lunes, 24 de diciembre de 2018

DE COMO OBSERVAR LOS COLORES EN EL CALEIDOSCOPIO DE LA NIÑEZ






Lo mejor de percibir en Lomas de Urdaneta, era menos el inmenso algodón flotante, emanado de la montaña, que asaltaba las tardes con lenta opacidad invasora de pasillos, escaleras y pasaba por los inolvidables huecos altos de las paredes donde uno podía escuchar chismes, tramas de futuros asaltos ñángaras, declaraciones de amor, hasta llenar los apartamentos, para hacerme sentir lleno de neblina por dentro, porque soplaba y el humo blanco salía por mi boca como un chorro de misterio; lo mejor de las Lomas, era menos el frío paralizante de la mañana que me acompañaba el paso por los rincones, buscando huir de las ánimas rezadas por mi mamá con la oración del Sagrado Corazón de Jesús; eran menos los cerritos que me rodeaban, poblados de ese monte ralo, anfitrión de las primeras tentativas de esculpismo o del contingente de guerras mundiales de la serie de televisión Combate que -siendo el Sargento Thunder- reproducía al calco con mis amigos, hasta las batallas finales que nos invitaban al refresco gaseoso y al degustar goloso de una tunja azucarada.  

En Lomas de Urdaneta era más, mucho más, escuchar el estallido de la música en el sueño de las cinco de la mañana que se me escapaba a través de cornetas, bombos y platillos sonados por la banda marcial del Cuartel Urdaneta, como si el General Miranda, atrincherado siempre en la lectura de esa especie de suplemento de dibujos coloreados y aventuras de la guerra de independencia nombrado Libro Patria, me llamara detrás de la cortina del cuarto, con el rostro trazado de victorias. No eran sólo soldados a quienes instaba esta música a pararse firme en la formación de la tropa; aquella melodía impetuosa, también empujaba a un niño recién levantado de la cama -tembloroso, macilento, balbuciente- al baño, para que se quitara del cuerpo la flojera más grande del mundo.


Era llegar a una Escuela diferente a la de primero a cuarto grado, que dejé encajada frente al Bloque Doce donde vivíamos (como puesta para que mi mamá hiciera los oficios a tiempo y tener el almuerzo listo para mi papá que llegaba al mediodía de la primera tanda de trabajo), sintiendo su mirada de ogro pedagógico desde las ventanas del Bloque Once en el piso siete, poblada de gallinas, un ganzo, un morrocoy, un acure, una culebra pitón inofensiva; bancos y mesones que servían a los alumnos para estarse quietos, poner atención, escribir, hacer tareas, memorizar, mirar lo escrito en la pizarra, contar secretamente con los dedos, adormilarse, conocerse, jugar con el pensamiento, tratar de sonreír, realizar el recreo, inventar una mentira para ir al baño y estirar el cuerpo y contar las gotas que caían del lavamanos haciendo silencio; además, soportar a un maestro que nos hacía repetir lo que a él se le ocurría y que al menor movimiento sospechoso de no sabíamos qué, nos daba un golpe en la palma de la mano con una regla de madera. 
 

Esta escuela, en cambio, era la escuela donde debía hacer quinto y sexto grados: (yo la veía) grande, espaciosa, levantada con tres pisos entre la urbanización El Amparo y el Barrio Isaías Medina Angarita de Catia. Un increíble patio de piedras picadas para el recreo tenía esta escuela, una maestra para cada grado, un pupitre con la ranura de colocar el lápiz en el lado superior central de la tapa de escribir para cada alumno, un cajón de metal para resguardar los cuadernos pegado en la parte de abajo de la tapa de escribir, y para descansar del maletín un espacio debajo del asiento. Además, yo tenía un salón de clases sólo para mí (y mis compañeros) con pizarrón negro, borrador de felpa llena de tiza, la cañuela azul de un retrato, colgada en la impoluta pared de color crema, de un cura vestido de blanco que nos regañaba con la sonrisa, y una maestra bonita que nos robaba el corazón cuando levantaba la ceja derecha, hablando con la letra zeta, como si estuviésemos en Castilla la Vieja. 
 

