeta y doblada en cuatro, justo
antes de ser colocada a manera de marcalibro como fue puesta la otra hoja. Ésta no era la hoja
original utilizada con inocencia para demarcar el primer capítulo y el desierto
textual habido en el resto de las páginas; en resumidas cuentas, no era la
hoja.
Con
los años se ha manifestado en mí un grave problema con la memoria. Puedo dar
cuenta de una extraordinaria memoria histórica para los hechos de mi vida pasada
por muy antiguos que éstos sean, mas no es así con la memoria de corto y
mediano plazo, ésas con las que debemos organizar los días. He vivido
desesperados sucesos al no recordar inmediatas acciones producto de los
llamados actos fallidos estudiados con brillantez por Segismundo Freud y sus
discípulos al internarse en las cavernas de la mente humana y la conducta. El
cambio del sitio habitual del llavero de la casa me ha traído consecuencias en
angustia y desespero. La movida descuidada del dispensador de la sal entre cocinando
y escuchando música me ha generado molestias a la hora de readerezar la comida
al gusto del momento, buscando su figura vidriosa cuando se encontraba entre el
perolero habitual puesto en un medio orden de filas de envases frente a los
ojos de cualquiera y los míos desencajados entre lo habido en el pensamiento y
lo invisible en la entorpecida memoria.
Gina
y yo volteamos y revolvimos nuestro apartamento tipo estudio maldiciendo el
funcionamiento de mis neuronas cerebrales como si hubiésemos cumplido el
mandato de aquella fuerza ocupante del libro. Cada uno de los volúmenes de
nuestra biblioteca fue revisado página por página no sin alarma: uno de mis
actos fallidos favoritos es meter en un libro cualquier hoja de papel cuya
importancia ha llegado a ser directamente proporcional a la intrincada
colocación que le he dado. Sacamos uno a uno mi colección de discos de vinil y
compactos aprovechando para espantar el polvo con una lanilla amarilla. La
zapatera colgada en un rincón del alma de este recinto, la mayoría de las veces
en tranquilidad, fue desmontada y cada calzado pasado por el ojo tan escrutador
como angustiado (y hasta por la nariz) de quienes anhelaban la aparición de un
papel sometido a la sordidez de una situación sólo comprendida por mí y a
trazos por mi Gina. Por si se me cayó, todos los debajo de… fueron mirados: muebles, cama, escaparate, estantes,
mesas portátiles, arturitos, nevera, cocina, tal y como los arriba de… cada una de las repisas y
topes posibles de haber sido utilizados para honrar el olvido.
Hasta
el momento de echar con el rabo del ojo un pestañar a la cesta de la ropa sucia
y preguntarme: ¿Cuándo fue la última vez que lavé? Contando los dedos de las
manos fui directo a sacar las piezas de tela tumefacta, por fortuna aún
acopiadas debido a mi ocupación en el libro y sus incidencias. Fue cuando di
con la camisa y, luego de hamaquearla y estrujarla como a un estropajo, hallar
en su bolsillo el consabido papel. Lo enarbolé como a la bandera victoriosa de
una guerra ante la mirada de Gina, quien sacaba con la punta de los dedos
enguantados y una mascarilla en el rostro, los desechos del pote de la basura
como si fuesen uno de sus experimentos bacteriológicos.
Transcribí
letra por letra, sílaba por sílaba, palabra por palabra aquel texto en la hoja,
ahora predestinada, confiando haber atinado en la solución del impedimento. En
efecto, la transferencia y posterior ampliación del argumento se produjo con
asombrosa naturalidad, como si mi angustia anterior hubiese significado sólo la
gota de rocío incidental, flotada en el universo de un azar perdido. Pensé (aún
me quedaban recursos para honrar con ideas, imaginarios necesitados de ser
dinamizados con objeto de cristalizar material escrito) en mi niñez y en las
primeras veces en las cuales escribí cosas, garabatos iniciáticos luego
convertidos en halagos maternos, familiares, escolares, rayones llegados a ser
palabrejas sentimentales dedicadas a realidades neblinosas y no puedo dar
cuenta de haber vivido algo extraordinario, salvo el día de mi cumpleaños
número ocho, entre un inmenso pay de limón, velas, algunos globos, bambalinas,
sonrisas de la gente adulta y deseos de empastelarse de mis amigos, cuando olvidé
los deberes de matemáticas hasta estar sentado en el pupitre frente a la
maestra dispuesta a constatar la materialización de mi responsabilidad. En el
cuaderno sólo podían haber algunos trozos de la felicidad sentida el día anterior
y la asignación con el vacío de toda intervención. Pues no fue así. Los
problemas con regla de tres y porcentaje estaban resueltos con una letra
idéntica a la mía. La lógica me llevó a pensar en la obligación surgida de la
vehemencia de mi madre, quien me sentó, ya dormido del puro placer de jugar,
ante el cuaderno, para enfrentar aquellas fórmulas en unas condiciones
imposibles de imaginar. Quiere decir que las llevé a cabo como dice el refrán
popular: con los ojos cerrados. Sin embargo, debió ser como en un sueño, en un estado
de sonambulismo o hipnotizado por el empeño maternal vuelto siempre imposible
de torear en estas circunstancias.
Las
manos femeninas tomaron con delicadeza el sello y colocaron una carita feliz en
la hoja, al no haber observado ninguna equivocación en la resolución de los
problemas. “Te insisto en que debes
mejorar la letra” –dijo con su dulce voz de soprano. Y la mejoré hasta el
punto de hacerla servir para este objetivo, más bien transformado en el deseo
de transitar el argumento de una novela construida entre mi estoicismo y la aún
borrosa llegada a término, empujada por una voluntad transpersonal.
Si
no existiera el enemigo, no sabríamos la cantidad de aliados y amigos incrustados
en nuestras vidas. En existencias descalabradas y en ficciones compuestas de
cantos demacrados y teatros de la tragedia con temas de opulencia imperial se
resaltan las decepciones ocasionadas por falsas amistades o amigos que no son
tales, en tanto que el ejercicio de la vida real nos pone de frente el
verdadero rostro de la dialéctica entre amistad y enemistad; -tal vez la más
dinámica del mundo- ejemplificada en la guerra, el conflicto bélico a gran
escala, adonde marchan los soldados sin saber a ciencia cierta el enemigo a enfrentar.
Allí el amigo es el soldado como uno; a nuestro lado pisando el mismo pantano,
dejando su propia huella, cargando su arma como a una amante cuyo recuerdo no
saldrá jamás de sus manos, acelerando su paso al llamado del mismo jefe,
gritando a la vida su deseo de victoria y cantando a la muerte la posibilidad
de la derrota, hasta quedar frente al rival, imaginando su silencio, su mirada
oscura, sus palpitaciones secretas, su deseado infortunio.
Los
enemigos de Nanúfer –percibía en la extensión del capítulo- armaban una guerra
oculta en esos lugares abisales anegados de maldades, dispuestas desde la
insidia a desangrar lentamente los corazones humanos y hacer transfusión de
odios, causantes de la trombosis del desprecio. Pero ella veía ese sitiado
bélico y no lo aceptaba como un peligro. Por el contrario, la inmensa vastedad
de su bondad era tal que, iba a través de la vida revestida de un aura
impenetrable, casi imposible de ser traspasada con finalidades malignas. Estos sucesos
y cavilaciones cobraron en la novela una dinámica gravitada entre ambientes
lúcidos y oscuridades. Cuando las líneas argumentales perseguían transmitir los
horrores de la guerra entre ejércitos, el lenguaje era sumergido en canales
emocionales indigestos, escatológicos, sin esto significar ausencia de elevado
trabajo literario, más bien la narrativa se trasladaba a lugares gramaticales de
ceñida lúdica, a una sintaxis entrecruzada o diríamos apuñalada por ocultas
onomatopeyas de sufrimientos, heridas y fracturas abiertas al descampado de los
buitres, heroicidades entrampadas en el sin remedio de una causa emparedada por
guijarros de los poderosos, lanzados en forma de carcajadas.
En
cambio, cuando la metáfora volaba hacia Nanúfer, cada palabra era una luz representativa
de un color confluido en el prisma de la belleza. La lectura se llenaba de un gozo
sólo posible de describir entre motivos de alegría, de calmas en la
respiración, de meditaciones –una tras otra- llevadas al paraíso de un amor
impoluto. Se la presentaba entregada al absoluto hacer por los demás con
infinito sosiego, con la mirada puesta en la felicidad ajena, en la semilla del
bien donde pudiera florecer, en la presencia oportuna, puntual, solucionadora. Todo
lenguaje alrededor de Nanúfer había sido escrito con la maravilla del regocijo
y debía ser leído con el corazón ubicado en un ambiente de regocijo, para
poder soportar el asecho minado a su alrededor.
En
este mismo capítulo se describe a Donaides. Si este narrador no supiera las
consecuencias obradas en su fuero interno como experiencia de esta lectura y a
la vez escritura martirizante, jamás podría comprender el por qué este
personaje era descrito con tanto aire de perfección. Se le colocó el cinismo
como virtud primordial y lo aplicaba letal en su trato con la gente. Ocultada
su maldad entre amasijos de sonrisas, tratos amables y un poder capaz de
aplastar cualquier traba de sus planes, desplazaban a este Donaides a través de
espacios lujosos donde la influencia y su tráfico eran el orden del día.
Imaginemos
cómo se había utilizado toda la capacidad posible de un lenguaje versado, con adjetivos
a discreción y fresco en detallar la manera de vestir de un opulento burgués de
La Paz -una ciudad doble: arriba colonizada por las vallas publicitarias, abajo
acariciada por las marchas sensitivas del pueblo indígena- agringado en la
escogencia de modelos, marcas y telas, aunque nada escatimaba en el lujo y los
costos. Como si fuese el mismo personaje quien escribiera aventajando su propia
historia (por fortuna se le niega en el argumento toda capacidad de escribir) el
lector debe pasearse por esculpidas referencias de su físico allegadas a cada
músculo, sudor, cabello, palpitación, caminar, galanteos, sonrisas; todo es una
preparación para la pormenorización de sus ruindades, las bajezas sucedidas una
tras otra a lo largo de sus actuaciones e influencias, la puesta en evidencia
de los más turbios sentimientos ocurridos en alguien vacío de toda humanidad.
Desespera
cuando nos enteramos de la cacería montada por Donaides sobre aquella mujer
protegida por buena parte de la humanidad imposible de concebir en este asesino.
Pudiera confundirse con el Dorian Gray de Wilde, pero no; éste transcurre en un
proceso de degradación paulatina, en cambio, este Donaides parece haber nacido
degradado de la nada, contraviniendo los postulados de toda pedagogía; de un
pasado oculto y hundido en un ayer como la herrumbre de una llave maestra imposibilitada
de abrir alguna puerta. Es precisamente el desconocido pasado la importancia de
su colocación en la trama. Tiene una historia tan antigua como la costumbre
generada por el ejercicio de su poder.
A
veces es central, otras veces tangencial o transversal el tema del poder en un
escrito, aunque esté presente siempre. Encarnado en un personaje potentado, poseído
por la magia del dinero que puede colocar de rodillas la voluntad más firme, el
poder esta vez anhelaba corroer la dignidad de una mujer; y no estoy leyendo del
himen, ni de esa dignidad fabricada por los prejuicios sociales colocada como
un santuario en el jardín humoroso llamado pubis. Me refiero a esa dignidad amplia
extendida en su ser como un universo, en su historia con pasado y provenir, toda
vez que su presente es un hacer de haceres, sin descanso de alma preciada. Durante
la lectura me detengo a pensar en estos pasajes descriptores de la batalla aún asechante
entre la acción de Nanúfer y la fuerza de este Donaides, capaz de matar con
sólo imaginar, aunque incapaz de la dignidad.
