lunes, 24 de diciembre de 2018

LAURA







Me siento equidistante del mundo cuando intento, por así decirlo, hacer el amor con Laura. Es flaquísima Laura, puro hueso. A veces pienso que la piel se le va a romper en mis brazos cuando me tiene con fuerza pasional. Es el espíritu de una mujer metida en un andamiaje de papel de seda y veradas óseas. Cuando la beso es como si mis labios tocaran un pétalo encendido y la saliva se nos deslizara como suave pegamento. Pienso que si, en un supuesto, practicara alguna de las artes marciales chinas, fuese invencible y mortal porque sus codos, rodillas, hombros, caderas, nudillos de los dedos y talones son agudos ángulos punzantes. Al tocar su coxis he sentido especie de vibraciones universales. Cuando la abordo para el cariño cotidiano, es decir: un apretón espontáneo, sorpresivo o el baile de una pieza de bolero, un caderazo sutil, un restriegue imperceptible, debo tener el cuidado de no cortarme con la belleza de tanta filosa flacura. No sé cómo una brisa fuerte no se la ha llevado a través del firmamento para que la infancia la enlace con una trenza de pabilo o para que la ancianidad la vea volar como una nave extraterrestre. A veces experimento la secreta tensión de verla de frente, desnuda, en posición meditativa, porque imagino que sólo destacarían el cabello negro, los ojos pardos, los mínimos lóbulos de la nariz aguileña, las bellas y enormes tetas, los labios carnosos; lo demás sería el corpóreo filo de una mujer hermosa. Siempre que la ve, mi abuela me susurra: “Esa novia tuya es pura cara”.


Le apuesto todo a Laura porque su increíble belleza se basa en cuatro atributos, a saber: una mirada penetrante, a la vez dulce, a ratos como de avecilla inquieta, que no puede resistir mi corazón sin palpitar con celeridad; una voz grave aunque melodiosa que pareciera fuerte cuando su intención es suave, sensible o muy tersa al enfatizar los criterios o hasta llegar a la arrechera, u obscura cuando canta con una armonía sobrenatural viejas canciones de la tradición anarquista europea; lo otro es una inteligencia que le permite venir cuando uno va (como suele decir mi madre), de respuestas rápidas, cavilaciones a su tiempo, silogismos casi matemáticos, poderosamente sentidos, interpretaciones de la realidad que sólo merecen el respeto de un silencioso aprendizaje; es metafórica Laura, como el discurso entrelíneas de la naturaleza que oculta sus habilidades o las disfraza de azar; y el último atributo, quizás el más bello: su ocupación de los demás. 
 

Aunque es olvidadiza: se le olvida hasta dónde recordó el último olvido, tiene una memoria asombrosa para los hechos satisfactorios y para las tragedias; no recuerda ni la fecha de su cumpleaños pero sabe de qué fruta hicieron el pastel que le regalé, el número de guindas que tenía, la felicidad que experimentó al lado de la gente, la cantidad de abrazos que le obsequiaron y hasta la hora en que cerró los ojos para contarle al sueño las satisfacciones que vivió. Suele recordar con precisión japonesa cada uno de los detalles vistos en el telenoticiero, acerca de un desastre marítimo habido en Copenhage; reconozco que a veces me duermo con su relato porque le gusta repetirlo, igual que le aficiona a mi padre evocar sus dos años en el servicio militar. Ésa lloró a mares sus primeros tres años de vida durante varios días; tanto que su madre, al decirle la primera mentira, le juró que telefoneó a la Embajada de Holanda (antes de explicarle qué cosa es una Embajada) para cerciorarse de que el gobierno estaba atendiendo a las personas afectadas.


Me tocó una maestra de profesión en Laura, de preescolar además. A veces me la doy de niño para que su abnegación educativa me impregne. Hay noches que me han sorprendido recortando papel de todo tipo o manipulando pega blanca para adherir figuras de cualquier material en otro material. He visto convertirse un encuentro para dos y café en una reflexión educativa de cualquier tema relacionado con la práctica de una maestra de niños y niñas de cero a seis años. Me sé los nombres de cuanto educador haya escrito sobre sus prácticas y de las corrientes filosóficas que ha promovido. ¡Claro que he estado en el salón de clases! He trasladado tramoyas de cartón y papel de seda, me he disfrazado del rey mago Melchor en varias navidades, sé los secretos químicos de la famosa tizana, he contado cuentos de gnomos, ogros y magos a niños y niñas que se mueven como para dar la falsa impresión de que jamás me escucharon. “Sólo me falta el título” -le he dicho a Laura, mientras lamo el serruche cremoso pegado a una caja en donde venía la torta de guanábana.