Había en esa nueva escuela, otro edificio de color gris que todo el alumnado miraba de reojo con la cabeza gacha cuando pasaba frente a las puertas grandes de madera pulida, ventanas adornadas con cortinas de color violeta, en el techo una cruz que parecía un ave solitaria detenida en el tiempo remoto de la existencia. A todo este conjunto de cemento llamaban capilla (custodiada en su interior por un gigantesco Jesús crucificado detrás del púlpito que parecía decirnos con mirada suplicante: “Que mis panas me bajen de aquí”), donde se escuchaba la misa sentados en bancos interminables, rezadas en una coral de murmullo disciplinado que nos permitía mirar de reojo -con subversivas cavilaciones- a las compañeras de otros grados, transformadas en pecado, que luego uno confesaba ante un sarcófago vertical, muy parecido a un nicho vampiresco, donde nos escuchaba una voz quejumbrosa que juraba perdonarnos. Solía desmayarme cuando el humo del incienso flotaba sobre nuestras almas salvadas de la perdición. Al final, la misa -que no era como las de ahora concluidas con abracitos de paz- nos incaba el pensar de sufrimientos, el pecho asfixiado de cantos lúgubres de la palabra de un Dios que nos amenazaba con un juicio (o examen) final, para ver si nos merecíamos el cielo. Me preguntaba en la más absoluta intimidad, si ese examen sagrado sería oral o escrito porque deseaba que fuese espiritual.


Curas de larga sotana negra que marcaban los pasos con las manos detrás y miradas entre severas y risueñas, que igual les servían para sorprendernos con susurrantes observaciones verbales o discretas patadas en la espinilla, regentaban la escuela. Seres similares veía en la serie de televisión Hércules (cómplices de un espectro llamado Dédalus), provistos del poder de volar a una rapidez temeraria para acosar al héroe con maldades tontas que tramaba el villano escondido en una cueva, por las cuales terminaban aplastados por el Titán del Olimpo. Los curas, a quienes por obligación llamábamos Padres, nos hablaban en un silbante castellano enfatizado con la letra erre, para tratar de asustarnos, cuando en realidad, tal cometido lo cumplía la Directora.


Se puede hablar mal de cualquier escuela (tal vez lo merezca) mas no se debe subestimar el poder de ninguna, así sea la más pequeña ubicada en cualquier sitio. Al ver por primera vez las dimensiones de esta nueva escuela, llegué a evocar con cierta (temerosa) minusvalía, a mi escuelita del Bloque 11; apretujada, olorosa a corral y al ácido que me quedó luego de orinarme en la puerta de entrada, escuchando el Himno Nacional de mi primer grado, obligada a reglazos a estar más callada, culturalmente suprema cuando el maestro montaba estupendos actos en donde fui mil veces el Libertador los 19 de abril: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Y ni se diga de mi inferioridad, cuando me enteré que la nueva escuela era del tipo prevocacional, con talleres de madera, metales y dibujo, que le daba características de integral; o cuando estuve entre mis compañeros y compañeras del quinto grado -sobrados en edad- temiendo que sería aplastado como una cucaracha, porque pensaba que a mayor edad uno tenía mayores conocimientos. ¡Qué aristotélico! 
 

Descubrí mi equivocación cuando fui convocado a la pizarra para enfrentar una regla de interés que sólo la maestra sabía. Momentos antes, una cadena de… “no sé maestra” se regó en el piso como restos de sustos que no llegaron a ser miedos. Una arañita que colgaba de su telar en la esquina izquierda del techo, supo cómo me oculté detrás de la espalda de un compañero para no ser llamado. No lo logré. Luego de una observación mucho más cercana y serena de aquel ejercicio tatuado en el pizarrón (frialdad que me descubrí con asombro) escribí el procedimiento en pasos claros, indudables. Coloqué el resultado exacto en números impecables. Con la tiza entre los dedos índice, pulgar y medio puse un victorioso, sencillo, sonoro, punto final. Renacía en los redondos y hermosos ojos verdes de la maestra, quien abrumada por el silencio absoluto de toda la clase, tardó largos segundos en reaccionar. Le agradeceré siempre la justeza de su felicitación, mezclada con la estoica discreción de su asombro. Años después recordaría este momento, en aquel cartón de Mafalda, donde Felipito pasa a la pizarra como un enano y regresa al pupitre como un gigante. 
 