Ese
no dormir llevado más allá del insomnio, exasperó mi obsesión por la
literatura. Aunque premios y reconocimientos jamás me fueron esquivos, fui
quien rehuí cualquier reconocimiento menoscabador del impulso hasta resguardarme
de la inmodestia, y así adentrarme en el acto de escribir y sobre todo en el leer
profundo de la letra, del lenguaje y con el anhelo de descifrar sus designios.
No hubo gallo madrugador cuyo canto no me encontrara con la mirada encorvada
entre el dactilógrafo y el imaginario activo, como el propio escarabajo
escriturario horadando obras literarias que jamás escribiría. Sólo quería
mirarlas a la distancia con el catalejo de la impotencia, a la espera de otros
escritores en osadía atrapados.
Créame
este lector, en este momento de la sombra indecisa por esta letra, preparado a
afrontar un reto; desafío encaminado a cambiar el curso del destino; lugar
común que se ha dicho y hecho en literatura, pero sobre todo en la vida. ¿Qué
cambia el curso de una vida? ¿Qué puede una ciega bondad reconocer de
importancia vital para virar algunos grados sus pasos y alejarse del mal
anunciado? ¿Qué hace a una mujer entregada al hacer constructivo de la vida, obrar
con cautela, prudencia, prevención?
Jamás
escribí fuera de nuestro apartamento (a no ser la biblioteca referida); y cuando hablo de escribir me refiero a
gubiar la mente, repujar en la memoria los significados y silencios del
significante de mis historias para luego escribirlas donde sea. Aunque este
capítulo decisivo en tono y anhelo me ha tomado en mi cama. Era el momento,
digamos, supremo. Debía ser tan contundente como para dejar la posibilidad de
una ofensiva contra lo inesperado del mal. Y pensar que aquel día siguió a una
noche sin insomnio. Dormí desde las nueve de la noche, entregándome sin reparo
alguno a la opacidad del descanso onírico. Creo no haber soñado como para
entorpecer con esas imágenes mentales lo destinado a la trascendencia
artística. Cuando abrí los ojos el escrito se deslizó hacia mi memoria como una
gota de jarabe sanador.
"Confluyó la paz a sus ojos
vestidos de miradas levitantes. El habla de la vista es más rápida que
cualesquiera otras hablas existentes, debido a que no las asiste un tiempo
posible y las gobierna la aquiescencia. Cuando un colibrí habla al polen de la
flor, ya miles de miradas se han hablado entre sí; igual pasa cuando una
estrella cae, un silencio se rompe, una nube se marcha, un dolor cesa, un
recuerdo despierta, una caricia se esconde, un miedo se calma, un resentimiento
se desancla, una venganza se consuma. El más poderoso mirar lo hay cuando la
mirada cree no mirar y está mirando. La mirada puede ser la puerta más amigable
o el más infranqueable de todos los muros.
"Habló desde su desnudez, como cuando
un secreto se roba todas las dinámicas de la razón. Fue territorialidad sin las
fronteras del pudor. Fue maja dispuesta a las dinámicas del asombro no
requerido de comprensión. Fue pintora de su propia obra maestra en óleo
epidérmico. Cada vez sonriente y mi vulnerabilidad se implantaba como un
poblado de vientos arremolinados en ansiedades jardineras. Cada vez llamativa y
mis pasos tardaban eternidades en trazar alguna caminata hacia su invencible
femineidad. Cada vez sensual y mi espera se sostenía apenas con pensamientos
absurdos como de ciego o de santo. Nadie nos llamaba más que nuestras pasiones
agazapadas en los deseos. Nadie nos buscaba más en algún recodo del prejuicio.
Nadie nos esperaba más que esos placeres inimaginables en pasado alguno. Nadie
nos encontraría apelando al aburrimiento más atroz, detrás de las mil y una
máscaras de la formalidad.
"Escuché sus gotas de agua caer
en la laguna de mis sueños. Creí ser hilo interminable de un tejido coloreado
con alegrías y ser a la vez el tejido mismo, cálido, brillante, a veces
incendiado, a veces árido, salido de sus manos que me creaban de nuevo, como
una artista adivinada por mí en los años de una ancianidad aún no vivida. La
tempestad de sutilezas surgida de sus arpegios culturales, hizo fiesta de mis
riscos amatorios, hasta elevarlos a cada sol colgado en lo más lejano de la
eternidad. Es fácil creerse Dios en estas alturas, pero, ¡Cuidado! Mejor es la
beneficiosa neblina de la humildad para cuidar de los cariños sembrados.
"¡Nanúfer! –la volví a
bautizar, esta vez con los profanos siseos de mi respiración. La nombré mil
veces y a cada nombramiento, una Nanúfer salía de su piel convertida en un
volcán. Su nombre se transformó en ecos sucesivos, escondidos por secretos que
huían vanamente del placer. Entonces aquel inmenso nombre sagrado fue una voz
celestial, cavernada a corazón intenso como una saeta encendida en la sutil
grasa sentimental de mi alma liberada. Me nombró y no atendí. Me nombró también
mil veces y yo cubrí mi identidad, cada vez más vulnerable, con la desnudez
lograda por mi espíritu. Cuando me hice el grito del más insensato Dios, mi
nombre era rasgado en la imposible página de un olvido desfigurado.
“Qué de pinga es sentirse para
siempre de esta forma amado –pensó aquel espía vencido por su propia mirada”.
Zarpamos
el lago de siempre, de los fines de semana o de las vacaciones o asuetos,
mientras la casita que alquilábamos para hacerla de recogimiento, distancia y
retiro de lo citadino se quedaba íngrima sin saber cuál sería el itinerario de
un matrimonio que la invadía con hábitos cariñosos pero estrafalarios. La canoa
se fue alejando con la dejadez de nuestros remos hundidos en la corriente como
si se derritieran por la inercia, mientras las vibraciones del agua le sacaban
hilachas de destellos a la aún floja luz de la mañana que, fría,
olorosa a barro de lecho ribereño, a rancio natural, a cagarrutas de todas las
aves desperezadas por el amanecer, dejaba caer las persianas aurorales cuando
aún a la noche, el sol no le había sellado su boleto de ida por la eterna marca
de su vigilancia terrestre.
Con
sayas de tejidos coloridos como herencia de sus abuelas ancestrales, la belleza
corporal de Gina es capaz de fomentar cualquier pensamiento, escapado de un
tímido deseo; ligera de esas ropas sagradas, con apenas unos aislados retazos
de tejido para jugar a cubrir sus arquitecturales senos y el amazónico aposento
apenas velado de lo existente en sus tepuyes insondables debido al delineo de
unas caderas imposibles de soslayar, se me presentó, en ese momento inaudito, en
ese impensable saliente cósmico, haciendo estallar en pedazos el monótono vivir en
pareja que asesina la sorpresa, ese verse todos los días en aquel apartamento
estrecho aunque universo amoroso, que resume las costumbres convertidas ahora en
ruido de pájaros, en aromas arquetipales, en preguntas (verdes de tanto verde,
acuáticas de tanta agua, acústicas de tanto eco) sustituyentes de aquellas interrogantes
ahuecadas por una rutina que osa resistirse, en medio de la novedad ecológica
estructurada tantas veces en los libros de texto; a evaporar su abulia, aunque
sea por varios días y que ahora le imponíamos el deber de convertirse en puro
sortilegio, en escalofrío mediador que comenzaba a ser calor selvático,
vibratorio, térmico, en bandada de loros locutores del comienzo del día, en
despreocupación de una pequeña montaña que se nos antojaba más amor que
ocultamiento o misterio; escenario del cuerpo negro de una mujer toda negra
-untada de mis ojos y mis deseos-, hembra capaz de hacer más digno el día, más
bella la noche, más sensual el bosque, más feliz a este hombre.
La
canoa bogó por un rato sin rumbo, cargando a la despreocupación y a nosotros. A
la distancia, cualquiera hubiera sospechado la deriva de sus maderas crónicas
como una extraña presencia desconsiderada. Tal vez fuimos disciplinados o fue
la liviandad propia del hacer amoroso lo definitivo en aquella danza lacustre. Sentí
el monstruoso movimiento de ella cuando es quien desea, cuando la poseen sus
duendes corpóreos y la mandan sus arrebatos, cuando me convierte en su embrujo y
soy lo deseado por mí en ella. Tal vez alguien haya visto mi brazo saltar del
vano canoero como el títere que anunciaba el fin de una función sólo para
imaginar. El títere se impregnó de la corriente, dejó al agua llevarle sus
palpitaciones, las voces arteriales que se calmaban, el sudor luego convertido
en tímido componente del lago.
Remamos
impulsados por par de sonrisas limpias, como recién sacadas del planeta
habitado en nuestros corazones. Atracamos en una ribera tímida que daba al mercado
de Cucuruchal. Preciosuras emanan de la nada cuando la gente de pueblo mete sus
manos en epifanía sencilla. Encontramos ventorrillos tendidos en una especie de
solar rodeado por esa vegetación que, estando puesta allí desde siglos, se hace
propicia y primeriza cuando se imagina su utilidad y se transforma en adorno, custodia,
sombra, apaciguamiento, frescor, sitio para conversar acerca del vivir, para
negociar; universo para ser humanidad.
Desde
la pequeña cuesta venida del lecho se veía la herradura formada por los puestos
de verduras, frutas, hortalizas, casabe, carnes, pescados, enlatados, víveres,
mercancía seca: telas, adornos, artesanía de todo tipo, ubicados de tan
armoniosa forma y además con belleza. El pueblo y los visitantes desbordados en
la dinámica, energizaban con el ir y venir, la vistilla y el merodeo, la
curiosidad preguntona, el interés respondón, el movimiento de una fiesta para
el aprovisionamiento y la vivencia. Satisfechos de la hospitalidad del gentío y
cargados de algunas de sus ofertas regresamos a la canoa y al lago y al remar
jolgorioso y al canto de canciones rememorativas y al bogar acompasado del lago
transitado por el sí mismo de los saludos.
La
conversación esperada, casi temida, en la noche guindada como una perla. ¿Cómo
va el libro? –Gina dejó escapar un dejo de picardía en la sonrisa. Me le quedé
como el susto de un niño flotando en su gracia, no corrí infante, montuno,
simulando congojas, por no dejarla al arbitrio de una soledad injusta,
desconsiderada. ¿Desafiándome? Pudiera decirse. Había pegado pedazos de mi
aventura -salidas de las peripecias imposibilitadas de simulación- con la goma
arábiga de su intuición; agarró del irrespirable aire boqueado por mis
angustias, aquí y allá, al voleo de mis pensamientos en voz alta, de
altisonantes sentidos estallados en mis iracundias inútiles, frases quebradas a
golpes de soliloquio, discursitos aparentemente vacíos imperdonables a la
curiosidad femenil, palabruchas nada difíciles de atar como los cabos del lugar
común usado en frase interesante, por quienes se creen personajes de Dickens. Al
descubierto estaba desde hace rato; faltaba el empujoncito de sinceridad y
cabría la posibilidad de conversar algo, algo aterrador o exageradamente
angustiante, esa faena ya de ella opinable, hasta criticable, y de mí
escuchable, hasta meditable, tomando la calma para arrullar sus palabras.