A veces me le escapo a Laura. No puedo evitar que se preocupe, ya que las otras actividades de mi vida no son tan sosegadas. Una vez me le perdí seis meses, cuando formé parte de la tripulación de un barco que llevaba ropas, alimentos y medicinas a la Franja de Gaza. Quienes íbamos entonces, entonábamos cantos de varios países en idiomas que se cruzaban con la armonía de quienes sabían de antemano que esos significados son hermosos y se deben comprender con el corazón. Los soldados nos bloquearon el puerto de llegada con las armas apuntadas desde helicópteros hacia nuestras cabezas, así como la solidaridad que cada quien llevaba en el alma, integrada al deseo de ayudar a un pueblo valiente que se bate a diario contra una operación militar de exterminio. Llevamos una pequeña parte del mismo plomo fundido que las madres y abuelas soportaban en el territorio invadido. Varios de los nuestros fueron heridos o tomados como rehenes, liberados luego de azarosas gestiones internacionales. La paz como tema bandera estuvo siempre en las consignas que gritábamos a voz batiente. Nuestro barco, la nave del mundo solidario, debió detenerse y regresar sin la misión cumplida.


Nos volvimos a ver en un encuentro de solidaridad con Palestina en el plató del Teresa. Llevaba Laura el cabello dentro de un turbante blanco, una inmensa bata de tela negra donde se dibujaban motivos espirales y estrellas de color blanco, sandalias de cuero rústico que apenas asomaban bajo el manto de olor a sándalo que le arropaba los pies que sueño. Yo no hacía más que imaginarme su desnudez metida en ese andar flotante que tantas veces se ha detenido en nuestros placeres. Intercambiamos a la distancia el guiño del ojo izquierdo, un abrazo tierno antecedido por esas sonrisas cómplices con las cuales sellamos nuestras lejanías; además de un silencio, un silencio que era la única palabra retenida en los corazones, un silencio sólido como una piedra que jamás se rompe, eterno a fuerza de resistir lo cotidiano y que llevamos escondido en nuestras incansables conversaciones.


Al oscurecer nos dimos cuenta de que la luna seguía nuestros pasos. A un costado de la avenida México, le pedí que colocara sus manos flotando en el aire, como si fuese a tocar un piano, para verlas por unos instantes con detenimiento. Dedos largos, tiernos con la motricidad fina que observa y aprende siempre de sus alumnos, tenaces con el ordenador cuando escribe o con las hojas de los libros cuando lee o con la mirada que deja oculta en su alma soberana frente a mí. Están calmos esos dedos que se desdoblan del hemisferio derecho al izquierdo; el medio que es el Asia soberbio de pueblos articulados por milenarias hazañas; el meñique: la Oceanía que nos desconoce por tanta soberbia; el pulgar es el África, querida negra montañosa en la yema y desértica impronta de camellos en el resto de la falange; el índice: señalando el camino nuestro hacia el Sur indestructible. Le pedí que me mostrara las palmas juntas para ver a Palestina en esos cruces y señales eminentes. Se dibujaban rostros de niños -interpretando a hombres- que lanzan piedras a monstruos cibernéticos, teledirigidos por la máscara de un imperio. 
 

Tomé sus manos -las besé- para invitarla a sorber el café de esos vasitos vendidos por marchantes que se cruzan en las calles. Me llenaron de interrogantes sus miradas y de caricias lentas las palabras de su diálogo sutil. Me habló de la infancia que viaja en su cuaderno docente. Le ocupa momentos vitales de su vida esa tarea diaria de jugar alelimón educativo con sus alumnos. La veo llegar al portón de la escuela, luego de esa bella batalla, con el satisfactorio cansancio del aprendizaje en la sonrisa. En algunas oportunidades hemos cruzado abrazos y aún le siento, en plena intensidad de su ternura, esa felicidad que le dejan los niños y las niñas, como un eco imperceptible cantado en su alma.



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