Lo
mejor de percibir en Lomas de Urdaneta, era menos el inmenso algodón
flotante, emanado de la montaña, que asaltaba las tardes con lenta
opacidad invasora de pasillos, escaleras y pasaba por los
inolvidables huecos altos de las paredes donde uno podía escuchar
chismes, tramas de futuros asaltos ñángaras, declaraciones de amor,
hasta llenar los apartamentos, para hacerme sentir lleno de neblina
por dentro, porque soplaba y el humo blanco salía por mi boca como
un chorro de misterio; lo mejor de las Lomas, era menos el frío
paralizante de la mañana que me acompañaba el paso por los
rincones, buscando huir de las ánimas rezadas por mi mamá con la
oración del Sagrado Corazón de Jesús; eran menos los cerritos que
me rodeaban, poblados de ese monte ralo, anfitrión de las primeras
tentativas de esculpismo o del contingente de guerras mundiales de la
serie de televisión Combate que -siendo el Sargento Thunder-
reproducía al calco con mis amigos, hasta las batallas finales que
nos invitaban al refresco gaseoso y al degustar goloso de una tunja
azucarada.
En
Lomas de Urdaneta era más, mucho más, escuchar el estallido de la
música en el sueño de las cinco de la mañana que se me escapaba a
través de cornetas, bombos y platillos sonados por la banda marcial
del Cuartel Urdaneta, como si el General Miranda, atrincherado
siempre en la lectura de esa especie de suplemento de dibujos
coloreados y aventuras de la guerra de independencia nombrado Libro
Patria, me llamara detrás de la cortina del cuarto, con el
rostro trazado de victorias. No eran sólo soldados a quienes instaba
esta música a pararse firme en la formación de la tropa; aquella
melodía impetuosa, también empujaba a un niño recién levantado de
la cama -tembloroso, macilento, balbuciente- al baño, para que se
quitara del cuerpo la flojera más grande del mundo.
Era
llegar a una Escuela diferente a la de primero a cuarto grado, que
dejé encajada frente al Bloque Doce donde vivíamos (como puesta
para que mi mamá hiciera los oficios a tiempo y tener el almuerzo
listo para mi papá que llegaba al mediodía de la primera tanda de
trabajo), sintiendo su mirada de ogro pedagógico desde las ventanas
del Bloque Once en el piso siete, poblada de gallinas, un ganzo, un
morrocoy, un acure, una culebra pitón inofensiva; bancos y mesones
que servían a los alumnos para estarse quietos, poner atención,
escribir, hacer tareas, memorizar, mirar lo escrito en la pizarra,
contar secretamente con los dedos, adormilarse, conocerse, jugar con
el pensamiento, tratar de sonreír, realizar el recreo, inventar una
mentira para ir al baño y estirar el cuerpo y contar las gotas que
caían del lavamanos haciendo silencio; además, soportar a un
maestro que nos hacía repetir lo que a él se le ocurría y que al
menor movimiento sospechoso de no sabíamos qué, nos daba un golpe
en la palma de la mano con una regla de madera.
Esta
escuela, en cambio, era la escuela donde debía hacer quinto y sexto
grados: (yo la veía) grande, espaciosa, levantada con tres pisos
entre la urbanización El Amparo y el Barrio Isaías Medina Angarita
de Catia. Un increíble patio de piedras picadas para el recreo tenía
esta escuela, una maestra para cada grado, un pupitre con la ranura
de colocar el lápiz en el lado superior central de la tapa de
escribir para cada alumno, un cajón de metal para resguardar los
cuadernos pegado en la parte de abajo de la tapa de escribir, y para
descansar del maletín un espacio debajo del asiento. Además, yo
tenía un salón de clases sólo para mí (y mis compañeros) con
pizarrón negro, borrador de felpa llena de tiza, la cañuela azul de
un retrato, colgada en la impoluta pared de color crema, de un cura
vestido de blanco que nos regañaba con la sonrisa, y una maestra
bonita que nos robaba el corazón cuando levantaba la ceja derecha,
hablando con la letra zeta, como si estuviésemos en Castilla la
Vieja.