"Los escritos son de cada quien
–inició girando la mano del vaso, y el vaso del vidrio, y el vidrio del licor y
el licor de la sensualidad y la sensualidad de la mano- son íntimos, secretos,
cuando no son conocidos por alguien. Has querido revelarme tus escritos sólo cuando
los consideras terminados, cuando están en la imprenta y es irremediable
cualquier enmienda. Tus archivos han sido materia inexpugnable y muy respetados
por mí; han sido reproducción de la mente que jamás me ha mostrado en ninguno
de los casos de nuestra vida siquiera una metáfora antes de que sea un todo
legible, impreso y definitivo. Nunca he sido tu primera lectora; tampoco la
última. Algo ha pasado que ahora conozco el asunto de los secretos literarios
de ésta que pudiera ser, lo sospecho, tu última obra; se han filtrado rastrojos
de tus letras venidos hasta mí para entenebrecer aún más lo ocurrido. Han
pasado momentos, a sabiendas trascendentales, por lo ya escrito o por escribir y
además, por tu responsabilidad en esta maraña de tránsitos situacionales, sin
hacer interferencias con mis opiniones, señalamientos, consideraciones, quejas;
apenas esas asistencias sin más remedio colocadas por la fuerza de la
cotidianidad en esto tan desconocido, tan pero tan oculto, convertido empero en
evidencia, en revelación, en tenebroso sistema andante y avasallante hasta en
mi vida. Me he convertido, como nunca antes, en la escudera de algo que pudiera
ser un caballero andante o una doncella perdida y nunca encontrada o un caballo
pastando en el silencio de una aventura filtrada hasta despertar sospecha como alguna
vez necesaria; un monstruo ¡eso es! el monstruo agazapado en lo percibido por
mí como algo amenazador de tu raciocinio, de tu concentración, de tus armonías
conocidas por mí de tanta juntura maravillosa; justificada no más con la
prestigiosa levedad del amor. Desconozco personajes, tramas, motivaciones,
ambientes, problemas, posibles salidas de esto casi imposible de ser llamado
novela, porque no creo que llegue a novela; esas esqueléticas osamentas
iniciales que erigen una obra literaria, ahora bosquejadas por tus
intervenciones y participación, llegadas a mi instinto y entradas en mi
criterio. Asida a la boya de la sospecha para no hundirme en un nadir
insoportable, te veo en la sesión decisiva que te hará elegir cuál rumbo seguir
o detenerte en la simpleza de un momento en el cual, no salir de casa un martes para ir
a la biblioteca tras eso y someter a la indiferencia todo cuanto ha significado
este nudo extendido demasiado tiempo o tal vez poco si se coteja con el impacto
ocurrido en nuestras vidas, pudiera ser la alternativa más sensata; continuando
en esta sospecha, pareciera venirse el cataclismo ocultado por lo que ni tú –ni
mucho menos yo- sabemos, durante esta calma apenas sostenida con tu obsesión:
¡vaya endeble base para un continuum! ¡Tú obsesión! Me permito decirte que, de
continuar, te espera la gloria o el barranco, la exaltación espiritual o la
perdición mundana, el sosiego eterno y vivificante o la locura ésa: de andar
por los basureros comiendo del desecho humano. En cada estado en el cual tu
alma quede (demolida) me tendrás cerca".
Pensaba
en las decenas de empleos, sostenidos por una puntualidad a veces rayana en la
soez ubicuidad, al llegar el prometido martes a la biblioteca. (Tantos que
tuve; desde la buhoneril artesanía hasta el profesorado con jóvenes, quienes no
pocas veces rogaban a sus santos algún benéfico percance jamás sucedido a mi
persona, que me situara ausente de la clase, y en todos, una hora antes del
compromiso estaba zanqueando el inicio de la actividad). El siempre bello
edificio labrado en piedras cortadas en bloques precisos (como los de las
afamadas pirámides egipcias) y frisadas de piedrecillas brillantes, me esperaba
en la estancia que siempre ha sido; hoy cual cascarón de un Fenix en busca de renacimiento.
Las emociones provocan en uno esa amplitud de la palpitación en el pecho, tan vivificante, tan armonizadora de cuanto sentimos; el libro estaba allí, en el mismo sitio, aún insospechado, y fue como si su encuentro por primera vez conmigo se repitiera con mucha menos sorpresa, pero con más tensión por la incertidumbre generada. Sentado a la mesa, lo tomé de nuevo en mis manos y fue como si no me pudiera acostumbrar como a cualquier libro, al que uno va leyendo y conociendo a la vez; éste no, éste se va leyendo y escribiendo a la vez en un proceso en reversa; mientras se va leyendo se va escribiendo y se va desconociendo, además, otros lo van escribiendo junto conmigo (otros horrorosamente ocultos) y al mismo tiempo me van leyendo y los voy leyendo. O es que acaso, me pregunto, ¿esto no es lo que sucede comúnmente cuando leemos, porque escribimos un libro al mismo tiempo mientras lo vamos leyendo? Quien lee no sabe que –secretamente- también escribe y ese escrito se va acumulando en su experiencia de vida como una obra fantasmal también escrita por desconocidas fuerzas laterales, paralelas a nuestra precaria realidad. Sin embargo, en este caso, la lectura ha obrado una coincidencia misteriosa con lo escrito hasta desconocer si el infinito destino tendrá acaso el beneficio de algún hito donde pueda tomar calma o descanso.
"Definitivamente no tiene ninguna relación con la maldad por esto no la presiente. Su hacer y su pensar no se diferencian; andan sobre un haz de luz vinculante, muy poderoso, sobre todo porque semejan lo contrario; su levedad no es debilidad, su sutileza no es acción superficialidad, su tibieza no es indiferencia. Sus acciones provienen de un pensamiento firme.
"Fue en la conversación
sostenida por teléfono; en el habla diferente percibida al responder la única
pregunta formulada, con el solo timbre de voz inconfundible; aunque esta vez,
provisto de una tonalidad brillante jamás escuchada en la exasperación
psicopática, en la corazonada vil, en la inmunda sospecha; atrapada esa
fracción de milésima de segundo para atraerla a su instinto asesino y constatar
la convicción de que, anhelado ese disturbio ambicioso de su animal percepción,
ella finalmente asistió al amor verdadero, distanciada de su chacal
mordacidad, de su olisqueo mercantil, de la infecta pretensión de tenerla para
sí aunque sólo fuese en la auto chantajeada hez producida por sus pesadillas.
Cayó en la cuenta, entonces, de que había fracasado ante su inmensa bondad.
"Sería la guerra entre una
mafia enquistada en todo el orden internacional y unas organizaciones
comunitarias también con vínculos extra fronteras y la red de espionaje, a
despecho de tres circunstancias importantes: el accionar mafioso contaba con
todo el aparato institucional mundial para la garantía de la impunidad sin
restricciones y –muy importante la segunda y tercera cuestiones- las líderes de
las organizaciones comunitarias ya venían movilizadas ante muchos problemas de
violencia y esa red de mi adscripción era absolutamente secreta, inclusive, pudiera
decirse que invisible. Esta situación generaba una constante en la contienda; se
trataba de una interesante actitud propia de quienes se erigen con un poder
inimaginable sobre los demás: la subestimación.
"Sería el enfrentamiento entre
el amor infinito; profundo sentimiento ancestral por todo lo humano, por las
esencias transparentes del espíritu, por esa metafísica asida a la razón de la
belleza generada por un ethos vital que ampara la estatura del principio antrópico
impulsor sencillo de la gente, en resistencia contra el odio abisal, generado
en los estómagos intestinales como la patógena nausea acumulada por la
voracidad de una bestia, antiguo bahamut que antañó toda la riqueza para sí; también
generado por la desquiciada inconciencia de un a priori de exclusiva
incumbencia, inoculada en el poder absoluto; ambición base de todo
totalitarismo que tiene en el asesinato el principio de todo diálogo, en el
crimen la respuesta a toda demanda social.
"Sin esperar comprensión por la
aparente indiferencia del peligro, aunque con una serenidad sorprendente,
Nanúfer activó a sus compañeras en todos los colectivos sociales regados por el
mundo. No había país en que no hubiera, al menos, un puñado de mujeres elevando
pancartas, voces y vuelos de lucha por la denuncia de hechos atroces y acciones
legales en contra de las injusticias. Nanúfer invocaba la paz, siempre la paz,
con obstinado atornillamiento en cada una de las acciones de sus conmilitantes:
era su escudo absoluto la paz. Incomprendiendo al extremo este sentimiento, sobre
estimador de las fuerzas, tan cándido, frente a un enemigo brutal; buscaba hacerla
ver la necesidad de la precaución y la inconveniencia del martirologio muy
común en las religiones porque termina apaciguando las pasiones de las luchas.
Ella echaba estos factores al resbaloso recipiente de la relatividad, como los
ingredientes de una ensalada cuyo sabor dependerá de la cantidad de vueltas
dadas en el tiempo.
"Mi agente del Norte en Bolivia
me informó del primer atentado sufrido por Nanúfer en grado de frustración,
indicativo de que su enemigo pretendía terminar rápido esta guerra, bajo el
principio: muerta la líder, finalizaría un conflicto sólo existente en la mente
de ellos. Se trató de la utilización de un mortífero proyectil de última
generación con sensores calóricos al cuerpo de la víctima virtual, quien fue
sustituida por una víctima real, mediante una contra operación encubierta diseñada
en setenta y dos horas. Se trató de un funcionario israelí llevado al sitio en
el cual debió haber estado Nanúfer, a través de una pista falsa. El sionista fue
absolutamente neutralizado; la efectividad de la acción fue tal que el personal
técnico tuvo serias dificultades para establecer su identificación. Tal
confusión retardó cualquier confirmación informativa. De la contra operación no
quedó rastro. No hubo víctimas inocentes que lamentar.
"Las fuentes sionistas, tomadas
por sorpresa, organizaron tardíamente la matriz informativa para culpar del
atentado a cualquiera de los enemigos que tienen en su larga lista (nuestras
fuentes altamente confiables hablaban de haber usado el dedo para escoger de
prisa, obviando la vieja fórmula del orden de aparición). Ofrecieron una rueda
de prensa totalmente improvisada, mostrando fuertes contradicciones en el modus
operandi y hablando de un montaje tipo comando, echando mano de complicadas
maquetas y cuadros. El personal acreditado quedó tan confundido que prefirió no
hacer preguntas".
Fue
ésta mi primera incursión bélica en la narrativa, siempre tendiendo a ordenar
todo en función del espía y su empeño en salvar a Nanúfer de cualquier daño intentado
por sus enemigos. Estaba claro que, del otro lado se encargarían de montar todo
lo relacionado con el teatro de operaciones y demás ensayos del escenario
guerrerista cuya violencia apenas imaginaba. Suponía me dejarían sana y salva a
Nanúfer al final de cada capítulo, para luego ingeniármela en la creación de algún
importante traslado con aventuras incluidas o pasajes reflexivos que
permitieran a ambos comprenderse en el escenario y armar siempre la defensiva para
contrarrestar los ataques, habida cuenta de la bella contradicción entre las
alarmas tempranas del espía y la exasperante despreocupación de su damisela.
Conjeturaba
algunos cambios repentinos para los cuales esperaba tener la suficiente
perspicacia, de tal manera que el andamiaje estructurado, las piezas clave y
los recursos literarios, gramaticales y lingüísticos estuvieran, no sólo
ajustados a la temperatura pasional y argumental de lo contado, sino
anticipados lo suficiente como para facilitar peligros limitados. También
estaba consciente del cambio operado en el lenguaje; en su intensidad
dramática, manejo afectivo, aumento de la dureza gramatical y sintáctica, grave
disminución del frescor metafórico; no queriendo decir con esto la expulsión
total de este recurso porque, contrariamente, sería más bien un justo interés metafórico
al servicio del punto de ebullición dramático sin importar quienes fueran el
objeto de sus invalorables efectos.
