Me
siento equidistante del mundo cuando intento, por así decirlo, hacer
el amor con Laura. Es flaquísima Laura, puro hueso. A veces pienso
que la piel se le va a romper en mis brazos cuando me tiene con
fuerza pasional. Es el espíritu de una mujer metida en un andamiaje
de papel de seda y veradas óseas. Cuando la beso es como si mis
labios tocaran un pétalo encendido y la saliva se nos deslizara como
suave pegamento. Pienso que si, en un supuesto, practicara alguna de
las artes marciales chinas, fuese invencible y mortal porque sus
codos, rodillas, hombros, caderas, nudillos de los dedos y talones
son agudos ángulos punzantes. Al tocar su coxis he sentido especie
de vibraciones universales. Cuando la abordo para el cariño
cotidiano, es decir: un apretón espontáneo, sorpresivo o el baile
de una pieza de bolero, un caderazo sutil, un restriegue
imperceptible, debo tener el cuidado de no cortarme con la belleza de
tanta filosa flacura. No sé cómo una brisa fuerte no se la ha
llevado a través del firmamento para que la infancia la enlace con
una trenza de pabilo o para que la ancianidad la vea volar como una
nave extraterrestre. A veces experimento la secreta tensión de verla
de frente, desnuda, en posición meditativa, porque imagino que sólo
destacarían el cabello negro, los ojos pardos, los mínimos lóbulos
de la nariz aguileña, las bellas y enormes tetas, los labios
carnosos; lo demás sería el corpóreo filo de una mujer hermosa. Siempre que la ve, mi abuela me susurra: “Esa novia tuya es pura cara”.
Le
apuesto todo a Laura porque su increíble belleza se basa en cuatro
atributos, a saber: una mirada penetrante, a la vez dulce, a ratos
como de avecilla inquieta, que no puede resistir mi corazón sin
palpitar con celeridad; una voz grave aunque melodiosa que pareciera
fuerte cuando su intención es suave, sensible o muy tersa al
enfatizar los criterios o hasta llegar a la arrechera, u obscura
cuando canta con una armonía sobrenatural viejas canciones de la
tradición anarquista europea; lo otro es una inteligencia que le
permite venir cuando uno va (como suele decir mi madre), de
respuestas rápidas, cavilaciones a su tiempo, silogismos casi
matemáticos, poderosamente sentidos, interpretaciones de la realidad
que sólo merecen el respeto de un silencioso aprendizaje; es
metafórica Laura, como el discurso entrelíneas de la naturaleza que
oculta sus habilidades o las disfraza de azar; y el último atributo,
quizás el más bello: su ocupación de los demás.
Aunque
es olvidadiza: se le olvida hasta dónde recordó el último olvido,
tiene una memoria asombrosa para los hechos satisfactorios y para las
tragedias; no recuerda ni la fecha de su cumpleaños pero sabe de qué
fruta hicieron el pastel que le regalé, el número de guindas que
tenía, la felicidad que experimentó al lado de la gente, la
cantidad de abrazos que le obsequiaron y hasta la hora en que cerró
los ojos para contarle al sueño las satisfacciones que vivió. Suele
recordar con precisión japonesa cada uno de los detalles vistos en
el telenoticiero, acerca de un desastre marítimo habido en
Copenhage; reconozco que a veces me duermo con su relato porque le
gusta repetirlo, igual que le aficiona a mi padre evocar sus dos años
en el servicio militar. Ésa lloró a mares sus primeros tres años
de vida durante varios días; tanto que su madre, al decirle la
primera mentira, le juró que telefoneó a la Embajada de Holanda
(antes de explicarle qué cosa es una Embajada) para cerciorarse de
que el gobierno estaba atendiendo a las personas afectadas.
Me
tocó una maestra de profesión en Laura, de preescolar además. A
veces me la doy de niño para que su abnegación educativa me
impregne. Hay noches que me han sorprendido recortando papel de todo
tipo o manipulando pega blanca para adherir figuras de cualquier
material en otro material. He visto convertirse un encuentro para dos
y café en una reflexión educativa de cualquier tema relacionado con
la práctica de una maestra de niños y niñas de cero a seis años.
Me sé los nombres de cuanto educador haya escrito sobre sus
prácticas y de las corrientes filosóficas que ha promovido. ¡Claro
que he estado en el salón de clases! He trasladado tramoyas de
cartón y papel de seda, me he disfrazado del rey mago Melchor en
varias navidades, sé los secretos químicos de la famosa tizana, he
contado cuentos de gnomos, ogros y magos a niños y niñas que se
mueven como para dar la falsa impresión de que jamás me escucharon.