Había
en esa nueva escuela, otro edificio de color gris que todo el
alumnado miraba de reojo con la cabeza gacha cuando pasaba frente a
las puertas grandes de madera pulida, ventanas adornadas con cortinas
de color violeta, en el techo una cruz que parecía un ave solitaria
detenida en el tiempo remoto de la existencia. A todo este conjunto
de cemento llamaban capilla (custodiada en su interior por un
gigantesco Jesús crucificado detrás del púlpito que parecía
decirnos con mirada suplicante: “Que mis panas me bajen de aquí”),
donde se escuchaba la misa sentados en bancos interminables, rezadas
en una coral de murmullo disciplinado que nos permitía mirar de
reojo -con subversivas cavilaciones- a las compañeras de otros
grados, transformadas en pecado, que luego uno confesaba ante un
sarcófago vertical, muy parecido a un nicho vampiresco, donde nos
escuchaba una voz quejumbrosa que juraba perdonarnos. Solía
desmayarme cuando el humo del incienso flotaba sobre nuestras almas
salvadas de la perdición. Al final, la misa -que no era como las de
ahora concluidas con abracitos de paz- nos incaba el pensar de
sufrimientos, el pecho asfixiado de cantos lúgubres de la palabra de
un Dios que nos amenazaba con un juicio (o examen) final, para ver si
nos merecíamos el cielo. Me preguntaba en la más absoluta
intimidad, si ese examen sagrado sería oral o escrito porque deseaba
que fuese espiritual.
Curas
de larga sotana negra que marcaban los pasos con las manos detrás y
miradas entre severas y risueñas, que igual les servían para
sorprendernos con susurrantes observaciones verbales o discretas
patadas en la espinilla, regentaban la escuela. Seres similares veía
en la serie de televisión Hércules (cómplices de un
espectro llamado Dédalus), provistos del poder de volar a una
rapidez temeraria para acosar al héroe con maldades tontas que
tramaba el villano escondido en una cueva, por las cuales terminaban
aplastados por el Titán del Olimpo. Los curas, a quienes por
obligación llamábamos Padres, nos hablaban en
un silbante castellano enfatizado con la letra erre, para
tratar de asustarnos, cuando en realidad, tal cometido lo cumplía la
Directora.
Se
puede hablar mal de cualquier escuela (tal vez lo merezca) mas no se
debe subestimar el poder de ninguna, así sea la más pequeña
ubicada en cualquier sitio. Al ver por primera vez las dimensiones de
esta nueva escuela, llegué a evocar con cierta (temerosa)
minusvalía, a mi escuelita del Bloque 11; apretujada, olorosa a
corral y al ácido que me quedó luego de orinarme en la puerta de
entrada, escuchando el Himno Nacional de mi primer grado, obligada a
reglazos a estar más callada, culturalmente suprema cuando el
maestro montaba estupendos actos en donde fui mil veces el
Libertador los 19 de abril: “Si la naturaleza se opone,
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Y ni se
diga de mi inferioridad, cuando me enteré que la nueva escuela era
del tipo prevocacional, con talleres de madera, metales y dibujo, que
le daba características de integral;
o cuando estuve entre mis compañeros y compañeras del quinto grado
-sobrados en edad- temiendo que sería aplastado como una cucaracha,
porque pensaba que a mayor edad uno tenía mayores conocimientos.
¡Qué aristotélico!
Descubrí
mi equivocación cuando fui convocado a la pizarra para enfrentar una
regla de interés que sólo la maestra sabía. Momentos antes, una
cadena de… “no sé maestra” se regó en el piso como restos de
sustos que no llegaron a ser miedos. Una arañita que colgaba de su
telar en la esquina izquierda del techo, supo cómo me oculté detrás
de la espalda de un compañero para no ser llamado. No lo logré.
Luego de una observación mucho más cercana y serena de aquel
ejercicio tatuado en el pizarrón (frialdad que me descubrí con
asombro) escribí el procedimiento en pasos claros, indudables.
Coloqué el resultado exacto en números impecables. Con la tiza
entre los dedos índice, pulgar y medio puse un victorioso, sencillo,
sonoro, punto final. Renacía en los redondos y hermosos ojos verdes
de la maestra, quien abrumada por el silencio absoluto de toda la
clase, tardó largos segundos en reaccionar. Le agradeceré siempre
la justeza de su felicitación, mezclada con la estoica discreción
de su asombro. Años después recordaría este momento, en aquel
cartón de Mafalda, donde Felipito pasa a la pizarra como un enano y
regresa al pupitre como un gigante.