La
extensividad acostumbrada de la narración se prolongó de forma hasta ahora
inusual y estuvo signada por la ira de Donaides, quien hizo activar el
siguiente paso de su ofensiva con la saña esperada que, aunque fue encarnizada,
no tuvo descaros; como de sorpresa, mantuvo cuidados, discreciones, bemoles,
hasta silencios frente a la reacción de los medios y las redes, de los que se pensaba
necesaria inquietud mas no alertas activadores de los mecanismos de justicia
frente a las denuncias; bajos perfiles y sencillez en el modus operandi de
quienes serían los autores materiales, los cuales fueron manejados con pulso y
conocimiento.
Se
trataba de incentivar femicidios en cuando menos cincuenta países en todo el
mundo a través de la instigación de distintas maneras y formas ya probadas y
planificadas. Las acciones dieron inicio con asesinatos arbitrarios por parte
de agentes sicariales anclados en los sectores medios de la sociedad, quienes
tendrían seguidas y seleccionadas a chicas jóvenes que luego fueron secuestradas, asesinadas y
encontrados sus cuerpos en sitios apartados por gentes desprevenidas. Los autores
materiales pertenecían a un ejército internacional de reserva compuesto por
fascistas fanáticos, psicópatas, tipos sin formación ni empleo fijo,
delincuentes permanentes y ocasionales y en menor medida individuos comunes y
corrientes dedicados a actividades normales, captados en sitios suburbiales
donde picoteaban una que otra incursión en bares nocturnos, mabiles, red de
tráfico de mujeres.
La
segunda avanzada estuvo dirigida a víctimas selectivas entre activistas de
grupos de denuncias contra la violencia de género y una tercera avanzada, colocada
en primera línea discrecional mayoritaria de esta guerra, compuesta por mujeres
emparentadas con tipos potencialmente maltratadores, acosadores y femicidas,
cuyas actitudes de violencia permanente afectaba a uno o varios núcleos familiares
y era normalizada por formalidades sociales e institucionales como el noviazgo, matrimonio
y sus derivados, y hasta legitimada por la fachada hogareña y el miedo o
debilidad de la víctima inmediata. Según estimados técnicos manejados por las
mafias controladas por Donaides, este último grupo de agresores era fácilmente
incentivado por campañas inducidas desde las informaciones de prensa y
directamente por el bombardeo de noticias falsas en las redes sociales, donde virtualmente
se llamaba a asesinar a sus parentelas.
La
impunidad de toda esta acción estaba garantizada mediante el establecimiento de
una fuerte influencia política delincuencial que activaba el soborno a jueces y
otros funcionarios y promovía, además, el desaliento en las víctimas, impedidas
de denunciar, participar y organizarse para enfrentar la escalada agresiva, al
encontrarse con la desidia y desaliento del funcionariato que restringe al
mínimo el ámbito y competencia de las leyes constitucionales establecidas para
sancionar esos delitos.
Reconocí
en mí, al leer esta descripción, un estupor inmediato e inimaginable. Mi primer
pensamiento fue tomar este denso y largo capítulo, como el despliegue onírico
de una dimensión fantasiosa, necesaria para acrecentar el peligro de muerte en
la persona de Nanúfer y no como en efecto se trataba: el bosquejo terriblemente
ficcionado de una realidad escondida en las apariencias de una sociedad mundial gravemente afectada por un flagelo extendido a todos los estratos sociales,
aguantado, soportado, disimulado por poses, farsas, hipocresías, fachadas
sociales, indiferencias personales, objeto de fuertes presiones económicas y
políticas tan antiguas como el mismo inicio del mundo. Leer, cómo –una a una-
las víctimas caían mediante la activación de este podrido tejido mafioso tal y
como se presentaba en un macabro plan, significaba también reconocer ésta como
una situación obviada por mí, soslayada debido a mi encierro en el micromundo
en el que me encontraba en todo este tiempo; además, dolorosamente, obviada por
esos mecanismos habidos en las personas, cuya dinámica normaliza todo cuanto
pasa a nuestro alrededor hasta justificar, incluso, con nuestro propio encierro
mental, la tragedia cotidiana caída a los pies como un ave muerta por el
disparo de alguien, al fin y al cabo sin importancia para nuestra balada
vivencial transcurrida sin reparos ni sobresaltos.
La
primera avanzada del plan se cumplió tal y como estaba prescrita. La mayoría de
las víctimas, jóvenes con familia, levantaron el revuelo acostumbrado entre los
deudos y las organizaciones de defensa y denuncia. Debo reconocer en la
descripción de las manifestaciones y en la puntualización de la caracterización
de las denuncias una pulcritud literaria tan necesaria para clarificar a
cualquier lector. Limpia la escritura como transparentes los sentidos, en la
búsqueda de las lógicas en la inocencia de los familiares ante los crímenes
abominables y la impotencia ante el dolor causado debido a la impunidad frente
a los mecanismos de justicia.
Como
Bolivia no estaba en la lista del plan, como táctica para no llamar la atención
ante la escalada, la siguiente avanzada era para afectar a mujeres líderes de
las organizaciones y así Nanúfer se veía imposibilitada de manifestar su
rechazo y denuncia de los hechos. Además, continuaba como objetivo permanente a
ser eliminado. Con una técnica metafórica de utilizar pseudónimos cariñosos
para referir a las mujeres, diez en otros tantos países, fueron ultimadas con
ataques directos y cuatro sometidas al terrible procedimiento de la
desaparición forzada.
Finalmente,
como evidencia de la incitación social provocada en los medios de información y
en las redes, se desató el ataque de los maridos, potenciales femicidas, contra
sus cónyuges en el resto de países y otros que espontáneamente se agregaron;
las cifras aumentaron más de lo previsto. El colmo de esta tragedia fue el
nombramiento de Donaides, a postulación de sus amigos, como Presidente de un
organismo internacional de investigación del aumento de femicidios en todo el
mundo, dada su fama de potentado caritativo y hombre influyente en las
políticas sociales. Huelga decir que esta mampara fue creada por su propio
Presidente. Magistral se presentaba al final del capítulo, una concisa
entrevista concedida en La Paz a un periodista alemán, en donde lamentaba los
dolorosos hechos investigados y llamaba a Nanúfer a pronunciarse en nombre de
la organización internacional que coordinaba.
Luego
de esta lectura mi agotamiento era extremo, además, debí realizarla tres veces,
dada la densidad de los datos, los ambientes entrecruzados de manera impecable
para enriquecer la trama, las situaciones contra las víctimas inigualables para
hechizar al lector más friolento; todas de diferentes móviles como para
producir asombro. Debí batirme (y vencer) contra el gusto, la predilección, la
fascinación, la animadversión, el encono; nuevamente con la envidia, y de esta
forma salir airoso frente al exceso de cargas de subjetividad que pudieran perjudicar
la continuidad de mi trabajo. Por primera vez tuve un estado de cierto
privilegio que en ningún momento aminoró el miedo.
La
siguiente semana me llené de niños, de infancia; espacio mantenido tan
distanciado de nuestra relación profunda, sentimental. La constante y
apasionada actividad científica de Gina le mantiene en estado inerte cualquier
sueño referido a la maternidad. Yo ni se diga con la paternidad. No nacerá el
niño entre Gina y yo de su útero sagrado, porque la vida nos lo retira hasta
colocarlo en otra vuelta del tiempo habido en la grandeza del holograma integral,
pero todos los niños son nuestros, así como nuestro es el aire para vivir,
somos siempre nuestra propia infancia.
Cuando
la actividad me abrumaba como en estos acontecimientos tan sui generis ocurridos en mi vida, siempre aprovechaba para visitar
el prescolar de una antigua compañera de la universidad, quien tomó el amor por
los niños como finalidad profesional para abrazar la educación. Me entrego a esos
espacios de novedosa sabiduría, de originario encuentro con el conocimiento;
juego sin creerme el espíritu de niño que tuve alguna vez, más bien dejo salir el
niño de espíritu que soy, y así circundar asombros entre aquella sinfonía de
temperamentos cambiantes recién florecidos, compartiendo sus acciones
demandantes de atención y así las tenciones mundanas se relajan como si mi
cuerpo estuviera en un huerto de frutos jugosos y allí mi mente se encontraría en
un terrenal oasis.
"El objetivo central de la conformación de aquella organización inusitada era provocar la aparición pública de Nanúfer y así ubicar su posición. “¿Por qué este Donaides te odia tanto, mi amor?”. Le pregunte. “Me odia por esas dos palabras finales que acabas de pronunciar”: me respondió. Debatimos entre el desespero mío por comprender esta guerra frontal y su actitud de serenidad frente a su trabajo constante, segura de hacer lo necesario, lo indispensable; es como si no requiriera que alguien o algunos la cuidaran, la protegieran; como si tuviera la certeza de ser protegida por la admirable sintonía entre su pensar y su hacer.
"Batirse contra un imperio es
labor constante porque sus bases poderosas trabajan a cada instante como
midiendo por milésimas de segundo su efectividad, en favor de sus ambiciones
desmedidas y en contra de lo inesperado en la conciencia de la gente; razón por
la cual, sin llamarme a engaños, debía trabajar con una anticipación
inimaginable. Con planes macerados durante años, las organizaciones ubicadas en
los cincuenta países agredidos, trabajaron con paciencia a otra Nanúfer. Dicen
que siempre se tiene un doble en algún lado y las artes del teatro nos ayudan a
materializar este fabuloso mito a través del maquillaje y, si le agregamos la
tecnología como acompañante en estos tiempos, nos encontraremos con
posibilidades importantes.
"Logramos que, en cada país, para
hacerle frente a esta escalada en contra de las mujeres, una Nanúfer apareciera
en público y diera una declaración en un mismo momento sin necesidad del
trucaje del video tape, de otro novedoso artilugio, ni la memorización del
texto. Todas fueron espontáneas, vehementes, dignas, incisivas, coherentes.
Debo reconocer que fue un momento asombroso, ver la repetición casi al calco de
alguien que también se encontraba entre quienes hablaron, porque jamás se
permitiría quedarse por fuera de una movilización tan extraordinaria que además
colocaba a las compañeras en riesgo.
"El enemigo acusó un golpe
devastador. Les costó valiosos minutos recuperarse de la sorpresa y el asombro.
Nuestro valioso informante clave reportó a un Donaides poseído por una jaqueca
demoledora en su temperamento y en su físico, tan es así que, debió invertir
quince minutos para pensarse enfermo y con ira, colgarle la llamada telefónica a
un médico al cual jamás había llamado. Sus agentes obtuvieron en cuestión de
segundos las copias de cada una de las apariciones y las examinaron a través de
equipos cibernéticos altamente especializados para determinar cuál era la
verdadera Nanúfer, porque Donaides estaba seguro de que se encontraba entre
ellas. La información obtenida se hundió en el más oscuro de los secretos".
Con esta jugada literaria del argumento creí haber asestado un golpe, no sólo a los agentes reaccionarios de la trama, deseosos de acabar con la vida de la mujer (personaje) esencial, sino también a quienes, desde la otra dimensión de la escritura, empujaban porque el asesinato fuera inevitable. En el transcurso de la historia me fui dando cuenta de que se trataba del viejo planteamiento entre el bien y el mal, aunque transversalizados por nudos de vida complejos y relativizantes. Comprendí mi papel de coordinar mi personaje del espía como el diseñador y ejecutor de planes destinados a salvarla de la muerte. Y también entendí que quienes andaban del otro lado de la narrativa, orquestaban los peligros que yo debía resistir, enfrentar y ganar a través de ese espía. Parecía que era una batalla de ellos contra mí en el terreno literario y de los criminales contra el espía en el terreno de la ficción que se escribía. Ellos favorecían al enemigo y yo a Nanúfer a través del espía que la amaba; esto creo haberlo oído en otra parte.