De adultos es que llegamos a saber todo lo niño que hemos sido, por las dimensiones que cobra la recordada infancia, defendida a fuerza de tiempo en el corazón. A la infancia le apena regodearse en esos pequeños momentos de consagración que logra vivir; los guarda con orgullo bajo sospecha de ser la peligrosa inmodestia, hasta que se vuelven recuerdos agradables, dignos de ser memorizados (y hasta narrados) con frecuencia dosificada. Cuando los adultos intervienen para remarcar con torpeza, alguna habilidad o logro obtenido por la infancia, es causa de fastidio hasta la resignación, porque zahiere la discreción que merecen los pequeños éxitos fortalecedores de la timidez. Pobre del niño a quien los adultos le atrofiaron la sencillez con que debieron tomar algún triunfo; la arrogancia les puede llegar a destiempo para quebrarles la ternura.


El recreo escolar quizás tiene muchos defectos por la influencia pedagógica que mueve sus dinámicas, sin embargo, entre sus atributos está el que ninguno es igual a otro. Una clase puede llegar a ser igual a las demás; tan monótona, porque la treta metódica es dominada por la maestra, en cambio, el recreo -esa gran fuerza influyente del alumnado, que en veinte minutos desafía hasta la más vesánica pedagogía- jamás. Cuando dejamos el salón, tenemos la sensación de que algo diferente va a ocurrir. Animado por una conversación que tenía varias semanas en nuestro ánimo acerca de la visita del luchador mexicano El Santo: El Enmascarado de Plata a nuestra lucha libre, salí al patio aquella mañana. Algunos opinábamos que sí era el verdadero Santo porque sólo venía a realizar peleas de exhibición y no a discutir su cetro mundial; otros escépticos pensaban que los mexicanos nos enviaron a un falso Santo porque tenían miedo de que perdiera su título con Bassil Bathá
 

La discusión, que comenzó retadora, fue pospuesta porque decidimos hacer un torneo relámpago de lanzarnos al piedrero para ver quien arrastraba más. Era interesante porque nos podíamos zumbar sólo si, quien cantaba la zona, avisaba que ninguna maestra o cura nos estaba viendo. Preparé con detenimiento mi salto. Volé con elasticidad delirante. Caí con la esperanza de dejar un montón aprobatorio con mi deslizamiento. Seguro de mi victoria, me levanté lleno de tierra, corriendo en círculos, levantando el brazo derecho, como cuando en el fútbol metemos un gol fabuloso. Cuando vi las caras largas de mis compañeros, caí en cuenta de que algo pasaba a mis espaldas. Al voltear, estaban los curas Lucas y Gerardo observándome como si fuesen a colocarle puntos a mi salto. El cura Lucas, a quien le tenía el secreto apodo de La Gárgola (tenía el cuello partido por una protuberante Nuez de Adán) me miraba, desde su rostro rojo, como asombrado; el cura Gerardo, muy serio, me llamaba agitando los dedos de su mano derecha.


Les lancé pedazos de mi cara trágica a los compañeros, suplicándoles compasión. Lentamente volví mi rostro, mis lentes, mis ojos, mi miedo, mi terror hacia los curas, mientras taladraba con vista de Rayos X a la Boleta de Citación que tendría uno de los dos en el bolsillo de la sotana. Mi mamá escucharía con profunda vergüenza las acusaciones, sin dejar de recordarme con el rabo del ojo la paliza que vendría. La Directora insistiría en que debían darme un castigo ejemplar para corregirme esa manía de inventar juegos tan perjudiciales como ése de deslizarse en el patio para levantar piedritas, mientras yo ponía la misma cara del cómico Joselo cuando hacía de Muñeco Ventrílocuo diciendo: “¡Ésa es la rabia que a mí me da!”, en la Radio Rochela. Caminé hacia los Padres, como cuando iba al baño por las noches, creyendo que en esa oscuridad había un muerto de los que pasaban en la Dimensión Desconocida. Al tenerlos cerca, me di cuenta de que el padre Lucas tenía la boleta de citación escondida detrás. Lo que les dije en ese momento pasará a una antología de palabras que fueron moduladas aunque jamás pronunciadas. “Sabemos que tú hiciste una composición acerca de la biografía del Papa Paulo VI” -me dijo el padre Gerardo. Asentí petrificado como una Gárgola. “El Padre Policarpo nos comentó que estuvo excelente. Te puso veinte puntos” -dijo el Padre Lucas con un sol en la sonrisa. Entonces, aquella Gárgola infantil, se convirtió en Vitico Davalillo, segundo bate de mi equipo favorito, entrevistado por la prensa, luego de meter la pelota de jonrón en las gradas llenas de aficionados del Estadio Universitario. 
 