De
adultos es que llegamos a saber todo lo niño que hemos sido, por las
dimensiones que cobra la recordada infancia, defendida a fuerza de
tiempo en el corazón. A la infancia le apena regodearse en esos
pequeños momentos de consagración que logra vivir; los guarda con
orgullo bajo sospecha de ser la peligrosa inmodestia, hasta que se
vuelven recuerdos agradables, dignos de ser memorizados (y hasta
narrados) con frecuencia dosificada. Cuando los adultos intervienen
para remarcar con torpeza, alguna habilidad o logro obtenido por la
infancia, es causa de fastidio hasta la resignación, porque zahiere
la discreción que merecen los pequeños éxitos fortalecedores de la
timidez. Pobre del niño a quien los adultos le atrofiaron la
sencillez con que debieron tomar algún triunfo; la arrogancia les
puede llegar a destiempo para quebrarles la ternura.
El
recreo escolar quizás tiene muchos defectos por la influencia
pedagógica que mueve sus dinámicas, sin embargo, entre sus
atributos está el que ninguno es igual a otro. Una clase puede
llegar a ser igual a las demás; tan monótona, porque la treta
metódica es dominada por la maestra, en cambio, el recreo -esa gran
fuerza influyente del alumnado, que en veinte minutos desafía hasta
la más vesánica pedagogía- jamás. Cuando dejamos el salón,
tenemos la sensación de que algo diferente va a ocurrir. Animado por
una conversación que tenía varias semanas en nuestro ánimo acerca
de la visita del luchador mexicano El Santo: El Enmascarado de
Plata a nuestra lucha libre, salí al patio aquella
mañana. Algunos opinábamos que sí era el verdadero Santo porque
sólo venía a realizar peleas de exhibición y no a discutir su
cetro mundial; otros escépticos pensaban que los mexicanos nos
enviaron a un falso Santo porque tenían miedo de que perdiera su
título con Bassil Bathá.
La
discusión, que comenzó retadora, fue pospuesta porque decidimos
hacer un torneo relámpago de lanzarnos al piedrero para ver quien
arrastraba más. Era interesante porque nos podíamos zumbar sólo
si, quien cantaba la zona, avisaba que ninguna maestra o cura nos
estaba viendo. Preparé con detenimiento mi salto. Volé con
elasticidad delirante. Caí con la esperanza de dejar un montón
aprobatorio con mi deslizamiento. Seguro de mi victoria, me levanté
lleno de tierra, corriendo en círculos, levantando el brazo derecho,
como cuando en el fútbol metemos un gol fabuloso. Cuando vi las
caras largas de mis compañeros, caí en cuenta de que algo pasaba a
mis espaldas. Al voltear, estaban los curas
Lucas y Gerardo observándome como si fuesen a colocarle puntos a mi
salto. El cura Lucas, a quien le tenía el secreto apodo de La
Gárgola (tenía el cuello partido por una protuberante Nuez de
Adán) me miraba, desde su rostro rojo, como asombrado; el cura
Gerardo, muy serio, me llamaba agitando los dedos de su mano derecha.
Les
lancé pedazos de mi cara trágica a los compañeros, suplicándoles
compasión. Lentamente volví mi rostro, mis lentes, mis ojos, mi
miedo, mi terror hacia los curas, mientras taladraba con vista de
Rayos X a la Boleta de Citación que tendría uno de los dos en el
bolsillo de la sotana. Mi mamá escucharía con profunda vergüenza
las acusaciones, sin dejar de recordarme con el rabo del ojo la
paliza que vendría. La Directora insistiría en que debían darme un
castigo ejemplar para corregirme esa manía de inventar juegos tan
perjudiciales como ése de deslizarse en el patio para levantar
piedritas, mientras yo ponía la misma cara del cómico Joselo
cuando hacía de Muñeco Ventrílocuo diciendo: “¡Ésa es la rabia
que a mí me da!”, en la Radio Rochela. Caminé hacia los Padres,
como cuando iba al baño por las noches, creyendo que en esa
oscuridad había un muerto de los que pasaban en la Dimensión
Desconocida. Al tenerlos cerca, me di cuenta de que el padre
Lucas tenía la boleta de citación escondida detrás. Lo que les
dije en ese momento pasará a una antología de palabras que fueron
moduladas aunque jamás pronunciadas. “Sabemos que tú hiciste una
composición acerca de la biografía del Papa Paulo VI” -me dijo el
padre Gerardo. Asentí petrificado como una Gárgola. “El Padre
Policarpo nos comentó que estuvo excelente. Te puso veinte puntos”
-dijo el Padre Lucas con un sol en la sonrisa. Entonces, aquella
Gárgola infantil, se convirtió en Vitico Davalillo, segundo bate de
mi equipo favorito, entrevistado por la prensa, luego de meter la
pelota de jonrón en las gradas llenas de aficionados del Estadio
Universitario.