Todo funcionó hasta darme cuenta de un grave error habitado en mi pensamiento y mis
ideas, como esos recovecos rígidos dejados en la mente sin que nos demos
cuenta, debido a las incidencias de la pedagogía escolar que afectan el
dimensionamiento de definiciones, conceptos y acciones en la colocación real de
la vida. Debo confesar que jamás me imaginé una trasgresión desde el otro lado,
aunque tampoco debía exigir explicación de quienes no se habían dignado al diálogo
abierto y desde el inicio sólo me enviaban señales.
En
un encuentro internacional de organizaciones por los derechos de la mujer
llevado a cabo en una zona centro occidental de Venezuela hace algunos años,
Nanúfer quedó fascinada por el aprendizaje y la práctica de un arte de defensa
del cuerpo, de la vida y de la espiritualidad. Se trataba de una especie de
baile, en principio en parejas, cuyos movimientos van desplazándose por un
universo de conocimiento de sí misma, del contrario y del mismo cosmos donde se
mueven. Cada bailante tiene un palo de madera muy fuerte en sus manos y danza
frente al otro, lanzando y quitándose los golpes del palo a partes
neutralizables y dignas del cuerpo. Aunque en la suerte del juego se concibe y describe
la noción de contrario, su práctica esencial es a vida, no a muerte. Los
oriundos de la zona llaman a esta actividad “garrote” y tiene mucho de deporte.
Aprender este aire lúdico con firme disciplina, con pasión artística, salvó la
vida de Nanúfer.
La
noche de la aparición pública entraron tres atacantes a la habitación del hotel,
enmascarados y armados de filosas espadas. Treparon a la ventana entrando a
través de una intrincada madeja sólo posible de ser explicada por la respetable
técnica del rapel. Por fortuna, su intuición obró en favor, al leer en las
señales del lugar: el vuelo inexplicable de una no menos sorprendente y grande
mariposa blanca (casi transparente) extendiendo sus alas a lo largo del espacio
durante breves segundos; un ligero golpe de brisa sobre la cortina abierta de
la ventana que hizo entrar gotas como de rocío y rayos de sol y el acto de
cerrar de inmediato el corredizo cristalino que trajo el sutil ocultamiento de
unos pasos sigilosos, aprendidos a escuchar en su convivencia con la
naturaleza.
El
primer envión de los agresores reventó la ventana. Ya Nanúfer estaba preparada
con el garrote para defender su posición. Bailó con precisión con el primer
atacante, al cual colocó en estado de vulnerabilidad tal, que un segundo
atacante lo atravesó con un espadazo mortal. Este segundo fue desarmado con un
estacazo a los tobillos y el tercero (junto al segundo) ocurrieron a las
maneras del escape. El espía fue informado de inmediato y encontró a Nanúfer en
posición contemplativa, ensimismada frente al atacante caído. Los componentes
de la vigilancia interna del pasillo adyacente a la habitación habían sido
aniquilados sin piedad. La respuesta de Donaides fue contundente, aunque
frustrada en el objetivo central.
¿A
quién reclamar por este cambio repentino? ¿A quién discutir el deber de haber
sido informado acerca de una novedad que pudo haber costado la vida a Nanúfer? Y
algo tal vez trascendente: ¿Por qué debo exigir algo que jamás ha sido
dialogado? ¿Debo intuir o anticiparme a todo rompiendo mis propias reglas? Estas
preguntas eran rodeadas de un “sin embargo” gigante como descargo: la
incidencia me trajo una sorpresiva compresión de varias realidades muy
significativas. Nanúfer era capaz de ver por su vida y enfrentar los riesgos
por cuenta propia sin depender de nadie; reconozco haber subestimado este
aspecto de su integralidad, de su ontología, pues me coloqué en un espacio
sobreprotector de sus potencialidades íntimas, ocultas. A lo largo de toda la
narrativa queda demostrado. En segundo término -y este aspecto está referido a
la literatura- comprendí que podía transgredir las perspectivas defensivas en
las que había colocado mi acción lectoescritural, en tanto cuido de la vida de
Nanúfer, y ahora podría accionar, asumiendo el clásico dicho de que la mejor
defensa es un buen ataque. Podía afectar a Donaides, a su banda criminal y a toda
agresión oculta venida del otro lado de la historia.
La
parte final de este capítulo está dedicada a una discusión, no por amorosa altamente
problematizada, entre el espía desesperado por urdir una estrategia para atacar
y acabar con Donaides y Nanúfer colocada en una posición de armonía, entre la
agresión ya develada y el peligro de responder los ataques con la misma
violencia y el riesgo de convertir las altruistas motivaciones, en muestras
violentas similares a las recibidas. Con justificados argumentos, Nanúfer advertía
en el objetivo de toda violencia generada como ataque, la parte correspondiente
a hacer caer al adversario en la misma violencia infringida. Aunque no
convencido del todo, el espía terminó por darle la razón.
¿Qué
haría este escritor con su campo narrativo invadido? Seguramente filosofar
entre sus personajes hasta la irremediable muerte de Nanúfer. ¿Ahora me
correspondía a mí sorprender? –me preguntaba menos preocupadamente, tal vez con
la presión literaria en baja pasión. Es como si hubiese ganado un campo en el
argumento, además de inusitado, infinito.
Me
dispuse a caminar mis sitios favoritos de la ciudad mañanera, taciturna y
nocturna. Anduve por los alrededores de la Plaza Venezuela que echa mirada
hacia La Central, los estadios, la autopista. Subí por La Salle haciendo
subterráneo con la avenida Libertador hasta la avenida Andrés Bello, serpenteando
el hormigón tejido de pequeñas urbanizaciones y edificios cuyo misterio es
entronizado por las rejas que se abren como si se estuvieran cerrando. Escalé
la Colina de Los Caobos y toqué los rumores de El Teleférico hasta la Cota Mil
y en la inmensa oreja del Cerro Guaraira con sus cabreados tejidos de varias
tonalidades verdes me detuve a tomar agua en uno de los manantiales que bajan
en forma de tuberías y bajé hasta entroncar con San Bernardino, escuchando los
murmullos de la Volmer. Salí en la avenida México y toqué la campana de la
Plaza Morelos. Me devolví un tanto hacia Quebrada Honda para orar ante las tres
iglesias: la maronita, la mezquita y la sinagoga. Durante un extendido
instante, estuve sentado ante la Plaza de la Paz leyendo su fabuloso
manifiesto. Seguí por el bulevar Bendayán en sentido Oeste. Recobré la México
deteniéndome en la Experimental y así escuchar el hermoso preludio de la escuela
primaria. Encontré la avenida Universidad con gente subiendo, bajando, atravesando.
Subí entonces por la Baralt, hasta doblar en la esquina de Piñango; allí un
hedor característico me denunció la Jefatura de Catedral. Me detuve en la
esquina de Conde y miré hacia Padre Sierra (con baja luz de sol) y parte del
Capitolio, hasta quedar frente a la Biblioteca Simón Rodríguez. Estaba cerrada.
Eran las cinco de la tarde.
Mientras
hacía tiritas del corte en bistec de pulpa negra para la cena, recordaba la
conversa sostenida entre unos jodedores en la Plaza Bolívar acerca del nombre
de los cines que hubo en todas esas cuadras, ya transformados en otros espacios,
debido al síndrome de la película Cinema Paradiso. Estos eran Rialto,
Principal, Continental, Ayacucho, Rivoli, Capitolio que se mezclaron en el
aderezo preparado con el fin de macerar la carne que luego freiría en aceite de
ajonjolí con bastante ajo y pimentón. La cebolla picada en juliana caería una
vez la carne ya tuviera algo de cocción y finalizaría con las papas fritas. A Gina
le encantaba con buena sal, trozos de pan de trigo cortado transversalmente y Té
de yerbabuena bien caliente.
Hablamos
entre sus bellas risotadas de cuando La Lupe vino para los carnavales del
sesenta y ocho. “Si no conociste a esa rumbera te falta rumba. Era única en un
escenario”. A siete meses del terremoto que sacudió la ciudad, mi avanzada niñez,
casi adolescente vio a ese cataclismo de mujer montada en una tarima, dejando
caer sus pestañas postizas y lanzando sus sandalias desde los saltos de diosa
cubana. Había cantado unos boleros de leyenda, pero su vocación para la
guaracha era suprema. Traté de recordar las palabras de Pablo Picasso,
dedicadas en París, a su extraordinario duende artístico sin destacar
articulación alguna. Nos fugamos el uno del otro: Gina fue a su rincón de
microscopía y yo al balcón para seguir respirando de la bocanada urbana, con
una pequeña libreta y un bolígrafo para continuar honrando a los copistas de la
antigüedad. ¿Qué me diría la noche desde su fiel oscuridad encantada?
Me
cuesta reconocerlo, aunque debo escribir esta celada contra mi lectoescritural
bondad. Nanúfer enfermó de gravedad. Sencillo ardid de los del otro lado para
acabar con su vida y así cambiar el objetivo original de su asesinato por esta
treta en el fondo considerada por mí como una bobada. Se trataba de un
desconocido agente patógeno llamado Une-Bons
A6 alojado en sus células que acabaría con su vida por completo a través de
una novedosa leucemia.
En
juego claro, se revelan en el capítulo los componentes químicos del infalible
agente infeccioso. En teoría Nanúfer tendría tres meses de vida que pudieran
agotarse en el capítulo siguiente de no mediar una colocación de habilidad
suprema y así dar un vuelco a esta gravedad casi conclusiva. Aunque la
conmiseración humana normal por el mal que aquejaba a Nanúfer hizo que por un
momento fijara mi atención literaria en ella, en el sufrimiento avivándose en
su cuerpo y en su vida, ese pragmatismo escritural ya instalado en mi pasión editorial
llevó toda mi atención al espía. Él era la solución de este nuevo desafío en la
trama. En su experiencia y rápido accionar estaba la superación de este
riguroso escollo. Sin embargo, el escritor era yo.
Esto
supone un cambio total de estrategia –pensé, aunque luego me detuve a
reflexionar desde un lado más flexible del pensamiento. Tal vez estaba detenido
en un fragmento de la creencia en la cual un asesinato se comete con un arma
tangible, por ejemplo, el disparo de un arma de fuego, el apuñalamiento con un
cuchillo, daga o puñal; la inoculación de un virus mortal también puede tener
las manos de un hombre metidas en la acción de dar muerte a una persona. Desde
luego que las manos de los otros escritores estaban metidas en el surgimiento
de la enfermedad.
Inconsolable,
el espía movilizó todos sus contactos científicos en países aliados,
encontrando la frustración ya que el descubrimiento de un antídoto o vacuna
tardaría un tiempo más largo al diagnóstico fatal. Se trataba de una extraña
enfermedad hasta ahora desconocida por la industria farmacológica. Las
respuestas, aunque marcadas por la discreción eran contundentes. Nanúfer estaba
sentenciada, tal y como desde el inicio se pronosticó y esta parecía ser la
línea definitiva. Muy astutos estos editores fantasmales; trágicamente astutos.