No sé de cuál lugar del cielo sacó el padre Lucas el estuche de bolígrafos de colores que me obsequiaron. Al mostrarlo, para que yo lo tomara como si fuese un trofeo, dejó ver a través del plástico aquellos lapiceros nacarados que parecían pequeñas naves espaciales a punto de despegar de mi mano derecha, hacia la Vía Láctea de los dibujos. Mis compañeros, que ya habían visto el estuche, repetían la sonrisa de los Padres haciendo mímicas con la boca; eran señales con saltos de alegría que me enviaban para que yo sospechara que algo sobrenatural estaba pasando, no comprendido aún, por causa de la perplejidad que me hipnotizaba. Me dieron la tarde libre. 
 

Me vi de nuevo en el salón de clases, copiando la tarea asignada por el Padre Policarpo: Director religioso del Colegio, cuya seriedad enjuta era suficiente como para usar una sotana grisácea, casi de jefe, que le hacia ver como un santo pintado con chimó. Por dos semanas, me dediqué a leer los periódicos, buscando señas de aquel Papa. Aparecía mucha información por la celebración de algo que llamaban Concilio. Anoté su nombre de pila: Giovanni Baptista Montini. Apunté que era italiano más otros datos de su vida que me causaron curiosidad. 
 

Redacté la composición: habilidad que mi escuelita de primero a cuarto, y mi madre, me habían ayudado a desarrollar. Mi vista sobre la pila de cuadernos de Religión que el padre Policarpo puso aquella tarde en el escritorio de la maestra me hizo testigo, de que el mío iba de primero para tenerlo expedito y poder ojearlo como si fuese el objeto proveniente de un misterioso crimen; y entonces preguntar por la identidad del autor, mirando hacia nosotros con el mentón levantado. Cuando aquel chamo levantó la mano y se fue incorporando con la lentitud del humo de un fogón que se está encendiendo, mientras sospechaba que la redacción había causado un efecto importante, escuchó decir al Padre que era la mejor redacción que había leído en su vida, escrita por un niño de quinto grado. 
 

A la salida, tuve que mostrar la caja de colores hasta el cansancio, aunque nadie se interesó en leer la biografía. Durante una semana fui el muchacho de quinto que se ganó un estuche de colores. 
 

Ya en casa, observé por mucho rato aquel arcoiris luminoso que irradiaba muchos colores. Cada bolígrafo era cilíndrico y en su cuerpo contenía a la vez varios bolígrafos con su respectivo percutor del color correspondiente. Tuve ante mis ojos maravillados, la primera muestra de recursividad que cinco décadas después me explicaría un maestro llamado Francisco Gutiérrez. No me atreví a usarlos en varios meses, por ese temor inicial de echar a perder algo nuevo. Además del estuche, recibí un besó en la mejilla sudada que me dio mi mamá aquel mediodía. En la escuela, mis hermanas ya me habían mostrado su satisfacción. El premio me obligaba a estudiar más -según mi papá. La mirada de orgullo de mi amigo Alí, me comprometía a inventar una nueva competencia para ganarle a los del piso cinco. 
 

Me costó un poco conciliar el sueño aquella noche. Ansiaba encontrar un argumento contundente para demostrar a mis compañeros que el luchador venido de México sí era el verdadero Santo: El Enmascarado de Plata.



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