No
sé de cuál lugar del cielo sacó el padre Lucas el estuche de
bolígrafos de colores que me obsequiaron. Al mostrarlo, para que yo
lo tomara como si fuese un trofeo, dejó ver a través del plástico
aquellos lapiceros nacarados que parecían pequeñas naves espaciales
a punto de despegar de mi mano derecha, hacia la Vía Láctea de los
dibujos. Mis compañeros, que ya habían visto el estuche,
repetían la sonrisa de los Padres haciendo mímicas con la boca;
eran señales con saltos de alegría que me enviaban para que yo
sospechara que algo sobrenatural estaba pasando, no comprendido aún,
por causa de la perplejidad que me hipnotizaba. Me dieron la tarde
libre.
Me
vi de nuevo en el salón de clases, copiando la tarea asignada por el
Padre Policarpo: Director religioso del Colegio, cuya seriedad enjuta
era suficiente como para usar una sotana grisácea, casi de jefe, que
le hacia ver como un santo pintado con chimó. Por dos semanas, me
dediqué a leer los periódicos, buscando señas de aquel Papa.
Aparecía mucha información por la celebración de algo que llamaban
Concilio. Anoté su nombre de pila: Giovanni Baptista Montini.
Apunté que era italiano más otros datos de su vida que me causaron
curiosidad.
Redacté
la composición: habilidad que mi escuelita de primero a cuarto, y mi
madre, me habían ayudado a desarrollar. Mi vista sobre la pila de
cuadernos de Religión que el padre Policarpo puso aquella
tarde en el escritorio de la maestra me hizo testigo, de que el mío
iba de primero para tenerlo expedito y poder ojearlo como si fuese el
objeto proveniente de un misterioso crimen; y entonces preguntar por
la identidad del autor, mirando hacia nosotros con el mentón
levantado. Cuando aquel chamo levantó la mano y se fue incorporando
con la lentitud del humo de un fogón que se está encendiendo,
mientras sospechaba que la redacción había causado un efecto
importante, escuchó decir al Padre que era la mejor redacción que
había leído en su vida, escrita por un niño de quinto grado.
A
la salida, tuve que mostrar la caja de colores hasta el cansancio,
aunque nadie se interesó en leer la biografía. Durante una semana
fui el muchacho de quinto que se ganó un estuche de colores.
Ya
en casa, observé por mucho rato aquel arcoiris luminoso que
irradiaba muchos colores. Cada bolígrafo era cilíndrico y en su
cuerpo contenía a la vez varios bolígrafos con su respectivo
percutor del color correspondiente. Tuve ante mis ojos maravillados,
la primera muestra de recursividad que cinco décadas después
me explicaría un maestro llamado Francisco Gutiérrez. No me atreví
a usarlos en varios meses, por ese temor inicial de echar a perder
algo nuevo. Además del estuche, recibí un besó en la mejilla
sudada que me dio mi mamá aquel mediodía. En la escuela, mis
hermanas ya me habían mostrado su satisfacción. El premio me
obligaba a estudiar más -según mi papá. La mirada de orgullo de mi
amigo Alí, me comprometía a inventar una nueva competencia para
ganarle a los del piso cinco.
Me
costó un poco conciliar el sueño aquella noche. Ansiaba encontrar
un argumento contundente para demostrar a mis compañeros que el
luchador venido de México sí era el verdadero Santo: El
Enmascarado de Plata.
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