Es
una marca en el carácter de mi personalidad el actuar contrario a las
urgencias. Luego de leer aquello acerca del destino de esa mujer palpé una
urgencia pesando como una tonelada en mi responsabilidad de escritor. Si no
actuaba rápido se moría o la iban a matar, momento en el cual mi personalidad
me lleva a una pérdida total del tiempo real y me interno en una meditación
profunda acerca de la raíz del problema. Me ubiqué en los sitios que me
ensimisman: la ventana del apartamento, la Plaza Bolívar Caracas y el Metro de esta ciudad que idolatro.
No
era la primera vez parado en esa ventana por varias horas, dilucidando algún
nudo vivencial, observando el cielo iluminado de azul o nublado o lluvioso, cruzado
por el vuelo de loros o extraños gavilanes pitando el sereno o vehementes
zamuros cayendo de las nubes como pintados por Pascual Navarro; viendo pasar
los automóviles, caminar las gentes, los muchachos rodar en patinetas o bicis,
los niños escapados por momentos de las madres, el enmudecimiento de una calle roto
cuando la abro y entran de sopetón aire, ruidos, vientos, las últimas
murmuraciones del día en cualquiera de sus estaciones, el vaho aliento de un
smog impuesto como un pago al querer vivir y respirar, con el fin de envolver
el problema meditado en el manto de otros misterios. Gina, cuando me observaba,
sabía realmente de mi posición algo más allá de estar de pie en la ventana sólo mirando.
Qué
diferencia en la Plaza a la predilecta cuatro de la tarde –con Gina en la
cercanía del recuerdo- rodeado de la misma gente observada a través de la
ventana, con muy pocas diferencias (tal vez unos turistas gringos que cada
tanto la invadían vestidos con chores, franelas rayadas, cholas y anteojos
oscuros, casi como extraños espías), todas y todos en la danza de la
existencia. A veces depositaba el problema en la incólume figura del héroe a
caballo, otras tantas el conflicto se iba tras el inusitado vuelo de las
palomas persiguiendo confites de manos infantiles, o se diluía en el cadereo de
alguna muchacha desbordando el desenfado. Salvo que algún amigo o parroquiano
me sorprendiera en esta secreta actividad, la Plaza –confidente excepcional de
algunos dilemas- me albergaba como a un parroquiano predilecto.
Aunque
cueste creerlo, en mi alma contradictoria mora la paradoja de concentrarme,
orar y hasta meditar de manera suprema entre la muchedumbre. No necesito del
silencio para mis requisitos espirituales íntimos, incluso, lo abomino a veces.
No pocas oportunidades he ido a las montañas a buscar su ruido, su crepitar
profundo, no su silencio. Soy responsable, como amante del género musical
llamado Rock, desde mis años juveniles, de haber instaurado el ruido de esas cornetas
gigantescas que llamábamos bafles, hoy disfrutado por las juventudes con
músicas tan extrañas a los que fueron mis predilecciones.
No
me gusta sentirme absolutamente solo, es por esto que me casé muy joven con
Gina y su compañía, además de oasis es alivio contra eso bien considerado como
un temor. Me gusta estar entre la gente, a excepción de cuando escribo o me doy
a la lectura, ya lo he dicho, es por esto que en el Metro mi pensamiento fluye
como nutrido por ese entrecruzamiento de historias fragmentarias, ese tejido de
palabras, frases, comentarios, opiniones, pronunciamientos, proclamas y
sobretodo chismes. El Metro es una expandida ventana al todo popular y la más
dinámica plaza, donde la estatua tiene la grandiosa posibilidad de moverse y
dejarnos en un destino.
La
mirada se hizo partícipe al montarme en el tumulto de la estación Plaza
Venezuela. Se trataba de un extraño tipo con la habilidad de mirarme sin mirar.
Al detallar las líneas parciales del perfil me pareció conocido. De inmediato
pensé en esos inquietantes deja vú
surgidos en mis imaginarios para distraerme y fastidiar a Gina en el momento de
conciliar el sueño. Al desahogarse un poco el espacio de pasajeros en la
estación Bellas Artes, el tipo pasó frente a mí mostrando apariencia
despreocupada, merced a esta actitud pude notar su ojo izquierdo cuando filtró
levemente el atisbo hacia mi figura sentada, como si no tuviese atención. Al
abrir la puerta de la estación La Hoyada me fue imposible obviar cierta tensión
en su estampa. Detallado en saco negro impecable, corbata azul turquesa, camisa
blanca de mínimas rayas verticales grises, pantalón azul marino y barbilla
recién afeitada, quedó en mi recuerdo cuando sonó la señal de cierre y dejó
caer una especie de tríptico en mis piernas saliendo despavorido antes de
juntarse las puertas.
Al
abrir aquel papel acartonado, cuyas tapas estaban cubiertas con fotografías
semejantes al arte de la psicodelia, encontré un papel en donde se podía leer.
“DEBEMOS SALVAR LA VIDA DE ESA MUJER Y ESTÁ EN SUS MANOS HACERLO”. Estas
insólitas palabras estaban escritas en tinta negra de bolígrafo. Como me apeaba
en la siguiente Estación, utilicé el trayecto para cerrar los ojos, respirar
profundo; un par de minutos con la mente en blanco podrían volverme al centro
del cual fui sacado por obra de este papel y aquel tipo ahora colocado en un
escenario tan real como mi angustia.
No
me desagradaba caminar esta ciudad rebelde, arisca y muy amada, llena en su
pasado de tantos asaltos caudillescos, excepto después de las seis de la tarde.
El edificio La Nacional, la boca del Túnel hacia el 23, la entrada centro de la
avenida San Martín, la Plaza O’Leary ya sin agua en la fuente, las fauces del
otro túnel hacia la avenida Bolívar, los Bloques residenciales construidos por
Villanueva, el cine Junin, las bombillas recién encendidas, los automóviles
transitando, los transeúntes dirigiéndose a sus casas vieron pasar a este escritor
con las manos en los bolsillos, la mirada en la sombra de los zapatos, los
pensamientos en el ignoto tiempo de la incertidumbre.
Desde
este lugar no se mostraba el cerro Guaraira impulsor de muchas de sus ideas, aunque las escalinatas del Calvario estaban allí siempre seductoras para invitar a un soliloquio. Todo
derramaba penumbras. Aún faltaba una hora para pasar por Gina, a quien
seguramente la sorprendía metida en libros, taxonomías,
microscopios o bichos. Es imposible evadir el aturdimiento abatido sobre las
expectativas resguardadas para una historia de la cual ya tenía muy poco
gobierno y ahora esto: un alguien, un otro, ¿Un intruso? ¿Quién? ¿Personal de
la biblioteca? Materializado y conocedor de todo cuanto estaba sucediendo en la
narrativa aparecía ahora este tipo. Si sabía del peligro de la vida de Nanúfer,
entonces lo sabía todo -pensó como buscando un sitio de esos escondidos para
tomar un café.
Ese
escritor atontado por haber recibido un golpe más fuerte que el de un boxeador
peso pesado, parado en una esquina simulando esperar un taxi, amenazado por una
presencia -por inesperada, sorpresiva, desconocida, retadora de la intuición-
ese mismo escritor exasperado por ignorar todo lo surgido de la experencia
lectoescritural como un fluir metafísico monstruoso, deforme, al cual se le
invitó mediante la más turbia seducción a un escribir a ciegas, a tientas, a
sorbos amargos; ese escritor, afectado, al borde del trastorno, constipado de
tanto sobresalto, de leer en la nada de algo inmaterial; ese escritor era yo.
El
regreso a casa desde el laboratorio es por lo general un paseo tranquilo
tomados del brazo, mediado por una conversación cualquiera al permiso del cruce
entre divinos temas, por los que la trivialidad roza ciertas risas o señas de
sorpresas en ambos rostros. Esta noche el mío o no tiene ninguna seña o sólo
tiene el aviso de las palabras escondidas en un demudado perfil entre
entristecido y reseco. Hacia el destino hogareño la salida del Metro marcó del
rostro de Gina mirando el mío, como buscando un tesoro perdido, la joya valiosa
de mi conversación.
¿Saben
cuando llegamos a un sitio familiar, en este caso nuestra morada común, y
tienes la sensación de la presencia de alguien escondido o fantasmal? Gina me
abrazó: “Aquí hay alguien”. “Tengo la misma sensación ¿Cómo logró entrar? Es
casi imposible hacerlo. A menos que tenga copia de la llave”. Los dos llaveros
oscilaron en nuestras manos como artefactos vivientes. Ya sabemos que son
poderosos los llaveros en nuestras vidas. Por uno podemos perder la calma más
ceremonial.
Nos
sentamos en un pequeño sofá de tres puestos capitoneado en tela blanca tejida
con predominancia del blanco, muy cerca ella de mí, yo de ella, sin tocarnos,
con sigilo, como cuidándonos ambos. Pienso en todos los regentes espirituales
de la religión de su pueblo, sonando en los acelerados latidos del corazón de
Gina, como tambores anunciando lo porvenir. Entre ser vigilados o visitados por
algo desconocido mediaba lo horrible, algo escondido nos cubrió como un manto
frío. ¿Cómo pudimos saber esto sin ninguna manifestación tangible, aviso,
amenaza? No lo sabemos. Es un sentimiento mutuo.
Hace
años bajábamos desde este cuarto piso con miras a disfrutar una mañana de
trote, apertrechados de mono, tenis, dispensador de agua y disciplina, cuando
en el ascensor sentimos esa misma fuerza; la fuerza de este instante porque tiene
energía especial. Nos detuvimos en el primer piso y volvimos a nuestro nicho.
No pasó media hora cuando sentimos un escándalo en planta baja. Las armas de
tres asaltantes los sometieron, volviéndolos a su apartamento con el resultado
del robo y el desvalijamiento. Cómplices esperaban en el estacionamiento para
llevarse algún automóvil. El tiempo como al agua, resecó las preguntas retadoras
de nuestra lógica frente a lo sucedido en realidad y a lo que pudo habernos
ocurrido. ¿Cómo pudimos crear aquella tangente?
La
voz del tipo sonó a la par de su salida parsimoniosa del baño. La ventaja de
estados de espera como éste es la eliminación del susto. Gina debió voltear pues
yo me encontraba de frente. De todas formas, cierto sopor helado deja la
ruptura de una incertidumbre así. Era el mismo tipo del Metro moviendo los
brazos en señal de calma, los labios en mímica de silencio, el cuerpo con la
curiosa lentitud de las perezas, hasta sentarse en una silla de tablitas de
pino. Es natural pensar la cuenta lenta de cuartos de segundos como si fuesen
horas entre nuestra perplejidad y la explicación del tipo.
“Soy
el espía”, dijo en bajo tono, pero con firmeza. “No digo mi nombre porque este
autor no se ha dignado en escribirlo. Por ahora soy el espía”. Casi encima de
esta frase respondí: “Te llamaremos Tomás: Ver para creer”. (Ahora Tomas) dijo
con rostro de interés: “En descargo del escritor: no eres el único que escribe
esta historia. Está bien, pueden nombrarme Tomás”. Gina levantó el brazo izquierdo
sobre su cabeza y cerró los ojos: -“¿Ustedes dos se conocen?” Y dirigiéndose a
mí: “¿Puedes explicarme qué está sucediendo?”. Si la brevedad y la concreción pueden
honrarse de alguna forma en mi narración, a Gina estuvo consagrada hasta la
exactitud y la rapidez. Era necesario distanciar de toda duda cuanto se dijese
a partir de este momento, acerca de la realidad y la historia escrita
desconocida por Gina, quien jamás optaría por decir: “Arreglen sus problemas
que yo me voy a dormir”, por el contrario, se consideró completamente
involucrada donde, además, sin saberlo, las mujeres tenían protagonismo central.
