EL ESTADO SOY YO |
Cuando
el comandante Chávez insurgió el 4 de febrero del 92 se estaba
pronunciando con nombre propio. Sobre sus hombros estaba toda una
historia patria que había estudiado y asumido; era él mismo y la
esencia del pueblo que somos lo sintió. A partir de ese momento se
desató un rizoma de dialécticas insondables. Una de las más
notorias es la dialéctica perfección-imperfección. Hay quienes
creen que la revolución es (o debe ser) perfecta, sobre todo porque
la conciben justo a la medida de sus lucubraciones; la revolución es
de su peso y estatura y con ese cuerpo etéreo que jamás accederá a
la materialidad, quieren pelear solos hasta con Trump. Quienes así
piensan no suelen mirar ni sentir la revolución de los demás, la
única revolución que es posible para ellos es la que tienen en la
cabeza. Pues resulta que hay una revolución imposible que es la
realizada a diario con los demás, en colectivo, y esta revolución
es imperfecta.
PRESIDENTE CHAVEZ Y OBAMA |
Otra
de las mil y una maravillas que Chávez aprendió en su proceso fue
aprehendernos como comunicador y educador la revolución posible.
Logró el héroe de Sabaneta que lo siguiéramos (como un niño) tras
la revolución que él estaba viendo. Y allí nos fuimos: tras la
revolución posible, sin embargo, pocos se dieron cuenta de que el
mismo Chávez había aprendido que toda revolución posible debe
caminar hacia la revolución imposible, de lo contrario es falsa. La
posibilidad de una revolución está en su imposibilidad: ¡Cuánto
le hubiese gustado a Chávez vivir este paso hacia la revolución
cada vez más imposible! Ya sufrimos el trágico hecho de que no
pudo.
Cuando
Chávez enunció la sucesión de Nicolás Maduro para continuar su
obra con el pueblo que somos, pocos vieron que estaba lanzando a su
compañero de lucha al porvenir de la revolución imposible porque la
revolución que había hecho posible se la estaba llevando al otro
plano: esa Revolución ya no iba a existir. Sabemos que Chávez
cambió de plano con muchas preocupaciones que apenas esbozó en su
célebre testamento “Golpe de Timón”, especie de obra cultural,
política y literaria en donde sintetiza la proyección de nuestra
enorme tarea como el pueblo que somos. Cuando Chávez pronunció
aquel nombre y aquel apellido, tal vez supimos que había que desear
dos milagros: uno que no se produjo: que al Comandante no se lo
llevara la enfermedad y el otro que aún peleamos: participar con
Nicolás Maduro en la revolución imposible.
La
revolución que el pueblo que somos tiene entre las manos, con la
estrechez más bestial e impuesta por los poderes externos y el
cipayismo interno, es la revolución posible. Entre sus brazos
atacados por el bloqueo se mantiene la dignidad más bella que pueblo
alguno haya erigido. Allí está su instinto rabioso, su escasez, su
acorralamiento pero bullen con heroísmo oculto su dignidad, su
orgullo, su historia inmensa, su libertad mil veces conquistada, su
responsabilidad totalmente comprobada. Sin embargo, duélale a quien
le duela, buena parte de la revolución imposible está en la
asignación que el Comandante Chávez dio al hoy Presidente Nicolás
Maduro Moros. Orientar esa imposibilidad bolivariana que se hace
dialéctica con la posibilidad popular es de esas tareas sólo
asignadas a grandes almas y el Chávez en vías de trascendencia se
la asignó a un Maduro formado en los trazos de las vicisitudes
vividas, para iniciar una obra de gobierno.
El
imperio gringo nos acosa con su bloqueo sádico, su acusación
criminal y sus amenazas de invasión porque es su tarea histórica:
preservarse ante el peligro que para sus intereses encarna la
revolución bolivariana. La otra tarea del llamado Huésped de la
Casa Blanca es hacer de nuestra revolución algo imposible (de los
cipayos no vale la pena hablar). Frente a esta poética suprema, el
Presidente Maduro se erige entre las imperfecciones de su gobierno y
las posibilidades de un pueblo que somos, metido, salido, arisco,
levantisco, orgulloso, indomable pero con una dimensión con la que
no contaba hace décadas: tiene unos niveles de politización
extraordinarios. Este pueblo venezolano de hoy se ha politizado y
tiene la posibilidad de decidir en el estamento electoral que se ha
dado con su lucha.
El
domingo 20 de mayo de 2018, ese pueblo jodedor y enseriado con la
política (como cuando juega un niño), se colocará firme frente a
la decisión de votar entre dos opciones: la aridez histórica que
representan los candidatos de la miseria y del hambre amparados por
la reacción nacional e internacional (con el Departamento de Estado
como amo) o seguir enraizando el árbol de la revolución imposible
que tiene como asignación el Presidente Nicolás Maduro, con la
posibilidad de continuar incorporando la gran duda de la revolución
posible que hace día tras días en las calles. Esa decisión será
imperfecta (no gustará a tirios y troyanos) pero
será legítima en libertades y responsabilidades.
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