“Sólo me falta el título” -le he dicho a Laura, mientras lamo
el serruche cremoso pegado a una caja en donde venía la torta de
guanábana.
A
veces me le escapo a Laura. No puedo evitar que se preocupe, ya que
las otras actividades de mi vida no son tan sosegadas. Una vez me le
perdí seis meses, cuando formé parte de la tripulación de un barco
que llevaba ropas, alimentos y medicinas a la Franja de Gaza. Quienes
íbamos entonces, entonábamos cantos de varios países en idiomas
que se cruzaban con la armonía de quienes sabían de antemano que
esos significados son hermosos y se deben comprender con el corazón.
Los soldados nos bloquearon el puerto de llegada con las armas
apuntadas desde helicópteros hacia nuestras cabezas, así como la
solidaridad que cada quien llevaba en el alma, integrada al deseo de
ayudar a un pueblo valiente que se bate a diario contra una operación
militar de exterminio. Llevamos una pequeña parte del mismo plomo
fundido que las madres y abuelas soportaban en el territorio
invadido. Varios de los nuestros fueron heridos o tomados como
rehenes, liberados luego de azarosas gestiones internacionales. La
paz como tema bandera estuvo siempre en las consignas que gritábamos
a voz batiente. Nuestro barco, la nave del mundo solidario, debió
detenerse y regresar sin la misión cumplida.
Nos
volvimos a ver en un encuentro de solidaridad con Palestina en el
plató del Teresa. Llevaba Laura el cabello dentro de un
turbante blanco, una inmensa bata de tela negra donde se dibujaban
motivos espirales y estrellas de color blanco, sandalias de cuero
rústico que apenas asomaban bajo el manto de olor a sándalo que le
arropaba los pies que sueño. Yo no hacía más que imaginarme su
desnudez metida en ese andar flotante que tantas veces se ha detenido
en nuestros placeres. Intercambiamos a la distancia el guiño del ojo
izquierdo, un abrazo tierno antecedido por esas sonrisas cómplices
con las cuales sellamos nuestras lejanías; además de un silencio,
un silencio que era la única palabra retenida en los corazones, un
silencio sólido como una piedra que jamás se rompe, eterno a fuerza
de resistir lo cotidiano y que llevamos escondido en nuestras
incansables conversaciones.
Al
oscurecer nos dimos cuenta de que la luna seguía nuestros pasos. A
un costado de la avenida México, le pedí que colocara sus manos
flotando en el aire, como si fuese a tocar un piano, para verlas por
unos instantes con detenimiento. Dedos largos, tiernos con la
motricidad fina que observa y aprende siempre de sus alumnos, tenaces
con el ordenador cuando escribe o con las hojas de los libros cuando
lee o con la mirada que deja oculta en su alma soberana frente a mí.
Están calmos esos dedos que se desdoblan del hemisferio derecho al
izquierdo; el medio que es el Asia soberbio de pueblos articulados
por milenarias hazañas; el meñique: la Oceanía que nos desconoce
por tanta soberbia; el pulgar es el África, querida negra montañosa
en la yema y desértica impronta de camellos en el resto de la
falange; el índice: señalando el camino nuestro hacia el Sur
indestructible. Le pedí que me mostrara las palmas juntas para ver a
Palestina en esos cruces y señales eminentes. Se dibujaban rostros
de niños -interpretando a hombres- que lanzan piedras a monstruos
cibernéticos, teledirigidos por la máscara de un imperio.
Tomé
sus manos -las besé- para invitarla a sorber el café de esos
vasitos vendidos por marchantes que se cruzan en las calles. Me
llenaron de interrogantes sus miradas y de caricias lentas las
palabras de su diálogo sutil. Me habló de la infancia que viaja en
su cuaderno docente. Le ocupa momentos vitales de su vida esa tarea
diaria de jugar alelimón educativo con sus alumnos. La veo llegar al
portón de la escuela, luego de esa bella batalla, con el
satisfactorio cansancio del aprendizaje en la sonrisa. En algunas
oportunidades hemos cruzado abrazos y aún le siento, en plena
intensidad de su ternura, esa felicidad que le dejan los niños y las
niñas, como un eco imperceptible cantado en su alma.
Hermosa Laura...
ResponderEliminarME ENCANTA LAURA
ResponderEliminarEsta Laura hace honor a su nombre "mujer victoriosa"...
ResponderEliminarLaura corta el alma, que hermoso
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