“Tenemos
una ventaja en el tiempo porque el siguiente turno de escribir es tuyo y hasta
tanto no escribas ellos no lo harán”. Le agregué: “Y esto pudiera ser fatal
para quienes debemos salvarla”. Tomás respondió con rapidez: “No creo en una
muerte súbita de Nanúfer. Será lenta como quieran que sea esta enfermedad. Pudieran
jugar con la gravedad y pueden alargarla como en una telenovela cualquiera,
aunque eso obligaría a cerrar el libro. Lo que pueden es ir colocando cuadros
dramáticos para que descifremos sus intríngulis y así también torturarla.
Además, parecen favorecer al verdugo Donaides”. “¿Cuál es la razón de tu
presencia aquí? ¿Cómo has llegado a pasar a este plano y hacerte real? ¿Cómo
entraste al apartamento?”–preguntó Gina. “Deberías aportarnos algunos datos.”
Tomás
se levantó y fue a la ventana, lugar por excelencia de las meditaciones en esta
casa. Nos dio la espalda para cavilar su respuesta. No había armado la
arquitectura de su réplica ante una pregunta tan obvia como complicada de
comprender seguramente. Dióse la vuelta para quedar de frente. Enjuagó las
manos con el aire, respiró hondo, nos dedicó una mirada profunda. A diferencia
del espía, ahora parecía un testigo crucial, mismo nerviosismo, misma
responsabilidad, misma dignidad. Nótese la insistencia mía de seguirlo narrando
como a un personaje de la ficción.
“Los
personajes de la ficción –comenzó diciendo- así tan inventados como somos,
también tenemos una vida oculta. El mundo de la literatura es como un espejo
del mundo real. Cada libro de relatos, cada historia es un espejo de lo humano.
Los lectores comienzan a imaginarnos y a figurarnos en situaciones,
sentimientos, emociones. Así como hay un juego entre la objetividad y
subjetividad de los escritores respecto a sus personajes, nosotros tenemos el
mismo juego respecto a quienes nos escriben. Como personajes también tenemos
aristas, perspectivas, claridades, opacidades, oscuridades. Vivimos una
independencia donde pueden más los lectores que quienes nos escribieron. En ese
universo tenemos actividades coherentes con lo que somos en nuestras historias.
Con esto les quiero decir que además de espía, este oficio me llevó a
fascinarme por las investigaciones de una ciencia exacta como la Física”.
Había
llegado Tomás a establecer aproximaciones asombrosas con el estudio de centros
energéticos habidos en todo el planeta y con portales cósmicos distribuidos en
áreas medulares hasta relacionarlos con las sabidurías ancestrales del pueblo
aymara. Mediante la pormenorización de sus indagaciones en la Física Cuántica nos
habló de su encuentro con infinidad de probabilidades habidas en lo que
llamamos universo y el hallazgo de los agujeros Einstein –Rosen, cuyas entradas
son los portales cósmicos. Gina acotó la familiaridad nuestra con ese tema,
aunque no hayamos llegado tan lejos.
-
“Llegué a ustedes a través de un portal cuyo vórtice se encuentra en
Cochabamba, Bolivia. Sabios amautas de sabiduría ancestral, sellada por secretos
milenarios, me lo hicieron saber. Son también parte de esta historia en la cual
ya ustedes se incluyen como personajes. Al apartamento accedí porque en esta
realidad puedo traspasar las paredes mientras no soy visto.”
-
“La novela se salió del libro”- dijo Gina.
-
“La novela siempre se sale del libro- agregué- es su objetivo, salirse como
cada tanto se salen el Quijote y Sancho Panza para inspirar la aventura de los
hombres y las mujeres en la realidad, aunque la particularidad del momento no es
inspiración sino la salida tan evidente, tan concreta, ofrecida por esta
literatura. Esta situación ya lleva a preguntar ¿Quién creó este libro? ¿Lo
sabes, Tomás?”
-
“A mí no me pregunten. Con ser personaje de esta historia tengo. Ya es
suficiente con haber realizado este salto cuántico para encontrarlos. Sin
intentar una respuesta, creo que se trata de un misterio de los que está
impregnada la cosmogonía de lo humano.”
-
“¿Te consideras humano?”- preguntó Gina.
-
“Desde que fui creado por este escritor me considero humano.”
-
“Cómo fue que te hiciste autónomo de mi escritura”.
-
“La clave fue dejarme llevar por tus propuestas. En tus descansos escriturales
inicié mi labor autónoma, mi vida independiente, hasta venir aquí para
encontrarlos.”
-
“¿Cómo supiste que era yo?”
-
“A través del sueño.”
-
“¿Cómo así?”
-
“La novela no es el único espacio a desplegarse luego que nace la historia.
Muchos creadores no se dan cuenta que conversan con sus personajes más allá de
la obra. Y aquellos que se hacen conscientes de las múltiples opciones, no les
dan continuidad. Es por ello que los autores no vuelven a la obra una vez
terminada. También es la causa de que las obras los supere y tenga vida propia
en las dimensiones que le dan los lectores, los críticos y otros investigadores.
Las academias son en buena medida responsables de esta redivivencia y esos
ocultos lectores en sus nichos clandestinos.
"El
papel de la memoria humana es fundamental, tal y como lo preconizó Ray Bradbury
en su novela Farenheit 451 ante la quema de libros del totalitarismo. Esa
necesidad de hacer memoria, de recordar habida en los lectores nos mantiene viva
la autonomía porque cada lector es un escritor en potencia y a través de su
imaginación fluyen nuestras acciones. La gente imagina sus propias historias
partiendo de las que lee y nos coloca en infinidad de sitios y dimensiones.
"Les
dije anteriormente: logré hablar contigo a través de tus sueños. A tus sueños
tú me has llamado infinidad de veces desde que me creaste. Tu vasta cultura y
tu interés por esta historia me permitieron acceder a mucha información de tu
vida. Por este medio me fue fácil orientarme geográficamente en tu paradero y
la tecnología me permitió hacer el resto. Aunque el rastreo personal no fue
nada fácil porque debí sortear mucha de la palabrería, imágenes y sentidos
producidas por la líbido. Por fortuna los tiempos oníricos también guardan
asimetría con el tiempo humano como parámetro. Eso de que el tiempo no existe
se cumple en la dimensión onírica a la perfección, razón por la cual cuando se
sueña, el tiempo de percepción humana puede ser inmenso del habido realmente en
el sueño. A Freud le faltó enunciar que el subconsciente es nuestro policía,
dramaturgo, cineasta y archivólogo a la vez. Al asumir esta materialidad me es
imposible acceder a estos recursos. Ahora estamos en igualdad de condiciones”.
-
“¿Cómo podemos salvar a Nanúfer”? –preguntó Gina.
-
“Tú eres parte fundamental de esa tarea. –Respondió Tomás mirándola a los ojos.
Tienes en tu laboratorio el antídoto para salvarla, sólo que debo llevarlo a
Cochabamba”.
-
“¡Ey!” –exclamé- “…recuerda que yo soy el escritor”.
-
“No lo olvido. –dijo Tomás cerrando brevemente los ojos- el caso es que ahora,
como en la vida real, somos unos personajes escribiendo nuestra propia historia
o la historia en resumidas cuentas”.
-
“¿Y cómo se llama el antídoto que supuestamente tengo en el laboratorio?”
–preguntó Gina, abriendo los ojos a su propio pensamiento.
-
“Son dos compuestos naturales que utilizas para fortalecer las pencas del cocuy
y preservarlas de las plagas”.
-
“¡Ya los ubico!”.
-
“¡Qué bueno! ya que mezclados con dióxido de cloro se transforman en un potente
agente celular que destroza las células cancerígenas de esta extraña enfermedad
de mi realidad paralela”.
-
“¿Y eres también biólogo, Tomás?”. –pregunté con cierta irritación.
-
“Recuerden que tengo vasta experiencia en Física Cuántica y la misma me ha
permitido experimental con realidades holográficas y varios planos tangenciales
y probabilidades habidas en el cosmos. Una de esas probabilidades como para
crear una fuerte tangente en esta novela lo significa el recurso biológico por
parte de Gina. Averigüé su vida profesional; recuerden que también soy espía”.
-
“Visto así, supongo que al relativizarse el tiempo nos estamos moviendo en
realidades paralelas, donde el tiempo es el mismo y lo que ocurre se dinamiza
en probabilidades diferentes”.
-
“Así deberías comenzar este capítulo” –aportó Tomás.
-
“Demasiado formal y manido para ser el comienzo” –dije para detener la
intromisión-. “Ocúpate de preparar tu regreso cuántico. Gina debe abrir proceso
con la fórmula. Yo continuaré la narrativa, pues debemos tener mucho cuidado;
Donaides debe estar sobre nuestros pasos manejando posibles tangentes. Es un
tipo muy peligroso por astuto y poderoso. Las manos de quienes escriben del otro
lado no descansan y apuestan más al perverso que a nuestra bondadosa mujer que
está a punto de morir. Nuestros movimientos deben tener la cautela del lince.
Recordemos que la narrativa comienza en la realidad del espía, no la nuestra,
razón por la cual esto de hoy no es la novela; en este presente no son válidas
ningunas de las intervenciones que podamos hacer en el libro. Si ambas
realidades se cruzan sucederá una catástrofe cósmica en la cual desaparecerá
toda probabilidad. Gina y yo somos de esta realidad, además, yo soy el escritor
y tú, espía, eres un personaje”.
-
“Una pista importante –aportó Tomás- frente a la probabilidad de la presencia
de los sicarios de Donaides en la realidad nuestra es que la carga de neutrinos
salidos de las manos humanas es letal para ellos desde sus ojos. Los neutrinos son partículas subatómicas de muy baja densidad que recorren el universo en fracciones de segundos y viajan a millones de años luz. de velocidad. Los humanos tienen las palmas de las manos y los pies pobladas de neutrinos, con ellos y la meditación espiritual pueden hacer sanaciones a través de la "imposición de manos", en cambio son letales para los seres de la dimensión en que fui creado. Una mínima concentración enviando esa carga a sus miradas y serán fulminados. Serían fáciles de
identificar, debido al uso imprescindible de anteojos con vidrios hechos de neón
blanco, como una barrera frente a los neutrinos. Yo enfrento los neutrinos a
través de unos lentes de contacto cuya fórmula es de mi exclusivo conocimiento”.
-
“Eres una novela en ti mismo” –dije entre el asombro y el desconcierto.
-
“Tú me escribiste”.
-
“En cuánto tiempo debe estar todo listo; me refiero específicamente a la
fórmula –preguntó Gina.
-
“Setenta y dos horas -dijo Tomás- un día más y los del otro lado comenzarían a
sospechar. Lo bueno es que aún no deberían saber el tema de los campos
cuánticos porque si lo llegan a saber, la llegada de los sicarios a nuestra
realidad sería un hecho consumado para tratar de detenernos y así frustrar la
sanación de Nanúfer desde este mismo lugar. Además, y esto es vital que lo
sepan, mi estancia aquí no puede pasar de cinco días so pena de sufrir la
desintegración de mi conformación física toda. No quedaría nada para los
gusanos”.
El
pretexto de los sicarios para su aparición al día siguiente en Caracas fue la
filmación de una película de cine cuyo nombre sería: “Los hombres de blanco”. Se
les vio en todas las redes sociales y sitios tecnológicos, desde un conocido
centro comercial del Este junto a su representante firmando autógrafos. La
vestimenta era totalmente blanca incluyendo un sombrero, anteojos con sus vidrios;
hecho que desató el furor de una moda inmediata. En menos de 24 horas buena
parte de las tiendas exhibían y vendían el atuendo blanco con el atractivo
especial de los lentes. Las calles fueron pobladas por réplicas de los Hombres
de Blanco que invadieron las tiendas como vendedores, las aceras como
fetichistas y las plazas como maromeros y trovadores. Los verdaderos fueron
entrevistados en programas de televisión y las réplicas en las calles por
reporteros ambulantes. No faltó el acostumbrado paquete de seis muñecos blancos
envueltos en plástico para el juego de los niños, viéndose también como motivos
de piñatas, tortas de cumpleaños, franelas y hasta no pocas escuelas montaron
actos con estos personajes y variados argumentos. El fanatismo invadió las
principales ciudades del país y hasta algunos candidatos a futuras elecciones
regionales de minoritario apoyo se disfrazaron con el famoso atuendo para condimentar
sus arengas. Los hombres de blanco invadieron toda la bisutería.
Un
día de trabajo bastó a Gina para obtener la fórmula ideal; por la noche el
laboratorio fue asaltado por los verdaderos hombres de blanco, señal de que el
enemigo contaba con datos precisos para detener los planes. Tomás debía
regresar a través de un portal ubicado en la montaña de San Blas vía la ciudad
de Valencia. Otra pista preocupante fue la presencia en esta zona cero de los
personajes en actitud de estar merodeando y vigilando.
-
“Hay que sacarlos de allí –dije convencido.”
-
“Estoy de acuerdo- concordó Tomás.”
-
“No estoy de acuerdo"- Exclamó Gina como pensativa. “Creo que hay que estar con
ellos, bailarles pegado. Un viejo refrán dice que al enemigo hay que tenerlo
cerca”.
-
“¿Y cómo haremos eso?"- preguntó Tomás bajando bastante la voz como buscando un
secreto.
-
“Vamos a jugarles con su misma ficha. Montaremos un festival promocional de los
Hombres de Blanco ubicado cerca de la boca misma del portal. Debe ser un
espectáculo musical con miras a promocionar la futura película. Llenaremos el
lugar de miles de hombres de blanco incluyendo a Tomás y al escritor como
refuerzo. Conseguiremos el apoyo financiero del alcalde local como retribución
a la promoción de sus políticas y prometeremos premios a los más vistosos
hombres de blanco. Mientras esto sucede, Tomás viajará por el portal hacia su
realidad paralela.”
-
“Entre tantos personajes repetidos no sabremos quiénes son los tipos. Además,
el portal estará disponible sólo media hora luego de las cuatro de la tarde"-
dijo Tomás mostrando preocupación.
-
“¿Y a nosotros qué nos importan ellos si no nos conocen? Los esencial es que tú
pases la barrera sin problemas porque a todas éstas los sicarios no saben dónde
está la boca del portal y te necesitan como guía y víctima. Además, tampoco
saben la hora exacta de la apertura ni el plazo de cierre. Ellos estarán
buscándote entre miles de réplicas de todos los tamaños mientras tú pasas
frente a sus ojos. Resonando coincidencias, la idea es que ellos se queden atrapados
entre nosotros esperando su propia desintegración.”
-
“Tiene sentido- dije. Pero ¿Quién se encargará de hacer las gestiones? Porque
ése tendrá al enemigo apuntándole la espalda.”
-
“Yo, la mujer de negro.”
Como
de la nada el festival se montó atendiendo los móviles del plan. Gina fue
presentada con alguien del equipo contrario llamado Hell, a quien suponíamos
uno de los sicarios, no el jefe. El tipo la subestimó desde el comienzo,
indicio de que conservaban cierta duda acerca de si la motivación del festival,
respondía a la posibilidad de un viaje a través del portal. Sin embargo, este
Hell se comportó atento, colaborador y hasta conocedor de la futura película. No
mostró el menor indicio de ser un enemigo. Cosa bastante curiosa porque esto
indica que cada uno debía estar como cualquier disfrazado, bailando, cantando, saltando, de lo contrario, sería descubierto. Bastante
probable es que no supieran nada o supieran muy poco acerca del plan de
salvación; la certeza estaba en que no buscaban ni la biblioteca ni el libro.
¿Qué buscaban? O en todo caso a quién –A Tomás.
-
“¿Cómo sabremos si traspasas la barrera del portal? –pregunté a Tomás.”
-
“Los tres tendremos una pequeña barra de neutrinos que emitirá permanentemente
una vibración ultracósmica imperceptible para los sicarios. Las fabriqué sin
letalidades hacia mí. Cuando esta vibración cese es porque ya habré emprendido
el viaje.”
El
festival cogió calor desde las diez de la mañana con una asistencia inesperada
de miles de personas disfrazadas de hombres de blanco. Varias tarimas servían
de escenario a los artistas que amenizaban el espectáculo. Animadores
contratados se encargaron de mantener movida a la gente con dinámicas muy cercanas
a la bobería. Tomás llegó solo al área del portal donde se encontraba cercana
la tarima central. Gina estaba en un palco improvisado con la gente de prensa y
yo saltaba y cantaba estupideces frente a los músicos y animadores. De pronto
dejaron de vibrar las barritas: eran ya pasadas las cuatro de la tarde y Tomás
estaría levantando vuelo cuántico. Aproximadamente a las cinco de la tarde, grupos
aislados de hombres de blanco –unos veinte- emitieron extraños fuegos de
colores desde la vestimenta y se desintegraron. El público vitoreó aquellos
efectos como si fuesen parte del espectáculo. Hubo quienes hicieron búsquedas
entre otros agrupados. Del enemigo no quedó detritus ni olores nauseabundos.
Busqué
a Gina en un piano bar donde el equipo organizador celebraba el éxito del
festival. Se admiraban por el logro, a pesar de que fue promovido con tan poco
tiempo. El comentario era que algunos miembros también habían cogido fuego en
sus cuerpos y desaparecieron. Bromeaban al pensar que al día siguiente
aparecerían por las oficinas involucradas. En una semana ya nadie hablaba en
ningún sitio del país acerca de los hombres de blanco ni de la película que
prometieron filmar.
"Nanúfer
fue puesta en cuarentena inmediata para someterse a un tratamiento intensivo
con la fórmula antivirus preparada por Gina. A la biomedicina alopática aún le
faltan caminos y pasos por recorrer para descubrirse a sí misma, aunque antes
deba descubrir a las demás experiencias sanadoras, mirarlas más de cerca, hermanarlas.
Médicos aliados realizaron las inoculaciones y tratamientos necesarios que
ayudaron a revertir el grave cuadro del cuerpo de Nanúfer; su voluntad de bambú,
su fluir de río, su claridad de cielo abierto, su pisada sutil de ave peregrina
emanó con permanencia: hablaron a las células con dignidad, respeto y amor; integralidad
del cosmos, espirituada y lograda para obtener una sanación total.
Los
grupos militantes celebraron su voz cuando se escuchó a través de las redes la
buena nueva. El trabajo de denuncia de los maltratos y femicidios se
intensificó en las calles de toda la Pacha Mama. Los caminos de pavimento o de
tierra sostuvieron la marcha indetenible, en favor del esclarecimiento de los
casos de abusos y desapariciones forzadas congelados por la impunidad. La
palabra Mujer; sustantivo esencial de lucha contra la injusticia fue más allá
del eco formal necesario y se instaló en el oído de las redes con la
personalidad perseverante de la política. El Estado plurinacional se pronunció
en favor de las demandas, no así Donaides y su gente quienes realizaron una
campaña con el fin de banalizar los casos utilizando una consigna: ¡Viva el
Patriarcado!
Eran
como cristales de un caleidoscopio confluyendo en la pantalla formada por una
luz central y destellos refulgentes idos y venidos del rebote contra las cosas
materiales. Tal vez eran planetas solitarios o restos de galaxias o la
expansión de alguna supernova o la fractura de una estrella enana haciendo
danzas centrípetas desde el oculto inicio. Escuchó un suave canto –en principio
un pertinaz silbido- venido de la oscuridad que se fue tornando flauta y luego
sinfónica de chicharras sobre árboles imaginados como manos protectoras: era su
respiración acompasada con la danza llena de matices y estéticas flotantes.
Luego se sintió pulmones respirando con Dios y su luz de amor a toda la
humanidad; se vio cuerpo energético viajando a través del universo conocido y
traspasando otros infinitos universos creados por las mentes aliadas con la
sanación multiversal. Su energía corporal hizo estallar de luces los siete
soles alineados de Kundalini a Nirvana. El arcoíris del aura circundante de su
potente piel se amplió a niveles primaverales. Tuvo un febril derramar de lava
volcánica en toda la dermis, apagado por nutrientes naturales que como el
designio del dios Maleiwa la volvieron microscópicos cristales inofensivos que
salieron en el sudor.
Abrió
los ojos al borroso tintineo de la habitación. Su distinción de las cosas era precaria.
Sólo veía a duras penas un ángel de cerca y luego de lejos enlazado con
palabras muy dulces, delicadas, calmadas. Sonreía como en un juego y la
luminosidad aumentaba con la llegada de otro sol. Luego caía en un sopor
profundo, quizás placentero por la ausencia suya fácil de percibir en su
cuerpo. Después regresaba a mover los labios, a luchar con los párpados, a
tratar de mover los dedos. Cuando vi más luz en sus ojos la llamé: “Nanúfer”- ”¿Quién
es?” –la firmeza en la voz se distinguió. “Tomás” –le dije con la mayor ternura
que pude”.
Cumplí
con todo el proceso de transferencia del texto aquel martes y leí que los
enfrentamientos jurídicos continuaban a la par de las acciones de calle de las
militantes. Ante ciertas alarmas institucionales encendidas, Donaides ordenó a
sus sicarios un cese momentáneo de la violencia directa. Quienes escribían del
otro lado debían tener ciertas perplejidades ante lo ocurrido. Creo haber
ganado una batalla importante. Recorrí la sala varias veces, pensando en la
continuidad que seguramente sería más dura y arriesgada. Al volver a la mesa el
libro no estaba, se había ido o se lo habían llevado.
Sentí
el mismo vacío cuando se pierde a un amigo porque sabía que no lo volvería a escribir
ni a leer. ¿Qué será de los próximos martes? –me dije. Temblaron mis manos y se
aceleró mi palpitación literaria, mi duende escritural bramó como un Aqueronte.
Salí para ver el corazón de la biblioteca pensar. Varias lágrimas me
sorprendieron los ojos mientras unas muchachas subían las escaleras y seguí sus
pasos rumbo a una de las salas. De lejos reconocía la fotografía de un escritor
venezolano pegada en una cartelera junto a los papeles de lo que seguro sería
su biografía. La puerta de la sala de usos múltiples estaba vacía desde mi
parcial perspectiva. La señora que resguarda los bolsos atenta desde su pequeña
ventana hablaba con algunos usuarios. La puerta del ascensor que no sirve desde
hace décadas se abrió para dejar salir a Tomás y a Nanúfer tomados de las manos
saludándome sonrientes. Les devolví una sonrisa melancólica.
-
“Te juro mi amor que vi al tipo discutiendo con el encargado de la sala acerca
de un libro incompleto. Estaba como desesperado diciendo que era la primera vez
en leerlo. Todo sucedió hoy miércoles. Tenía el volumen marcado entre sus
páginas con un papel. Quería hablar con el director. De no ser por uno de los
tres usuarios que me hizo señas desde la mesa hubiera abordado al hombre”.
-
“¿Quién era ese usuario que te detuvo? ¿Lo conoces? –me preguntó sin voltear a
mirarme.
-“No
lo vas a creer Gina. Era Tomás”.
-“Mi
amor: mejor ve a preparar la cena. Hoy me traje lectura para la madrugada”.
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